Hechos de los apóstoles 8, 5-8. 14-17; 1 Pedro 3,
15-18; Juan 14, 15-21
«Si
me amáis, guardaréis mis mandamientos»
21 Mayo 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«María me
abraza y me espera. Pienso en su mirada a los pastorcillos en Fátima. Ellos se
dejaron tocar por su amor inmenso y sus vidas cambiaron. Quiero dejarme tocar
por su misericordia»
La
semana pasada el Papa Francisco canonizó en Fátima a los pastorcillos Jacinta y
Francisco. Decía: «Tenemos ante los ojos a
san Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en
el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos
la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La presencia
divina se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas, como se manifiesta
claramente en la insistente oración por los pecadores y en el deseo permanente
de estar junto a Jesús oculto en el Sagrario». Me conmueve pensar en
Francisco y Jacinta. Esos dos niños conmovidos por el amor de una Madre que les
había mostrado toda su belleza. Tienen el corazón abierto. Se dejan cuidar por
María como su Madre espiritual. Sus vidas cambian. El Papa Francisco comenta: «En Fátima la Virgen ha escogido el corazón
inocente y la simplicidad de los pequeños Francisco, Jacinta y Lucia, los
depositarios de su mensaje. Estos niños lo han acogido dignamente, y son
reconocidos como testigos fiables de las apariciones, convirtiéndose en modelos
de vida cristiana». Estos dos niños, siendo tan pequeños, se convierten en
modelo de vida cristiana. Modelo para todos los cristianos. Modelo siendo los
niños más pequeños canonizados sin haber sufrido el martirio. Modelo por su
forma de mirar, de vivir, de sufrir y enfrentar la enfermedad. Por su mirada
pura. Por su inocencia intacta.
Por su fortaleza
en el dolor. Nunca se quejaban en medio de su enfermedad. Y siempre pensaban en
los que sufrían y en Jesús al que querían consolar. Ofrecían todo por ellos.
Sus dolores, sus renuncias. Cargan así sobre sus débiles hombros el mundo
entero. Saben que lo que ellos no aporten no lo hará nadie en su lugar. Me
conmueven su mirada inocente, su fortaleza, su alegría y su pasión. Siguen
siendo niños pero ya son adultos maduros en la forma de vivir su fe. Y ven el
cielo reflejado en la tierra. Descubren el paso de Dios caminando entre ellos.
Gracias a las apariciones cambia su vida para siempre, su percepción del mundo.
Hoy vivo en un tiempo en el que pienso que el cielo puede esperar. Está muy
lejos de la tierra, de mi vida, de mi realidad. Puedo vivir tantos años aquí
sin pensar en la eternidad. Más de cien incluso, si me cuido, si conservo la
salud. Tantas personas viven pendientes de todo lo que les hace bien, lo que
mejora su forma de vida, lo que prolonga su juventud. No piensan en el cielo.
Está muy lejos. Pero siempre llega. Una y otra vez tropiezo con la muerte de
seres queridos. Me toca acompañar el dolor provocado por la pérdida. No importa
la edad del que parte. Siempre duele la separación. Me conmueve la partida de
jóvenes que mueren de forma inesperada. O el repentino adiós de personas que
estaban en la plenitud de su vida y la enfermedad se las lleva sin previo
aviso. Me conmueve la proximidad de esa muerte que quiero ver tan lejos. De ese
final al que cierro la puerta con miedo. Me aturde la proximidad del cielo. Lo
desconocido me asusta. Y tal vez quiero una vida eterna aquí en la tierra. Sin
muerte ni dolor. Sin sufrimiento, sin límites. Prefiero este lugar que ya
conozco. Me asusta el cielo desconocido. ¡Se apega tan fácilmente mi corazón al
mundo! Y veo a estos niños que saben entregar su corta vida con alegría,
pensando en Jesús que sufre y en los pecadores que necesitan conversión.
Renuncian a los placeres inmediatos. Aceptan con alegría cualquier sacrificio.
No se asustan ante el final de sus días en esta tierra. No se rebelan contra
una enfermedad injusta. El encuentro con esa bella mujer los ha cambiado por
dentro, los ha hecho niños en los brazos de Dios. Verdaderamente niños
inocentes y confiados. A partir de ese encuentro están dispuestos a adorar a
Dios, a esperar siempre contra toda esperanza, a amar a Jesús sobre todas las
cosas. Y así lo hacen. Y entonces todo lo demás poco importa. Me emociona
pensar en la serenidad llena de paz de Francisco. Sensato y fiel. Me gusta la
alegría inocente y
espontánea de Jacinta. Su sencillez, su mirada. Los dos cambian en el encuentro
con Nuestra Señora. Ella los educa poco a poco. La escuela de María se hace
realidad en ellos. María siempre es educadora. Siempre es Madre. Es Maestra espiritual.
El Papa Francisco ha rechazado esa imagen de María «como deteniendo el brazo justiciero de Dios listo para castigar». María
no me protege de Dios y su justicia. María y Jesús tiene la misma misericordia.
Madre e Hijo. Unidos. Una sola mirada. Siempre está por delante la
misericordia. Añade el Papa: «Hay que
anteponer la misericordia al juicio y, en cualquier caso, el juicio de Dios
siempre se realiza a la luz de su misericordia. La misericordia de Dios no
niega la justicia, porque Jesús cargó sobre sí las consecuencias de nuestro
pecado». María es fuente de misericordia para los que la buscan. María me
lleva a su Hijo que es puerta de misericordia. Miro a María que me abraza y me
espera siempre. Pienso en su mirada hacia los pastorcillos. Estos niños se
dejaron tocar por su amor inmenso y sus vidas cambiaron. Palparon la
misericordia de Dios.
Quiero dejarme
tocar por la misericordia de María.
Mi
pobreza queda desnuda ante María. Mi pecado y mis faltas son tan visibles. Ella
me quiere en mi verdad, en mi pequeñez. Conoce la pureza de mi alma. La que yo
no veo. Y necesita que yo me abra y me deje hacer totalmente de nuevo. Quiero
ser más niño como Jacinta y Francisco. Quiero tener esa mirada vuelta hacia los
hombres, vuelta hacia Dios. Quitarme yo del centro y poner en el centro a Dios.
Quiero vivir mis renuncias con un corazón alegre. Las ofrezco por los sufren
más que yo, por los que no tienen paz, por los que no son felices. Esa mirada
da sentido a todo lo que me toca vivir. En ese plan de Dios oculto a mis ojos
tan apegados al mundo. Cuando llego al santuario entrego a María todo lo que
vivo, lo que me alegra, lo que me hace sufrir, mi fragilidad que no me deja
amar con hondura, mi miseria que me recuerda que soy barro tan necesitado. Y
María lo recoge todo en sus manos de Madre. Y regala gracias de amor a todo el
que llega a Ella buscando consuelo. Adquiere así un sentido nuevo mi dolor.
Tiene un nuevo significado mi pobreza. Soy un pobre que enriquece a muchos.
Quiero ser un signo de esperanza y misericordia para los hombres que viven
perdidos sin encontrar el amor de Dios que los espera siempre. Quiero amar
tanto a Dios como lo amaron los pastorcillos, que no dudaron en correr a su
encuentro dejándolo todo. Quiero buscar a ese Jesús escondido en los hombres,
en medio de mi vida, oculto en el sagrario. Quiero descubrirlo cuando mis ojos
no sepan verlo. Quiero adorarlo, amarlo y desearlo. Entrego hoy mi vida con
generosidad. Me conmueve ver cómo esos niños se pusieron en un segundo plano
dejando a Jesús el centro de sus vidas. Sus deseos dejaron de ser tan
importantes. ¡Qué difícil es renunciar a los propios deseos! A veces me veo
manipulando los deseos de Dios para que coincidan con los míos. Busco que todo
encaje según mis sueños tratando de ser feliz. Quiero que sean mis planes los
que se impongan siempre. Quiero ser yo el que decido, el que actúo, el que
logro. Dice el Papa Francisco: «La vida
es buena cuando tú estás feliz. Pero la vida es mucho mejor cuando los otros
están felices por causa tuya». Pienso en los pastorcillos que renuncian a
sus deseos por amor a Dios y a los hombres. Quieren que los demás sean felices.
Pienso en su mirada pura que desea alegrar el corazón de Jesús y el de los que
están lejos de Dios. Me gustaría ser así. Y pensar más en el corazón de Jesús y
en las personas que sufren. Quiero alegrar a María. Con mis obras, con mis
palabras, con mi mirada. Quiero un corazón más puro e inocente. Una mirada más
profunda que no se quede en los deseos del presente que son efímeros. El cardenal
Robert Sarah decía: «Es tiempo de poner a
Dios en el centro de nuestras preocupaciones, en el centro de nuestros
pensamientos, en el centro de nuestro actuar y de nuestra vida, en el lugar que
solo Él debe ocupar». Como los pastorcillos quiero tener a Jesús en el
centro de mi vida para que así mi vida cambie. Porque la cercanía de Jesús
cambia mi mirada, mi forma de pensar, me da nuevas categorías: «Algo nuevo se despierta en el corazón de
sus discípulos. Esa paz contagiosa, esa pureza de corazón sin envidia ni
ambición alguna, su capacidad de perdón, sus gestos de misericordia ante toda
flaqueza, humillación o pecado, esa lucha apasionada por la justicia en favor
de los más débiles y maltratados, su esperanza inquebrantable en el Padre»1. Jesús en el centro de mis preocupaciones y deseos lo
acaba cambiando todo. Quiero adorarle sólo a Él. Esperar sólo en Él y confiar
siempre en sus planes. Es el momento de dejar de lado tantas preocupaciones
superficiales que me quitan la paz. Quisiera
tener un corazón más de Dios, más niño. Quiero mirar la vida como los pastorcillos.
1 José
Antonio Pagola, Jesús, aproximación
histórica
Hoy
escucho de labios de Jesús que no soy huérfano. Tengo padre y madre. Es
verdad que no quiero ser huérfano y me da miedo como a los discípulos que Jesús
se aleje. Por eso hoy les dice: «No os
dejaré huérfanos, volveré». Jesús se va para volver en la fuerza de su
Espíritu. Soy hijo de Dios para siempre. No soy huérfano. El Papa Francisco me
recuerda que tengo una Madre en el cielo. No soy huérfano porque tengo Padre y
Madre. Decía el Papa Francisco en Fátima: «Tenemos una Madre, una Señora muy bella, comentaban
entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en aquel bendito
13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta no pudo contenerse y
reveló el secreto a su madre: ‘Hoy he visto
a la Virgen’. Habían visto a la Madre del
cielo». Jacinta no puede contenerse y
cuenta con alegría que María es muy bella. No guarda el secreto y lo cuenta
emocionada. Tengo una madre. Esa es también mi certeza y mi alegría. María se
convierte en Fátima en Madre de esos niños, de esos pastorcillos. Y al mismo
tiempo se manifiesta como Madre de todos. Es también mi Madre. Dice el Papa
Francisco: «Tenemos ante los ojos a san
Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el
mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos la
fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La presencia divina
se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas». Me gusta la escuela
de María que me enseña a vivir. En esta escuela aprenden esos dos niños.
Aprenden a ser más de Dios en los brazos de una Madre. Nunca serán huérfanos. A
mí también me gusta mirar a María como mi Madre espiritual. Como mi maestra en
la fe. Ella no me salva de la ira de Dios. Porque Dios es misericordia. Y como
buena Madre me adentra en el corazón misericordioso de Dios en el que Ella vive.
Me llena de su luz y su esperanza. Me enseña una nueva manera de vivir. Con
generosidad. Confiando. Dando a manos llenas. Me gusta pensar que María
sostiene mis pasos para que yo no caiga. Camina a mi lado cuando me siento
solo. Me abraza por la espalda para que no me turbe y espere. Sé muy bien que
la soledad es parte de mi vida. Pero Ella me llena de luz como a los
pastorcillos. Me devuelve esa inocencia perdida. Me muestra que mi corazón está
hecho para la vida eterna, y no puede vivir esclavo de la tierra. Quiero un
corazón sencillo. Fiel. Dócil. Alegre. Un corazón confiado en medio de las
contrariedades. Necesito desapegarme de tantos apegos falsos. Recuerdo
una poesía escrita a una madre y me conmuevo: «Con las olas más pequeñas en el mar de su bondad, con la brisa de
verdad que conmueve cada vela, es lo mismo que ya anhelas, reconoces ese Amor.
Tú, barquita de color, que navegas en sus mares y tus ojos ven lugares que
soñaste con ardor. Vela firme, bien cosida y con hilo algún remiendo de aquel
hueco van fluyendo sus consuelos en tu herida. Este viento ha dado vida a
barquillas más pequeñas pues con su sonido enseñas a volver el corazón y poner
en el timón, a quien hizo las estrellas». Una madre que me enseña a poner
en el timón a Dios. Él es el capitán de mi barca. Es el que da consuelo a mi
herida. El que remienda mis huecos. Y sostiene mi fragilidad herida. Esa madre
es María que me empuja a soñar con mares hondos y desconocidos. Y a no temer la
incertidumbre y los pesares de navegar mar adentro dejando a Dios al timón de
mi vida. El P. Kentenich habla así de la influencia de María en su vida: «Al echar una mirada retrospectiva les digo
que no conozco otra persona que haya ejercido una influencia profunda sobre mi
desarrollo. Millones de hombres se habrían quebrado si hubieran estado
abandonados a sí mismos como yo lo estuve. Hube de criarme en completa soledad
del alma, porque en mí debía nacer un mundo que más tarde había de ser
entregado y transferido a otros. Si mi alma hubiera tenido contacto con la
cultura de entonces, en algún momento me habría vinculado personalmente, y
entonces hoy no podría decir tan terminantemente que mi educación fue obra
exclusiva de la Santísima Virgen, sin otra influencia humana profunda»2. No tuvo ninguna
influencia humana más fuerte. Experimentó en su juventud la soledad más dura. Y
María lo sostuvo en medio de su dolor. Ella equilibró su alma rota y perdida.
La sostuvo en medio de sus crisis. Me conmueve pensar en ese amor de Madre.
Ella lo educó a él y lo sostuvo siempre en la tribulación. Así quiero vivir yo.
Anclado en Ella.
Que Ella sea mi sostén y mi seguro. Que en mi soledad me abrace siempre. Que en
mis abandonos me recuerde para quién vivo. Cuando no sepa bien cómo caminar
Ella me enseñe a dar los primeros pasos. Que me ancle con fuerza en el mundo de
Dios y así llene mi alma. Así me enseña a vivir María. Me hace más niño. Más suyo. Más puro.
Coincidiendo
con la celebración del centenario de Fátima una canción portuguesa ganó en el
festival de Eurovisión. Ganó una canción que habla del amor. Dice la canción: «Si algún día, alguien pregunta sobre mí di
que viví para amarte. Antes de ti, solo existía cansado y sin nada para dar.
Amor,
escucha mis plegarias. Pido que regreses, que me
vuelvas a querer. Sé que uno no ama solo, tal vez, despacito,
puedas volver a aprender. Si tu corazón no quiera ceder. No sentir pasión, no
quiere sufrir. Sin hacer planes de lo que vendrá después, mi corazón puede amar
por los dos». Expresa el deseo de volver a ser
amado. De recibir el amor de aquella persona que ya no lo ama. Y al final, si
realmente la otra persona no lograra amarlo de nuevo, él sería capaz de amar
por los dos. Uno puede amar y no ser correspondido. Uno puede dar la vida por
alguien y recibir a cambio desprecio. Eso es posible. Una madre puede
desvivirse por el hijo que se aleja de casa y no la ama. Lo sé, es posible amar
y no ser amado. Muchas personas hoy aman y no son amadas como ellas quisieran.
Tanto como ellas aman. Y sufren. Hasta el punto de perder la esperanza. Y al
dejar de esperar, dejan de amar. Si me siento rechazado puedo dejar de amar. Lo
doy todo por amor y no recibo nada a cambio. Mi corazón siempre desea recibir
cuando da. Porque no es tan fácil amar sin ser amado. Ama así el amor de una
madre que siempre es fiel, haga lo que haga su hijo amado. Así es también el
amor de Dios que me ama siempre, aunque yo me aleje y desprecie sus planes. Me
conmueve siempre el amor no correspondido. Ese amor que no consigue despertar
amor en la persona amada. Pero pienso que esta canción habla de algo más. Habla
de un amor que es capaz de amar por los dos. Un amor capaz de amar por el que
no ama. Así ama Jesús en mí. Me ama en mi indigencia, en mi falta de amor. No
espera mi amor a cambio. Ama por mí. Ama por los dos. Su amor ama en mi amor
humano. Y así me enseña a amar. Pero aún más que eso, ama por mí. Ama por los
dos. Jesús es capaz de amar por mí cuando yo no amo. Si me dejo amar por Dios
Él irá cambiando mi corazón y me enseñará a amar. El P. Kentenich decía: «Un hombre que ama, que por último ha puesto
su amor en el corazón de Dios, en cierto modo participa de la inmensa riqueza
del amor de Dios. Si hay algo que no empobrece, es amar, es regalar la calidez
del corazón»3. Un corazón que ama a Dios
participa del amor de Dios, ama con el amor de Dios. Creo que ese amar por los
dos tendría que darse en la vida matrimonial. El esposo ama a su esposa con
toda su alma, con todo su ser. No da una parte, no da un poco, para recibir a
cambio una medida parecida. El amor verdadero, el amor al que aspiro, ama
dándolo todo, el cien por cien. No exige ser amado en la misma medida. Ama siempre
por los dos. Y cuando logro amar de esta forma, sin exigir, sin esperar, todo
cambia. Puede que no reciba más amor, pero al amar soy feliz, no amo con
amargura. Puede que no me amen como yo amo. Pero lo cierto es que el acento
está puesto en mí. Yo sí puedo amar más. Yo soy el que puedo darlo todo al
amar. Puedo amar siempre por los dos. Esa forma de mirar la vida me gusta. En
este mundo en el que todo se mide y calcula. En el que nadie quiere dar sin
recibir. O dar más de lo exigible. Nadie quiere pecar de débil. Este tiempo en
el que se calcula el amor que se entrega. Y cada uno da sólo una medida
esperando recibir a cambio una medida parecida. Un tiempo en el que el amor
lleva cuentas del bien y del mal. Un amor así es un amor mezquino. Y hoy siento
que Jesús me pide que ame de otra forma. Me gusta esa expresión, amar por los
dos. Quiero estar dispuesto a amar por los dos. A amar aunque no reciba tanto a
cambio. Amar aunque sea despreciado. Amar en el olvido. Amar en la soledad. Sin
llevar cuentas del bien que hago. Ni del mal que recibo. Sin esperar ser
correspondido. Esa forma de mirar la vida me recuerda a la de los pastorcillos.
Me gusta verlo todo así. Quiero tener un corazón más generoso. ¿He amado así alguna vez? ¿Me han amado
así, han amado por mí, por los dos?
El amor siempre es lo primero. Jesús me dice hoy: «Si me
amáis, guardaréis mis mandamientos». Si lo amo haré lo que a Él le agrada.
Primero no es el mandamiento. Primero es el amor. No hago lo que me pide y
luego amo. No es así en la vida. Lo propio del amor es amar y como consecuencia
seguir los mandamientos. Nadie que ama quiere el mal de aquel a quien ama.
Parece evidente. Pero es verdad que luego puedo llegar a hacer el mal a quien
amo porque amo de forma enfermiza. O porque soy débil y hago el mal por
debilidad. A veces mi amor no es sano. Tengo muchos obstáculos que me impiden
amar bien. Mi amor se enfría y entonces sólo queda mi amor propio, mi amor
egoísta. En ocasiones me lleno de rencores o sentimientos poco sanos, y voy
acumulando ofensas recibidas. Estoy herido y amo desde mi herida. Sangro. Me
duele y hago daño. Otras veces caigo en la envidia, en los celos, en la rabia y
me ofusco. Compito con aquel a quien creo amar, pero eso no es amor verdadero.
Todo ello me hace cuidar mal a quien amo. Es paradójico. Comentaba el
P. Kentenich: «Estar profundamente uno en el otro, en lugar
de uno contra el otro. Yo en ti, tú en mí y ambos el uno en el otro. ¡Qué
profunda esta fuerza unitiva en el ser humano!»4. El amor no son teorías, no son ideas. El amor es una
experiencia de pertenencia. ¡Cuánto cuesta educar en el amor! Hay muchos
obstáculos que no nos dejan amar bien. El hombre sufre tanto al no saber amar.
Lo que nos hace felices de verdad es amar y ser amados. De nada sirven las
teorías, los conocimientos, las ideologías. Es el amor lo que queda, lo
importante. Quiero aprender a amar con todo mi corazón. Quiero que Dios venza
en mí esos obstáculos que me impiden amar bien. A veces me da miedo amar y que
no me amen. Amar y ser luego herido. Amar y quedarme solo. Amar mal y herir a
quien amo. Amar de forma egoísta y enfermiza y acabar alejando de mí a quien
amo. ¿Dónde está la verdadera escuela del amor? En el Santuario. Allí María y
Jesús quieren enseñarme a amar de verdad. Quiero aceptar que el amor humano es
reflejo de un amor infinito. Sólo ese reflejo torpe e imperfecto que no colmará
nunca todas mis ansias de infinito. Aunque a veces lo desee. El otro día leía: «Ningún amor o amistad, ningún abrazo íntimo
o beso tierno, ninguna comunidad, ningún hombre o mujer serán capaces jamás de
satisfacer nuestro deseo de vernos aliviados de nuestra condición de
solitarios. Esta verdad es tan desconcertante y dolorosa que nos hacemos más
propensos a los juegos de nuestra fantasía que a hacer frente a la verdad de
nuestra existencia. Así seguimos esperando que algún día encontraremos al
hombre o mujer que realmente entienda nuestras experiencias, la mujer que
traerá paz a nuestra vida inquieta, el trabajo donde podamos agotar nuestras
posibilidades, el libro que nos explicará todo y el lugar donde podremos
sentirnos en el hogar. Tal esperanza falsa nos lleva a hacer peticiones que
llegan a agotarnos y nos preparan para una hostilidad amarga y peligrosa,
cuando empezamos a descubrir que nadie ni nada puede llenar nuestras
expectativas de absoluto»5. El amor humano me
deja siempre insatisfecho. A veces espero la relación que me salve, el trabajo
que me colme, el lugar para vivir que me llene. Y cuando no llega, me frustro. No
vivo en mi vida hoy, no acepto lo que tengo delante. Vivo amargado esperando lo
que no llega. Y no disfruto los regalos del presente. Quiero aprender a vivir
con sed de infinito. Esa sed honda e insaciable que sólo en el cielo quedará
saciada para siempre. Pero eso no me exime de amar hasta el extremo. Y buscar
en Dios mi descanso en la tierra. Vivo anclado en el mundo y atado al cielo.
Amar así es una gracia, un don de Dios que pido cada día. Quiero echar raíces
sin temer ser herido algún día. Quiero estar dispuesto a amar siempre por los
dos. Esa actitud me hace más libre, más maduro, más hombre. Lo mismo con Dios.
A veces digo que lo amo pero no es así. Siento que lo amo en mi corazón pero
luego me alejo buscando mis apegos. Le prometo darle todo lo que tengo y luego
me duele tanto que me alejo. No quiero arriesgarme. Me gustaría aprender a amar
de verdad. A amar con un corazón noble, sin doblez, sin mentira. Una forma de
amar que me parece imposible. Pero es así como Dios me enseña a querer. Así me
ama Jesús clavado en la cruz. Por eso, cuando amo de esta forma, es fácil
seguir sus mandatos. Es la consecuencia del amor que sólo quiere el bien del
amado. Cuando amo a alguien de forma sana quiero su bien. Quiero sus deseos.
Quiero que sea feliz. Amo sus caminos. Sus anhelos. Sus sueños. Me importa su
vida casi más que la mía. Amar así me parece casi imposible. Pero sé que para
Dios nada es imposible. Mi amor propio es muy fuerte y tiende a ponerme a mí en
el centro con todas mis pretensiones. El otro día leía: «Se siente amado quien cree que le aman más de lo que merece. Para amar
hay que tomar en serio sólo las cosas serias. Enterrar la susceptibilidad. No
sabe amar quien no perdona de verdad y para siempre. Todos los seres humanos
tenemos un tesoro que se nos concede al nacer: nuestra capacidad para ceder
nuestro centro de atención y dedicarnos a otro. Por eso, el mayor desamor no es
el conflicto, sino la indiferencia. Echar a alguien lo más lejos de nuestro
centro»6. Dejamos de amar
cuando olvidamos, cuando despreciamos, cuando dejamos de valorar a quien
decimos amar. Hoy hay muchos matrimonios rotos. Muchas veces se separaron por
las tensiones que hacían tan difícil la convivencia. Pero muchas otras fue la
indiferencia la que fue minando la relación. Uno de los dos dejó de poner al
otro en el centro. Dejó de pensar más en el otro que en sí mismo. Comenzó a
seguir su propio camino. Vivían juntos, pero no compartían sus vidas. Desde ese
momento uno de los dos tal vez esperaba que el otro cambiara. Y al no ser así,
comenzaron a ser más importantes en su vida otras cosas. El centro cambió de
lugar. Dejo de amar al otro cuando ya no pienso en lo que le hace feliz y busco
obsesionado lo que a mí me importa y me
4 J. Kentenich, Educación mariana 1934
5 Nouwen,
El Sanador herido
6 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa: 163
hace feliz. Pienso más en mí
que en la felicidad de aquel a quien amo. Dice el Papa Francisco: «Cada hombre es una historia de amor que
Dios escribe en esta tierra, cada uno de nosotros es una historia de amor de
Dios. A cada uno de nosotros Dios llama, nos conoce por el nombre, nos mira,
nos espera, nos perdona, tiene paciencia con nosotros. Los lazos más auténticos
no se rompen con la muerte». Ese ideal es el que todos deseamos alcanzar.
Le pido a Jesús que me enseñe a hacer realidad en mi vida esa historia de amor
con Él. Quiero amar más allá de la muerte. Que mi vida sea una historia de amor
con Él y con las personas a las que quiero. Deseo amar de esa forma tan sana.
Dejando de lado mis prejuicios. Sin condenar. Sin encasillar. Quiero que mi
amor libere a aquel a quien amo. Quiero enaltecer con mis gestos de amor. No
dejar nunca de admirar y cuidar el fuego del amor que Dios pone en mi alma. Le pido a Dios ese don de amar dando la
vida.
Es la Pascua el
tiempo en que me preparo para la llegada del Espíritu. Veo los signos
de vida que Dios realiza a mi alrededor y me asombro siempre de nuevo, como los
apóstoles: «El gentío escuchaba con
aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que
hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos
lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó
de alegría». Me llena de alegría ver lo que Dios hace a mi alrededor. Las
conversiones, los cambios de vida. La santidad oculta de tantos. Me asombra
también lo que hace en mí. Lo que ha hecho a lo largo de tantos años. Me ha
cambiado. Me conmueve. Soy testigo también de los milagros sencillos que obra
en tantos corazones. Es la Pascua el tiempo de esa Iglesia primera que va
recorriendo los caminos con un corazón puro e inocente. Una Iglesia que vive en
la fuerza del Espíritu. ¡Cuánta libertad para dejar actuar a Dios! ¡Cuánta
docilidad! Me falta tantas veces. Me gustaría tener un corazón más libre.
Quiero recibir el Espíritu que me libere de mis ataduras. Viene en Jesús y a
través de aquellos que imponen las manos. «Enviaron
a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que
recibieran el Espíritu Santo». Es el Espíritu que me libera, que me hace
dócil. Ese Espíritu que entrego en mis propias manos como agua que calma la
sed. Es el Espíritu que despierta mi carne dormida, llena de luz mi oscuridad,
viste de esperanza mi amargura. Queda poco para celebrar Pentecostés y ya
anhelo ese día de fuego. Desde ahora mismo quiero preparar el corazón para
vivir en mi cenáculo, esperando, aguardando. Me siento tan humano, tan del mundo
y deseo anclarme más en Dios para vivir mi vida con un sentido. El Espíritu
puede venir sobre mí y cambiar mi corazón si yo le dejo. Se lo pido. Que estos
días me ayuden a vivir en el cenáculo de mi vida. Esperando. De la mano de
María que me ayuda a perseverar en mi oración. El Espíritu lima las asperezas
de mi alma. Y despierta vida en mi interior. Y me hace apóstol, testigo de una
nueva esperanza. Hoy escucho: «Glorificad
en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de
vuestra esperanza a todo el que os la pidiere; pero con mansedumbre y respeto».
Doy razones de mi esperanza. Y lo hago desde la humildad. Quiero ser manso.
El Espíritu levanta mi corazón y me hace
creer en lo que no veo posible. Tantas veces pierdo la esperanza cuando veo
mucho dolor en mi camino. Este tiempo del Espíritu me ayuda a creer en lo que
no veo, en lo que me parece imposible. Alegra mi corazón y lo ensancha para que
puedan caber en Él más personas. Añoro un tiempo del Espíritu para poder dejar de
lado mis tristezas y mis agobios. Miro a María y quiero rezar como lo hacía una
persona: «Madre, necesito vincularme a
ti, tenerte más presente. Depender y darme cuenta de esa dependencia que aunque
no temo que se pierda, sí que descuido muchas veces». Con María soy capaz
de perseverar y mantenerme fiel. Imploro la venida del Espíritu Santo que
cambie mi corazón para siempre. No quiero volver a tener un corazón de piedra.
Pero es verdad que a veces me cueste creer en todo su poder. Desconfío de lo
que mis manos pueden hacer cuando bendigo. Y no valoro el poder que tienen mis
palabras. Y no sé calcular la fuerza del amor de Dios en mí. Cuando dejo que Él
ame por los dos. Me asombro de nuevo al ver el poder de Dios en mi alma. Suplico que venga sobre mí y venza tantas
resistencias que pongo que no me dejan experimentar su amor.