La fe que nos salva
Padre Nicolás Schwizer
N° 220 - 01 de setiembre
de 2019
Dios quiere la
salvación. En definitiva, el hombre también la quiere. Pero en su libertad, va
a buscarla por falsos caminos.
Todo hombre es un buscador
de felicidad, de verdad, de vida. Y todo ello lo quiere sin límites ni
medida, en dimensión de eternidad. Nadie quiere, de por sí, la infelicidad,
la imperfección, las tinieblas y la falsedad.
¿Cómo es, entonces,
que son tantos los que prefieren las tinieblas a la luz, la muerte a la vida?
Es porque Dios ama al hombre y por eso no le coacciona en su libertad. Y
resulta que el hombre no mide las cosas y sucesos “desde Dios”, sino desde su
pequeñez y limitación. Por eso toma por bien para él, lo que es su mal;
prefiere a la verdad de Dios, su verdad propia que es engañosa y con frecuencia
mentira. Le sucede aquello que dice san Pablo: “No hago el bien que quiero,
sino el mal que no quiero”.
Hay una realidad
que no debemos perder de vista: nuestra libertad no es absoluta, sino
condicionada. ¿Qué significa tal afirmación? Significa que no somos libres
“para hacer cuanto se nos antoje”, sino para hacer lo que corresponde a
nuestra naturaleza humana. Ésta procede de Dios, quien nos creó. No estamos
libres de ese condicionamiento fundamental. Nadie de nosotros eligió vivir o no
vivir. Tampoco fuimos preguntados si queríamos nacer varón o mujer, en tal o
cual familia o nación.
Además, nuestros
derechos terminan donde comienzan los de los demás. Mi justicia no puede ser
ilimitada, así tampoco mi verdad. Si admitimos esa verdad básica en nuestra
vida, ya estamos de hecho reconociendo el primero y más fundamental de los
mandamientos: Reconocer a Dios como suprema norma, verdad y luz, para nuestra
realidad humana.
Así tenemos la postura
básica de una creatura. Es la apertura humilde que nos hace preguntar en
cada caso: “¿Señor, qué quieres que haga?”
Significa
aceptar que somos muy limitados, prontos a tomar por justicia lo que
satisface al egoísmo; por verdad, lo que conviene a los caprichos; por luz, lo
que no es sino la mezquindad de nuestro orgullo. Así, auto engañados, nos
apartamos de Dios y nuestras obras se tornan malas: “preferimos las tinieblas a
la luz, porque nuestras obras son malas”.
Exigencias de la fe.
Por el contrario, quien desde su pequeñez y dependencia, admitidas y
reconocidas, se vuelve a Dios, será iluminado por la fe: “alcanzará la
Vida Eterna”.
Pero a la fe
pertenecen dos elementos: Uno es
la gracia, el amor de Dios que salva, que para salvarnos llegó hasta el
exceso de darnos a su único Hijo. El otro elemento es nuestra correspondencia y colaboración.
Así como el
amor de Dios se hizo visible y palpable en Jesús, en Él también se hizo clara
la exigencia de la auténtica fe. Cristo nos enseñó que no basta decir
“yo creo”. “No el que dice Señor, Señor, se salva, sino el que cumple de
voluntad de Dios”.
La fe personal vivida cada día.
Evangelio o infidelidad. Evangelio o ateísmo son realidades de nuestra
existencia. Nuestra es la elección. Nosotros debemos hacer que Dios esté en
ella como Jesús ‑ Salvador, o como Juez‑condenador. Nuestra aceptación de Dios
debe ser concreta y real y manifestarse en la vida cotidiana. No seamos
de los que caen bajo la exclusión de Cristo porque se contentan con decir
“Señor, señor”, sino de los que son creyentes en su vida diaria, parque cumplen
le voluntad de Dios.
Ello exige la
superación del mezquino egoísmo, para abrirse a Dios con la sincera pregunta:
“Señor, ¿qué quieres que haga?”. Vivir es pasar de una opción a otra, de un
acto a otro, y en cada caso debemos decidirnos en dependencia de Dios. Debemos
mirar a Cristo como modelo y ejemplo de una auténtica conducta cristiana y
evangélica. Eso es lo que el Evangelio señala cuando nos invita a “caminar en
la Verdad”, en busca de la Luz. Cada uno de nosotros debe reflejar esa Luz en
su vida, para que los hombres vean en nosotros a Dios, lo reconozcan, lo amen y
se salven.
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