domingo, enero 13, 2019

Homilia 13 enero 2019 P. Carlos Padilla Esteban


El Bautismo del Señor
Isaías 42, 1-4. 6-7 Hechos de los Apóstoles 10, 34-38; Lucas 3, 15-16. 21-22.

«Mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre Él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: eres mi Hijo, el amado, el predilecto»




«Me duele el alma al pensar que se cierra un nuevo tiempo navideño. Guardo mi Belén con tristeza en el alma. Guardo a José, a María, al Niño. Guardo los pastores, los reyes, el castillo de Herodes»

El otro día me regalaron un catalejo. Al cogerlo entre mis manos me pregunté: ¿Para qué me sirve? En la oscuridad de la noche no veía nada. No había luz. Intenté ver los objetos iluminados por las lámparas. Estaban demasiado cerca. Todo se veía negro. Sólo al día siguiente, en un día soleado, lo volví a tomar entre mis manos y miré por la ventana. De pronto vi al alcance de mi mano lo que antes parecía tan lejos. ¡Veía tan bien lo lejano! Parecía todo tan cerca. ¿Había logrado mi catalejo cambiar la realidad?
¿Había traído junto a mí ese objeto lejano? ¿Era un truco de magia? No era magia. Lo que antes estaba lejos, seguía lejos cuando dejaba a un lado el catalejo. Mi mirada no lo veía sin esa ayuda. Con esa ayuda, lo lejano parecía que estaba a mi lado. El funcionamiento de las lentes parece muy sencillo. Las dos lentes acercan la realidad. Pienso que mi catalejo me permite ver lo que está lejos. Ver con detalle lo que normalmente no logro ver por la distancia. Pero no me deja ver lo más cercano. Así suele ser en mi propia vida. Uso el catalejo y me fijo en los defectos de los que están lejos. Veo otras vidas lejanas que admiro o juzgo. Aprecio con claridad las virtudes de los lejanos. Están muy lejos y la distancia no me permite profundizar ni ver los detalles. Sólo me llevo una imagen aparente. El catalejo me ayuda a ver el pecado ajeno. Pero no me deja apreciar el propio. Tal vez todo tenga que ver con la parábola de la viga en mi ojo y la paja en el ojo ajeno. No si debería dejar de usar el catalejo y así no escandalizarme tanto con los pecados del mundo. No sé si una lupa me vendría mejor. Sí, una lupa para ver mi propia vida en su grandeza y en su pequeñez. Sigo pensando en mi catalejo. Me gusta porque veo tantas cosas que sin él no veo. Pienso en lo bueno, en la belleza que se escapa a mi mirada torpe y limitada, mi vista corta. El catalejo me permite observar lo más lejano, apreciar el mundo, valorar la realidad. ¿Cómo funciona la magia de mi catalejo? No lo entiendo. Me acostumbro a usar cosas mágicas cada día. La tecnología hace posible lo imposible. Recibo un mensaje en el whatsapp sin esperar ni un segundo. Hablo con alguien a miles de kilómetros de distancia. Veo en una pantalla una película. Le dicto al teléfono y escribe o hace lo que le pido. Subo documentos y fotos a una nube y puedo luego acceder a todo lo que tengo cuando lo deseo. Todo parece imposible, pero no lo es. La tecnología lo permite, lo hace fácil. Lo que hasta hace un tiempo era imposible, ahora es posible. Parece magia. Y yo me acostumbro a lo imposible. Me habitúo a utilizar la tecnología como algo evidente. Y me enfurezco cuando las cosas no funcionan como yo quiero. Mi saber es limitado. Eso lo sé. Pero doy por evidentes avances que antes eran impensables. El catalejo está tan lejos de esa cámara en mi ordenador que me acerca al que está a miles de kilómetros. No quiero dar nada por evidente. Quiero usar lo que Dios pone en mi camino para cuidar a las   personas. Creo que la tecnología está al servicio del hombre. Y no al revés. No estoy al servicio de mi móvil, de mi ordenador, de mi nube. Soy mucho más importante que todo lo que tengo. Pienso en mi catalejo. Pienso en todo lo que me acerca y aleja de las personas. En todo lo que me hace observar la realidad como es. Sin pasar por alto los detalles. Pienso en mi catalejo y en mi lupa. Quiero ver. Quiero contemplar con misericordia. Quiero ver para alabar y dar gracias. Fijarme en lo bueno, en lo  importante y no poner tanta atención en lo malo, en lo defectuoso. A veces parece que es lo definitivo.
No lo es. Para eso tengo que manejar bien las distancias. Estar cerca y mantenerme a veces lejos. Decía el Papa Francisco hablando de «Jesús que, al mismo tiempo que proponía un ideal exigente, nunca perdía la cercanía compasiva con los frágiles, como la samaritana o la mujer adúltera». Jesús mira lejos. Habla del ideal que observa con su catalejo. Pero luego se acerca con su lupa. Muy cerca del que sufre. Muy cerca del que tiene problemas. Se abaja a su vida como es y ve lo bueno y lo malo. El error y el acierto. Aprecia el dolor y la alegría. Porque muchos extremos se mezclan en el alma. Casi se confunden y suceden en un

mismo latido. Y Jesús lo ve todo. Y quiere que yo también lo vea todo y lo ame. Con mi catalejo. Con la lupa de mi misericordia. Con el microscopio que ve todos los detalles de generosidad que pasan desapercibidos al ojo humano. Necesito una ayuda para ver más. Necesito usar más mi catalejo con sabiduría. Y mi lupa. Y acercarme guardando una sana distancia. ¿Cómo se hace?

Me duele el alma al pensar que se cierra un nuevo tiempo navideño. Guardo mi Belén con tristeza en el alma. Guardo a José, a María, al Niño. Guardo los pastores, los reyes, el castillo de Herodes. Envuelvo las figuras recordando los días pasados, con algo de nostalgia. Me duele cerrar esta etapa del año llena de colores, de ilusión, de sueños. Llena de encuentros familiares, de abrazos y regalos. Esta navidad de oración, descanso y silencio. Comidas y risas. ¿Cómo he aprovechado estos días santos? ¿Ha cambiado algo dentro de mi alma? Me gustaría quizás haber descansado más. Haber perdonado a los que me irritan. Haber abrazado más a los que me cuestan. Haber hecho regalos más personales y con más sentido. Me gustaría haber sentido un abrazo íntimo de Dios. Haber tocado en su carne el dolor de mi carne. Haber sentido el bálsamo de su presencia. Puedo mirar estos días y pensar que han sido flojos, que no he estado a la altura. ¿Qué me dejan estos días navideños? El otro día leía una reflexión sobre Navidad que me dio qué pensar: «Del misterio de la Navidad, yo al menos, no espero una repentina desaparición de las penas presentes. Lo que espero es que el Niño Dios venga a estar con nosotros en estas dificultades actuales, que la Virgen nos lo preste para tenerlo en los brazos y en el corazón un rato. espero que nos venga a consolar con su sonrisa, y que nos endulce el pensamiento y los afectos como a los pastores. Lo que yo sé es que la Navidad, cada año, es un milagro en el cual un indefenso niño despierta en los mejores y más bellos sentimientos, derramando una ola de consuelo y cariño que hace que los sucios pesebres se transformen en hogares encantadores». Me gusta esa mirada de luz sobre la Navidad. Sobre ese niño pequeño y frágil que apenas sonríe entre mis manos. Una encarnación que transforme mi vida. Pero no eliminando todo lo que en ella hay de dolor y sinsabores. Jesús no me baja de mi cruz. Él sube a ella. Me gustaría, lo reconozco, empezar de cero. Sin dolores, sin cruces, sin pérdidas. Me gustaría encontrarme con una nueva oportunidad en la que se me perdonaran todas las deudas. Un nuevo inicio en el que todos los   jugadores pudieran comenzar el juego de su vida. Los presentes y los ya ausentes. Como si nada  hubiera pasado. Pero no es así. La encarnación no sucede de esta forma. Los pastores siguen siendo pastores después de adorar al Niño. Y los reyes regresan a sus vidas por otro camino. Todo vuelve a ser como antes de la estrella. Y José y María siguen cuidando sus vidas y la de ese niño y huyen a Egipto con temor. Todo parece igual que antes. Nada ha cambiado en apariencia. Pero no es así. En realidad, todo ha cambiado de una forma sutil. Tal vez muchos ojos no supieron comprender que era sólo el  inicio de algo grande. No vieron a Dios en la carne de un niño, en la pobreza, en el olor a establo. No creyeron que su salvación estaba tan cerca. No alzaron la mirada conmovidos. Se podría decir que la primera Navidad fue como el efecto del aleteo de una mariposa. El nacimiento de Jesús apenas produjo una brisa casi imperceptible. Fue la decisión de María en el silencio de Nazaret. Fue su sí valiente y profundo. Fue un niño que era Dios, pero en apariencia era un niño más. Fue un acto de amor entre un hombre y una mujer valientes, pobres y frágiles. Convencidos de que Dios los había mirado con misericordia. Fue una ciudad pequeña llena de gente por culpa del censo. Fue un establo humilde  porque no había posada para más peregrinos. Fue la sorpresa de unos magos de Oriente que seguían  una estrella. Fue la fe de unos pastores que cuidaban en la noche sus rebaños. Fue el paso fugaz de una estrella que lo llenó todo de esperanza. Esa misma estrella que ha pasado por mi vida llenándola de luz. Hoy escucho: «Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado». Me postro delante del Belén por última vez. Llego al lugar en el que Dios se hace grande y yo pequeño. Me conmueve el silencio de la gruta en Belén. La paz de una ciudad amurallada. Parece que nada cambia en la apariencia de un mundo que vive con tantas prisas. No hay tiempo para detener los pasos. Pero basta el aleteo de una mariposa. Bastan un leve movimiento, un susurro, una palabra. Con eso basta para que cambie el mundo. Porque las cosas grandes en la historia tienen comienzos sutiles. Una idea, un sueño, una palabra, un gesto, un abrazo, un deseo, un sí. Todo  comienza en lo más hondo del corazón. Allí donde nadie tiene derecho a entrar e imponer sus normas. Allí donde se juega la libertad de cada uno. De mí depende. Lo tengo claro. La Navidad depende de mí. No del gobierno que construya belenes bonitos en la ciudad. No depende de mi entorno que me facilite adorar a Dios. No depende de la fe de mi propia familia. Depende de mí. De mi sí. Del aleteo de una mariposa que sucede en mi corazón. Algo insignificante. Nadie lo percibe. Pero mi sí, mi decisión más íntima, acaba cambiando el mundo. Transforma los corazones. Logra que sucedan cosas impensables.

Una sola decisión lo transforma todo. Me recuerda una película, Regreso al futuro. En ella el protagonista quería volver al pasado en una máquina del tiempo para cambiar las cosas. Al cambiar un pequeño detalle, todo cambiaba en el futuro. Parecía algo insignificante. No tenía que haber alterado tantas cosas. Pero sí. Todo cambiaba de golpe por un leve movimiento. Un cambio casi intrascendente. Al pensar en la Navidad pienso en el valor de mis decisiones, de mis gestos, de mis perdones, de mis abrazos. Pienso en el valor de todo lo que hago. Parece insignificante. Pero yo sé que estoy cambiando el mundo. No cargo con una simple piedra al actuar, al amar, al creer. Al hacerlo estoy construyendo catedrales.

Me gusta ver la inocencia reflejada en los ojos, en la sonrisa. La inocencia de una mirada. De unas palabras dichas con pureza de intención. Se debería presumir siempre la inocencia de las personas. Quisiera aprender a mirar a una persona y pensar bien de ella. No quiero interpretar sus actos, juzgar  sus palabras, leer debajo de sus silencios. No quiero imaginarme comportamientos pasados, pensar en sus movimientos e interpretarlos, querer desentrañar sus verdades ocultas. Soy inocente mientras no se demuestre lo contrario. ¿Por qué a veces presumo la culpabilidad en los otros? Me da miedo mirar con el corazón sucio. Deseo esa inocencia que tantas veces pierdo. Me fascina la mirada inocente del niño, sorprendido ante la vida. No piensa mal. No interpreta. No condena. No juzga. Me gustaría ver algo sin juzgarlo. Observar la vida sin sacar conclusiones. Simplemente observar lo que sucede ante mis ojos sin querer saber el porqué de todo lo que veo. Me gustaría ver a todos como presuntos inocentes. Esa mirada buena y pura es la que quiero para mí como fruto de una Navidad más que ha pasado por mi alma. Quiero llevarme algo de los pastores, de los reyes, del Niño que nace entre mis manos. Algo de esos ojos que no esperan nada, no reclaman, no exigen. Que se me pegue un poco del corazón que se alegra ante la vida sin pedirle nada imposible. Hoy escucho: «Está claro que Dios no hace distinciones». Y es cierto. No ha prejuzgado mi vida. No me ha encasillado en un lugar. Simplemente me mira conmovido al ver mi verdad, mi originalidad. No distingue. No separa. No encasilla limitando. Dios me mira como soy y para Él valgo mucho. Más de lo que nunca había pensado. Quiero pensar en la mirada de Dios sobre mí. Me gustaría mirar así a los demás. Me gustaría ser más niño. Decía el P. Kentenich:
«Sólo quien sea un niño sencillo podrá edificar un mundo nuevo»1. Niño para cambiar la realidad con mi forma de enfrentar la vida. Un corazón puro que no piensa mal ni habla mal de los demás. No juzga ni condena. Un niño que se asombra ante las cosas. Se  sorprende  y  se  entusiasma. Un  corazón de  niño capaz de alegrarse con los pequeños regalos de la vida. Sin pedir más,  sin  exigir más.  Me  gustaría aprender a confiar y a ser más valiente. Más audaz, más generoso. Decía el P. Kentenich: «¿Dónde reside    la causa de la falta de generosidad? En la escasez de un hondo sentir de niño. ¿Por qué nos falta eficacia, iniciativa y resistencia cuando nos cercan las dificultades? Porque nos falta efectivamente un sentir de niño que sea genuino, verdadero, sencillo y profundo. Una genuina y marcada actitud de niño ante Dios»2. Me falta el sentir de niño. No confío. Desconfío. No miro con inocencia. Me confundo. Y  mis  juicios  y  prejuicios me vuelven egoísta y excesivamente cuidadoso en mi entrega. No me arriesgo. Guardo por miedo a perder.
Desconfío del futuro incierto. Y no creo en el poder ilimitado de un padre que me ama con locura. No creo en lo imposible. No creo en lo eterno. Vivo atado a la vida y apegado a los bienes. Pero no me llenan, no calman mi sed más profunda. Rodeado de cosas que creía iban a llenar mi corazón. Pero permanezco infeliz e insatisfecho. Quisiera tener un corazón de niño. Vuelve a mi memoria la poesía oración de Unamuno: «Agranda la puerta, Padre, que ya no puedo pasar, la hiciste para los niños, he crecido a mi pesar. Y si no agrandas la puerta, achícame por piedad, llévame a la edad aquella, en que vivir era soñar». Es lo que deseo. Entrar por la puerta pequeña del portal de Belén. Adentrarme en el corazón de Dios con pies de niño. Hacerme pequeño sin querer destacar, sin pretender ser visto. Me duele la invisibilidad. Se me olvida que lo importante es que Dios me vea. Con eso basta. Me hago pequeño. Disminuyo en mis pretensiones humanas. No pretendo el reconocimiento ni agradar siempre a todos. Como un niño. Que en mi pureza soy el que soy sin importarme con quién me encuentre. Dejo de lado las máscaras y los sueños de grandeza. Me hago pequeño para que Jesús crezca en mí. El Niño Dios toma las riendas de mi vida y me ayuda a confiar. Cierro los ojos. Me abandono. Sólo Dios conduce mis pasos. ¿Me lo creo? Me cuesta tantas veces ver su mano salvadora cuando caigo en el abismo de mis miedos. Miro al niño escondido dentro de mi alma. Lo dejo salir, reír, gritar. Quiero aprender a confiar. Sonrío en medio de la tormenta. Voy seguro. Dios me lleva en la palma de su mano.



1  J. Kentenich, Niños ante Dios, 328
2  J. Kentenich, Niños ante Dios, 328

Epifanía significa aparición, manifestación del misterio que estaba oculto. Lo visible me habla de lo invisible. Lo temporal de lo eterno. La carne del amor de Dios. El domingo pasado vivimos la epifanía de los Reyes magos. Jesús se manifestaba en carne de niño a los sabios del mundo. Hoy celebramos la manifestación de Jesús como Hijo de Dios en el Jordán ante el pueblo judío que esperaba al Mesías. El próximo domingo celebraremos la tercera Epifanía, la manifestación de Jesús y su poder en las bodas de Caná. Jesús manifiesta el poder de Dios con sus milagros. Son tres manifestaciones del amor de Dios. Se hace visible a los hombres. Hace presente la eternidad. Dios se manifiesta en mi vida de muchas maneras. Lo hace de tal forma que a veces me confundo pensando que no es Él. Pero sí, está oculto y muestra su poder. No se manifiesta cuando yo quiero. A veces imploro que se haga presente. Y no sucede. Espero el milagro que me hable de lo trascendente. Pido, exijo, grito. En el Jordán el pueblo está expectante: «En aquel tiempo, el pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías». Esperan al Mesías. No lo ven. que el hombre siempre quiere tocar a Dios. Quiere ver su poder.
Quiere acariciar la gloria en la tierra. La luz en la noche. La esperanza en la desolación. La expectación se alimenta con el deseo de ver algo sorprendente. A menudo me veo expectante. Deseo que suceda  algo con todas mis fuerzas. El anhelo crece en mi interior. Mi corazón de niño suele estar expectante ante la vida. Me da miedo envejecer antes de tiempo y perder la frescura de los niños. Me da miedo acomodarme y no esperar nada de la vida, de los demás, de mí mismo. La expectación guardada en el alma me mantiene despierto, joven, niño. Como los niños en la noche de reyes que no duermen porque están expectantes. Espero mucho de Dios y de la vida. Sueño mucho, con fuerza. Anhelo mucho. No descanso en paz porque vivo soñando con el cielo. Lo espero todo, lo deseo todo. Quisiera que  sucediera ahora mismo, entre mis manos. No quiero acostumbrarme a los milagros. Son cotidianos tal vez por eso me resultan evidentes. Pero son la manifestación de Dios en medio de mi rutina. Comenta el siquiatra Enrique Rojas: «La felicidad consiste en la administración inteligente del deseo. Y la infelicidad es un sótano sin vistas a la calle. El buen equilibrio entre lo que uno ha deseado y lo que uno ha conseguido». Soy de imágenes. Y no me gusta pensar en un sótano sin ventanas. Prefiero una sala con grandes ventanas llena de luz. La felicidad llega a mí en un desequilibrio entre los deseos que espero expectante y lo que ya se ha manifestado como verdad en mis pasos. No quiero dejar de lado lo ya conseguido. Quiero disfrutar de lo que tengo. Sin dejar de anhelar y desear con toda el alma. ¿Cómo son mis deseos? Leía el otro día:
«Los deseos profundos parecen manifestar las mismas características que las personas auténticamente inteligentes, es decir, la humildad y la sencillez; tal vez aspiran a cosas modestas y discretas, pero estas pequeñeces abren grandes horizontes»3. Me gustaría tener deseos sencillos y humildes. Deseos profundos y verdaderos. No quiero pedir lo que no me va a dar la felicidad ni la paz. ¿Qué espero lleno de expectación? Como los niños que no duermen esperando a los Reyes. O el pueblo judío esperando al Mesías. ¿Qué espero de la vida? No quiero volverme viejo. Ni dejar de soñar, de esperar. No quiero quedarme el borde del camino lamentando lo que no fue. O pensar que ya no puedo creer en el futuro que viene. Siempre puede haber un milagro en mi vida. Algo sencillo. Algo pequeño. No importa. Deseo tocar el cielo con mis manos torpes. Deseo la luz del sol que llene mi rostro de alegría. Deseo escuchar esa canción que ensanche mi alma. Deseo más amor del que tengo. Deseo una vida más llena de Dios. Deseo que lo que amo sea eterno. Deseo una paz que no deje de inquietarme. Deseo tocar las alturas viviendo con modestia. Deseo pasar desapercibido cambiando la historia. Deseo todo ahora mismo, en mis manos. Y deseo entregarlo todo sin guardarme nada. Deseo que se hagan realidad todos mis sueños. Y deseo renunciar a todos  ellos sólo por amor a Dios. Deseo escuchar la música que calme mis miedos. Deseo una sonrisa que nunca se acabe. Deseo un abrazo en el que Dios me abrace. Deseo vivir con sentido haciendo todo lo que hago. Son deseos sencillos los que deseo. Hondos. Muy hondos. Vivo expectante. Sin perder nunca la alegría.

Jesús se hace hombre para manifestarle al hombre que nada está perdido. Dios renuncia a su poder de Dios para hacerse impotente. No quiere ser el centro, ni el primero. Se hace pasar por uno de tantos oculto entre los hombres, para confundir a los poderosos. Ese Jesús sencillo y pobre hoy espera su turno en la cola como un hombre cualquiera: «En un bautismo general, Jesús también se bautizó». Se humilla el Mesías. Se hace uno de tantos pasando desapercibido en la muchedumbre. Porque así es Dios: «Está claro que Dios no hace distinciones; anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos». Dios no distingue a los sabios de los ignorantes, a los pobres de los poderosos. No trata a cada uno de acuerdo



3 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

con su posición y poder en la tierra. Mira el corazón de cada hombre y ama a todos por igual. Tampoco quiere que yo haga distinciones. No quiere que desee los primeros puestos. Y no desea que trate a cada uno de forma diferente. Esa actitud mía le enferma. Jesús espera la cola como tantos para que yo aprenda a esperar sin imponer mis derechos. ¡Cuánto me cuesta esperar una cola pasando por uno de tantos! Sueño con encontrar a alguien que me cuele. No me gusta perder el tiempo de forma innecesaria. Quizás no entiendo que el tiempo simplemente pasa, nunca se pierde. Se acumula en la eternidad. Y cada día en la tierra es un día menos de camino y un día más cerca del cielo. Un día menos de dolor y esperanza y un día más de eternidad en posesión de todo lo que deseo. Me preocupo tanto por lo no importante. Pienso que ser uno más entre los hombres parece sencillo, pero luego no me dejo igualar por otros. No me alegra ser uno más entre la muchedumbre. No deseo ser uno más oculto entre muchos, invisible. Quiero mi espacio, mi lugar, mi reconocimiento. Jesús se abaja a mi carne caída para que yo me levante. Quiere que deje de compadecerme por la mala suerte. Quiere que no me crea alguien especial distinguiéndome del resto. Quiere que mi poder no me aleje de los débiles. Y mi riqueza no me haga sentir superior a nadie. Caigo tantas veces en vanas pretensiones. Me comparo con los que más tienen. Quiero tener un corazón de niño para vivir así con más libertad interior. Sin desear lo que no tengo. Sin pretender lo que no es mío. Decía el P. Kentenich: «Si en verdad quieren tener una sana humildad
y hoy en día debemos tener una humildad sana, no una humildad encorvada, deberán esforzarse seriamente por la magnanimidad»4. La sana humildad va unida a mi verdad. Comenta Santa Teresa de Jesús: «Dios es   suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira». La humildad siempre unida al amor a mí mismo y a los hombres. Hablo de esa humildad que me lleva a mirar con alegría a los demás desde mi pobreza. Sin compararme con ellos. Sin sentirme humillado. Sin creerme especial. ¡Qué largo camino me queda por delante! Estoy lejos de esa humildad que sueño. Lejos de la vida que deseo. No soy humilde.     No soy paciente. No soy sencillo. Quiero los primeros  puestos.  Y anhelo  los privilegios de  los hombres. Eso no me hace bien.

Hoy escucho hablar del Bautismo con agua y del bautismo con Espíritu y fuego. «Él tomó la palabra y    dijo a todos: Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego». El del agua  es  el  bautismo del  perdón. Era  el bautismo judío, el del propio Juan.  El de  Jesús  hoy  es  el  del Espíritu Santo.  En él  se  regalan  los  dones para vivir como vivió Jesús: «Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él».
Jesús fue ungido con el Espíritu Santo. Y pasó haciendo el bien y curando al doliente. El Espíritu Santo lo capacitó para bautizarme a mí con su fuego. El Espíritu viene sobre mí con su poder. No me perdona sólo los pecados. Me capacita. Me llena del fuego de su amor. Me hace capaz de pasar por la vida como Jesús, haciendo el bien. Hoy escucho: «Sobre Él he puesto mi Espíritu». Jesús está lleno del Espíritu de Dios. Lleno de su poder. Renunció a todo y recibió el Espíritu para cambiarlo todo. Tengo claro que los grandes cambios en mi alma son fruto del Espíritu. Comenta el P. Kentenich: «Podemos preparar un poco el terreno a esa transformación interior mediante una cierta ejercitación, pero, en definitiva, es el Espíritu Santo quien nos lo tiene que dar como don»5. El cambio interior, profundo y duradero es obra del Espíritu en mí. Me empeño en querer cambiar yo a fuerza de voluntad, de esfuerzo, de ejercitación. Pero es Él el que me cambia por dentro. Me transforma. Es un don. El amor filial me hace implorar la presencia del Espíritu Santo con sus dones en mi vida. Como niño clamo a Dios. El Espíritu Santo, como un fogonazo, ilumina mi alma y la hace más de Dios. María responde a mi súplica enviándome el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor. Rezo con María en el Cenáculo, como los apóstoles. El P. Kentenich me lo recuerda: «Si el Espíritu Santo, el amor increado, no desciende hasta lo más hondo de nuestro ser, no tendremos jamás un fuerte espíritu de filiación»6. María está llena del Espíritu Santo. Ella se vuelca sobre y me colma con su ser.
Ella implora el Espíritu conmigo para que me haga exclamar: «Abba, Padre». Como niño miro a Dios. El Espíritu es el fuego en mi interior que me purifica, me limpia, me anima. Y me hace ser más niño.
Necesito el Espíritu Santo para ser de Cristo. Comenta el Papa Francisco en la Exhortación apostólica



4 J. Kentenich, Niños ante Dios, 328
5 Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
6 J. Kentenich, Niños ante Dios, 233

Amoris Laetitia: «Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad». En mi fragilidad me puedo levantar en la fuerza del Espíritu. Es el que me salva. En el día del Bautismo del Señor quiero renovar mi propio bautismo. Ya no me acuerdo del día en que fue bautizado. Quiero dejarme tocar de nuevo por el agua del Bautismo. El Espíritu de Dios puede hacerme nacer de nuevo.

Jesús escucha en su corazón que es el hijo amado. «Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre Él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: eres mi Hijo, el amado, el predilecto». Dios ha escogido a su hijo: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero». Es el elegido, el predilecto. Dios le muestra todo su amor. Siempre le digo a los padres del niño que va a ser bautizado, que, en el día del bautismo, Dios le dice cuánto lo quiere. Y ese amor se queda grabado para siempre en su alma como una señal imborrable. Ese día todo comienza de nuevo. Escucha una voz que se queda grabada para siempre. Pero es cierto que con el paso del tiempo lo olvido todo. Olvido cuánto me ama Dios y busco otros amores. No quiero olvidarme de su amor. Dios me quiere de forma predilecta. Si lo recordara cada mañana no viviría mendigando amor. No viviría buscando la aprobación y el reconocimiento de todos. Su amor fiel es para siempre. Saberme amado es lo que me capacita para la misión. Los santos empezaron a ser santos el día en el que se supieron profundamente amados por Dios. Y ese día no fue el de su éxito y triunfo en la vida. No fue el día en el que todos reconocieron su valía y aplaudieron. Fue más bien aquel día doloroso en el que las fuerzas fallaron y sintieron que estaban al borde del abismo. En ese momento de angustia y tristeza una voz en su corazón les hizo saber que eran profundamente amados por Dios para siempre. Escucharon que no servía de nada vivir con pena y angustia. Esa convicción es la que me salva a mí en medio de mi debilidad, de mi fragilidad, de mis miedos. En medio de mis caídas y fracasos. Una voz me saca de la angustia y la perdición. Ese Espíritu me saca de mi tristeza y me hace creer en todo lo que puedo hacer cuando me sé tan amado. Me usa como su instrumento: «Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas». Dios no me llama porque sea muy capaz. Más bien me capacita para la misión, para ser instrumento en sus manos. Para llevar luz al que está en tinieblas. Para fortalecer al débil. Para levantar al caído. Para anunciar la liberación a los oprimidos. Me gusta esa mirada sobre mi propia vida. El amor de Dios en mi corazón me pone en camino. Me hace salir de mi comodidad. ¿Cómo devolveré todo el amor recibido? Dios me quiere con locura. Necesita mi sí, mi presencia, mi abrazo. Y yo necesito saber que me quiere como soy. Que su amor es incondicional y no depende de mi actitud y comportamiento. Necesito tener la certeza de su perdón cada vez que caiga  y me aleje. Necesito sentir su abrazo de Padre que me quiere con locura y ama hasta el extremo. Ese amor incondicional es el que yo necesito en mi vida. Al saberme amado aprendo a amar a los hombres. Ambos amores van tan unidos. No puedo decir que amo a Dios sin amar a los hombres. Es imposible. El amor a Dios me impulsa a amar. El otro día leía: «Muchas personas valoran más su amor a Dios que sus relaciones con los hombres. Esto es un engaño claro. Se juzgan mucho más creyentes de lo que son»7. No me puedo refugiar en Dios como un ermitaño huyendo del amor de los hombres que me hiere. Mi amor a los hombres y mi forma de relacionarme con ellos tiene que ver con mi amor a Dios. Hay una conexión profunda. Cuando me sé amado por Dios, aprendo a amar a los hombres. Cuando he sido amado en lo humano me es más fácil llegar a Dios: «Quien no haya amado humanamente, me refiero al amor a un , no al amor a un ello, no cómo habrá de llegar al amor a Dios»8. Por el amor humano llego al amor de Dios. Y desde el amor recibido de Dios al amor a los hombres. Cuando me sé amado vivo con paz, tranquilo, en posesión de mí mismo. No estoy en búsqueda de un amor que me calme, porque ya lo he encontrado.
Saberme amado por los hombres y por Dios me da una paz santa que calma mi sed de infinito.











7  Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
8  Herbert King. King Nº 5 Textos Pedagógicos

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