Isaías 62, 1-5;1 Corintios 12,4; Juan 2, 1-11
«Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su
gloria, y creció la fe de sus discípulos en Él»
20 enero 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«El
camino de la vida no es recto. Hay subidas, bajadas, desvíos. Hay obstáculos y
problemas. No es lineal. No está claro lo que Dios me pide. ¿Cómo discierno qué
voces en mi alma vienen de Dios?»
Parece ser que el amor
y el miedo tienen muchas conexiones. Cuando no amo a alguien o algo, no temo perderlo. Pero si amo y me
involucro, comienza el miedo a perder. Me importa dejar que se aleje aquel a
quien más quiero. Me da miedo la ausencia, la pérdida, el dolor que aún no
siento, pero puedo llegar a sentir. Si ocurre lo que más temo. Son mis miedos
anticipatorios los que me atan por dentro. Sufro prematuramente lo que no ha
ocurrido. A veces en vano, cuando no sucede. El miedo a defraudar a quien me
importa forma parte también del amor. Amo a mi padre, y me importa su opinión,
lo que piensa de mí, lo que opina. Su mirada sobre mí tiene mucha más fuerza
que la mirada de otros a quienes no amo. Temo no estar a la altura que me piden,
no llegar a la cumbre a la que aspiro, no dar la talla que esperan de mí. Es
grande el temor por desengañar a quien me ama. Temo perder el amor, la
benevolencia, la predilección. Dejar de ser elegido, amado, querido. Y tengo
miedo. Me asusta el abandono por no haber cumplido, por no haber sido tan bueno
como esperaban de mí. Hay otro miedo unido al amor. Es el miedo a dejarme ver
en mi verdad y que después de verme tal como soy, aquel que me ama, se
desilusione. No le guste mi alma, mi pecado, mi debilidad. Deteste mis
imperfecciones y límites. Se asuste ante mis contradicciones. Yo mismo me
sorprendo. ¿Cómo me va a poder amar con un amor tan grande aquel que fácilmente
ama mis luces y talentos? Me escondo por miedo a ser rechazado. Si conoce la
verdad, pienso, me sentiré humillado. Me cubro de máscaras que esconden mi
pobreza. Seguro que con las luces de fiesta con las que me cubro quedará todo
algo más maquillado. El amor y el miedo vuelven a encontrarse. Esta misma
mirada la proyecto en Dios. Quiero que me quiera. No quiero defraudarlo, porque
me importa lo que piensa de mí. Incluso intento esconderme, para que no vea la
misma pobreza que Él ha creado amándola. Y me alejo turbado. Y me da miedo su
mirada, al pensar que es como la mía. A mí no me gusta mi pobreza. Entonces
escucho a Juan en Juan 4,11-18: «No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto
expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a
la plenitud en el amor». El amor perfecto
expulsa el temor. Mi amor es imperfecto. ¡Cuántas cosas hago por miedo al
castigo, al reproche, al desprecio! Trato con delicadeza, sonrío, busco
agradar. Pero no lo hago por amor, sino por miedo a no ser amado. Intento decir
la palabra correcta, con el gesto adecuado, todo movido por ese miedo inconsciente
a no ser querido. A quedarme solo, fuera del mundo. Quiero que los demás estén
contentos conmigo. Busco satisfacer todas sus expectativas. Son tantas. Hoy
escucho: «Ya no te llamarán ‘Abandonada’, ni a tu tierra ‘Devastada’; a ti te llamarán ‘Mi favorita’, y a tu tierra ‘Desposada’, porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá
marido». Eso es lo que yo quiero. No ser abandonado, no quedarme solo sin
amor. Mi amor herido me mueve a mendigar amor. ¿Cómo puedo sanar tantas heridas
de amor? Quiero pensar en la mirada de Dios sobre mi vida: «La alegría que encuentra el marido con su esposa, la
encontrará tu Dios contigo». Quiero que Dios esté alegre con mi vida. ¿Lo está? A
menudo me imagino a Dios enfadado conmigo, reprochándome mis pecados. Echándome
en cara mi fragilidad. Culpándome de mis mezquindades. No estoy a la altura que
Él esperaba. Quiero perder ese miedo infantil. Quiero atreverme a amar sin
miedo. Puedo perder a quien amo, es cierto. Puedo dejar de ser amado porque el
amor humano es frágil, también lo sé. Pero lo que tengo claro es que el amor y
el miedo juntos hacen mala combinación. Se repelen como polos del mismo signo.
No es pleno un amor lleno de miedos. ¿Qué me motiva a hacer las cosas? Me veo
haciendo gestos de amor aparentemente. Pero la motivación es el miedo a
defraudar. Intento agradar siempre. Y mi motivación es el miedo. Me da pena.
¿Cuántas cosas hago sólo por amor? Quisiera tener un amor limpio de impurezas.
El miedo es una de ellas. Es humano, lo sé. Pero creo que puedo crecer en
libertad interior. Ser más libre para amar sin temer el dolor que puede suponer
un día la renuncia. Quiero amar con toda el alma, sin que me asuste una posible
separación o lejanía. Quiero amar con las entrañas, sin que el miedo empañe mi deseo
de darme por entero. Aparto de mi alma
el miedo. Y elijo amar sin nada que me turbe.
No sé por qué suelo
ser tan desconfiado. No me fío de los
extraños. Los miro con sospecha. Temo que me roben, me asalten, me engañen. Mi
alma es desconfiada de lo desconocido. Creo que todo puede salir mal. No me
arriesgo a recorrer caminos oscuros e inciertos. Temo que no salgan bien las
cosas. Busco las certezas de lo conocido en lugares nuevos. Sueño con ese hogar
donde las raíces están firmes. Desconfío de las rutas inciertas y desconocidas.
No me fío de los valles oscuros que recorro. Mi alma teme lo nuevo, lo que
implica algún riesgo. No le agrada la noche. Busca la luz del día. ¿Cómo le voy
a pedir a mi alma que confíe en Dios ciegamente en medio de la tormenta? Me
resulta imposible. Se agarra con pies y manos a la vida que controla. No
suelta, no cede. ¿Por qué se empeña Dios en decirme que no tema y confíe? Como
si fuera fácil. Las fibras de mi ser están enredadas en la tierra. Como raíces
firmes que dan seguridad al nuevo día. En cuanto pierdo el suelo firme me mareo
sobre aguas que parecen tan frágiles. No sé caminar sobre ellas. ¿Cómo se vive
la vida con santa indiferencia? En mi piel humana no cabe tanto descontrol.
Desconfío. Me gustaría creer que Dios permite en mi vida caminos que me harán
pleno. Pero me da miedo el dolor, el sufrimiento. Para mi vida deseo una
autopista ancha por la que yo pueda caminar tranquilo. Y me asustan las
decisiones que me abran a posibilidades nuevas y peligros inminentes. El 20 de
enero de 1942 el P. Kentenich se vio ante una decisión muy difícil. Estaba
detenido por la Gestapo en Coblenza. Había sido designado para ir al campo de
concentración de Dachau. Había una única opción de ser descartado para ir si se
sometía a un nuevo examen médico por sus problemas de pulmón. Tenía que tomar
una decisión fácil en apariencia. Podía optar por agotar las vías humanas para
evitar el peligro de un campo de concentración que le podía conducir a la
muerte. Sólo el posible dictamen de un médico lo separaba de la libertad. Ese
día 20 de enero era la fecha límite para solicitarlo. Lo explica él así: «¡Cuán difícil fue
la decisión para mí! Desde la ventana de la torre las miradas suplicantes y
desde todas partes las peticiones que me llegaban por escrito para que diese el
paso de ir al médico. Sí, esa fue una dura lucha. Entonces se hizo vivo en mí
el convencimiento: - No, esto no lo puedo hacer. Fue un salto mortal para mí y,
con ello, un salto mortal en cierto sentido para la Familia misma. Iba de un
lado para otro en la celda y sabía: - No lo debo hacer. Un acto simple y, sin
embargo, todo dependía de él. Dejé pasar el plazo convenido para la decisión y,
con ello, la decisión estaba tomada». El Padre ve claro que no tiene que recurrir a esta posibilidad. Confía
en que Dios conduce su vida. No está solo. Su vida está unida a la de toda la
familia de Schoenstatt. Sabe además que sea cual sea el camino, todo va a ser
un bien para él y para la familia. ¿Cómo se puede educar el corazón en la santa
indiferencia? ¿Cómo se atan el corazón y los afectos al corazón de Dios para
confiar siempre pase lo que pase? Su sí a Dios esa noche es un sí confiado y
firme. Acepta lo que Dios quiera. Lo que Dios permita. ¿Cuando venga el dolor yo
estaré preparado para ello? No, creo que no estaré nunca preparado para sufrir.
No por eso dejo de confiar. La confianza es un don que pido cada mañana. Sé que
la piel de mi cuerpo se resiste el dolor y teme los futuros inciertos.
Desconfía de posibles dolores en los que pueda perder lo que hoy me alegra y da
paz. Desconfío del camino difícil frente al ancho. Prefiero la opción fácil no
la difícil. La autopista antes que el camino con curvas, subidas y bajadas. ¿Dónde
seré realmente más feliz? Sé que la satisfacción de mis deseos no me hace feliz
a la larga, sólo me deja vacío. Sé también que vivir con paz en momentos de
cruz alegra mi vida y le da un sentido más hondo, más auténtico y verdadero.
Quiero confiar siempre en ese amor que es roca firme en mi vida. Creer que en cualquier
sitio Dios me va a hacer feliz. Y le va a dar sentido a mis días. Sean muchos o
pocos. No quiero vivir con miedo. Esa confianza es la que le pido a Dios porque
no la tengo por naturaleza. No soy ese niño ingenuo y alegre que confía
ciegamente en el amor de su padre. Me he vuelto inseguro y temeroso. Con la
mirada torva del que teme cualquier mal. Como he sido herido en el camino y
tengo el alma rota, no quiero que mi piel dolorida vuelva a experimentar el
daño. Desconfío del amor y a veces me refugio en Dios, pensando que no me hará
daño. Y si siento que me lo hace, me escondo más todavía. Me gustaría
experimentar la gracia de la confianza. Es lo que vivió en su vida Santa
Teresita del Niño Jesús. Ella recorre el pequeño camino de la confianza: «¿Cómo podría mi
confianza tener algún límite? Yo sé que los santos también han hecho locuras
por ti, han hecho grandes cosas porque eran águilas. Jesús, yo soy demasiado
pequeña para hacer grandes cosas. Mi locura consiste en suplicar a mis
hermanas, las águilas, que me obtengan el favor de volar hacia el Sol del Amor
con las alas mismas del Águila divina. Por todo el tiempo que Tú quieras, Amado
mío, tu pajarito se quedará sin fuerzas y sin alas, pero siempre tendrá los
ojos fijos en ti; quiere ser fascinado por tu mirada divina, quiere convertirse
en la presa de tu amor. Tengo la esperanza de que un día vendrás, Águila
adorada, a buscar a tu pajarito y lo sumergirás para toda la eternidad en el
ardiente abismo de ese Amor al que se ha ofrecido como víctima»[1]. Es la confianza plena en el amor de Dios. Ella se sabe pequeña y limitada.
Y confía totalmente en Dios. Confía porque no tiene nada en su alma que le dé
seguridad para la lucha. No se siente fuerte ni valiente. Por eso puede confiar
en las fuerzas de Dios más que en las propias. En eso consiste la confianza. En
creer que Dios como un águila me va a elevar por encima de mí mismo. Va a
llevarme a los cielos más altos. Va a permitirme soñar con las alturas. En
medio de mi cruz no quiero perder la confianza, aunque esté herido. Quiero
recuperar ese sentimiento de saberme amado por Dios en mi pobreza. En medio del
abismo. Cuando temo que nada salga como yo deseo. En ese momento de
incertidumbre y miedo me abrazo a Dios con fuerza. Él me sostiene. Confío.
En ocasiones siento
que hago lo que tengo que hacer. Lo que corresponde.
Lo que esperan de mí. Lo que yo mismo creo que es necesario que haga. Sigo una
voz en mi interior que me mueve a actuar de una determinada manera. Puede ser una
voz profunda. O una voz suave que me lleva a tomar decisiones. Hago lo que he
decidido hacer. O lo que otros han decidido por mí. Ya no lo sé. Siento que es
difícil tomar decisiones. Porque no sé si son las correctas. O no sé si son las
que debería tomar. Incluso pensando que la decisión no es la correcta en
ocasiones me dejo llevar por la inclinación, por la pasión, por mi voluntad
esclava. Creo decidir lo que me conviene, pero luego me falta fuerza de
voluntad para llevarla a cabo. Decía el P. Kentenich: «El segundo elemento es la capacidad de ejecución, es decir, la
capacidad de llevar a cabo vigorosamente la decisión tomada, a pesar de todas
las restricciones y dificultades»[2]. Hacer lo que he pensado, lo que realmente quiero, lo que es conveniente
para mí vida, lo que he decidido con firmeza. Parece difícil. Pero no sólo
hacerlo es difícil. Mucho antes de hacer, me cuesta decidir bien, lo que me
hace feliz, lo que me alegra. Decidir es complicado. Quisiera tener los
sentimientos de Jesús para poder decidir de acuerdo con su querer. Quiero decidir
según Él. Para eso tengo que inscribir mi corazón en el suyo. ¿Cómo lo hago?
¿Dónde tengo puesto mi corazón en realidad? Vivo volcado en el mundo que me
exige, me mide, me ata, me busca. En el mundo que colma sólo en parte mi
insatisfacción. Y yo digo que busco a Dios en el mundo, con el corazón perdido,
roto, herido. Quisiera tener el corazón atado a Jesús, inscrito en su corazón
también roto y herido. Decía el P. Kentenich: «En el espíritu de la inscriptio, el instrumento perfecto vuelve
entonces a decidirse rápidamente por Dios, refugiándose en su patria original,
en el corazón de Dios. Allí está amparado y seguro como en ninguna otra parte
del mundo»[3]. La inscriptio es una forma de vivir anclado en Jesús. Una manera de
adquirir sus sentimientos. ¿Qué sentía Jesús? Misericordia, perdón, amor
inmenso, humildad, alegría, paz, mansedumbre, honestidad. ¿Se puede sentir todo
esto en mi corazón limitado? A menudo yo siento rabia, frustración, impotencia,
deseo de venganza, rencor, miedo, debilidad. Y me enfango en sentimientos que
no son de Cristo. Me empeño por cambiarlo todo y no lo consigo. Intento borrar
las frases que determinan mis emociones. Pretendo que desaparezca todo mi
rencor relativizando el daño que me han causado. Ahuyento las nubes de mi rabia
diciéndome mil veces que todo está bien, que no es para tanto, que saldré
adelante. Aprendo a reírme de mí mismo, pero me cuesta tanto. Deseo tener los
sentimientos de Jesús. Esos que sólo imagino como un ideal lejano. Quisiera el
fuego de su amor apasionado. Pero todo en una sana armonía fruto de la falta de
pecado que yo no tengo. No puedo entonces sentir lo mismo. Mi pecado me tiene
roto por dentro. O tal vez por estar roto es por lo que peco. Porque mendigo
amor y me frustra recibir rechazo. O quiero el éxito para hacerme merecedor del
amor del mundo. También del de Dios. Quiero sentir como Jesús que perdona desde
lo alto del madero. Yo que no perdono los errores, ni los descuidos. Quiero sentir
como Jesús que me dice que aprenda de su humildad y mansedumbre. Y me invita a
seguir sus pasos que se borran a medida que los piso por la orilla de mi playa.
Y todo para que no me crea yo tan importante. Yo, que me creo que, si todos me
valoran, seré el hombre más feliz de mi tierra. Quiero llegar a sentir como
Jesús que calla paciente ante las injurias y ofensas. Cuando yo no tolero que
hablen mal de mí ni me critiquen. Porque pretendo ser perfecto. Y no soporto
que me corrijan. Deseo hacerlo todo bien, para que brille. Cuando ni siquiera a
Él le salieron todos los planes y proyectos. Deseo ese amor suyo tan humano que
enaltece. El mío esclaviza y crea dependencias. Ese amor humano que salva y
libera. El mío no sabe bien lo que tiene que hacer para hacer feliz al que ama.
Quiero sentir como Jesús caminando sobre las aguas. Haciendo milagros
imposibles. Y yo que no creo demasiado en los milagros. Ni siquiera en los que
veo o en los que yo mismo hago. Quiero sentir como ese hombre libre que es Él
mismo siempre sin querer gustar a todos. A mí que tanto me gusta caer bien y
resultar atractivo. Y dejo de ser libre en lo que hago y en lo que digo. Ese
Jesús trasparente, lleno de luz y de vida. Quiero sentir como Él que sentía con
un corazón inmenso. A mí me cuesta tanto amar a los que me aman. Dar más de lo
que recibo. Y permanecer alegre en medio de la cruz que me lacera el alma.
Quisiera perdonar como Él, a todos los que me hieren. Y decidir según el Padre
que me ama. Según sus deseos, como Jesús, que no duda. Se retira al silencio y
en oración asiente con humildad y alegría. Decidir lo que me conviene. Decidir
según su corazón en el que descansa el mío. No lo sé. Un milagro puede hacer mi
corazón semejante al suyo. Sólo un milagro puede atarme a su corazón herido. Lo
pido, lo suplico. Para sentir lo mismo. Y caminar
sus pasos. Haciendo lo que Él sueña. Sólo eso. Nada más que eso.
La tercera manifestación del poder de Dios sucede en una
boda. En un lugar sencillo, en la ciudad de Caná, comienza el
primer milagro: «En aquel tiempo, había
una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus
discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino, y la madre de
Jesús le dijo: - No les queda vino». Jesús, María y sus
discípulos son invitados a una boda. Y entonces parece que el vino no es
suficiente. Es importante para acoger a los que llegan de lejos. No es una
anécdota. María se da cuenta. María es Madre, es mujer. María sabe cuándo algo
falta, se fija en los detalles. Me impresiona. Ella sabe lo que a mí me hace
falta. No me puede exigir que haga algo. Simplemente respeta mi libertad tanto
como Dios respetó la suya en la anunciación. Percibe mi sed, mi hambre, mi
escasez, mi necesidad. Antes de que lo formule Ella ya lo sabe. Me sorprende. Tiene
esa sensibilidad para adelantarse. En la vida hay personas especialistas en
adelantarse a mis deseos. Ven lo que me cuesta. Perciben que algo no está en
orden en mí. A veces me gustaría que se adelantaran a mis deseos. Que
intentaran responder a mis gustos. Incluso llego a exigírselo a los demás. No
es que siempre necesite que me ayuden. Pero me gusta que se ofrezcan a
ayudarme. No me urge que hagan algo por mí. Pero sí que expresen el deseo de
hacerlo y se den cuenta de mi cansancio, de mi dolor, de mi pena. Lo que más me
duele es resultar invisible para los que están más cerca. Que no me vean cuando
sufro, cuando lloro, cuando estoy triste. Que no vean mi angustia, mi pena, mi
miedo, mi dolor. Que no sepan lo que estoy viviendo. Es cierto, yo tampoco lo
cuento. Pero espero que lo vean. No tengo que contarlo todo. Si hay algo que
hacer, una necesidad de cubrir, que no siempre esperen que sea yo quien lo
haga. Si alguien necesita ayuda y la pide, que no den por supuesto que yo voy a
ir a ayudar. No quiero que sea así. Espero algo más de las personas a las que
amo. Pero quizás exijo lo que no tienen, lo que no pueden darme. En la película
«el velo pintado» decía el protagonista: «Supongo que
tienes razón, fuimos tontos al buscar en el otro cualidades que nunca había
tenido». Les exijo a los demás lo que no van a poder darme. No va
a salir de ellos. No me van a ver en mi fragilidad. No van a percatarse de mis
miedos. Y yo lo sigo exigiendo. Como un niño malhumorado porque la vida no
responde a sus expectativas. No muchos se van a dar cuenta de mi necesidad. No
van a ver que falta vino. No van a hacer nada para calmar mi sed. Puedo vivir
exigiéndolo. O puedo aceptar la realidad como es, amándola. Pero no quiero
renunciar a mis deseos y necesidades. No me dejo llevar por esa tentación: «Una primera tentación es suprimir el mundo
de los deseos para no verse profundamente herido ni sufrir inútilmente, tomando
las cosas como vienen, sin ninguna proyección ni riesgo: el ‘no te ilusiones, para no tener que desilusionarte’ es el relativismo de quien vive en función de cómo sople
el viento, tratando de no crearse demasiados problemas»[4]. Mi deseo es importante. Y mi necesidad. Si la reprimo por algún lado
escapa. No puedo vivir renunciando siempre a lo que me da aire y paz. Corro el
peligro de quebrarme por dentro. Necesito que Dios escuche mis deseos, mis
dolores, mis penas. No los reprimo. Los entrego. María me mira conmovida y le
susurra a Jesús: «Le falta vino». Y
sé que Ella sí me escucha y atiende mis deseos. No me ignora. Me ama. Y el amor
nunca ignora a quien ama. Además, tengo otra misión. Puedo ser yo como María
para los demás. Puedo ver que le falta vino a quien está cerca y hacer algo por
él. Puedo ser más sensible, más detallista. ¿Qué necesita el que está a mi
lado? ¿Me adelanto para satisfacer sus más leves deseos? En ocasiones cuento
cómo me siento. Hablo de mí, de mis problemas, de mi falta de agua. Pero no
pregunto al otro cómo se encuentra, qué le pasa, qué precisa. Vivo centrado en
mí, en mis problemas y dolores, en mis tristezas y miedos. ¡Cuánto bien me hace
mirar a los demás como me mira María! Ella me mira con misericordia y pone en
mí toda su atención. No despega sus ojos de mi vida. Me mira conmovida. Y sabe
lo que necesito para ser feliz. Yo quiero aprender a hacer felices a los demás.
Quiero que salga de mí. No sólo quiero hacer lo que esperan de mí, quiero hacer
más, quiero adelantarme a los deseos de los otros. Estar por encima de mis
pretensiones. No quedarme sólo en mi mundo estrecho y egoísta. Pensar en los
demás ensancha mi corazón y hace más grande mi horizonte. Pensar en hacer
felices a los demás me hace más feliz. ¿Lo consigo? ¿Logro que sean más felices
los que están cerca de mí? Creo que ese es el sentido del amor. Adelantarse a
los deseos del amado. Ya sean las personas que pone Dios en mi camino. Ya sea
el mismo Dios al que tantas veces digo amar. Quiero ser fiel a sus deseos. Quiero estar atento a su necesidad de ser
amado.
María comenta que falta vino. Pero parece que no ha
llegado todavía la hora de manifestar su poder: «Jesús le contestó: - Mujer,
déjame, todavía no ha llegado mi hora». La hora en la que se
vería su poder oculto. Los milagros de sus manos. Ya había llamado a sus
discípulos. Pero aún no había manifestado ante el mundo quién era. Tampoco sus
discípulos lo sabían. Cuando haga el milagro del vino creerán en Él: «Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus
signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en Él». Manifestará su gloria cuando llegue su hora. ¿No había llegado? Siempre me
sorprende la respuesta de Jesús. Quizás María lo sabía. Ella sí tenía claro que
había llegado su hora. Mucho se ha escrito sobre esta respuesta. Lo cierto es
el milagro. Después de la respuesta de Jesús viene la petición de su Madre.
María insiste, pide y suplica: «Su madre
dijo a los sirvientes: - Haced lo que Él os diga». Y Jesús actúa. Manifiesta su poder en aquel pequeño lugar de Caná. Y
queda resonando en mí la petición de María a los servidores. Comenta el P.
Kentenich: «Cuando la Santísima Virgen
pida al Señor por nosotros: - No tienen vino, el Hijo Unigénito de Dios
convertirá rápida y gozosamente en vino el agua de nuestra debilidad. En las
bodas de Caná la Santísima Virgen dijo: - Hagan lo que Él les diga. Y así lo
repite hoy también a los que buscan su protección: - Hagan lo que Él les diga»[5]. Tengo que hacer lo que Jesús me dice. Seguir sus pasos por el camino de la
vida para que sucedan milagros. Si sigo su voluntad sucede lo inesperado. A
menudo me confundo. Me turbo. ¿Qué me dice Jesús en realidad? ¿Qué quiere que
haga con mi vida? Sus palabras van dirigidas hoy a mí. Quiere que haga lo que
Jesús me pide. Me impresiona siempre de nuevo. Voy al Santuario y María me pide
que haga lo que Jesús quiere de mí. Que siga sus pasos. Que obedezca. ¿Qué
quiere que haga? El camino de la vida no suele ser muy recto. Hay subidas,
bajadas, desvíos. Hay obstáculos y problemas. Hay altibajos, alegrías y penas. No
siempre todo es lineal en un crecimiento hacia el cielo. No siempre estoy mejor
que ayer. A veces mucho peor. Retrocedo, o no avanzo, o vuelvo a caer en lo
mismo de siempre. No está tan claro lo que Dios me pide, lo que espera. ¿Cómo
puedo discernir cuáles de las voces que escucho en mi interior vienen de Dios y
cuáles sólo intentan confundirme? La consolación de Dios es la que me dan los
deseos que vienen de su amor. Esa consolación no la encuentro cuando no es así.
Los buenos espíritus. No los malos. El deseo que viene de Dios. El deseo que me
hace mejor persona y ensancha mi alma. La hace más plena y más alegre. Más
limpia. Quiero hacer lo que Jesús me dice porque sé que por ese camino voy a
ser más feliz. Casi por egoísmo lo hago. Lo hace a través de las mociones del
Espíritu en mi alma. Lo hace a través de personas que me hablan de Dios. Lo
hace a través de circunstancias en las que me conduce. Son las voces que voy
escuchando y me muestran el querer de Jesús en mi vida. Eso me consuela y me da
paz. Su voz habla en mi interior. Quiero aprender a escuchar los latidos de su
corazón. Es lo que más deseo. No me resulta tan sencillo porque no guardo
silencio, porque no interpreto los signos de Dios en medio de mis pasos. Lo
intento y no siempre lo consigo. No busco el camino recto y sin problemas. No
pretendo seguir la línea recta que tanto deseo. Sólo quiero hacer lo que Dios
quiere de mí. Quiero seguir sus más leves insinuaciones. Pero no todo es tan
fácil. No siempre acierto. Me dan paz las palabras que escucho: «Dios está dentro de nuestra historia. No
dirigiéndola como un titiritero desde fuera, sino asegurándola al amarre en un
puerto seguro, a través de recorridos insondables del loco corazón humano. Todo
esto permite que nuestras historias, aunque estén torcidas, sean ya historia
salvadas porque tienen detrás un amor que la precede»[6]. No siempre voy a elegir lo correcto. No siempre mi decisión será la
decisión sabia. Pero Jesús irá en mi barca, en mi piel, en mi alma. No se baja
de mí. No me abandona a la suerte de mis decisiones equivocadas. No pretende
que siempre lo haga todo perfecto. Asume
mi debilidad y construye sobre el barro de mi voluntad herida.
Jesús transforma el agua en vino. Y al final de los días
de fiesta regala el mejor vino: «Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de
los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: - Llenad las tinajas
de agua. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: - Sacad ahora y
llevádselo al mayordomo. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua
convertida en vino sin saber de dónde venía, y entonces llamó al novio y le
dijo: - Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el
peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora». Siempre me ha gustado mucho este milagro. Del agua sale el mejor vino. Sin
agua no hay vino. Jesús convierte mi
agua en vino. Pero necesita mi agua. Y la convierte en el mejor vino. Necesita
mis debilidades, mis vacíos, mis torpezas. Cuenta con mi barro, con mi
inconsistencia. Convierte lo que en mí es pobreza en una obra de arte. Me
impresiona a mí que quiero hacerlo todo bien. Como leía el otro día: «La perfección para nosotros consistirá en
conseguir aceptar nuestras partes más enfermas y hacerlas convivir junto a las
más sanas. Somos las heridas que se nos han infligido, los abusos sufridos, las
desviaciones vividas, con todo lo demás de espléndido que llevamos dentro. ¿Por
qué mutilarnos, por qué rechazar algunos de nuestros aspectos?»[7]. Yo no soy el encargado de sacar el mejor vino. Yo sólo aporto el agua.
Tantas veces sucia, contaminada y enferma. Agua que no se puede beber. Agua
llena de inmundicias. Tengo claro que no quiero rechazar esa agua. Porque es
agua que Dios ha puesto en mi alma. Él se va a encargar de convertirla en vino.
Jesús usa todo lo que hay en mí. La poetisa francesa Maríe Noël escribe un
diálogo personal con Dios: «Señor, Tú
entonces, como un trapero, recoges las sobras, las basuras, ¿Qué quieres hacer
con ellas, Señor? El reino de los cielos». Sólo me pide que no niegue mi
basura, que no esconda lo que es sucio en mis tinajas. No desea que busque sólo
un agua cristalina y pura para dársela. Quiere lo que hay en mí. Mi pobreza,
mis enfados, mis pecados, mis tristezas. Material de deshecho. Es lo que quiere.
Él desea que yo acepte mi historia llena de pobreza. Porque ese es mi camino de
salvación. Aceptar mis decisiones erradas y mis pasos en falso. Aceptar mis
heridas y mis torpezas. Aceptarlo todo como parte del barro con el que Dios
construye. Como parte de esa agua que Dios necesita para convertirla en vino.
Si no hay agua, no hay vino. Si no pongo como prenda mi corazón, no hay
entrega. Si guardo mi agua por miedo a mostrar mi debilidad, no habrá vino para
nadie, no habrá milagro para poder alabar a Dios, no habrá vida para poder
compartirla. Es todo un camino que tengo que seguir para dejarme hacer por Dios
renunciando a la perfección. Quiero aceptar que no soy yo el que produce el
mejor vino, sino el que aporta con humildad el agua. Reconocer que no soy yo el
que hace milagros, sino el que pone el barro para sanar, curar, convertir en
hijos de Dios a los suyos. Es todo un camino de conversión que pasa por aceptar
mi debilidad como parte de mi verdad. La pobreza de mi agua, la inconsistencia
de mis pretensiones, como parte de mi don. Dios puede hacer milagros con mi
vida si me dejo hacer. Si se la entrego sin pretensiones. No consiste tanto en
hacer. Más bien se trata de aceptarme como soy. Lo pongo todo a su servicio. Para que Dios haga conmigo lo que Él
quiere, no tanto lo que yo quiero.