Génesis 15, 5-12.
17-18; Filipenses
3, 17. 4,1; Lucas
9, 28b-36
«Todavía estaba hablando, cuando llegó una
nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube
decía: Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle»
17 Marzo 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«Le pido a Dios aprender a ser como ese
niño que lo recibe todo con ojos alegres y sorprendidos. No quiero atesorar
bienes en la tierra sino en el cielo. Me
grabo en el alma la palabra gratuidad»
El
amor inmaduro, primitivo y egoísta está muy presente en mi corazón.
Pienso en mí. Actúo de acuerdo con lo que deseo. Quiero poseer, retener,
decidir. ¿Es el amor que he recibido el que me ha hecho amar así? Ya no lo sé.
Puede que sí. O puede que esté en mí desde el comienzo ese deseo egoísta de
poseer lo que deseo. Un amor herido, un amor enfermo, un amor infantil, de niño
egoísta y malcriado. Un amor que lo espera todo de todos, pero sólo da a
cuentagotas. Un amor que sueña con la eternidad mientras teje días fugaces. Un
amor esquivo y superficial. Un amor que olvida y teme hacerse responsable. Un
amor que se justifica y critica al que no ama bien. Un amor que se apasiona y
huye al mismo tiempo. Mi amor es de extremos. De declaraciones valientes y
actos cobardes. De abrazos que hablan de un sí para siempre, y saludos torpes
para cambiar de rumbo. Un amor que lleva cuentas del mal que recibe. Y del bien
que ha hecho. Quisiera aprender a amar con un amor distinto. Quizás tendría que
volver a nacer de nuevo. Me parece imposible. En mi carne ya arrugada veo las
estrías del desgaste. Las canas del tiempo invertido. Y el hueco profundo de un
vacío que sueña ser colmado. Mi amor de hombre herido clama a Dios por un amor
más grande. Y le suplica exánime que sea Él quién en mí ame. De otra forma no
lo veo posible. Espero el don de una gracia que ensanche mi corazón y lo haga
blando, tierno, misericordioso. Lo veo tan endurecido por los caminos
empolvados. Sueño con el amor que no tengo mientras sigo amando a duras penas
rostros que pasan. Queriendo anclarme en las almas. Queriendo servir la vida. Y
queriendo dejar de lado mi amor propio. No lo consigo. Me gusta el amor del que
me habla el P. Kentenich: «Para poder
acoger plenamente al tú debo disponerme interiormente para un amor que soporta
y sobrelleva. El tú también debe soportarme. Es el amor que apoya en momentos
difíciles, que es solidario, capaz de perdonar, de tomar iniciativas de amor»[1].
Un amor así es un don que no puedo dejar de suplicar cada mañana cuando
contemplo atónito los pasos dados en falso, habiendo herido a otros. Vivo un
amor infantil contra el que lucho. No quiero amar así, quiero amar con un amor
sacrificado. Quiero aprender a renunciar para que el otro sea más. Más pleno.
Más libre. Sueño con un amor acrisolado en las pruebas a las que me somete la
vida. Un amor capaz de poner siempre al tú antes que al propio yo egoísta.
Renunciando a mis deseos. Aceptando los límites. Dios me ha regalado la
vocación de amar para la eternidad, sin pausa, sin miedo. Aspiro a vivir un
amor que sueña con ser eterno y se desgasta en días de invierno. Un amor que
quiere crecer en la entrega diaria, en el sacrificio, en la renuncia, sin
quejas, sin condenas. Quiero aprender a amar desde la cruz de Cristo, donde
crece el amor que yo entrego. Sólo cuando pongo al tú por delante de mis
intereses particulares y mis egoísmos logro que el amor se haga más grande.
Cuando me preocupo por el otro y sus necesidades, abriendo mi mirada. Sólo así
el amor se convierte en un servicio desinteresado y alegre a la vida que se me
confía. ¡Qué lejos estoy de amar como Dios ama! Leía el otro día: «Amar
consiste en recibir sin defensa al otro que viene con la certeza de ser acogido
por él sin ser juzgado condenado ni comparado. Es una victoria de la debilidad.
Amor sin límites»[2]. Un amor que acoja y comprenda. Un amor que sepa
renunciar en detalles pequeños. Un amor que admire y sostenga a la persona
amada. Un amor así me parece imposible. Cuando vivo contando lo que recibo y
volviéndome remiso en la entrega de mi vida. El amor de Dios es ágape, caridad,
un amor que desciende y se abaja para ponerse a mi altura. Así quiero amar yo.
Descendiendo de mi orgullo, de las murallas que guardan mi alma, de mi vanidad
engreída. Abajándome para darme desde el polvo a quien me espera.
Tiene
la Cuaresma más de gratuidad y menos de deberes. Más que el pago por lo que hago la Cuaresma es un amor que se entrega y
sólo espera recibir amor como don. No lo consigo. Espero que me paguen por mi
vida entregada. Quiero que me agradezcan por todo lo que hago. La palabra don
se me olvida. A cambio me lleno de derechos. No recuerdo quizás que en mi vida
casi todo es gratis. Tengo la vida como don, no como derecho. Recibo y vivo con
alegría sin esforzarme por ello. Leía el otro día: «Pobreza espiritual es volverse hacia Dios
para recibir sin medida y hacia los demás para dar sin llevar la cuenta.
Recibirlo todo gratuitamente y darlo todo gratuitamente»[3]. Quiero ser pobre para valorar todo como don. Pobre
para poder llenarme estando vacío. Pobre para que no me sienta con derecho a
poseer, a tener, a recibir nada. Pobre al ser consciente de que todo en mi
historia sagrada es gratuidad. Quiero ser pobre que vive agradeciendo. ¡Cuánto
me cuesta agradecer y darme cuenta de que todo lo que tengo es don! Se me llena
la boca clamando por mis derechos. Me creo que es justo recibir lo que recibo.
Pero luego me guardo y no doy. No siento que tenga la obligación. No debo nada
a nadie. No entiendo la gratuidad. He recibido dones que se convierten en tarea
en mi vida. Y recibo el pago por ellos. Mi carrera profesional, mis logros en
la vida, mis talentos, son pagados. Incluso me llegan a pagar por publicar mi
vida en las redes sociales. Se paga todo. Y yo exijo el pago. Y no doy mi don
cuando no me pagan por ello. No acabo de entender la gratuidad. Me creo con
derecho a recibir siempre por dar lo que es mío. Se me olvida que a la vez es un
don que un día me hicieron. Mis talentos, mis conocimientos, mis capacidades.
Todo es don al servicio del hombre que necesita mi don. Y yo lo vendo, lo
alquilo, me sirvo de lo que he recibido gratis. No acabo de entender la
gratuidad. Ni el sentido profundo de ser pobre de espíritu. «La
pobreza espiritual es la libertad de recibirlo todo gratuitamente y darlo todo
gratuitamente. No estar centrado en sí mismo, sino solo en Dios»[4]. Cuando estoy centrado en mí mismo me vuelvo
exigente. Nada está en orden ni en paz. Alguien me debe algo. Tengo derecho a
más de lo que recibo. Quiero seguir a Jesús, pero demando recibir el ciento por
uno. Que me den más de lo que he ofrecido. Tengo derecho. Mis derechos van por
delante. Exijo que me paguen. Y me vuelvo avaricioso. A veces el que más tiene
es el que más acumula. Es pobreza en el fondo. Pero de esa pobreza que enferma
el alma. Yo quiero la pobreza del que sólo tiene para dar. Del que no retiene lo
que posee, temiendo momentos malos en el futuro. Del que se desgarra amando y
sirviendo. Del que no vive con miedo a quedarse vacío. Esas personas me
sorprenden. Es como si tuvieran agujeros en las manos. Donde ven una necesidad
actúan. No esperan recibir nada a cambio. Ni siquiera las gracias. Seguro que es
así como se cambia el mundo. Pero me cuesta vivir de esa manera. Con esa
libertad interior. Con esa pureza en la mirada. Con esa paz en el alma. Me
gustaría vivir la Cuaresma como un camino de desprendimiento de mis derechos y
exigencias. Leía el otro día: «La pobreza implica el desprendimiento y la separación de todo lo que es
superfluo y constituye un obstáculo para el crecimiento de la vida interior. Si
queremos entrar en Dios tenemos que ser pobres. No hay mayor pobre que Dios que
vive solamente en el amor. En la pobreza somos totalmente dependiente del otro»[5]. Jesús me enseña el camino de la gratuidad. Se da por entero. No se guarda
nada para Él. No piensa en su bienestar, ni en su salud. No calcula su tiempo.
No mide sus derechos. Es desprendido de todo mientras camina hacia la cruz. En
el desierto anticipa lo que luego será su vida amando hasta el extremo. No
tiene dónde reposar la cabeza. Y su entrega gratuita no es comprendida ni
aceptada. No lo siguen por lo que Él es sino por lo que da a los que no tienen.
¡Qué pobreza tan grande! Se vacía por amor y a veces recibe a cambio desprecio,
odio, indiferencia. Quiere enseñarme a amar como Él ama y yo me resisto, porque
quiero ser poderoso y recibir mucho a cambio de poco. Me he acostumbrado a los
criterios del mundo. Tengo que pagar para obtener lo que quiero. Y me tienen
que pagar si quieren recibir lo que yo poseo. Es la paradoja del cristianismo.
Me vacío para llenarme. Me doy para encontrarle sentido a mi vida. Así de
sencillo. Así de difícil. Me cuesta vivir con gratuidad. Sin llevar cuentas del
mal que recibo. Sin exigir recibir por cada gota de amor que entrego. Le pido a
Dios en esta Cuaresma aprender a ser más pobre, más libre, más de Dios. Más como
ese niño que lo recibe todo con ojos alegres y sorprendidos. No quiero atesorar
bienes en la tierra sino en el cielo. No quiero guardar para mí cuando muchos a
mi lado pasan miserias. No quiero vivir seguro en los bienes que me sostienen.
Me grabo en el alma la palabra gratuidad. Todo es don. Lo que recibo. Lo que
doy. No tengo derecho a nada en la vida. Todo es misericordia. Si lo entendiera así sería mucho más feliz,
sería más niño, sería más libre.
Quiero que en algo
cambie mi vida en Cuaresma. En algo
importante. No tanto en los detalles. No se trata sólo de pequeños gestos.
Quiero algo más hondo. Un resurgir desde dentro. Volver a nacer. Más amor
verdadero. Más vida, más pasión, más luz, más esperanza. A veces veo que me
atenaza el miedo. Temo perder lo que tengo. Y no lograr lo que sueño. Temo no
ser fiel hasta la muerte. Y pensar, ya cerca de la muerte, que mi vida no ha
sido plena. Temo no estar a la altura, no sé si de lo que yo espero de mí, o quizás
de lo que Dios espera. Me duele mi falta de libertad interior. ¡Cuánto me
importa lo que el mundo piensa de mí, su juicio, su condena! Y vivo atado a mis
inseguridades temiendo perder la fama, la vida. Me hundo en vaguedades y
decisiones poco firmes. Quejándome de una vida que no se parece mucho a la
soñada un día, cuando era joven y mi pecho ardía con grandes ideales. Y soñaba
con cumbres. No logro hacer de mis obras actos de misericordia que lo
transformen todo. Algo me falta. No consigo convertir mi rutina en un caminar
sagrado. Quiero ser santo, me digo, con voz fuerte, para no olvidarme. Y se me
llena la boca de bonitas palabras en las que creo, pero que parecen no
cambiarme por dentro. Y espero tal vez que sea Dios quien lo haga con una
varita mágica. Tocando mi corazón herido. Y yo no hago nada por cambiar mi
senda, mis pasos. No lucho demasiado. Quizás espero un milagro de madurez. O me
conformo con esta vida que llevo. Y me creo que Dios me ama. Al menos eso me
dijo un día. Pero yo no amo, ni tan siquiera me amo. Amar cuesta renuncia y
renunciar me duele. Y la exigencia que necesito no la quiero. Y no sé cómo pero
no quiero renunciar a nada. Quiero los opuestos. Beso dos caminos. No sé si por
eso me cuesta tanto el ayuno. Renunciar a lo que deseo. Aquí y ahora. En este
momento. Renunciar por amor. No porque me lo mandan desde arriba con orden
firme. Renunciar para que otros vivan, tengan y sean más que yo. Días sagrados
busco. Una rutina santa. Albergo en mi corazón la esperanza de que un día como
un viento suave se calmen mis ansias perdidas. Mis sueños rotos. Y la sangre
deje de manar de mi herida abierta. Con un abrazo de Dios. Con una palabra
sanadora. No lo sé. Con una mirada. Eso es lo que espero. Creo en el valor
sagrado de mis actos. Y en el poder que tiene mi comportamiento. «El ejemplo es la ligazón más fuerte entre los hombres.
Toda acción despierta en los demás la voluntad de actuar con rectitud, de salir
del sopor de la somnolencia y de llenar las horas de actividad»[6]. Actúo creyendo hacer justicia, y puedo equivocarme. Mis juicios y mis actos
pueden provocar un mal injusto. Luego pretendo retirarme a la oración, lejos de
los hombres, para que no me molesten, para no molestar. Para no hacer daño,
para no ser injusto. Pero entonces mi falta de acción, mi soledad, mi omisión, puede
despertar un mal, un daño que yo nunca he pretendido. Puedo influir actuando y
a la vez no haciendo nada. Puedo hacer el mal y el bien con un acto, con una
omisión. ¡Qué paradoja! Mis silencios y mis palabras pueden cambiar el mundo.
No controlo las consecuencias de mis actos ni de mis omisiones. Yo sólo vivo.
Pero de lo que se deriva de lo que hago o no hago sólo es Dios el dueño. Y yo
no entiendo el poder de una palabra, la atracción de un sí sencillo y oculto,
el poder de un abrazo, la fuerza del silencio. No sé cómo de misteriosa es esta
vida en la que el destino de los hombres se entrelaza en una red donde todo se
une. No puedo vivir aislado de nadie. En algún lugar mis actos ocultos
encuentran eco. Y sabré que mi vivir y mi amar estarán dando un fruto hasta ahora
desconocido. No lo descarto. No me escondo. No miro hacia otro lado para no
verme involucrado en injusticias, para no incurrir yo en el daño que otros
reciben. Quiero aislarme para que no me pese la culpa, para que no me culpen.
No ansío tampoco la gloria si el bien es lo que logro. Prefiero no ser
responsable. Pero es imposible. Siempre mi actuar va a tener consecuencias.
Incluso cuando intento obedecer, sin influir nada en lo que sucede. No hay
manera de permanecer al margen de todo lo que acontece. Sólo puedo decidir cómo
quiero yo actuar en esta vida. Me gustaría desprenderme de mí mismo, de mi ego.
Leía el otro día: «Quien aspira
seriamente a ese desasimiento de su propia honra y de los propios gustos, y es
´sencillo´ en sus acciones, en sus deseos y en sus pensamientos, es decir, si
no conoce más fondo que la gloria y el amor de Dios, ese tal se verá libre de
muchas angustias parásitas del espíritu, y no debe temer las perturbaciones
nerviosas»[7]. Quiero vivir más libre de mis pretensiones. Actúo y hablo con sencillez sin
esperar el reconocimiento de nadie. Me he desasido de mi orgullo que pretende
ser valorado y encontrar paz en el aplauso del mundo. No tienen que imitar mis
gestos. No tienen que repetir mis palabras con su voz. No quiero influir con
mis omisiones en nada de lo que sucede. No es la meta de mi vida. Mis actos
dejarán la huella que sólo Dios conoce. Igual que mis silencios. Pero no me
turbo cuando veo que mis actos pasan desapercibidos y nadie los valora. O no
escuchan mi voz y no siguen mis consejos. Sólo pongo mi vida en las manos de
Dios. Confío en Él. Deseo que Dios actúe
en mí y me use como instrumento.
Miro al cielo. Me gusta hacerlo durante el día, al atardecer y por la noche. El cielo
está lleno de estrellas. Quiero ver las estrellas que me acompañan todo el día.
En la oscuridad de la noche brillan más. Durante el día permanecen ocultas bajo
el sol. Abrahán vio las estrellas: «En
aquellos días, Dios sacó afuera a Abrahán y le dijo: - Mira al cielo; cuenta
las estrellas, si puedes. Y añadió: - Así será tu descendencia. Abrahán creyó
al Señor, y se le contó en su haber. El Señor le dijo: - Yo soy el Señor, que
te sacó de Ur de los Caldeos para darte en posesión esta tierra. Aquel día el
Señor hizo alianza con Abrahán en estos términos: - A tus descendientes les
daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río Éufrates». Dios
le hace mirar las estrellas y le promete lo imposible. Una descendencia
bendecida. Su mujer era estéril. Sueña con esa promesa. También yo sueño con un
perpetuarme en el tiempo después de mi ausencia. Permanecer como una estrella
oculta en el cielo. ¿Hay vanidad en mis deseos? Una promesa de Dios en mi alma.
Un deseo de Dios para mi vida. Multiplicar mi descendencia como las estrellas
del cielo. Miro a lo alto. El cielo estrellado en medio de la noche. Soy
miedoso. Tengo miedos concretos. Reales. Algunos infundados. Laceran mi alma y
me vuelven temeroso. Si me caigo. Si pierdo la vida. Si me enfermo. Si me quedo
solo. Si pierdo lo que me hace feliz. Si no vuelvo a tener lo que hoy tengo.
Las estrellas brillan en el cielo. Y en la tierra la lucha, la entrega, el
sacrificio. ¿De qué valen la renuncia y el sacrificio? José Luis Martín
Descalzo relata el cuento del novicio sediento. La historia del un monje que en
el desierto recorría un largo camino bajo el sol a buscar agua. A mitad de
camino podía saciar su sed bebiendo de la fuente de un oasis. Un día vio que
quería renunciar a beber por amor a Dios. Por la noche vio una estrella
brillando con fuerza en el cielo. Se llenó de paz. Así fueron pasando los días.
Cada noche una estrella. Un día un novicio le acompañó en su trabajo diario. El
novicio al ver la fuente se llenó de alegría. El monje dudó y pensó entonces en
el alma pura del novicio: «Si bebía,
aquella noche la estrella no se encendería en su cielo: pero si no bebía,
tampoco el muchacho se atrevería a hacerlo. Y, sin dudarlo un segundo, el
eremita se inclinó hacia la fuente y bebió. Tras él, el novicio, gozoso, bebía
y bebía también. Pero mientras le miraba beber, el anciano monje no pudo
impedir que un velo de tristeza cubriera su alma: aquella noche Dios no estaría
contento con él y no se encendería su estrella»[8].
Pero se equivocó. Esa noche dos estrellas brillaron en el cielo. Dios quiere mi
misericordia. Y quiere que renuncie por amor. Muchas veces en la vida tendré
que renunciar por amor. Es lo que importa. El amor que pongo en lo que hago. Y
sé que, si mi renuncia está llena de amor, una estrella brillará con alegría en
el cielo. Dios quiere que le entregue mi sí gozoso. Mi sí complacido y feliz.
Mi renuncia llena de amor hace brotar la esperanza. Soy un ciudadano de ese
cielo lleno de estrellas, como dice S. Pablo: «Nosotros, por el
contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el
Señor Jesucristo. El transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su
cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo». Estoy
llamado a mantenerme fiel en el amor de Jesús. Soy ciudadano del cielo con el
que sueño. Las estrellas en la noche me hablan de una eternidad que se refleja
en mi alma. De una luz que quiere iluminar las oscuridades de mi mundo interior.
¿Cuál es el sentido de mi renuncia? Que el cielo se llene de estrellas y de luz,
para iluminar a los que viven en tinieblas. Hay muchas personas perdidas que no
tienen esperanza. Y yo estoy llamado a sonreír en medio de mi entrega. Dios
quiere que mi vida sea una estrella que ilumine muchos caminos. Y por eso
necesito que Jesús sea mi luz: «El Señor
es mi luz y mi salvación. ¿A quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién
me hará temblar? Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro». En la
noche quiero buscar su rostro. Su luz. Sus estrellas. Su presencia da luz a mis
pasos cuando tiemblan. Tengo miedos, miro al cielo. Creo en esa promesa de
plenitud que me hace. Quiero ser fiel a lo que desea para mi vida. Aspiro al
cielo. Aspiro a las estrellas. No me conformo con una vida mediocre. Aspiro a
amar renunciando, porque el amor cobra vida en el sacrificio de mi propio yo,
de mi propio deseo, de mi egoísmo. Renuncio a una vida pensando en mi
comodidad. Veo fuentes y soy capaz de renunciar por amor. Cargo con la carga de
cada día con alegría en el alma. Dios me ha prometido una descendencia
infinita. Miro al cielo poblado de estrellas. Me ha prometido que mi vida será
fecunda aquí y ahora. Yo no dudo de sus promesas. Dios me ama con locura y me
hace mirar hacia delante. Me pide que persevere. Que no me desespere. Que no
tema. Que cada noche hará brillar para
mí una estrella.
Me gusta pasar del
desierto a la montaña. Subir de golpe de
la sequedad del desierto a la frescura de los árboles y arbustos del monte: «En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a
Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar». Me
gusta subir a lo alto de una montaña. No me quedo en el llano. Hago el
esfuerzo. Veo cómo se van quedando atrás las piedras y los desniveles. Camino
rápido al comienzo, con el paso del tiempo mi ritmo es más tranquilo. Lucho
hasta el extremo en un último paso, en una piedra más, vierto una gota más de
sudor. Lo hago lentamente o con grandes zancadas. Lo importante es dejar la
falda de la montaña y tocar la cima después de muchos pasos. Piedras, arbustos,
tierra. El sol quemando mi rostro. La dureza de la montaña. No es tan fácil
llegar a la cima. A veces dudo y prefiero quedarme atrás, antes de aventurarme
más allá de lo conocido. Me gusta el valle. Es más cómodo. Pero allí la vida tiene
mucho de rutina. Me da miedo caer en lo que describe José Luis Martín Descalzo:
«Muchos iniciaron su juventud llenos de
sueños, proyectos, de planes, de metas que tenían que conquistar. Pero pronto
vinieron los primeros fracasos o descubrieron que la cuesta de la vida plena es
empinada, que la mayoría estaba tranquila en su mediocridad y decidieron balar
con los corderos»[9].
Me puedo conformar con el valle, donde nada es tan costoso. Pensar en subir la
montaña me abruma. Demasiado esfuerzo. ¿Merece la pena? ¿Merece la pena luchar
por los ideales, aspirar a las altas cumbres, tener ante mis ojos el ideal que
inflama mi alma? A Jesús le gustaban los montes. Comenta el P. Kentenich: «El (Señor) prefirió
los montes para retirarse del bullicio del mundo, de los hombres, y elevarse.
Mateo, él suele destacar de manera especial el fuerte vínculo que unía al Señor
con los montes. Cuando ha de esbozar el comienzo de su vida pública y el final,
describe siempre al Señor sobre el monte. Él gira particularmente en torno al
Monte de los Olivos como preparación a Jerusalén, al Gólgota. Por eso debemos
ir primero al Monte de los Olivos, a Getsemaní, y luego ascender con el Señor a
la Cruz y después hasta la Transfiguración. Desde allí se eleva también el
Señor al cielo»[10]. Toda la vida de Jesús fue buscar montes. Desde donde predicar. Desde donde
dejarse transfigurar por la luz de Dios. Montes en los que poder preparar el
corazón para la cruz. Buscaba el silencio lejos del valle. Deseaba el encuentro
con su Padre. Yo necesito salir de los valles de mi rutina. De los valles de mi
mediocridad y desidia. De los valles en los que los problemas parecen sin
respuesta. De los valles en los que el ruido y la presión agotan mis fuerzas.
Necesito apartarme del ruido y subir al monte. Escalar las montañas de los
ideales. Buscar la soledad de la montaña para ver a Dios. Desde lo alto del
monte los problemas son pequeños y la mirada se ensancha. El horizonte enamora.
Me gusta subir al monte. ¿Cuáles son los
montes que me gusta escalar? Me renuevo en mis ideales. Vuelvo a creer.
En el monte Jesús
se transfiguró delante de sus amigos: «Y,
mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de
blancos». En su carne mortal muestra el poder de Dios y los suyos
se llenan de gozo. Tocan la gloria, la vida, la esperanza: «Pedro y sus compañeros se caían del sueño; y, espabilándose, vieron su
gloria y a los dos hombres que estaban con Él. Mientras estos se alejaban, dijo
Pedro a Jesús: - Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para
ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía». Pedro no
sabe lo que dice. Pero ha tocado el cielo en su carne mortal. Ha visto la
gloria de Dios, su rostro. Ya puede cerrar los ojos y dejarse llevar. Nada más importa.
Nada teme. Me impresiona ese momento. Los discípulos sin saberlo han tocado el
cielo. Quieren quedarse allí para siempre. ¿No he sentido yo a veces lo mismo?
En mi vida ha habido momentos en los que he tenido la misma sensación. El
corazón tranquilo, lleno de gozo. Momentos en los que el cielo se ha hecho
tierra. O la tierra se ha vestido de estrellas. No sé bien cómo. Un encuentro
con el Señor en medio de su Iglesia. Una conversación sagrada en la que Dios se
hace presente. Un amor humano que me habla de cuánto me quiere Dios. Una
canción, un paisaje, un encuentro en familia. Son momentos de Tabor que no
quiero que acaben nunca. Pero acaban, es cierto. Y me dejan un sabor de boca
agridulce. Feliz por haberlos vivido. Triste porque pasan y ya no los puedo
tocar. En esos momentos de cielo en lo alto de mi monte Dios me muestra su
gloria. Y me dice que confíe, que siga creyendo, que no dude nunca. Que después
de la muerte viene siempre la vida y después del monte otra vez el valle. Me
dice que me ama. Que no tema. Que después del dolor viene la paz infinita. Me
consuela. No dudo. Lo sé, porque lo he vivido. Mi alma se llena de paz. No
tengo nada más que hacer. Callo. Como Juan y Santiago que no dicen nada. Así me
siento yo en esos momentos. Me lo guardo todo muy dentro del alma. Allí en el
silencio estoy turbado. ¿Cómo puede retener tanto gozo dentro de mí? No puede.
Es como si estuviera agrietado por dentro y se me escapara esta agua que me
llega del cielo a raudales. La visión de Dios en mi vida. La música celestial
de su presencia. Momentos en los que me siento pleno, realizado, feliz, lleno
de gozo. Duran poco. A veces son sólo segundos. En ocasiones duran más. Son
momentos de Tabor en mi vida. Siento que Jesús me ha llevado como a los suyos a
lo más alto del monte de mi vida para contemplar su gloria. ¿Qué más puedo pedir?
Sobran las palabras. No logro describir
lo que mi corazón siente. Estoy lleno.
Y en medio del
cielo escuchan a Dios: «Todavía
estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar
en la nube. Una voz desde la nube decía: - Este es mi Hijo, el escogido,
escuchadle». La voz del Padre resuena como en el Jordán. En ese
momento es como si todo encajase. Guardan silencio. No hay palabras: «Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo.
Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que
habían visto». La voz no puede explicar normalmente lo que el corazón
siente. El Padre vuelve a decirles a los hombres cuánto quiere a Jesús. Y
cuánto los quiere a ellos en Jesús. Necesito saber que me quieren. Sin ese amor
que me sostiene no puedo hacer nada. Leía el otro día: «Alguien se puede considerar
inteligente, capaz, etc., pero si nadie lo quiere, se siente un pobre hombre.
Solamente cuando otra persona le dice: ‘yo te quiero’, ‘yo te aprecio’, ‘qué bueno que existas’, entonces adquiere una conciencia real de su
propio valor»[11]. Jesús hoy se experimenta profundamente amado por su
Padre. En Él yo también me siento amado. ¡Qué importante saberme amado por
Dios! ¡Qué necesario encontrar personas que me amen en la tierra con el amor de
Dios! Me da pena encontrar cónyuges que no se aman. Una persona me decía: «Muchas veces veo que no admiro a mi
cónyuge. Algo suyo sí, algo bueno que tiene dentro. Pero tantas veces me quedo
en lo malo y no lo admiro». Sin admiración el amor no crece, no
se hace profundo. Cuando dejo de admirar a quien amo, acabo dejándolo de amar.
Necesito amar con un amor humano. Necesito ser amado para poder amar. Tocar el
abrazo que me sostiene y me levanta. Sentir la mirada que me permite creer en
lo bueno que hay en mí y seguir luchando. El amor humano me conduce al amor de
Dios. En la mirada de unos ojos descubro ocultos los ojos de Dios. Esa voz
misteriosa que me recuerda que soy el hijo predilecto. Es bueno que exista.
Merece la pena que viva y ame. Mi vida es maravillosa. Jesús es el amado del
Padre. El hijo querido. ¿Cómo podrían los discípulos dudar de Él después de lo
visto en el Tabor? Parece imposible. Pero luego surgen el miedo, la
persecución. En medio del caos no recuerdan el cielo del Tabor. Su corazón se
llena de dudas. No son capaces de mirar más allá de la muerte que les amenaza.
A veces me pasa a mí lo mismo. Me han dicho de mil maneras que soy el hijo
amado de Dios. Lo he recordado en momentos de Tabor. He visto que mi vida es
para siempre. Sé que todo lo que hago tiene una repercusión en el cielo. Me han
mostrado la esperanza que guía mis pasos. Me han recordado cuánto valgo. Merece
la pena seguir luchando. En la oscuridad me olvido de lo bueno que he vivido. Dudo
de lo que he visto con mis ojos. ¡Qué traicionero es el corazón! He visto y dudo.
He sido abrazado y desconfío. Construir una relación profunda de confianza
lleva años y muchísimo esfuerzo. Destruir la confianza ganada se logra en un
solo instante de traición. Así de fácil. Necesito tantos momentos de Tabor para
creer que la vida eterna es lo que me espera y que estoy construyendo el cielo
en la tierra. Pero luego en un momento de temor lo olvido todo y desconfío de
ese amor que parecía inconmovible. Me siento Pedro negando a Jesús en una noche
oscura. Me siento como él apartando mi mirada de la suya. Porque he dudado. Y
mi vida entonces ya no parece tan predilecta, tan amada. Necesito volver a recordar tanto amor que hay en mi vida.