Domingo de Pentecostés
Hechos de los apóstoles 2, 1-11; 1 Corintios 12,
3b-7. 12-13; Juan 20, 19-23
«¿No
son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los
oímos hablar en nuestra lengua nativa?»
4 Junio 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero ser más niño y para eso le pido a Dios que ablande
mi corazón en la fuerza de su Espíritu.
Que
me haga desear esa presencia que todo lo hace nuevo»
Me gustan las cosas nuevas. No sé qué tienen que me
encandilan. Y me asusta quedarme siempre en lo
viejo, en lo de siempre. Hay una escena de la película «La Pasión» que siempre me conmueve de forma especial. Jesús camina
al Calvario bajo el peso de la cruz. En ese momento cae agotado bajo el madero
que carga. Su madre lo ve desde lejos y corre a su encuentro. Quiere sacarlo de
ahí, salvar su vida, sostener sus pasos, consolar su dolor. Se acerca a
ayudarlo entre lágrimas. Reacciona de forma instintiva y le dice: «Estoy aquí». En ese momento Jesús,
ensangrentado, se vuelve hacia su Madre y repite las palabras que encontramos
en Apocalipsis 21, 5: «¿Ves, Madre? Hago todas las
cosas nuevas». En paralelo, María, recordando una escena del pasado, corre
hacia su hijo pequeño que ha tropezado y está a punto de caer. María corre a
salvar a Jesús niño. María corre a salvar a Jesús hombre. Cuando era niño María
podía hacer mucho por Jesús. Podía curar sus heridas. Quitarle el dolor. Ahora
sólo puede detenerse ante Él y hacerle ver que no se ha ido de su lado, que lo
acompaña, que va en su camino. Siente la impotencia por no poder salvarle de la
cruz. La beata Catalina Emmerick escribió sobre este encuentro entre Jesús y
María en sus visiones sobre la pasión. Me impresiona oír esas palabras puestas
en los labios de Jesús en medio de tanto dolor. Rodeado de tanto odio y tanta
muerte. Jesús viene a hacerlo todo nuevo cuando parece todo perdido. Pienso en
ese momento, en todo lo que los ojos de los hombres ven. No veo nada nuevo, es
lo de siempre. Es el mismo odio, es el mismo sufrimiento, es la misma tortura,
es la misma amargura. Lo que el corazón percibe es la muerte de siempre. ¿Cómo
puede decir entonces Jesús que está haciendo todo nuevo? Es el mismo dolor
viejo que mi corazón rehúye. Me rebelo contra tanto odio. Igual que hoy también
me escandalizo cuando mueren niños inocentes en un atentado, o jóvenes en un
accidente absurdo, o veo a cristianos asesinados por no querer apostatar de su
fe. No es nada nuevo. Es la misma maldad de siempre. Y vuelvo a escuchar las
palabras en labios de Jesús: «Yo hago
todas las cosas nuevas». Hace nuevo lo que a mí me parece viejo. Tal vez
son mis ojos que no ven nada detrás de la sangre. Y no perciben la luz
abriéndose paso en la noche. Ni la vida detrás de la muerte. Tal vez me pasa lo
mismo con mi vida. No soy capaz de reconocer lo nuevo en lo viejo, la luz en la
oscuridad. ¿Cómo puede hacer Él que sea nuevo lo viejo en mi vida? En ocasiones
me aferro a lo viejo y quiero hacerlo todo igual, como siempre. Me da miedo la
novedad. Me da miedo a alejarme de lo que sé hacer bien. En ocasiones es al
contrario y quiero lo nuevo por encima de lo viejo, de lo de siempre, de lo que
me duele, de lo que me enferma. Pero no acabo de comprender lo que significa
realmente hacerlo todo nuevo. Creo que Jesús me quiere decir algo importante.
Él hace todo nuevo cuando es llevado a la cruz. Hace todo nuevo cuando va a
morir a manos de los hombres. Hace todo nuevo cuando guarda silencio ante
acusaciones injustas y no se defiende. Cuando es ascendido al madero sin oponer
resistencia. Cuando le exigen que muestre su poder ya agonizando y Él promete
el paraíso. Cuando es humillado y vejado. Cuando se queda solo y experimenta el
odio en su carne. Mi corazón se rebela a ver el dolor de lo viejo. Pero Él me
dice que es nuevo. Que lo está haciendo todo nuevo. Que su mirada es nueva y su
corazón. Me impresiona ver el amor escondido detrás del odio. Y la esperanza
velada detrás de la amargura. Me impresiona que Jesús diga estas palabras y
haga nueva esa noche del Calvario. Y salga el sol en medio de la noche más
negra. Me dice lo mismo ahora a mí cuando vivo la cruz y el dolor, cuando me
amargo en los fracasos y pienso en el dolor viejo de mi vida. Y me
dice que todo
puede ser nuevo. Que lo puedo hacer yo todo nuevo. Si me dejo cambiar por su
Espíritu. Si dejo que su vida se haga fuerte en mí. Si me cambia el corazón y
hacer nueva mi mirada. Me recuerda que todo depende de mí. Que mi vida será
nueva siendo la misma si soy el que cambia por dentro. Que tal vez no tengo que
dejar el trabajo que me hastía para que mi trabajo sea nuevo. Y no tengo que
dejar el camino elegido cuando me asaltan las dudas, sino hacerlo todo nuevo,
con la novedad del que vive en Dios, arraigado en la fuerza del Espíritu. Y no
tengo que huir de lo que no me gusta sino ser capaz de hacer de forma nueva lo
que ya es viejo. Su Espíritu lo hace todo nuevo en mí. Pueden ser las mismas
palabras de siempre pero despertar una vida nueva que antes desconocía. Puede
ser la muerte el aparente punto final de mi camino, pero sigo viviendo más allá
de la noche.
Me gusta pensar
en el poder que tienen mis manos cuando dejo que Dios actúe en ellas. Lo hacen
todo nuevo. Creo en el poder de mis palabras viejas cuando Jesús las llena de
su presencia y se vuelven nuevas. Las mismas palabras. Me emociona escuchar a
Jesús decirme que hace mi vida nueva cuando me siento solo y abandonado. Miro a
María inclinada sobre el rostro de Jesús tratando de darle esperanza. Y Jesús,
que parece agotado, está lleno de vida y lo hace todo nuevo. Y contagia una
esperanza que sólo puedo ver si permanezco quieto en la grieta de su corazón
herido. Quiero hacerlo todo nuevo. Lo de siempre nuevo. Lo de antes, lo
antiguo, pero nuevo. En una fuerza de Dios que le da sentido a todo lo que
hago. Y me desvela un camino desconocido. Y me abre una gruta nueva en medio de las noches de mis días.
A veces me da miedo repetirme. Hacer y decir siempre lo mismo. Vivir siempre igual por miedo a
los cambios. Me asusta acostumbrarme a un mismo camino y temer cambiarlo. Por
si es peor. Por si pierdo algo. Sé que lo que de verdad tiene que cambiar en mí
es la mirada, la actitud con la que enfrento cada nuevo día. La mirada y la
actitud lo cambian todo. El sol sale igual cada mañana. No cambia su rutina
diaria. Pero sale de forma distinta para el ojo que se asombra, con cada
amanecer, con cada puesta de sol. Todo lo cambia el corazón. Porque para mí
cada día es distinto, aunque tenga el mismo sol. Y cada camino es nuevo, aunque
ya esté hollado. Porque yo no soy el mismo que el día anterior. Corro el riesgo
de hacer de la rutina mi cárcel, mi casa cerrada por miedo a la vida. Temo
convertirme en un funcionario de la vida, que despacha asuntos, y pone sellos a
la vida que pasa entre sus dedos. No quiero vivir así cada día. Quiero volver a
encenderme con los ideales de siempre. Volver a vibrar. Volver a amar. Quiero
que un fuego abrasador queme mi alma fría en la fuerza del Espíritu. Quiero
volver a arder por ideales nuevos que saquen de la sequedad a los que ya están
viejos. Quiero tener un corazón de niño que absorba lo nuevo con sorpresa y
asombro. Cada noche, cada mañana. Un corazón de niño como el que tuve ayer. Un
corazón puro, lleno de sol y estrellas.
Un corazón grande que no se canse de amar, y
siempre haga todo nuevo. Quiero una mirada inocente y pura, una mirada de niño.
Esa mirada que asombra al mundo: «Se
quedan fascinados por la manera de ser tan simple y la mirada mansa de un niño
pequeño. Algo misterioso. Volvamos a recordar entonces que el niño es una señal
original de Dios»1. Una sonrisa abierta y franca. Esa timidez
del niño que no sabe bien cómo seguir el camino. Con esa mirada es posible
hacer nuevo lo viejo, y renovarse uno en la entrega cada mañana. Con esa mirada
puedo acoger a Dios como una novedad cada etapa del camino. Leía el otro día: «Para acoger a Dios, lo importante no es
evitar contactos externos que nos puedan contaminar, sino vivir con un corazón
limpio y bueno»2. Quiero mirar como
un niño, acoger como un niño. Sin prejuicios, sin rechazar al diferente. Sin
miedo a lo que viene de fuera. Sin temer contaminarme. Con esa confianza ciega
que tienen los niños en los brazos que le aseguran el descanso. Quiero ser un
niño audaz que no tema arriesgarse a vivir cosas que nunca antes ha vivido. A
veces tengo miedo, como los discípulos, y me encierro en una casa con las
puertas cerradas. Me da miedo el mundo y veo fantasmas por todas partes: «Al anochecer de aquel día, el día primero
de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por
miedo a los judíos». No sé si es el atardecer lo que les causa miedo a los
apóstoles. A mí a veces la noche que encierra mil peligros me hace encerrarme.
Me muestro miedoso y me asusta lo que no conozco. Imagino peligros que no
existen. No quiero perder lo que me da la vida. Necesito esa valentía que venga
de lo alto. Para no temer por mí, ni por otros. Para confiar más como los
niños. Quiero darle a Dios mi sí confiado, mi sí filial. Decía el P. Kentenich: «Quien
1 J. Kentenich, Niños ante Dios
2 José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
pronuncie el sí filial será siempre rico en Dios,
aunque sea pobre como un mendigo»3. Mi sí abre el
corazón de Dios. Y me vuelve rico. Porque me lleno de su presencia. Calmo mi
sed. Calmo mis ansias de Dios. Es por eso que quiero recibir un agua de lo alto
que acabe con la sequedad de mi alma: «Riega
la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas e infunde calor
de vida en el hielo. Doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero».
Mi alma seca tiene sed, está enferma y fría. Necesito un agua nueva que me
calme por dentro. Un agua que acabe con la sequedad y la dureza. Y logre que se
enderece en mí lo torcido. Y se vuelva flexible lo rígido. Porque no quiero
acabar viviendo mi sacerdocio con rigidez. Quiero un aliento que me lleve por
donde no quiero ir. Que renueve mis pasos dubitativos y llenos de miedo. Que me
anime a ser valiente en la oscuridad de la noche. Que me ayude a dejar de lado
mis manías de siempre. Quiero abrirme a la sorpresa de cada mañana. Soñar
imposibles. Recorrer caminos impensables. Quiero ascender más arriba, allí
donde yo no veo. Esas cumbres que mis ojos no vislumbran. Para que el camino de
siempre, siempre sea nuevo. Para que no me aburra de surcar siempre los mismos
mares. Para que no encuentre hastío en la repetición de gestos. Y haga todo con
un corazón nuevo. Como los niños que no se cansan nunca de ver la misma
película, aunque sepan de memoria los diálogos. Y repiten los juegos que les
causan alegría, siempre los mismos. En esta época en la que sólo se admira el
cambio, lo nuevo, el estreno, la novedad. Me impresiona que el Espíritu Santo
todo lo haga nuevo. Logre renovar mi corazón enfermo y consiga que mi alma mire
con pureza, con la inocencia de los niños, todo lo que Dios pone ante mis ojos.
Quiero ser más niño y para eso le pido a Dios que ablande mi corazón en la
fuerza de su Espíritu. Que me haga desear esa presencia que todo lo hace nuevo.
Lo viejo se hace joven. Lo pasado cobra vida. Es Jesús en su Espíritu que me renueva.
Me
gusta la ausencia de Jesús y su presencia escondida. Tengo un vacío grande en
el corazón. Deseo más de lo que poseo y sueño más de lo que tengo. Es por eso
que en mí hay siempre un vacío insatisfecho que no logro entender. Una grieta
abierta al infinito. Una parte de mí que nada ni nadie consuelan. Deseo algo
tan grande que se me escapa de las manos. Y sueño algo tan eterno que mi tiempo
no alcanza a recorrerlo, a recogerlo, a retenerlo. Y me aferro con las manos a
un presente que vuela. Quiero huir de mí mismo para llegar pronto a Dios y
llenarme de su vida. Pero no lo consigo y me quedo quieto un instante esperando
a que Él venga. Quiero llenarme de Él para no desear nada más en mi vida. Pero
una y otra vez experimento la soledad. Quiero tocar más dentro en esa cueva
oscura por donde voy y vengo. Quiero llegar más alto, quizá más lejos. Y muchas
veces palpo apenas inconsciente lo que describe el viento. Con una brisa suave
viene a despertarme de todos mis letargos. Y apenas me despierto vuelvo a caer
dormido vencido por el sueño. No sé muy bien por qué no logro conocer sus
pasos. Los descubro apenas, a tientas, con mis manos. Quiero cruzar mil mares
adentro sin temores. Quiero invertir mi vida en ese sueño eterno que descifro
en mi alma. Acarician mis manos un viento que se escapa. Y descubro palabras
que esconden los silencios. Quiero avistar a lo lejos su regreso inmediato.
Quiero sentir muy dentro su presencia que me quema. Me uno a una persona que
rezaba: «Me gusta pensar que vienes
cuando te has ido. Que vuelves y regresas al mismo lugar donde me encuentro
perdido. Que me dices las mismas cosas que me decías antes cuando estabas
presente en medio de mi vida. Me da miedo esa ausencia cuando se prolonga. Y
anhelo tu venida más que mi propia vida. Te quiero más a ti que a mí mismo.
Aunque a veces no sé bien cómo decírtelo. Por eso sé que tu venida llega con
una ráfaga de viento, con un fuego que me quema por dentro. Te amo, sí y toco
suavemente la piel del desencuentro. Como quien hurta a oscuras aquello
que no tiene». Deseo esa presencia que calma mi alma.
Lo encuentro
tantas veces oculto y muchas veces no lo veo. Quisiera poder tocarlo cada día.
Ver a Dios en todo lo que me ocurre. Descifrar sus palabras en medio del
silencio. Me falta poder tocarlo. Pero noto su presencia en un fuego escondido.
Claro que Dios enciende ese fuego en el alma. Claro que viene a mí para llenar
mi vacío. Y me habla, y me dice que me ama. Para escucharlo quiero aprender a
sumergirme en el silencio. Tengo tantos ruidos en el alma. Me gustaría ser un
hombre silencioso, callado, lleno de una presencia misteriosa. El cardenal
Robert Sarah comenta: «El silencioso es
un hombre libre, ninguna dictadura podrá nada contra el hombre silencioso,
ningún poder puede arrastrarlo». El hombre enamorado de Dios que guarda
silencio. Que tiene a Dios como roca de su vida. Que es hondo en su alma. Creo
que sólo las personas con alma honda son insobornables. No se
3 J.
Kentenich, Niños ante Dios
someten. Se mantienen firmes
como una roca en medio de la tormenta. Me falta hondura. Quiero navegar en lo
profundo de mi alma. Quiero ser ese hombre silencioso al que ningún poder pueda
llevar donde no quiera. Un corazón libre. Un corazón firme. Lugar de descanso
para muchos. Gruta de ese anhelo grande que quema mi vida. En medio de los ruidos
del mundo a veces me dejo llevar por la corriente. Sin rumbo. Perdido. Quiero
llegar a ser ese hombre anclado, de profundas raíces. Es necesario ahondar en
el alma para llegar más dentro. Para poder vivir con un centro seguro. Para
poder descansar del ruido de la vida. Quiero más armonía de la que poseo, algo
más de orden. El otro día leía: «Con una
vida emocional desordenada pasamos a desear intensamente grandes cosas,
deseamos hacer grandes hazañas, afrontar grandes retos, aspirar a grandes
conquistas. Pero sucumbimos ante todas ellas, porque sólo nos movemos en el
ámbito de los deseos. Deseamos querer hacer y no hacemos. Deseamos querer
llegar y no nos movemos. Deseamos querer ser y no somos. Queremos cambiar y no
cambiamos. Porque cuando emocionalmente somos desordenados nos ilusionamos con
fines que nunca llegan, porque no ponemos los medios para lograrlos»4. Quiero que mis deseos estén arraigados en el corazón
de Dios. Quiero que mis ansias de caminar muevan mis pasos a las metas más
altas. Que lo que anhelo se haga vida en mi corazón de niño. Es necesario
confiar más de lo que confío. Le pido a Dios que ponga orden en mi alma, que me
envíe su Espíritu. Que me haga ver cuáles son mis prioridades. Que siembre luz
en mis decisiones.
Que lo que deseo
se haga vida y lo que sueño se haga obra en mí. Necesito ponerme en camino y no
quedarme quieto por miedo, por dejadez, por pereza. No sólo deseo, también
hago, actúo, me muevo. Pongo mi vida en las manos de ese Dios que camina a mi
lado, escondido, callado. En mi desorden fruto del pecado pido que ponga Él su
mano para calmar mis miedos y detener mis ansias. Porque sé que tengo muchos
sueños guardados y no quiero quedarme a medias deseando lo que no alcanzo. Me
pongo en camino. Decido en medio de la vida. Pongo los medios para que se haga vida en mí todo cuanto deseo.
Quiero que venga
el Espíritu Santo para dar calor a mi alma. Quiero que me ilumine en
el camino. Decía el Papa Francisco al hablar del Espíritu Santo: «¿Yo soy capaz de escucharlo? ¿Yo soy capaz de
pedir inspiración antes de tomar una decisión o de decir una palabra o de hacer
algo? ¿O mi corazón está tranquilo, sin emociones, un corazón fijo? He sentido
las ganas de hacer esto, de ir a visitar a aquel enfermo, o de cambiar de vida
o de dejar esto. Sentir y discernir: discernir lo que siente mi corazón, porque
el Espíritu Santo es el maestro del discernimiento. Una persona que no tiene
estos movimientos en su corazón, que no discierne lo que sucede, es una persona
que tiene una fe fría, una fe ideológica. ¿Pido que me dé la gracia de
distinguir lo bueno de lo menos bueno? Porque lo bueno de lo malo se distingue
inmediatamente. Pero está ese mal escondido que es el menos bueno, pero que
tiene escondido el mal». Un corazón que sienta, que se emocione, que tenga
el don de lágrimas. El don del Espíritu. Me asustan las emociones, no las
controlo. Me da miedo taparlas, esconderlas, avergonzarme de ellas. Me da miedo
que pasen y sean sólo un momento pasajero. Me da miedo ser inconstante en mis
afectos, en mis pasiones. El Espíritu me habla en mociones interiores. El
Espíritu despierta en mí el amor por la vida. ¡Qué difícil discernir las voces
de Dios en el alma y saber cuándo me habla Dios! Descubrir lo que me pide, lo
que me invita a emprender. Quiero un corazón que sepa discernir en la luz del
Espíritu lo que Dios quiere para mí.
No es tan
sencillo saber lo que me pide cuando me ofrece optar entre dos bienes. Temo
confundirme. Entre un mal y un bien siempre lo tengo claro. Cuando me hace
elegir entre dos cosas buenas, siempre dudo. Quiero lo bueno. Pero no sé bien
dónde tengo que entregarme. Quiero una fe ardiente, no fría. Que acepte como
válidas las mociones de Dios en el alma. Que no me escandalice de lo que bulle
en mi interior, de lo que quema por dentro. Y me mire con alegría al ver a Dios
susurrando en mi silencio. ¿Cómo tomo las decisiones en mi vida? Pentecostés
tiene que ver con ese fuego que empuja mis pasos, da luz a mi noche. Y me lleva
a decidir a partir de lo que arde en el alma. Me da luz para saber dar el
siguiente paso. No necesito saber más. Sólo el siguiente paso. ¿Hablo con Dios
los pasos que voy dando? Sólo en Él es posible encontrar respuestas. Encontrar
muy quedo la luz necesaria. Sólo en Él
puedo comenzar a andar, paso a paso.
Jesús
entra en medio de mis miedos y me da su paz: «Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros.
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se
llenaron de alegría al ver
al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros. Como el
Padre me ha enviado, así también os envío Yo». Me
enseña sus heridas. Me abre su costado, su corazón herido y me lleno de
alegría. Tantas veces vivo con angustia, con stress, con miedo. Vivo agobiado
por el presente y el futuro. decía el P. Kentenich: «¿Cuál debe ser nuestra
preocupación más grande? Estar en todo momento infinitamente despreocupados.
¿Por qué les propongo esta consigna de modo tan directo y tajante? Porque por
naturaleza tendemos fuertemente a preocuparnos»5. Me gustaría vivir siempre así. Alegre por esa presencia de Jesús en
mí que me da su paz. Esa luz suya que acaba con las sombras de mi alma cerrada.
Pierdo el miedo. Dejo de vivir tan preocupado. Quiero vivir así frente al
futuro incierto. Sumergirme en el mar de las misericordias de Dios. Jesús entra
en mi alma. Atraviesa las puertas cerradas. Penetra en mis muros que me aíslan.
Sin que yo le dé permiso a entrar Él entra. Eso me gusta. Quiero salir con la
fuerza de su Espíritu. Con esa paz que me permita vivir despreocupado. ¡Cuánto
me cuesta vivir así! Me preocupo siempre. Temo que todo salga mal. Me asustan
los fracasos y la muerte. Los cambios de planes, los imprevistos. Vivo sin paz
y sin alegría. Vivo turbado. Pero hoy llega Jesús en su Espíritu y me da su
paz, y me contagia su alegría. Y lo hace como lo hizo el primer día de las
apariciones, con su cuerpo glorioso herido. Me muestra sus manos y su costado
para darme paz. Es Él ahora resucitado. En sus heridas cubiertas de gloria me
tranquilizo. No necesito más para confiar de nuevo. Sé que después de la muerte
viene la vida. Eso me alegra. Sé que la
muerte no tiene la última palabra. Y sé que su ascensión al cielo es sólo el
comienzo de mi esperanza. Pero no estoy solo. Él camina conmigo cada día.
Quiero tener su paz. Le entrego hoy mis miedos y angustias. Vivo preocupado. Y
necesito alegrarme más al descubrirle en las heridas de los otros. En sus
dolores y en su pena. Necesito abrirme a verlo en mis propias heridas.
Quiero recibir
su paz en mi herida abierta y tener luz, y llenarme de alegría. A veces las
heridas me quitan la paz. Las heridas en la carne como la enfermedad. Las
heridas en el alma que son las más frecuentes. Las heridas causadas por la
falta de amor. Me turban, me preocupan. Quiero tener un corazón sano, sin
llagas, sin heridas, sin roturas. Por
eso necesito su paz en este día de Pentecostés para no vivir turbado,
angustiado, con miedo. Necesito la alegría de su Espíritu que disipe todas las
nubes del alma. Y me enseñe a querer mi corazón herido. Hoy le agradezco a
Jesús por enseñarme sus heridas, por mostrarse ante mí en su verdad. Yo escondo
mis heridas por miedo, por vergüenza. Me encierro en las puertas cerradas de mi
alma. No me muestro vulnerable, me da miedo. Hoy Jesús viene a mi alma herida y
vulnerable. Le entrego mi verdad en la luz del cenáculo de mi alma iluminado
con su presencia. Se lo entrego todo. A cambio sólo le pido su paz y su
alegría. Quiero que cuando me agobie por todo lo que tengo que hacer, por el
futuro incierto, por los miedos a no lograr lo que deseo, Él me dé su paz. Me
abrace con sus manos abierto y heridas. Y me regale su paz.
Cuando vea que
la misión que me confía supera mis fuerzas, sepa mirarlo escondido en mis manos
y confiar de nuevo. El cenáculo se convierte en Pentecostés cuando dejo que
entre en mí con su fuego. María acompañó a los discípulos para hacer posible el
milagro de Pentecostés. Ellos perseveraron porque María los congregaba. María
siempre une. Ahora yo hago lo mismo. Persevero porque estoy unido a Ella.
Porque me impulsa a seguir orando, a seguir unido a los míos, a mis hermanos.
Comenta el P. Kentenich: «Que el milagro de Pentecostés inaugure y
lleve a cabo en nuestra alma el milagro de la santidad. Que nuestro Santuario
sea desde ahora nuestro Cenáculo. Sintámonos congregados en torno a la imagen
de la Santísima Virgen, unidos, ligados, vinculados a ella. Unanimiter
significa ser un solo corazón y una sola alma. ¿No nos sentimos un solo corazón
y una sola alma?»6. Reunidos en torno
a María imploramos el Espíritu Santo. Lo hacemos como un solo cuerpo, una sola
alma. Nos da la paz a todos. Eso es
Pentecostés. Un momento de luz en su Iglesia, en mi comunidad, en medio de los
míos.
Me conmueve que
hoy Jesús hable de perdonar los pecados: «Y,
dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu
Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se
los retengáis, les quedan retenidos». Muchas veces no le tomo el
peso a ese don que regala a muchos a través de mis manos. Ese don que yo tantas
veces he tocado experimentando su amor misericordioso. En mí mismo al vivir el
perdón. En mis manos al perdonar a tantos. En aquellos que se acercan buscando
misericordia. Y yo sólo soy su instrumento, porque Él me envía. Como hoy Jesús
envía a los suyos a perdonar pecados. En Pentecostés, con el Espíritu,
recibieron el amor misericordioso de Dios.
5 J.
Kentenich, Milwaukee, 1965
Ellos se
sintieron amados, elegidos, buscados por Dios. Y ese amor les hizo perder el
miedo a dar la vida. A dar gratis lo que habían recibido gratis. Ya no temen a
los otros hombres. Ven en ellos el amor de Dios. Han sido perdonados. Se han
sabido amados en su herida. El otro día leía: «El perdón es solamente real cuando lo otorga el que ha descubierto la
debilidad de sus amigos y los pecados de su enemigo en su propio corazón y
desea conceder el nombre de hermano a todo ser humano»7. Los discípulos, como yo, son hombres
débiles, heridos. Yo regalo el perdón de Dios desde mi herida de hombre
sacerdote. Y lo recibo también por manos de otros sacerdotes. Pero es verdad
que todos podemos regalar el perdón, podemos perdonar las ofensas, las heridas.
Puedo perdonar y quedar liberado. Hoy Jesús me pide a mí que perdone, que
olvide las ofensas, que no viva con rencor guardado en el alma. Quiere que
entregue su perdón sagrado. Y lo puedo hacer porque sé que en mi fragilidad
llevo su misericordia. Porque he visto, como los discípulos, ese amor de Dios
que cubre mi desnudez. Quiero ser valiente entonces para salir al mundo lleno
de alegría y dar ese perdón que el hombre necesita. Me gusta ese momento de
gracia. De misericordia. De perdón. De olvido. De paz. Puedo anunciar que Jesús
está vivo. Como lo hicieron los discípulos ese día de Pentecostés, después de
no haber sabido acompañar a Jesús en su muerte. Me hago testigo del resucitado.
Como esos discípulos ese día que se convierten en valientes apóstoles cuando
antes sólo eran hombres cobardes escondidos con miedo. Así quiero yo que me
cambie el Espíritu, que me renueve. Que
me haga de nuevo para poder ser yo testigo de su amor.
El Espíritu logra que los discípulos hablen en una
lengua que todos entienden: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es
que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?». Vivo dividido en mi interior. Hago lo que no quiero. Deseo lo que no
hago. Lucho por amar en libertad y retengo. Digo amar a Dios pero no amo a los
hombres. Quiero ser santo y maldigo. Ser puro y juzgo y condeno. Quiero ser más
humano y me falta misericordia. Dar la vida y me vuelvo egoísta. Vivo en mí la
división que detesto. Y yo mismo, dividido, no uno a los hombres. Me gustaría
unir. Pero mis palabras dividen. Hoy los apóstoles hablan en un idioma que
todos entienden. Eso me gusta. Un idioma que une. A veces los idiomas dividen
tanto. La unidad no tiene que ver con la uniformidad. Son cosas diferentes.
Estoy llamado a construir la unidad respetando la originalidad de todos. Sin
imponer un solo idioma, pero hablando en una lengua que todos entiendan.
Acogiendo al que no piensa como yo. Aceptando al que sigue un camino diferente.
Es verdad que el dolor une a los que sufren. Despierta la misericordia. Es lo
que deseo. Decía el Papa Francisco en Amoris
Laetitia:
«Los dolores y
las angustias se experimentan en comunión con la cruz del Señor, y el abrazo
con Él permite sobrellevar los peores momentos». Es la unión entre los
hermanos. La unión con Cristo en su cruz. Pero muchas veces no es así. A veces
la enfermedad aísla, la cruz separa de Dios y de los hombres. En mi dolor puedo
vivir amargado, lejos de los que no sufren. El Espíritu me regala la gracia de
unirme con el que sufre. De compadecerme y abajarme para acompañar al otro en
su dolor. Es la comunión que anhelo. La unidad que busco. Quiero ser un
constructor de unidad. Un pacificador. Quiero aceptar al que no piensa como yo.
Y acercarme al que vive la cruz, no rehuir su presencia. A veces el que fracasa
se convierte en un hombre al que dejan solo los que buscan sólo el éxito.
¡Cuánto bien me hace acercarme a los que han fracasado, a los que sufren! Me
hace solidario. Me hace formar una comunión de misericordia que es una gracia.
Me uno al que no me puede dar nada a cambio. Amo al que no me puede
corresponder. Socorro al indigente. Acepto al que es rechazado por muchos. Es
el misterio de la unidad en Cristo, en María. Es la fuerza del Espíritu la que
logra que se una su Iglesia. Y muchas veces sufro la desunión. Me duelen las
críticas, los juicios, los enfrentamientos. Me da miedo no acoger a los que no
piensan como yo. No aceptar que otros sigan caminos diferentes. La comunión es
un don del Espíritu. María en el Cenáculo me congrega para que sea transformado
en Pentecostés en el Cuerpo unido de Cristo: «Hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en
todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo
mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos,
son un solo cuerpo, así es también
Cristo».
Ese misterio es el que
suplico que se haga vida en mí. El misterio de la comunión. Cada día. Cada noche de Pentecostés.