Hechos de los apóstoles 1, 1-11; Efesios 1, 17- 23;
Mateo 28, 16-20
«Lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista"
«Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?»
28 Mayo 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero que mi amor humano como un lazo invisible me lleve
a lo más hondo del corazón de Dios.
Allí
donde descansen mis brazos ya gastados. Y mis pies destrozados de tanto caminar»
Creo que Dios me
ha dado un corazón capaz de amar y entregarse por entero. No quiero darme
sólo a medias. Sólo en parte. Por un tiempo. Quiero hacerlo para siempre. Y
darme entero, en cuerpo y alma. Pero la verdad es que muchas veces compruebo
que tengo miedo. Me asusta arriesgarlo todo.
Darlo todo y quedarme vacío. Perder lo que tengo. Sentirme solo en
medio de la vida. Y se me mete en el alma un dicho popular que no me da
alegría: «Prometer no empobrece. Es dar
lo que aniquila». No creo yo que dar me vacíe. Lo tengo claro. Ni tampoco
que mi capacidad de amar me empobrezca.
Decía el P. Kentenich: «El hombre está estructurado de tal manera que sólo halla su plenitud en
la entrega a un tú personal»1. Sé muy bien que
si doy más recibo siempre. Amar siempre enriquece. Y sé que lo que de verdad da
alegría es amar a los que Dios pone en mi camino. Y no evitar echar raíces. Y
encuentro a muchas personas llenas de amarguras, empobrecidas, porque no logran
amar de forma sana. Están heridas y hieren. Decía el P. Kentenich: «Hay personas que se aferran hoy en día a las
formas porque no logran vincularse sanamente a una persona»2. Se vuelven
rígidas y críticas. Porque no saben amar de corazón. Y no logran tampoco
sentirse amadas. Tengo claro que tiene que ver con mi corazón esa capacidad de
arraigarse en la vida. Y por eso sufro cuando pierdo. Porque amo y pierdo. Y me
duele perder el suelo de mi descanso. Allí donde encuentro un hogar, una
tierra. Y me asustan la soledad y el vacío. Que suceden de repente en la vida.
Y temo perder todo lo que tanto amo. Y quedarme solo en medio del camino. Porque
quiero amar para siempre. Porque me gusta la palabra vínculo. Tiene que ver con
cadenas. Supone encadenarse, atarse con un
lazo fuerte, estable y seguro. Existen vínculos allí donde existe una relación
profunda, cargada de afecto, libre y permanente, aceptada desde el interior de
la persona y que la afecta por entero. Tiene que ver con estar atado a otro, a
un lugar, a una comunidad, a un sueño. Tiene que ver con los eslabones propios
de una cadena. Una cadena invisible que me une con otros. Que me ata a lugares
y a personas. Tiene la palabra vínculo mucha belleza. Quiero ser un hombre
vinculado. Es verdad que el tiempo de hoy es un tiempo sin raíces. Hemos nacido
para vincularnos porque estamos hechos a imagen de Dios Trino. Dice el P.
Kentenich: «Dios mismo es un ser ligado a
un nido. No por debilidad, sino por plenitud de vida. Porque Dios
es Trinidad, tres personas.
De ahí se puede inferir cuán hondamente estará anclada en el hombre la pulsión
social, dado que es imagen del Dios Trino»3. Me ato a otros a
imagen de Dios. Me vinculo. El apego emocional a ciertas personas a lo largo de
la vida me da estabilidad. Me hace más capaz de ser independiente y autónomo.
Tengo lazos afectivos firmes en mi vida personal. Eso es lo que me sustenta. Es
lo que deseo. El problema del hombre de hoy es la falta de lazos. Los vínculos
humanos me llevan al cielo. Me ato para encontrar un nido en el cielo. Dios me
atrae hacia Él con lazos humanos: «Dios
deja caer una cuerda, desea vincularnos con lazos humanos. Dios se adecúa a
nuestra naturaleza humana. Luego tira de la cuerda hacia arriba y no descansa
hasta que todo se halla vinculado a Él»4. Yo mismo soy un lazo tendido por Dios. Tengo
vocación de conducir a los hombres hacia Dios.
Que
1 J.
Kentenich, Semana de Octubre de 1946
2 J. KENTENICH, Textos
pedagógicos, H.
KING, 448 3 J.
Kentenich, Que surja el hombre nuevo,
1951 4 J. Kentenich, Educación mariana 1934
se arraiguen en
mi corazón para arraigarse hondamente en el de Dios. Me apego con fuerza. En mi
vida he atado mi corazón y he conocido así algo del amor de Dios. Ese amor que
se me ha hecho tan presente en otros corazones. Me conmueve la capacidad que
tengo de tender lazos. Y sé que me asusta el no poder ser luego fiel al camino
iniciado. Y no cuidar el vínculo. Y olvidar lo que prometo. Y no regar las
raíces que me atan a la tierra. Jesús siempre es fiel y me enseña a serlo. Pero
cuesta.
Puedo dejar
morir muchos lazos que he tendido. Y le pido a Dios perdón por esas
infidelidades mías que no me han permitido cuidar lo que Dios ha puesto en mis
manos. Quiero ser fiel como lo fue Él en su paso entre los hombres. Y le pido esa fidelidad que es un don cada
mañana.
Muchas veces he visto la vida como un camino que
asciende. Una línea recta y en lo alto del monte la
meta. Y yo mirando ese destino que anhelo. Tal vez es parte de una mirada
joven. Que ve todo como el ascenso al monte más alto. Y confía en llegar pronto
lo más arriba posible después de un largo esfuerzo. Este día que comienza mejor
que ayer. El nuevo año mejor que el pasado. Lo que ahora hago mejor que lo que
hice antes. Siempre más, más alto, más lejos, mejor. Y me turbo al pensar en
algo que esté peor hecho. Un descenso en lugar de un ascenso. Un bache, una
caída. La pérdida de prestigio en lugar de la ganancia. Un retroceso en lugar
de avanzar. Como si subir a lo más alto fuera siempre mejor que descender.
Superar metas pasadas mejor que fallar. Lograr mejores tiempos mucho mejor que
seguir como antes. Ganar más dinero. Tener más éxito y fama. Siempre más. Nunca
menos. Ascender mejor que ser descendido. Jesús fue descendido muerto de la
cruz. Y hoy asciende Él sólo ante los hombres. Fue ascendido al madero, signo
del mayor fracaso. Y murió, fue asesinado. Cayó entre los hombres. Fue
descendido. Y ahora asciende vivo, resucitado, victorioso. Es el mismo hombre.
El mismo Jesús muerto y resucitado. El mismo valor de aquel cuerpo sin vida. El
mismo valor del Jesús glorioso que desaparece delante de mis ojos. Me da miedo
valorar mi vida según los parámetros de ascenso y descenso. Valgo más si logro
los objetivos marcados. Si consigo llegar más alto que otros. Si soy
reconocido. Si evoluciono. Si no me estanco. Y valgo mucho menos si nada de lo
que emprendo me resulta. Si sigo igual que antes. Si no mejoro ni cambio. No lo
sé muy bien. Me han metido en el corazón una idea de la vida que me hace daño.
Decía Victoria Braquehais, una monja misionera en África: «Siento que Dios ha triunfado en mi vida. La vida es otra cosa, es lo
que es. No es tanto hacer muchas cosas o ser el mejor. La vida no está hecha
para competir, sino para compartir». Y quizás la tendencia del mundo es la
de competir, no la de compartir. La de llegar más alto, ser el mejor y lograr
todas las metas. Una estrategia de conquista. Un plan a largo plazo para ser el
mejor, el que más éxitos tenga. Formación, preparación, conquistas. Y me privo
de la alegría del descenso. De la sensación de ser acompañado en el fracaso.
Tal vez el que vence descubre nuevos amigos. Y el que ha dejado de ser válido,
útil o interesante, pasa al olvido. Pierde la fama. Deja de ser conocido.
Pierde amigos. El ascenso y el descenso. La encrucijada de la vida. Yo no me
puedo quedar en un punto medio equidistante. O subo o bajo. No me quedo igual.
La naturaleza que es sabia me dice que mi cuerpo tiende al descenso. Pierdo
facultades. Estoy más cansado. Pero mi espíritu sueña el ascenso. Sé que mi vida
no es una línea ascendente. Y eso que estoy llamado al cielo. Al lugar en el
que Jesús me precede. Pero tal vez antes tenga que probar el descenso. Ser
descendido de mi cruz. Ser ascendido al fracaso. Ni yo mismo podré bajar solo
de mi propia muerte. Harán conmigo lo que hicieron con Él ya muerto. Desciendo
al olvido. Desciendo al juicio y a la condena. Desciendo a la muerte. Reconozco
que me da miedo esa pérdida paulatina de mis fuerzas. Me dan miedo la derrota y
el olvido. Me asusta perder la vitalidad y no seguir avanzando. Quedarme al
margen del río de la vida. Y pienso entonces en la mirada de Jesús. Leía el
otro día: «Para entrar en el reino de
Dios es importante que todos sientan como suya la preocupación de Dios por los
perdidos y su alegría al recuperarlos. Hay que aprender a mirar de otra manera
a esas gentes extraviadas que casi todos desprecian»5. Jesús se fija en los perdidos, en los
descendidos, en los fracasados. Se fija en mí cuando no logro los resultados
esperados, cuando no consigo lo que me propongo, cuando no triunfo. Se fija en
mí caído. Es como si en la vida la mirada de los hombres se posara sólo en los
que triunfan, en los que vencen, en los que ganan. Mientras el olvido forma
parte de los que han fracasado y han muerto en el camino. Entonces comprendo
que no importa tanto ascender o descender. Aumentar el número de mis éxitos o
perder todas mis metas.
Que lo importante es dar la vida. No si me sale bien
todo lo que emprendo. No si logro ascender a la
5 José
Antonio Pagola, Jesús, aproximación
histórica
cumbre más alta.
El ascenso es obra de Dios en mí. Él me levanta habiendo yo caído. Y me eleva
por encima de mis fuerzas habiendo yo bajado a lo más profundo. Y no se olvida
de los perdidos, de los descendidos. Me recuerda siempre pase lo que pase. Y
entonces tengo ya otra actitud frente a la vida. Tengo menos miedo, más paz,
más alegría. Miro con más pasión todo lo que hago. Y entonces valoro tanto el
éxito como el fracaso. Y mi amor de compasión me hace acercarme al que no es
valorado, al rechazado, al que no triunfa. Leía hace poco: «Para un hombre lleno de sentido de la compasión nada humano le resulta
ajeno. Ni la pena ni el gozo. Ninguna forma de vida o de muerte»6. Mi compasión me hace mirar hacia
abajo. Darme la vuelta para ver al que marcha más lejos. Fijarme en el anciano
y en el enfermo. En el que no asciende. En esta cultura del descarte mirar así
es un milagro. Mirar al que no avanza y valorarlo. Detener mis pasos ante el
que nadie mira y caminar a su lado. No es atractivo su rostro y yo lo quiero
admirar. Tal vez no tiene nada que mis ojos envidien, pero yo quiero seguirlo.
La compasión me hace capaz de amar lo que el mundo rechaza. Me detengo y
desciendo. Pudiendo ascender vuelvo a bajar la cuesta. Pudiendo ir más rápido
detengo mis pasos para ir a otro ritmo.
Deshago el
camino recorrido. Y miro más lejos, atrás, ese lugar ya hollado. Y no me da
miedo perder la senda de los triunfadores. Quizás no soy mejor que antes, no
evoluciono. La caridad no tiene que ver con esos logros que el corazón desea.
Quiero dejar de envidiar a los que acumulan éxitos. Mi vida no es una línea
recta hacia la meta. Acepto mis caídas y mis retrocesos. Miro a Jesús que
asciende ante mis ojos. Él conoció el descenso. Y ahora asciende al encuentro
del cielo. Su ascensión me conmueve. No deja de mirar a los que miramos al
cielo. No se olvida de mí que piso mi tierra. Se detiene sonriendo. Me abraza
desde arriba. Abajándose. Deteniéndose. Me gusta esa forma de vivir sin tener en
cuenta que hay que aprovechar el tiempo. Sin desear siempre un poco más. Un
paso más lejos. No me gusta vivir con miedo a los descensos. Prefiero esa vida
en la que la compasión es lo primero. Y esa mirada de misericordia me hace
detenerme ante cualquier perdido, descendido, olvidado. Porque no es la gloria
lo que sueñan mis pasos. Sino un día
ascender, de la mano de Cristo, camino al cielo.
Me gusta el amor concreto. Hecho de carne y de cielo. De alma que se llena de cuerpo. De cuerpo
que se viste de alma. Así es el amor entre los esposos que me habla de una
plenitud que aún no poseen. Y viven queriendo detener el tiempo. Y sueñan en
brisas de cielo el polvo del presente. Y esperan conteniendo en sus manos las
horas ya gastadas. Alimentando el sueño de un anhelo infinito que albergan sus
miradas. Y despertando el alma para que se ate a la vida concreta que se lleva
el viento. Quiero aprender a amar en la carne de mi vida. Sin teorías bonitas
que expliquen hoy mis límites.
Sueño con un amor que no se
agote en mi piel. Que rebase mis sueños. Y se eleve en un vuelo constante hacia
el cielo. Así es el amor que vivo. El que Jesús vivió en mi misma carne. El que
abrazo yo cada mañana. Ese amor palpable que me conduce al cielo. Decía el P.
Kentenich: «Detrás de cada amor a una
persona está Dios; si no somos capaces de amar sanamente tampoco amaremos a
Dios; si el amor fuera más natural sería más fácil llegar a Dios; mucha gente
no llega a Dios, porque no saben amar ni han experimentado lo que es un
auténtico amor»7. El amor concreto que Dios me regala. El amor visible
a mis ojos. Ese amor de hijo gastado con el tiempo. O el de padre que no sabe
bien cómo cuidar la vida que se le confía, en sus manos frágiles. Ese amor de
amigo que se derrama en tiempo, sin exigencias torpes. Ese amor de hombre que
pasea por el alma, y asciende hasta el cielo. El amor de madre que se da por
entero. Sé que si no amo a quien veo es difícil que ame a Dios cada mañana.
Necesito aprender a amar sin cortapisas. Sin frenos. Sin miedos. Sin reparos.
Amar en la vida que se me confía. Y cuidar en mis manos lo más sagrado oculto
en el alma que se me abre. Con respeto infinito. Quiero amar con mis manos y
mis gestos tan torpes. Pero amar de forma sana. Sin retener. Sin imponer. Sin
vivir exigiendo. Sin celos ni envidias. Sin quejas ni reproches. Quiero que mi
amor humano, como un lazo invisible, me lleve a lo más hondo del corazón de
Dios. Allí donde descansen mis brazos ya gastados. Y mis pies destrozados de
tanto caminar. Y mi alma tan rota que yo apenas valoro, herida por la vida,
cansada de luchar. Me gusta lo que escribe José Luis Martín Descalzo: «He sido feliz, claro. ¿Cómo no iba a serlo?
Y he sido feliz ya aquí, sin esperar la gloria del cielo. Mira, tú ya sabes que
no tengo miedo a la muerte, pero tampoco tengo ninguna prisa porque llegue.
¿Podré estar allí más en tus brazos de lo que estoy ahora?
Porque este es el asombro:
el cielo lo tenemos ya desde el momento en que podemos amarte. Nos vamos a
morir
6 Nouwen,
El Sanador herido
7 J- Kentenich, 1940
sin
aclarar cuál es el mayor de tus dones, si el de que tú nos ames o el de que nos
permitas amarte». Quiero vivir en la tierra
lo que será pleno en el cielo. No vivir la amargura soñando con ternuras que me
promete Dios. Quiero amar en la tierra, sin despreciar lo humano. Sabiendo que
aquí es sólo barro que pasa, polvo que se lleva el viento. Lo caduco me enseña
que la vida es presente. No se juega en futuros que apenas yo conozco. No se
basa en pasados que quedan olvidados. Lo pasado es pisado. El presente es lo
que vale. Aquí y ahora. Mark Twain escribe: «La
vida es corta. Rompe las reglas, perdona rápido, besa lento, ama de verdad,
ríete sin control y nunca dejes de sonreír, por más extraño que sea el motivo.
Puede que la vida no sea la fiesta que esperábamos, pero mientras estemos aquí:
bailemos». Vivir el hoy poniendo toda el alma. Quiero vivir ese amor con el
que Dios me ha amado. Claro que soy feliz. Pero amo sólo porque a mí me han
amado. Y soy capaz de dar lo que yo he recibido. Por eso a veces hiero, cuando
a mí me han herido. Y guardo reteniendo, por miedo a no tener lo que he vivido.
Me gustaría tocar el amor de hoy. El que a mí me regalan. Y darlo todo ahora
sin guardar para luego. Sin temer no tener cuando llegue el silencio. La
soledad que ahoga. O las noches más frías. Quiero amar en concreto. Perdonar al
que me ofende. Aceptar al que no quiero. Mirar al olvidado. Acompañar al que ha
perdido. Besar al que me rechaza. Mirar al que no me mira. Quiero dar cuando no
me han dado. Y no escatimar cuando alguien me pide. Busco antes mi bien que el
de los que me quieren. Y ese no es el camino. No quiero ser yo el obstáculo que
no deje llegar el amor de Dios a otros. A través de mis manos pobres, rotas,
heridas. Soy creador de esperanzas que Dios siembra en mi alma. Mi amor
concreto ayuda a hacer presente a Jesús. De mí depende. De mi sí confiado. De
mi sí abierto. Para eso tengo que dejar que Jesús reine en mí. Sea Él el
centro. El otro día leía: «Dios busca
reinar en el centro más íntimo de las personas, en ese núcleo interior donde se
decide su manera de sentir, de pensar y de comportarse. Jesús lo ve así: nunca
nacerá un mundo más humano si no cambia el corazón de las personas; en ninguna
parte se construirá la vida tal como Dios la quiere si las personas no cambian
desde dentro»8. Para amar como
Dios quiere que ame necesito cambiar por dentro. Para amar en lo concreto. Que
Cristo ame en mi alma. En el mismo centro. En lo humano que se me regala. Ese
amor concreto es el que me falta a veces. Me encuentro huérfano y vacío. Hiero
al ser herido. Me quejo al perder. Quiero
amar más de lo que amo. Dar más de lo que entrego.
Hoy Jesús
asciende ante los suyos y brota la tristeza cuando se quedan mirando al cielo: «Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una
nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndole irse,
se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: -Galileos,
¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado
para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse». El corazón se
llena de pena con la ausencia de Jesús. Nada consuela la ausencia de la persona
amada. Es así. Imagino lo que sentirían ese día sus amigos, aquellos que lo
habían querido tanto y habían dejado todo por seguir sus pasos. Habían
compartido con Jesús esos días antes de su ascensión. Habían tocado su cuerpo glorioso.
Ya la muerte había sido vencida. No tenían miedo porque Jesús tenía poder sobre
la muerte. Y ahora, otra vez, Jesús se vuelve a ir. La primera partida había
sido muy dura. No habían soportado el dolor de su muerte. Pero ahora, la
segunda partida, era demasiado.
¡Cuánta
tristeza! ¿Qué harían ahora si se quedan solos? Volverían al cenáculo.
Volverían a esconderse. Volverían a tener miedo. Jesús se va y su corazón
llora. Es tan humano llorar. No estoy hecho para despedir a nadie. Estoy hecho
para un amor que dure siempre. Cuesta amar, porque uno sufre más. Pero es
verdad que me empobrezco cuando no amo por no miedo a sufrir. Eso me seca por
dentro. Es verdad que si no amo vivo sin miedo a la muerte. Pero no vivo con
raíces, camino por encima de la tierra. Vivo sin un hogar. Y no estoy enamorado
de la vida. Vivo tan desapegado que es fácil imaginar la partida. Pero eso no
lo es lo que yo quiero. Los discípulos están tristes porque aman con locura a
Jesús. Porque no pueden vivir sin Él. Y no entienden su camino sin sus huellas.
Y Jesús también está triste hoy porque deja a los suyos a los que ama. Le
conmueve su dolor. Y teme por sus vidas. La separación siempre duele. A veces
ante la muerte busco bonitas frases que den sentido al sinsentido. Que me expliquen
la vida como es. Que me sostengan en medio de mi dolor. Trato de endulzar la
amargura del que ama y ha perdido. Le digo que el cielo está cerca. Y le cuento
que el que se ha ido está mejor que nosotros y nos espera. Y nos acompaña ahora
que está ausente. Y hablo con pasión de un cielo en plenitud en el que nos
encontraremos de nuevo todos. Un cielo que para mí
8 José
Antonio Pagola, Jesús, aproximación
histórica
puede esperar.
No lo quiero todavía. Y hablo de mi vida como un paso necesariamente corto,
demasiado humano. Demasiado frágil. Demasiado tangible. Y acabo dando tanto
valor a lo eterno que lo de la tierra no cuenta demasiado. Pero no puedo
engañarme ni engañar a otros. Amo. Me ato, me vinculo. Echo raíces y me duele
en lo más hondo la separación de quienes amo. La tristeza forma parte de mi
vida. Aunque hoy me quieran hacer ver lo contrario: «La tristeza es una emoción prohibida en nuestra época, ya que en la
cultura del placer solo caben la alegría y el disfrute»9. Es como si no pudiera estar triste. Y
no me permito este estado que está tan justificado. Es verdad que no me ayuda
estar triste sin tener un motivo para ello. Esa tristeza me desanima y
empobrece. La tristeza sin causa es caldo de cultivo para la desidia, la
pereza, el desánimo. Pierdo las ganas de luchar. No creo en un mundo nuevo que
yo construyo con mi entrega. Esa tristeza me encadena. No la quiero. Pero
muchas veces tengo que aprender a vivir con la tristeza que está justificada: «La tristeza es la puerta de entrada para
visualizar la pérdida. Cuando alguien que queremos se nos va y nos damos cuenta
de ello, entonces al instante, estamos volviéndonos tristes»10. La pérdida y la separación de la
persona a la que amo me entristece. Es justo que así sea. No hay nada peor que
la indiferencia ante la muerte y la enfermedad. Por eso no quiero perder de
vista la tristeza que sufro. No quiero fingir que no estoy triste. No quiero
ser fuerte. Al contrario, quiero tomar la vida como es. Llorar cuando me toca.
Y coger en mis manos la tristeza que sufro. Acariciarla con dolor. Cargarla
suavemente. Sin querer liberarme de ella demasiado pronto. Necesito vivir el
luto por la pérdida. Eso es lo sano. Eso es de Dios. Y no quiero buscar frases
hechas para el que sufre, para mí mismo cuando sufro. Sólo me detengo con un
respeto infinito ante el dolor ajeno. Me quedo allí callado. Sin frases que
consuelen. No hay frases que consuelen en realidad. No quiero que disminuya su
pena. Porque la pena por el que ha partido me hace bien. Me hace sentir lo que
duele amar. Y saber que aún así quiero seguir amando, quiero seguir sufriendo.
No quiero vivir de puntillas. Quiero llorar con dolor. Sufrir la tristeza hasta
dentro. Son emociones tan humanas y tan de Dios al mismo tiempo. Jesús sintió
el dolor. Jesús tuvo tristeza. Por la pérdida de los que amaba. Yo también
quiero amar sufriendo. Y por eso hoy, al ver a Jesús partir, siento con los
discípulos y me pongo triste. A mí también me duele que se vaya. No sé por qué
yo no he podido compartir con Él la mesa, ser testigo de sus milagros. Navegar
con Él en la misma barca pescando. No sé por qué yo no puedo velar con Él todas
la noche. Y caminar por Galilea como un discípulo más. Y lloro con ellos. Me
duele no tener a Jesús hoy caminando a mi lado. Abrazando mi espalda. Ellos lo
tuvieron un tiempo y luego lo perdieron. Yo nunca lo he tenido. Y lloro hoy con
ellos esta ausencia que es carencia para mí. Mi dolor de no tener a Jesús
conmigo surge en este día en que su cuerpo asciende. Por eso acompaño su dolor
que forma parte del mío. Muy dentro. Yo no toco su cuerpo. No vivo su abrazo.
No noto su mirada. La ascensión de Jesús
me ha dejado un poco huérfano esperando su Espíritu. Me falta su cuerpo. Lo lloro.
Tengo
muy claro que no quiero saber el futuro que me espera. No me toca a mí
saber lo que va a pasar: «Ellos lo
rodearon preguntándole: -Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de
Israel? Jesús contestó: -No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas
que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo
descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén,
en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo». Tantas personas
quieren conocer su futuro. Preguntan, indagan, buscan. El hombre no soporta la
incertidumbre de la vida. A mí también me gusta saber lo que vendrá, lo que va
a ocurrir. Es una curiosidad sana, muy pura. Hay una cierta oscuridad cuando me
abro al mañana que no controlo. Me angustia lo que pueda ocurrir. Aunque tengo
claro que quiero comprometerme con el presente. Vivir hoy, aquí y ahora. En una
película, «La suerte está echada»,
comentaba uno de los personajes: «El
domingo grabo los partidos para verlos luego en diferido. No sé el resultado y
es como si estuvieran jugándose en ese momento. Y vivo cada acción como si
estuviera sucediendo ahí. Está la pelota en el aire y no sé si entra o no en el
arco, aunque ya haya sucedido en la realidad». Yo quiero vivir así el
presente. Sin pensar en lo que ha de venir. Sin querer saber lo que va a pasar.
Sin miedo a
que las cosas no salgan como yo quiero. La pelota sostenida en el aire. No sé
si entrará en la portería. Así es mi vida. Así es la incertidumbre del
presente. Vivo atado al momento. Lo vivo con pasión. En la vida hay personas
que fluyen y se dejan llevar por la corriente de la vida. Acaban
9 Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
10 Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
reaccionando de
acuerdo a lo que los demás piensan y hacen. No toman decisiones, otros deciden
por ellas. Pero también hay otras personas que empujan, actúan, deciden y
emprenden. Me da miedo convertirme en alguien que solamente fluye. La corriente
es fuerte y el peligro de dejarme llevar es grande. Prefiero mover yo la ficha.
Actuar, decidir, empujar, decir, hacer. No quiero que la suerte condicione mi
vida. No quiero ser hecho, quiero hacer. Tengo claro que la suerte hay que
buscarla.
Pero luego
las cosas no son siempre lo que parecen. Algo parece bueno y no siempre lo es.
Lo mismo al contrario. Ocurre algo aparentemente malo, pero luego pueden salir
de ahí cosas buenas. O por haber sucedido algo que me duele puedo luego obtener
otra cosa que deseo. Por eso siempre digo:
«Buena suerte, mala suerte, ¿quién sabe?». Tengo que buscar la suerte. No estoy condenado a que salga todo
mal. Ni tampoco va a salir siempre todo bien por mucho que me esfuerce. No me
quedo en las ideas que viven en el cielo. No me quedo mirando al cielo,
pasmado, sin hacer nada. No me dejo llevar. No fluyo. Actúo. Vivo en presente y
decido. No me refugio en lo que un día fue mejor. Ni sueño con un futuro que
está por llegar. Quiero concretar, actuar, ponerme en camino. Hacer lo que
deseo y no sólo pensar en lo que sería mejor. Elijo y dejo de lado cosas
buenas. Renuncio a algunas valiosas. Tomo decisiones a veces correctas.
Decisiones a veces equivocadas. ¿Mala suerte? No lo sé. Todo lo malo que me
pasa puede ser una oportunidad o un contratiempo insalvable. Depende de mi
mirada. ¿Buena suerte? No lo sé. Todo lo
bueno que me sucede no siempre me abre puertas a una vida plena. Depende de mí.
El
Espíritu me abre los ojos del corazón para que viva de otra manera. Hoy escucho: «Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo os
dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de
vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama,
cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria
grandeza de su poder para nosotros». El Espíritu me da confianza en medio
de los miedos. Turbado por la violencia y las guerras encuentro una paz
desconocida en la fuerza del Espíritu. Una persona hablaba del poder de María
para sacar de ella lo mejor: «Sin duda es
un milagro de María. Por la edad que tengo es un misterio, pero sólo Ella ha
podido cambiar mi corazón. Yo debería tener amargura por lo que he sufrido.
Pero Ella ha puesto en mí alegría y bondad. No lo entiendo. Es un milagro de
Ella». Es el poder de María en el Santuario. El poder de la alianza que
cambia los corazones. María saca lo mejor de mí en la fuerza del Espíritu. No
me deja encerrado en mi tristeza, en mi dolor. Me saca de mi amargura. Dejo de
mirar triste el cielo. Ella logra que dé lo que no tenía. Doy alegría, doy paz,
doy esperanza. Es el milagro de la Pascua, el milagro de María, el milagro del
Espíritu en mí. Me consuela pensar entonces que no estoy solo en el camino.
Jesús no me deja solo.
Camina conmigo. Está conmigo siempre: «Y
sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». No
soy huérfano. Puede sacar de mí lo mejor para que lo entregue.
Para que me
haga testigo de su amor. Para que lleve su nombre a todo el mundo. A todos los
confines de la tierra. Hay una piedra junto al lago de Galilea. Es posible que
desde allí Jesús ascendiera al cielo. Hay una inscripción en la roca que resume
el mensaje que hoy escuchamos: «Id y
haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos; y enseñándoles a guardar
todo lo que os he mandado». Venzo la tristeza que me amarga. Venzo la
parálisis de mi dolor para salir de mí mismo. Lo que más me sana el alma es salir
de mi letargo. Es vencer mis miedos. Es dejar mi cenáculo para llevar al mundo
la noticia de su amor. Jesús se ha ido pero sigue vivo en medio de los hombres.
Ya no lo veo con los ojos de mi rostro. Lo veo, lo sigo viendo, con los ojos de
la fe. Una nueva mirada. Una nueva forma de enfrentar la vida. Eso me alegra.
La misión de Jesús me ensancha el alma. A veces veo mi vida tan reducida. Y
pienso en la fecundidad limitada de mis obras. Es cierto. Sólo puedo llegar a
muy pocos. Y Jesús me manda al fin del mundo. Me siento frágil. ¿Cómo será
posible? Me da miedo la vida. Y mi egoísmo me frena. No me siento fiel para
permanecer siempre firme en medio de la batalla. Me faltan fuerzas. Miro a
Jesús que asciende en este día. Y leo el mensaje escrito en la roca. Me
conmueve. Puedo ir más alto.
Puedo seguir
caminando cuando esté cansado. Dios puede sacar de mí lo mejor. Lo que yo creía
que no había en mi alma. Puede inventarme de nuevo cuando ya me sienta gastado.
Puede hacer de mí un hombre nuevo, un niño nuevo. Lo puede hacer si me dejo
hacer. Si aprendo a descender para ascender de nuevo en la fuerza de su
Espíritu. Anhelo que venga el Espíritu santo. Lo suplico en estos días hasta
Pentecostés: «Ven, Espíritu Santo». Y confío en su amor que me envía a llevar a
muchos su mensaje de esperanza.