Domingo
XXIII Tiempo Ordinario
Ezequiel 33, 7-9; Romanos 13, 8-10; Mateo 18, 15-20
«Porque
donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos»
10 Septiembre 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Si amo, no
debo nada a nadie. Si soy generoso hasta el extremo, dejo de estar en deuda con
otros y conmigo mismo. Pero no siempre mis actos son tan generosos»
Me gustaría saber siempre cuándo hablar y cuándo
callar. Cómo hacer para que mis palabras no produzcan
daños inevitables. Quiero aprender a medir más mis gestos y mis miradas. Mis
silencios y mis palabras. No sé bien cuándo guardar silencio y cuándo decir a
los cuatro vientos lo que pienso, lo que siento, lo que sé. Hay una palabra que
me gusta aunque no esté reconocida por la RAE, «implotar». Significa que algo explota hacia dentro por la presión
exterior. Pienso que muchas veces exploto hacia fuera. Por rabia, por
impotencia, por indignación, por frustración. Mis palabras entonces exceden la
prudencia y digo lo que no quiero decir. Luego me arrepiento. A veces demasiado
tarde. He hecho daño a alguien, o a mí mismo. La explosión deja heridos. Eso
suele pasar. Pero al mismo tiempo, al explotar, no me guardo la rabia, ni el
enfado, ni la furia que llevo dentro. Otras veces lo que sucede es que la
explosión tiene lugar en mi interior, en mi alma, en mi corazón. Exploto hacia
dentro. Imploto en silencio. Y el resultado es que me guardo mi rabia, mi
queja, mi disconformidad. Sufro sin que nadie sepa. Cuando mi tendencia
habitual es la de implotar, me acabo haciendo daño. El principal herido soy yo,
y conmigo el resto que no saben lo que pasa en mi interior. Puede ser que si
imploto no causo heridos. Eso es cierto. Pero yo mismo me voy rompiendo por
dentro. Y al final me hago daño a mí mismo y puedo acabar haciendo daño a
otros. ¿Cómo se hace para que no me quiebre y a la vez no deje heridos? No
tengo que esperar tal vez a que la presión sea excesiva. Busco medios para ir
sacando fuera la presión que siento dentro. Hay tendencias del alma, lo sé.
Formas distintas de reaccionar ante la presión de la vida. Conozco personas que
implotan siempre. Y otras que explotan de forma habitual.
¿Qué es lo más
sano? ¿Dónde está el punto medio? Miro mi corazón y me pregunto: ¿Cómo
reacciono ante las circunstancias de la vida? ¿Cómo manejo las situaciones de
stress y de conflicto? ¿Cómo enfrento las contrariedades que sufro? La presión
exterior a veces es muy grande. Cada uno sabe cuánto puede aguantar. Esa
presión no la puedo cambiar. La del trabajo. La de la familia. La de las
crisis. La de las personas difíciles que no me dejan sacar lo mejor de mí
mismo. ¿Cómo vivo la presión que viene del exterior? Puedo implotar muchas
veces. Pero eso, a la larga, no es sano. No me ayuda. Prefiero explotar pero
sin dejar heridos. Explotar y sacar lo que llevo dentro. No guardarlo y decirme
a mí mismo en silencio: «No es para
tanto, no pasa nada, no es tan importante, soy fuerte». No, no soy fuerte.
Lo he comprobado. Y sí que es para tanto, y sí que pasan cosas, y sí que
importa lo que me ocurre. Lo otro son mentiras que me hacen daño. Porque no
puedo guardarlo todo como si no pasara nada. Al final sí que pasa. Y cuando
guardo y guardo, implotando día tras día, cuando ya no pueda más y explote, tal
vez sea demasiado tarde y los daños sean aún mayores. ¿Cómo lo hago entonces?
Tendré que mirar mi alma con más frecuencia. Pasar por las manos de Dios las
cosas que me superan. Las heridas, los juicios recibidos, las críticas, las
ofensas, los contratiempos, los fracasos. Y no vivir como si no estuvieran ahí.
Me duele el alma por dentro. Lo tengo que reconocer. No quiero guardármelo
todo. Tampoco quiero sacarlo siempre hiriendo sin remedio. Hay más caminos.
Quiero ser honesto y verdadero al contemplar mi alma a la luz de Dios. Él la
ilumina. Me muestra cómo hacer para no estallar. Me da herramientas para no
guardarlo todo y herirme en una implosión imprevista. Quiero recorrer ese
camino en el que me voy conociendo mejor, más cada día. Leí el otro día: «La contrariedad o la polaridad es esencial
al hombre. No llega el hombre a su plenitud si no consigue integrar las
contradicciones en lugar de eliminarlas. Cuantos más esfuerzos se hacen por
eliminar lo reprimido tanto más aparece en los sueños»1. Quiero aprender a aceptar las
contrariedades y contradicciones de mi alma. No quiero
reprimir. Me miro
en la presión externa que sufro y acepto mi vida como es. No reprimo. No quiero
implotar. Quiero mirar con paz lo que siento. Lo que me duele. El rencor
enquistado. El miedo recurrente. La rabia y el odio. Sin dramatizar. Sin
quitarle el peso a lo que siento. Valorando lo que Dios deja crecer en mi alma.
Permitiéndome no ser perfecto. En eso
estoy. Caminando.
Creo que en ocasiones sufro por no recibir lo que creo
que el mundo me debe. Creo ver una deuda no pagada.
Un milagro pedido que no ha tenido lugar en mi vida. Un don que no he recibido.
La ausencia de un bien me parece una pérdida imperdonable. Me parece injusto. Y
sufro cuando no tengo lo que deseo, cuando pierdo lo que había encontrado,
cuando no recibo lo que había esperado. Me da pena sufrir sin un motivo real.
¿Por qué me deben algo? ¿Quién me debe algo? ¿Por qué creo que me corresponden
cosas a las que tal vez no tenga derecho alguno? Nací sin derechos. La misma
vida que tengo y aprecio es un don inmerecido. Eso me sobrecoge cuando me
detengo a pensar en el camino recorrido. No quiero creerme acreedor de nada ni
de nadie. Quiero aprender a vivir sin derechos. Tal vez creo que me deben
cuando no recibo amor. Cuando no me dan lo que espero. Pero no me deben nada.
Nadie me debe nada. Si soy honesto tengo que reconocer que la tristeza llega a
mi corazón cuando no recibo lo esperado. O cuando siendo yo generoso no son
generosos conmigo. O no me agradecen mi entrega gratuita. No logro vivir sin
esperar nada. Me repito estas palabras: Sin esperar nada. No quiero esperar
nada. La generosidad no es el criterio absoluto que rige mis decisiones. No
siempre Dios me pide todo lo que tengo. No siempre quiere que me entregue como
otros esperan de mí. No soy sacerdote por haber sido muy generoso cuando era
joven. No lo soy porque todas mis decisiones sean generosas. No es así. Hay
más. No todo lo que decido ha de estar marcado por el único criterio de la
generosidad. Lo importante es que sea lo que Dios quiere para mí. Aunque al
hacerlo sienta que estoy siendo algo egoísta. Eso no importa si es lo que Dios
desea. Para decidir lo importante no es sólo la generosidad. Lo más valioso es
entregar la vida en la manera que Él desea. Me gustan las palabras que dijo el
Papa Francisco en Fátima: «La vida sólo
puede sobrevivir gracias a la generosidad de otra vida. Si el grano de trigo no
cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12,24): lo ha dicho y lo
ha hecho el Señor, que siempre nos precede. Cuando pasamos por alguna cruz, Él
ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para encontrar a Jesús,
sino que ha sido Él el que se ha humillado y ha bajado hasta la cruz para
encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y
llevarnos a la luz». Jesús me gana en generosidad.
Amo la generosidad de Dios. Es Él, no yo, el que lo da todo. Baja hasta mí. Me
enseña un camino de generosidad que yo tengo que descubrir cómo se concreta en
mi vida diaria. Siempre me confieso de egoísmo. Lo tengo claro. Peco de
egoísta. Pero no me considero poco generoso. No es contradictorio. Hay en mí un
anhelo profundo de hacer lo que Jesús hizo. Quiero morir para dar la vida. Como
lo hizo Él. Sin esperar nada a cambio. Jesús aceptó morir con paz en el alma. Y
lo hizo porque era ese el camino que tejió el odio de los hombres a su paso.
Jesús vino, se abajó, para darme luz. Se hizo carne para amar desde sus
entrañas todo lo que hay en mí. Y dejarme ver en esa entrega lo que yo tengo
que hacer. Hoy escucho: «A nadie le
debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el
resto de la ley». Está claro. Si amo no debo nada a nadie. Si soy generoso
hasta el extremo dejo de estar en deuda con otros y conmigo mismo. Pero no
siempre mis actos son generosos. A veces puedo parecer generoso pero tal vez
estoy siendo egoísta: «Bajo la fachada de
generosidad, se esconde a veces el interés desmedido por un yo, más que por los
demás»2. A
veces me encuentro con personas a las que les gusta dar pero no les gusta
recibir. No quieren que les invites. No quieren estar en deuda. Se engañan. Son
generosos con los demás pero no aceptan que sean generosos con ellos. Hay un
desequilibrio que no es sano. Mi generosidad puede ser búsqueda desmedida de mi
yo. Doy amor. Pero no me dejo amar. Busco ser generoso. Pero no dejo que otros
lo sean conmigo. No quiero esperar que me paguen por todo lo que hago. Tampoco
que me devuelvan todo lo que entrego. No quiero que se comporten conmigo como
yo me comporto con ellos. A veces sentiré que me utilizan. Que me usan mientras
puedo ser útil y luego me dejan. Llegaré a pensar que es injusto. Sentiré que
no me dan lo que me corresponde, lo mismo que yo he dado. Eso no me ayuda a
crecer. Pienso sólo en lo que los hombres tienen que darme a cambio de mi
entrega. Quiero aceptar con alegría la vida que tengo. Quiero mirar con paz a
los que me rodean sin exigirles más de lo que me pueden dar. Eso es sano. No
soy acreedor de nadie. Y tampoco tengo deudas. Si amo, no tengo deudas con
nadie. Eso es lo que más paz me da. Si amo con toda el alma, tendré paz. Viviré
sin deudas. El que hace las cosas por amor es el más generoso. En realidad el
criterio es el amor. Y para amar tengo que poner mi vida como
prenda. No hay amor verdadero que sea
egoísta. Es imposible. Sería una contradicción. Todo amor es generoso. Lo que
ha de mover mis actos es el amor. El amor a Dios. El amor a los hombres. Eso es lo que quiero pedirle a Dios que me
enseñe a amar de verdad.
Con
frecuencia me duelen tantas cosas que hacen mal los hombres. Me rebelo contra
las injusticias que no puedo evitar. Quiero acabar con tanto odio que divide y
separa. Quiero hacer desaparecer el mal que mata la vida. Veo con claridad los
defectos y pecados ajenos y me lleno de ira, de rencor, de rabia, de impotencia.
Sobre todo cuando ese mal me roza y hiere. Decía el Papa Francisco en la
exhortación Amoris Laetitia: «El perdón
por la injusticia sufrida no es fácil, pero es un camino que la gracia hace
posible. De aquí la necesidad de una pastoral de la reconciliación». ¡Cuánto
cuesta perdonar las ofensas! La injusticia se clava muy dentro del alma. ¿Cómo
reacciono ante el mal que me roza con sus alas?
Quiero aprender a perdonar los errores de los
otros, las injusticias, el mal. Puede ser por otro lado que con el tiempo me
vuelva insensible ante las injusticias que sufren otros. Tanto mal en el mundo
me sobrecoge. Pero poco a poco una muerte más, una injusticia más, ya no me
duelen tanto. Y me vuelvo ajeno al mal que me rodea. No quiero que esto suceda,
no quiero volverme insensible. Pero tampoco quiero vivir con odio, lleno de
rabia y rencor. Todo mal que sufro me duele, me hiere por dentro. El mal que
hacen los hombres me afecta. El mismo mal al que yo contribuyo no me ayuda.
Apoyo el mal, lo hago, me callo. Mi silencio también es parte de ese mal que
está a mi alrededor. Prefiero a veces cerrar los ojos y tapar los oídos. No
quiero oír el mal. No quiero saber de más injusticias. Tal vez mi corazón está
ya hastiado. Y ante tanto mal algo de lo inmundo se me mete dentro del alma. Me
hago cómplice del mal. Yo mismo engaño al ver tanta mentira. Yo mismo robo al
ver tanta corrupción. Yo mismo mato al ver tantos asesinatos. No sólo soy
cómplice. Soy actor principal en el mal y en la injusticia. Pretendo construir
la paz atacando con mis palabras. Quiero hablar de comunión resaltando lo que
me separa. Y así estoy lleno de contradicciones. Mi rencor me hace irascible. Y
mi pena me llena de odio. Creo que no puedo cambiar todo el mundo y dejo de
intentar siquiera cambiar algo de mi propio corazón, de mi forma de pensar, de
mi entorno. Creo que necesito un corazón nuevo. Hoy le pido a Dios que me
regale un corazón nuevo. Miro a María, miro su corazón inmaculado. Me conmueve
mirarla a Ella y ver su pureza y su plenitud. Le pido con un corazón de niño
que en este curso eduque mi corazón. Decía el P. Kentenich: «El corazón de María está en orden de forma
extraordinaria. Si me entrego a María me entrego al orden encarnado. Y el
resultado es que recibo a cambio un corazón ordenado. Si pertenezco a una
comunidad entonces esa comunidad se vuelve ordenada porque es la suma de
microcosmos ordenados. Nuestra devoción mariana debía conseguir este resultado.
Esta es la gran misión que tenemos. En María el amor, en todas sus
ramificaciones, está en perfecto orden. Por eso nos consagramos a su corazón
inmaculado. Ella ordena en mí el amor»3. Me consagro a
Ella en el santuario. Para que allí se ordene mi corazón roto, herido,
desordenado. Cómplice del mal. Mi corazón en el que a menudo vencen la ira, la
envidia, el egoísmo. Mi corazón desordenado en el que acabo hiriendo en lugar
de abrazar y hacer ese bien que sueño. Mi corazón egoísta que no se entrega sin
esperar nada. Le pido a María un corazón
puro.
Hoy Jesús me habla de mi hermano que peca. «Si tu hermano peca,
repréndelo a solas entre los dos». Me habla de una comunidad. En la cual el
mal puede ser erradicado. El mal que alguien causa. El mal que hiere. Si tu
hermano peca, llévalo aparte. Me conmueve esta delicadeza de Jesús. El
evangelio de hoy forma parte de un discurso de Jesús dedicado a la comunidad de
los discípulos. Mi hermano peca, yo lo sé. Lo he visto. Me lo han dicho. Peca
con frecuencia con palabras y con obras. Peca y yo lo protejo a veces con mi
silencio. O me hago parte de su pecado actuando como él lo hace. No digo nada.
O hago lo que él hace. Yo también peco, no soy mejor que nadie. No creo que yo
pueda cambiarlo. Lo veo sufrir a mi lado y sigo mi camino impotente. Veo que
hace sufrir a otros cerca de mí y no me veo con fuerzas para cambiar el rumbo
de sus pasos. Lo veo haciendo el mal a otros con sus palabras y sus actos y no
sé cómo hacer para acallar su rabia. No quiero pecar yo por omisión. Quisiera
impedir siempre el mal que hay a mi alrededor. Evitar el daño cometido contra inocentes.
Con la delicadeza de Jesús. Es el amor que acoge y cambia el corazón del que
peca. Es lo que hizo Jesús siempre con el pecador. Probablemente Él habla así
por conflictos concretos que se viven entre los suyos, entre los que se aman.
Las palabras de Jesús siempre responden a la vida. Pienso que en todas las
comunidades humanas suceden las mismas cosas. ¡Somos tan parecidos! Quiero ser
amado, reconocido, valorado.
Jesús quiere
marcar un estilo de vivir. Como el suyo. ¡Qué difícil es para mí juzgar el
pecado del otro! Desde mi lugar, desde mi atalaya, parece sencillo decidir
quién hace las cosas mal. ¿Qué haría yo en su lugar? ¿Sé acaso cuál es el lugar
del otro, lo que ha vivido, lo que ha sentido? ¿Conozco su verdadera intención?
¿He visto sus heridas? Cuando conozco el dolor de mi hermano, siempre me
resulta más fácil comprenderlo. Entonces ya no estoy fuera, ya formo parte de
él y entiendo más lo que hace o lo que dice. ¿Cómo hubiera reaccionado yo ante
situaciones que han vivido otros y que juzgo tan ligeramente? Soy capaz de lo
mejor y de lo peor. No soy digno. Soy frágil. Así tengo que acercarme a los
hombres. Descalzo. Pienso que Jesús siempre se acerca al hombre hecho hombre.
No permanece alejado juzgando y poniendo etiquetas de pecador o impuro al que
está ante Él. Fue así como se acercó a Zaqueo, a la adúltera, a Mateo el
publicano, a la mujer que derramó el frasco de perfume, al Buen ladrón. Es mi
ideal, pero, ¡qué difícil mirar como Jesús mira! Me cuesta ponerme ante el otro
acogiendo lo que es y lo que siente sin imponerle mi molde, sin exigirle lo
mismo que yo haría. Sin decirle lo que debería haber hecho. Jesús hoy me pone
ante la situación de un hermano que ha pecado haciendo daño a la comunidad. El
camino que me invita a seguir es el de la delicadeza y del cuidado por la
imagen de esa persona. Me pide no criticarlo en público. No contarlo. Me pide
no dañar su imagen ante otros. No avergonzarlo públicamente para quedar yo como
puro. ¡Cuántas veces, ante un comportamiento de otro que me choca o duele, lo
cuento y lo agrando! Tengo que cuidar su imagen y su fama ante los demás. No
criticar ni juzgar superficialmente. Jesús
me pide mirar a mi hermano como Él me mira a mí.
Jesús
me dice cómo tengo que actuar frente al hermano que peca. No puedo
permanecer indiferente:
«Si
te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a
otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres
testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni
siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano». Tal vez mi misión
es hablar con esa persona. No es fácil este punto. ¿Cuándo hablar con él? No lo
sé. Creo que tengo que rezar mucho antes. Primero tengo que ver si soy yo la
persona adecuada, si hablando con él le hago un bien. Tengo que querer mucho a
esa persona, o quizás tener frente a ella una responsabilidad. Porque no
siempre hay que hablar. Eso es algo que queda en la conciencia y que Dios
inspira en el corazón cuando se lo pido con pureza. Hay personas que con la
excusa de la verdad o de la corrección fraterna, hacen mucho daño con sus
comentarios. Dicen sin compasión lo que hago mal. Lo llegan a hacer sin
misericordia. ¡Qué peligroso! Esa actitud genera rechazo. Deja al otro en
situación de inferioridad.
Pienso que la
delicadeza es algo que no puedo perder nunca. No puedo dejar de mirar
enalteciendo al que peca. Recuerdo esa tribu en África en la cual se rodeaba al
que había hecho algún mal para recordarle toda la belleza que había en su alma,
todo el bien que había hecho antes. Me gustaría ser capaz de corregir de esta
forma. No quedándome en el mal que el otro ha realizado. Quiero mirar más allá
del mal y del pecado. Y así ser capaz de ver esa belleza oculta, esa pureza
escondida. Es un cambio en la mirada. Cuando alguien me recuerda quién soy y
cuánto valgo me es más fácil cambiar. Cuando alguien me dice que soy valioso a
los ojos de Dios y me dice que antes de ese pecado he hecho muchas cosas bien,
empiezo a creer más en mí. Una persona me comentaba de otro: «Gracias a lo que hizo por mí, mi vida ha
cambiado radicalmente. Puedo decir que sólo por ese hecho, su vida ha merecido
la pena y ha salvado la mía. Por eso ya da casi igual lo que haga después». Me
conmovió esa mirada. A esa persona le bastaba esa obra buena para ver toda la
vida del otro como una vida grande, meritoria y santa. Sólo un hecho
insignificante. Creo que así mira Dios mi vida. Mira mi obra buena. No se fija
tanto en mis caídas. Se detiene ante el bien que he hecho y se alegra. Es
verdad que a mí me parece pequeño e insignificante ese bien mío, al lado del
mal que he hecho y sigo haciendo. Pero Dios no lo ve así. Tiene mala memoria
para el mal. Y luego me dice que no tema. Que ya sólo por eso mi vida merece la
pena. Por ese bien pequeño. Me gustaría ser capaz de mirar a los demás desde la
atalaya de la verdad, con pureza y honestidad. Y después, como hace Dios,
bajarme a la vida de los hombres para hacerles ver lo que pueden llegar a ser.
El bien que hay en sus corazones. Su belleza que es mayor que su pecado. Les
ayudo a hurgar en sus almas buscando los vestigios de Dios ocultos en sus
pliegues. A cuidar el amor recibido y a guardarlo como un tesoro. A dar todo el
amor que pueden llegar a sentir muy dentro, cambiando así el mundo. El otro día
leía sobre la misericordia de Jesús: «Jesús
es diferente. Dios ama la justicia, pero no es destructor de la vida, sino
curador; no rechaza a los pecadores, sino que los acoge y perdona.
La justicia llegará, pero no
será porque Dios la imponga de manera violenta destruyendo a quienes se le
oponen»4.
Quiero que haya
más justicia en los hombres. Tantas veces no tengo paciencia con el mal que
veo. No construyo. No ayudo. Quiero aprender a amar al injusto para que así
pueda cambiar. Quiero que reine el bien a mi alrededor. El camino es amar
también al que hace el mal. Quiero aprender a decirle lo que hace mal si hace
daño. Pero al decírselo quiero recordarle con más fuerza todo el bien que ha
hecho antes. El mal es insignificante al lado del bien. Y el mal es pequeño al
lado del amor que Dios le tiene. Le recuerdo cuánto lo ama Dios. Y le pido que
no peque más, de igual a igual, porque yo también soy frágil. Que confíe más en
el bien que Dios puede derramar en su corazón si él se abre. Es un misterio
besar la herida para que de ahí surja un bien. Me subo a la atalaya para ver
todo el vasto horizonte con los ojos de Dios. Me abajo hasta la humilde tierra
para tocar con mis manos el dolor del que peca. El sufrimiento del que odia. La
herida del que hiere. La muerte del que mata. Y me prometo a mí mismo no juzgar
para no ser juzgado. Yo soy también pecador. No condenar para no ser condenado.
Mirar como mira Dios. Amar como Dios me ama. Porque sólo sembrando justicia podré acabar con la injusticia. Sólo
amando la bondad podré erradicar el odio.
Quiero ser capaz de hablar siempre con amor, con
humildad, con respeto. A veces el saber lo que le
sucede al otro, los motivos por los que hizo o dijo algo, me ayuda a no
prejuzgar. Doy la oportunidad de que se explique, de que ante otros restituya y
se reconcilie. El amor es la única forma. Por eso hoy Jesús me dice que lo haga
a solas. Tengo que cuidar la fama de mi hermano y defenderla. Nunca humillarlo
en público, ni con bromas. Nunca dejarlo desnudo ante la comunidad. Jesús es mi
maestro. Anhelo el equilibrio entre la verdad y el amor. Entre decir y callar.
Entre acoger y levantar. El otro día leí un artículo que me gustó. Un
científico, Richard Davidson, estaba estudiando cómo la ansiedad, el estrés y
la depresión se comportan en el cerebro. Se encontró en su búsqueda personal
con el Dalai Lama que le propuso: « ¿No te has planteado enfocar tus estudios
neurocientíficos en la amabilidad, la ternura y la compasión?». De sus
estudios sacó la conclusión de que las personas que sentían esas emociones
desarrollaron más su cerebro que las egoístas. Y descubrió que sentir empatía,
ser capaz de sentir lo que el otro siente y conectar con ello, mueve unos
circuitos cerebrales diferentes a la compasión. La compasión va más allá, sube
a un nivel más alto. Hace que la persona se mueva a hacer algo por aliviar ese
sufrimiento y cambiarlo. La ternura forma parte de este circuito de la
compasión, que empuja a acercarse al otro. Leía el otro día: «Para un hombre lleno de sentido de la
compasión nada humano le resulta ajeno. Ni la pena ni el gozo. Ninguna forma de
vida o de muerte. El perdón es solamente real cuando lo otorga el que ha
descubierto la debilidad de sus amigos y los pecados de su enemigo en su propio
corazón y desea conceder el nombre de hermano a todo ser humano»5. Toco el mal en mi alma, cerca de mí.
En los que cometen pequeñas faltas. En los que me hieren. Y siento compasión.
Igual que Jesús la siente. Me gustó este estudio que muestra cómo la compasión,
la ternura y la empatía me hacen más equilibrado, más capaz de ser feliz. Este
científico titula así su artículo: «La
base de un cerebro sano es la bondad». Hay muchas corrientes espirituales
actuales que buscan la sanidad mental en la preocupación por uno mismo. Uno
tiene que mirarse, realizarse, cuidarse, protegerse. Jesús me dice que la única
herramienta para ser feliz de verdad es mirar fuera de mí. Dejar de cuidarme y
amar. Jesús me enseña la compasión, la ternura, la comprensión. Puedo ser mejor
y crecer desde la verdad. La verdad siempre unida al amor. Si siento que tengo
que hablar con alguien porque ha pecado y dañado a la comunidad, entonces debo
hacerlo con cuidado. Siempre puedo equivocarme en el juicio de sus actos. Y
tengo que actuar con prudencia. Jesús me dice también que si yo sólo no puedo que pida ayuda a otros. Quizás los otros
lo hagan mejor que yo y sepan llegar a su corazón. Tal vez los otros sepan ver
algo que yo no soy capaz de ver. Quizás porque yo estoy herido. A lo mejor
entre varios es más fácil buscar la forma de abrir el corazón y tender puentes.
No sé en qué ejemplo concreto estaba pensando Jesús al hablar de esta forma.
Quizás de un pecado que dañó mucho a su comunidad de discípulos. No habla de un
pecado privado, íntimo. La compasión y el perdón son centrales. Jesús me dice
que lo que reconcilie en la tierra quedará atado en el cielo: «Os aseguro que todo lo que atéis en la
tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará
desatado en el cielo». Me encanta pensar que Dios deja en mis manos tantas
cosas. Atar tiene que ver con unirme a alguien o dejar que dos se aten. Tender
puentes cuando estaba roto el lazo entre dos personas. Desatar es liberar de
una cadena que me esclaviza. Dios me presta sus manos. Él ata con las mías a
los hombres separados. El desata el miedo, la angustia, el rencor, el odio. Me
emociona pensar que mis manos son las suyas. Que mis manos unen y liberan. Atan
y sueltan. Me alegra saber que cuando acaricio o sostengo es Él el que lo hace
usando mi carne. Mis manos en sus
manos. Sus manos en las mías. Esa forma de
actuar salva mi vida. Mi bondad cambia el mundo. No me doy cuenta del poder de mis manos, de mi amor, de mi vida.
A
menudo siento que me detengo y complico con las pequeñas contrariedades de la
vida. Me sulfuro y pierdo la paz por
cosas nimias, sin importancia, sin valor. Decía el P. Kentenich: «Las pequeñas molestias debemos verlas de
inmediato dentro de un amplio contexto. No andar siempre preocupado de los
ruidos secundarios, pues el hombre que ha madurado en la vida considera esas
molestias como algo evidente: la vida simplemente es así. Debemos llegar a ser
hombres eficientes, esforzados. Para nosotros, hombres religiosos, que queremos
hacer de nuestra casa un paraíso, que queremos vivir en una pradera del
paraíso, tenemos que decir: no hay que estar pisando una y otra vez la
piedrecilla en el zapato, sino que hay que quitarla de allí, para volver a
buscar y a retomar el contacto con Dios lo antes posible»6. Soy hombre de
paraíso y no puedo conformarme con vivir de forma mediocre, quejándome de lo
que otros hacen mal, quedándome en los detalles. Miro a veces la paja en el ojo
ajeno y paso por alto la viga en el propio. Quiero mirar al cielo y no vivir
continuamente pensando en las pequeñas cosas que no son importantes en mi
camino. Las pequeñas y grandes piedras sobre las que paso. Quiero construir el
cielo en la tierra y por ello quiero pasar por alto las pequeñas molestias del
camino. Lo observo todo. Lo contemplo todo. Pero paso por alto muchas cosas
insignificantes. Hoy escucho cómo debo vivir, amando, sin importar mucho más,
sin darle importancia a lo que no la tiene: «De
hecho, el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás y los
demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: - Amarás a tu prójimo
como a ti mismo. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir
la ley entera». Es un sí más que un montón
de
«noes». Necesito aprender
a entregarle a Dios las pequeñas heridas de mi vida. Paso por alto también mis
propias debilidades. Me hago más niño y más dócil. Más filial, como me recuerda
el P. Kentenich:
«Me alegro de que
ahora experimente mi debilidad, pero no de que haya pecado. Y ¿por qué me
alegro? Porque percibo lo que Pablo dice: - Cuando soy débil, entonces soy
fuerte. ¿Por qué? Todo en mí tiende hacia lo alto; intuyo que si mi debilidad
no se desposa con el poder y la fuerza de Dios, lo que de noble se me ha dado
como fundamento en mi naturaleza, nunca llegará a un desarrollo y a una
perfección. Siempre es así: el amor misericordioso se posesiona de mí»7. Veo el mal también dentro de mí. Yo soy débil en mi
carne y fuerte en Dios. Soy un hombre necesitado. No hago todo el bien que
quiero. No logro evitar todo el mal que odio. No me callo ante las
contrariedades que sufro. Vuelvo la mirada a Dios para que tenga misericordia
de mi fragilidad. No me siento fuerte, no soy capaz de llevar solo mi vida
adelantes. Me veo tan débil. Pero en mi
debilidad brilla la fuerza inmensa del amor de Dios en mí.
Después de las palabras de Jesús sobre los conflictos
en su comunidad, habla Jesús del poder de la oración: «Porque donde dos o tres
están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos». Él siempre
está en medio cuando oro. Creo en el poder de la oración que puede sanar mi
corazón enfermo. La oración me cura por dentro. La oración en soledad. Pero de
forma especial la oración en comunidad. Cuando dos o más se encuentran reunidos
en su nombre. Muchas veces lo he sentido. A veces me cuesta rezar a solas o
puedo rezar centrándome sólo en mí mismo. Me quedo en lo que yo siento, en lo
que yo necesito. Es importante hacerlo, lo sé. Pero quiero que mi oración sea
de alabanza. Quiero agradecer por ese Dios que me abraza en el camino. Hoy
Jesús me hace ver el valor de la oración en comunidad. Estar con otros y rezar
con ellos me lleva a tocar el cielo. Me uno a Jesús en los otros. Allí en medio
está Jesús cuidándonos. Yo cargo entonces con lo que el otro siente y vive. Con
su petición, con su súplica, con su queja, con su alegría. Y el otro carga con
todo lo mío. Pido por lo que el otro vive. Doy gracias por lo que el otro es.
Soy capaz de rezar unido a ese hombre, más allá de mi muro interior. Pero,
¡cuánto me cuesta a veces expresar en alto mi oración! Me avergüenzo, no tengo
confianza, me siento ridículo. Pero luego, cuando aprendo, es muy bonito poner
mi vida desnuda ante Dios en oración con otros. ¿Cómo no va a escuchar Dios esa
oración de amor en comunidad? Allí está presente Jesús. Siempre es así. Está en
medio, orando a mi lado, sintiendo lo que sentimos, alentándonos, alegrándose
con nosotros. ¿Cuándo ha sido la última vez que he vivido esto? ¿Rezo con mi
cónyuge en voz alta? ¿Rezo así en mi comunidad, con los que más quiero? La
oración me acerca a Dios. Mi oración
acerca a Dios a los hombres.
6 J.
Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963