Domingo XXIX Tiempo ordinario
Isaías 53,10-11; Hebreos 4,14-16; Marcos 10,35-45
«No sabéis
lo que pedís, ¿sois capaces
de beber el cáliz que Yo he de beber,
o de bautizaros con el bautismo con que Yo me voy a bautizar?»
21 Octubre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Él vuelve a creer en mí, aunque
yo dude a veces de mis propias fuerzas.
Necesito su misericordia. Que me tome en sus manos y calme mis miedos
y angustias. Vuelvo
a tener esperanza en el hombre»
Las emociones son un don de Dios en el alma. Es lo que me permite vivir
la vida con intensidad, en el presente, amando todo lo que Dios
me regala. Pero a veces me asustan, no
las controlo. No sé dónde me puede llevar lo que siento. Entonces quiero no
sentir, no emocionarme, no apasionarme. Es más seguro. Reprimo, controlo y
exijo disciplina a mi alma para no exaltarme. Hace un tiempo vi una película
de ciencia ficción
llamada «almas gemelas». En ella se recrea un mundo en el que no hay
sentimientos ni emociones. Es el mundo ideal en el que cada uno trabaja con
eficiencia porque nada en el alma le perturba. Lo consiguen desde el
nacimiento. Genéticamente logran inhibir todas las emociones desde la
gestación. De esta manera uno puede vivir, trabajar, morir, sin llegar a sentir
nada. No sienten emociones negativas como el odio y la ira que pueden perturbar
sus decisiones.
Pero tampoco tienen emociones tan positivas como el afecto, el cariño, el amor, o la pasión.
La razón de esta búsqueda de
un mundo así es el desastre que ha
quedado atrás: un mundo de guerras y muertes causadas por el odio y la ira.
Creen que un mundo en paz sólo será
posible si se logran suprimir todo tipo de emociones. En este mundo perfecto,
sin delitos, sin conflictos, los enfermos son los que sienten, los que se
emocionan, los que viven perturbados por sus sentimientos. Aquellos en los que
se manifiestan emociones por algún fallo en el sistema son llamados impuros,
están manchados. Los sentimientos son los síntomas de esa enfermedad que
conduce irremediablemente a la guerra y a la destrucción. Los considerados
enfermos son tratados con medicamentos hasta que logran suprimir de nuevo todo
tipo de sentimiento. Esta película me dio qué pensar. Los afectos, las
emociones, los deseos, tantas veces complican mi vida. Me hacen desear lo que
no tengo ni me corresponde. Despiertan en mí
emociones tan negativas como la rabia, la envidia, el odio, los celos, el desprecio. Esas emociones me pueden
llevar a la guerra y a la destrucción. Sé que no todas las emociones me llevan
al mal. Muchas me hacen ser mejor. Entro en confrontación con el mundo que me
rodea y me emociono, siento y padezco. Lo que veo, lo que toco, me hace sentir
con intensidad. No quiero negarlo
ni reprimirlo. El otro
día leía: «Cuando se niega tener
un deseo, este
no desaparece en absoluto, sino que encuentra otras maneras más
sutiles de manifestarse. Lo mismo puede decirse
de las emociones, las cuales, se quiera o no, son fundamentales para
la vida. Negar los afectos puede
abocar a la paradoja descrita literariamente por
Mark Twain en el relato
El perro, en el que,
por pura diversión, se ata una cacerola al rabo de un perro,
el cual, al correr, oye el ruido
de la cacerola y, asustado, no deja de correr; pero cuanto más corre, tanto
mayor es el ruido. La situación es semejante a la de quien
pretende negar su propia
esfera afectiva: querría escapar de lo que no es posible huir»1.
No quiero huir
de mis emociones. No quiero reprimir lo que siento. Quiero
ponerles nombre a los deseos de mi alma. Y quiero que Dios entre en ellos y me
ayude a vivir con paz en mi mundo interior. Mis emociones forman parte de mi
vida, forman parte de mí. No soy una persona sin sentimientos, fría, distante,
que camina por la vida sin que nada le afecte. No es así. Siento mucho, sufro
con intensidad, me alegro, me emociono, me conmuevo, tengo miedo, me asusto,
lloro y río. Son tantas las emociones que me llenan de vida que no sé describirlas todas. ¿Qué sería de mí si no
sintiera, si no me emocionara, si no llorara? Tal vez no merecería la pena
vivir la vida. El mundo despierta en mí todo tipo de sentimientos que no quiero negar. Sólo tengo que saber vivir con ellos,
aceptarlos y tomar decisiones teniéndolos en
1 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
cuenta, pero no dejándome atrapar por ellos. Son parte de mi vida, de mi camino, de mi
historia. A veces tendré que asumir el dolor de la pérdida y seguir amando pese
a todo. O reconocer que no puedo seguir la dirección que marcan mis afectos
porque he tomado otros caminos distintos. Y tendré que aprender a calmar la
ira, y cambiarla por la paz del alma, cuando sienta que puedo llegar a perder
el control. Y saber que no todo lo que siento ha de gobernar mis pasos. Ese
equilibrio imposible en el corazón
que siente es el que tanto anhelo.
Tal vez llegue al cielo y encuentre la paz que busco. Mientras camino sólo
deseo que Dios ponga algo de orden en mi desorden. Que calme los impulsos que
me hacen herir, dañar, equivocarme. Que siembre paz en mis gestos y decisiones.
Es la gracia que le pido a Dios en ese
vivir con emociones, con sentimientos, con deseos, sin turbarme. Las emociones
no pueden ser juzgadas moralmente. No son ni buenas ni malas en principio. Sé que, tomadas
positivamente, me ayudan
a vivir: «La emoción, si es acogida,
se convierte, por tanto, en
un motivo para actuar»2. Una
acción respaldada por la emoción adquiere una fuerza y una solidez únicas.
Necesito vivir con emociones que me
den vida. Si respaldo mis decisiones con el
afecto del corazón llegaré más lejos. La alegría me eleva. Y el
sentimiento de tristeza paraliza mis pasos. Quiero cuidar las emociones que me impulsan
hacia lo alto y me hacen ser más generoso.
El ideal brilla muchas veces fuera
de mí y me confundo. Veo ideales, talentos que no poseo. Descubro metas que parecen posibles
pero me resultan inalcanzables. Vidas que no son la mía y sufro. Y me amargo
pensando que podía haber hecho más. Siempre mi culpa, me lamento. O no hice lo
suficiente, o la vida no era tan sencilla. Quizás confundo ideal con realidad.
Pero no es este el ideal del que me habla
el P. Kentenich: «No la ocupación por la ciencia abstracta sino el contacto con la vida. Dicho más exactamente el desposorio entre
el más acá y el más allá,
entre el ideal
y la realidad. Fue para mí la solución
de todos los problemas y marcó el rumbo
de la misión de mi vida»3. El Padre vivió
en su alma esa ruptura
entre el ideal y la vida. Entre el sueño inalcanzable y la carne finita y
limitada. Entre lo que su alma deseaba y lo que podía llegar a tocar. Todo demasiado lejos, o demasiado cerca.
Para el Padre el ideal está ya en mí. Sólo tengo que descubrirlo. Tengo que ver
dónde resuena mi corazón. Dónde vibra. Y entender que por ahí he de caminar.
Por eso no me frustro al pensar en los ideales que anhelo y envidio. Tengo que
distinguir bien y ser sincero. No cualquier ideal. No cualquier meta imposible.
Tengo que tener ya en mí la semilla de lo que sueño. Si no es así viviré amargado. Lleno de
frustraciones y deseos no logrados. Tengo siempre la tentación de querer lo que
no poseo. Y soñar con lo que no tengo. Leía
el otro día:
«La otra tentación consiste en negar el mundo de los límites, refugiándose en la fantasía e idealizando los valores, sin tomar en consideración las condiciones efectivas para su realización. Con la
entrada en nuestras vidas de la ‘realidad virtual’, esta
tentación puede ser particularmente solapada e invasora»4. La realidad virtual.
Lo que quiero
ser y no soy. Lo que deseo
y no alcanzo. ¡Cuántas vidas frustradas! Pensé que podía. Creí que iba a
lograrlo. Soñé con otra vida. Y entonces la tristeza invade el alma. Creo que el ideal ha de tener resonancia en la verdad de mi corazón. Para eso tengo
que conocer mi alma. Saber dónde vivo, cómo soy, cómo camino. Descubrir mis
límites y soñar con mis potencialidades. Lo que puedo llegar a alcanzar si me
dejo hacer, si me dejo tocar por Dios. No está tan lejos si me pongo en camino. El ideal brilla ante mis ojos pero surge desde mi interior. Como
una caja de resonancia vibra todo dentro de mí y sé para lo que estoy hecho. No importa que no sea tan brillante o
vistoso como deseaba. La envidia y las comparaciones me hacen tanto daño. Me
enferman por dentro y quisiera ser más inteligente, más capaz o saber más de
tantas cosas. Y en medio de mis
frustraciones me bloqueo. Se paralizan todas mis fuerzas. Las verdaderas. Lo
que de verdad soy. La imagen más real de Jesús en mi alma. No la imagen
virtual de mí que me paraliza y congela. Añade
el Padre: «Nuestro
ideal fue siempre
no abandonar la tierra, el suelo,
sino afirmarnos en él con
ambos pies, pero a la vez arraigarnos con toda nuestra
persona, con toda
nuestra historia, en el mundo y realidad sobrenaturales»5. Mi ideal no me saca del mundo
que toco. No me hace evadirme de mi realidad. Soy el que
soy en este mundo concreto, en estas
circunstancias, con estos límites, con estas
posibilidades. Sueño con que Dios me deje un día abrazar lo que hoy anhelo. Será
2 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
3 J. Kentenich, Los
años ocultos, Dorothea M. Schlickmann
4 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
5 J. Kentenich, Conferencias
de Sion, 1965
pleno en el cielo. Aquí, mientras tanto, camino en
el fuego de un amor profundo que vive en mí. El ideal de una vida entregada por
entero. El ideal que me hace amar mis posibilidades. Sueño con lo que Dios
sueña. Eso es lo que deseo. Soñar con sus sueños para mi vida. Camino en la
incertidumbre de aquello que todavía no se desvela. Pero ya sé muy bien cuáles
son las fuerzas que mueven mi alma. Cuáles los anhelos que siempre he sentido.
Vislumbro una vida en la que soy protagonista, sin caer en la pasividad y en
los miedos. Puedo desplegar todas mis fuerzas. Con eso sueño. No me guardo con
egoísmo pensando que mi aporte nada vale. Sí, es valioso. Desde mi originalidad
yo cambio el mundo. Lo hago mejor si
logro ser fiel a mí mismo. Sólo eso. Y es algo tan grande.
Mirar la
verdad me hace libre. Tomarla en
mis manos es el camino, aunque me
duela. Aceptar el pecado, la caída,
el abuso. Aceptar
el límite y la miseria.
La propia debilidad, la de los otros. Mirar el pecado a la
cara con vergüenza. Con miedo al juicio y a la condena de los hombres. Sentir
la humillación. Aceptar que la vida es como es, no como quisiera yo que hubiera
sido. Tocar las heridas inocentes y pedir perdón. Y sufrir con el que sufre,
acompañando. Pedir perdón con la humildad del que ha sido humillado, con
vergüenza en el alma. Con el horror dibujado en el recuerdo constante de abusos pasados. En la experiencia de
los límites que rompen la vida inocente. El dolor de las debilidades, de las heridas, de la vulnerabilidad. No
quiero hablar tanto de lo que me duele. Pero es necesario. Me angustia oír y
saber tantas cosas. La verdad desnuda hiere la inocencia. Ante tantos
abusos e injusticias el corazón se rebela. Como decía el Papa Francisco sobre los abusos:
«En primer
lugar, les quiero
pedir perdón por los escándalos que ocurren dentro
de la Iglesia, no solo los escándalos de abusos, escándalos de mundanidad, de apego a valores que no son evangélicos, de incoherencia de vida. Ustedes
ven eso y dicen:
yo me hago ateo.
Perdón por escandalizarlos. Siento dolor por esto y pienso en los errores de nosotros, los pastores. No los
aparten de Jesucristo, que es la única fuente
de felicidad». El corazón herido clama por justicia. La tentación de volverme ateo, de
alejarme de la Iglesia que hace daño. Duele tanto el abuso. Sé que el poder me
puede llevar al abuso. La humillación me hace libre del poder, me despoja de la
imagen, de la fama. Siento vergüenza por el pecado que existe aunque no lo
conozca. ¿Cómo se puede convivir con el mal? Me gustaría ver la inocencia
eterna dibujada en los hombres. La bondad hecha carne siempre. El bien que
vence el mal. La pureza de mirada e
intenciones. El corazón libre de todo pecado. Sueño con un mundo sin violencia,
sin abusos, sin poder. Un mundo como el reino que Jesús hizo nacer desde dentro
del alma. Y yo me confronto tantas veces con el pecado, con el mal. ¿Qué puedo hacer yo para
cambiarlo? Reconocerlo, pedir perdón, humillarme, expiar por el mal causado.
Acercarme al débil, al herido. Sé que el bien que yo hago y la verdad que yo
acepto, son agua fresca que calma la sed. El mal que yo evito cuando hago el
bien. El pecado que absuelvo. La
misericordia de Dios que limpia toda la debilidad del hombre. Y me abraza en
medio de mis fragilidades. Quiero alzar los ojos por encima del barro sobre el
que camino. Tener esperanza en medio de la desesperanza es difícil, lo pido. Es
muy duro aceptar la verdad que duele. Quisiera pasar la página y olvidarlo
todo. Pero no quiero. No puedo. Quiero recordar que mi debilidad puede herir al débil, puede matar al inocente. Mi
debilidad consentida y encubierta. La mía, la de todos. Mi orgullo, mi
soberbia, mi enfermedad. Mi fragilidad convertida en pecado. Sí. Recordar lo que ha pasado me da fuerzas para ser
más limpio, más verdadero, más humano, más niño, más auténtico. Me da más
fuerzas para levantar los ojos a María y pedirle a Ella que cambie mi corazón
enfermo y lo haga puro. Que lo haga libre de ataduras. Del deseo de poder. Que
me haga capaz de amarla a Ella con todas mis fuerzas. Me gustaría erradicar el
mal de mi corazón y del entorno que toco. Sembrar semillas de esperanza donde
hay tanto dolor. ¡Qué difícil recuperar la confianza quebrada! ¿Quién va a
creer en mis palabras después del
pecado? Hechos son amores que no buenas razones. Y cuando los hechos no
coinciden con mi fe, con mi credo, con mi vida de seguimiento. Entonces sobran
las palabras y duelen los silencios. ¿Cómo se puede comenzar de nuevo cuando se
pierde la esperanza? Me niego a dejar de levantar los brazos en señal de
esperanza. No dejo de creer en el poder
del vínculo, del amor humano como camino al cielo. Sé que es imposible para mí,
pero no para Dios. Quiero confiar de nuevo. Pido perdón. Acepto la vergüenza.
No sé cómo expiar por tanto mal causado. Con mi vida de oración y de entrega.
Con mi amor silencioso y sacrificado. No me puedo quedar callado. Acepto la
verdad entre mis dedos rotos. Humillado. Con la humildad que le pido a Dios
como don para emprender de nuevo el camino.
Pobre, sin nada. Es tan difícil
besar la fragilidad propia y ajena.
Quiero
cuidar la inocencia que se me ha confiado. Cuidarla entre mis manos. Un tesoro inmenso que no merezco. Quiero
respetarla como lo más sagrado. La inocencia que he de salvar para entregársela
a Dios cada mañana. Cuidar la confianza que se me regala sin merecerla. Es de
Dios. Duele tanto la verdad que toco teñida de abuso. La sórdida verdad que me
llena de tristeza. La verdad de la confianza quebrada tantas veces. El pecado
que hiere el alma de niño inocente. Y no puedo sino pedir perdón de rodillas. «Que tu misericordia, Señor, venga sobre
nosotros, como lo esperamos de ti». Es la misericordia que necesito. No me
callo. Quisiera evitar decir algo. Porque quizás ninguna palabra calma la rabia
ni recupera el tiempo. Ni hace que el reloj vuelva a antes del delito. Sólo
queda recoger los cristales rotos. Arrodillarme callado. Y hablar reconociendo
culpas. Y asumir de nuevo que soy parte de esa Iglesia herida que hiere. Ese
cuerpo de Jesús en el que hay pecado, porque el hombre peca. Y yo soy parte de
ese cuerpo que sufre y peca. El dolor de mi hermano duele en mis entrañas. El
dolor del inocente. Sufro. Quisiera que no hubiera pasado.
Quisiera haberlo hecho todo mejor. Es duro palpar la miseria y seguir
andando. Ha pasado algo. Es grave. Lo tomo entre mis manos. La verdad que duele
dentro de mi alma. Miro de nuevo a los
ojos de María. A los de Jesús
herido en la cruz por mis pecados,
por mis errores, por mis silencios. No le defendí en la cruz cuando podía.
No me detuve ante
el herido. Necesito
palpar la misericordia. No sé cambiar el pasado. Pero
puedo construir el presente y el
futuro. Eso sí puedo
hacerlo. Dios me deja. Me lo pide. No pierdo la esperanza.
No me asombra el pecado del hombre.
Tampoco el mío propio. Pero me
duele tanto en mis entrañas. Quiero aceptar la debilidad propia y ajena. El P.
Kentenich me da luz: «A medida que envejecemos y maduramos
reconocemos mejor nuestra pobreza espiritual,
el desvalimiento, la desnudez, nuestras faltas que a menudo limitan
con lo pecaminoso, nuestras descargas temperamentales. Yo amo mi insignificancia y pequeñez. ¡Lo que vale para mi persona, vale también
para la Familia! ¡Cuántas
limitaciones tiene la Familia! ¡Qué calidad
de personas debería
tener una Familia
así con tales objetivos! ¡Qué clase de santos, de luchadores para Dios! Yo amo las
debilidades y miserias
de la Familia. ¿Qué
tiene que ver esto con el reinado
del amor? Este
amor a la insignificancia es expresión de un
amor heroico, y es también
un medio para
el aumento de ese amor. Un alma sana
puede amar su pequeñez sólo cuando en ella arde
un muy fuerte
y abrasador amor
a Dios. Un amor de esa índole
a nuestra limitación es uno de los
medios más excelentes para incrementar nuestro amor»6. Necesito yo mismo la conversión para
seguir creyendo, para amar más en la
debilidad. Para hacer posible que
el
sol surja de
nuevo entre las sombras de mis
faltas. Y el mundo crea de nuevo en la carne herida del hombre en la que
Dios se hace luz, presencia, esperanza
para el que está perdido. Allí donde no todo es
perfecto. No dejo de creer. Sé que el amor de Dios es más grande que el odio. Y su inocencia más fuerte que mi impureza y pecado. Y su fuerza interior levanta mi
cuerpo herido por encima de la noche. Acepto la verdad tomándola en mis manos.
Confío con mi confianza rota. Pido perdón. Me
acerco al herido. Dios ata los cabos rotos
de mi vida. Le pido misericordia. «Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar
gracia que nos auxilie oportunamente». Él vuelve a creer en mí, aunque
yo dude a veces de mis propias fuerzas. Necesito su misericordia. Que me
tome en sus
manos y calme mis miedos y
angustias. Que abrace al desvalido y bese su herida. Al que ha visto rota su
confianza, lo más sagrado. Vuelvo a
tener esperanza en el hombre. Confío.
Hoy se acercan a Jesús Juan y
Santiago: «En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron:
- Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir. Concédenos sentarnos en tu
gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Me impresiona su petición. En Mateo
es su madre la que intercede por ellos con la misma petición. Aquí son ellos los que se arriesgan
en su ímpetu.
Quieren el primer puesto. ¡Es tan tentador el
poder! Saber es poder. Poseer es poder. Ser necesario es poder. Que confíen en
mí es poder. Que me admiren es poder. Que me escuchen, que me sigan. Es sutil
la tentación del poder. Juan y Santiago no quieren ser uno más dentro de un
grupo de doce.
Quieren ser especiales, elegidos, a la derecha y a
la izquierda. El poder de decidir sobre otros. El poder del que recibe la
obediencia de otros. El poder que me hace mirar desde arriba a los que están
sometidos. ¡Cuánta vanidad hay en el poder! Me conmueve. Me duele. Me dejo
tentar por ese poder. Tiene mucha fuerza de atracción. El poder del dinero, de
las influencias, de los conocimientos. El poder que exige respeto y obediencia.
El poder que puede llevarme al abuso. Es tan sutil la distancia
6 J. Kentenich, Prédica de Navidad para las Hermanas de
María, Schoenstatt, 25 de diciembre de 1940
entre la humildad y el orgullo. Creo que tengo en mis manos la vida de los otros.
Puedo decidir sobre ellos por un poder misterioso que me han dado. ¿Cómo uso mi poder? Todos tienen algo de poder. Yo
tengo el mío. Me lo confían y yo lo acaricio como un tesoro. Temo perderlo.
¡Cuánta vanidad! ¡Cuánta soberbia! Miro a Jesús y a María. Quiero aprender.
Decía el P. Kentenich: «La Santísima Virgen está desvalida exactamente como el Dios todopoderoso está desvalido. Dios es todopoderoso y, sin embargo, está desvalido. Quiso hacerse un ser desvalido y entonces se hizo hombre»7. Un Dios
desvalido ante mi libertad. Desvalido al recibirme en sus manos. No fuerza, no impone, no abusa, no decide por mí lo que me conviene. Respeta
mi vida como lo más sagrado. Dios todopoderoso. Dios impotente y desvalido. Un
hombre camino del Calvario. Sin defensa ninguna. Sin palabras. Me impresiona. Y
yo busco el poder. Pero no el poder de Jesús que es el poder de su amor crucificado, de su servicio abnegado, de
su vida entregada con misericordia. Quiero, como Juan y Santiago, un poder
distinto, el del mundo. No el que se
arrodilla y cubre de besos al hombre herido. No. Busco el poder del que manda y decide, del que es admirado y seguido.
El poder que siembra orgullo en mi alma en lugar
de humildad. El poder que siembra distancia en lugar de un amor más cálido y
profundo. El poder que me hace sentir especial en lugar de hacerme sentir
pequeño y necesitado.
Quisiera cambiar mi mirada. Me cuesta tanto. Jesús
me pregunta: «¿Qué queréis que haga por
vosotros?». Me lo pregunta a mí. Y en ocasiones en mi alma hay deseos de
grandeza, de poder. Deseos de ser admirado y alabado. ¡Qué lejos del poder de
Jesús que se humilla y lava los pies! Quiero ese poder. El del que sirve sin
esperar nada más. Y abraza al débil y lo cuida como el don más valioso. Y sana heridas desde su propia herida.
Hoy Jesús les pregunta a los discípulos y me lo pregunta a mí: «No sabéis lo que pedís,
¿sois capaces de beber
el cáliz que Yo he de beber,
o de bautizaros con el bautismo con que Yo me voy a bautizar?». Me dice que no sé lo que pido. Y es verdad. No sé lo que me conviene.
Pido el éxito en todo lo que hago.
Pido tantas cosas que me atraen y deseo. No sé si
me convienen. Pido el poder, como ellos ese día. Y lo único que quiere saber
Jesús es si soy capaz o no de beber
de su cáliz, de pasar por su bautismo. Cada día bebo de su cáliz, de su sangre
en la eucaristía. Pero no le tomo el peso y se me olvida con frecuencia la
profundidad del gesto. Se me olvida el dolor de la cruz y la exigencia del
sufrimiento. La amargura de esa sangre que me pide ser generoso. Miro la cruz,
miro el cáliz, y me siento muy débil
ante ese desafío tan grande. Si me detengo y lo pienso, me contesto: no quiero
beber el cáliz. Sí quiero los primeros puestos. Pero me dan miedo el dolor, la cruz, el despojo, la
humillación. Me asusta sufrir. ¿Qué sentido tiene?
El corazón está hecho para amar y ser amado. Para gozar de la vida y ser feliz. Yo no quiero sufrir. En estos días de dolor para la Iglesia por
los abusos pienso en el cáliz que
tengo que beber. En la amargura de la humillación. Pienso en el dolor de tantas víctimas inocentes que
han sufrido tanto sin quererlo. La cruz de ese sufrimiento con el que no
contaban, y no querían, me conmueve. Ese dolor guardado en su pecho como una
herida profunda es el que me lacera a mí hoy. Me duele el dolor de tantos
inocentes. Al mirar hoy el cáliz del desprecio, del rechazo, de la humillación
pienso en ellos, rezo por ellos. Es difícil aceptar el sufrimiento. El propio y
el ajeno. Me cuesta contestar como los apóstoles: «Contestaron: - Lo somos». Se
sienten fuertes y capaces de cargar con la cruz. Se ven con fuerzas para subir a lo alto del madero. Para
asumir la muerte más dolorosa. Para beber del mismo cáliz de Jesús aquella
noche de Getsemaní antes del Calvario. Me impresiona su disposición, su fuerza,
su deseo de amar hasta el extremo. La cruz impuesta sólo se puede besar, cuando
cargas ya con ella. Te cae y la besas. Pero creo que es más difícil besar la
cruz antes de que suceda. Es muy complicado aceptar el dolor antes de que me lo
causen. Besar la cruz que no ha llegado es un milagro.
Es eso lo que hacen
hoy Juan y Santiago.
Dicen que sí al dolor desconocido, a la afrenta
oculta en el futuro, a la herida que aún nadie les ha infringido. Tal vez pecan
de ignorancia y por eso confían. No lo sé. Ellos quieren los primeros puestos y
le muestran a Jesús su valor, su amor, su fe. Me conmueve su ingenuidad. Ese sí
anticipado me parece una gracia de santidad. ¿Fue ese sí el que le permitió
luego a Juan permanecer de pie al pie de la cruz? Pienso que sí. Juan ya había
besado esa misma cruz antes de que llegara. Ya había dicho que estaba dispuesto
a sufrir por amor a Jesús. El P. Kentenich hablaba mucho de la necesidad de
darle el sí a la cruz para poder vivir la santa indiferencia. Se trata de
aprender a vivir
inscrito en el corazón
de Cristo. Mi corazón herido en su corazón roto. Solo así será posible
que adquiera por obra de Dios sus mismos sentimientos. Sólo entonces seré capaz
de besar esa cruz que tanto temo. Los miedos me paralizan. Tengo claro que el
miedo no puede paralizarme. Pero me
cuesta tanto. Miro el futuro y temo. Me da miedo perder lo que me hace feliz.
Que me quiten lo que sostiene mi vida. El suelo que piso. Y
dejar de poseer lo que alimenta mi esperanza. Dejar de ser feliz
como lo soy ahora. Me da miedo el fracaso
que esquivo y el rechazo que evito. Húyo de esa humillación no deseada. Esos
miedos me pesan y me angustian. ¿Seré capaz de llevar una cruz tan pesada? Sólo de pensarlo me lleno de
miedo. Por eso es un don de Dios poder vivir en
paz ante el futuro que me angustia. Es un milagro saber descansar en su
corazón ante posibles cruces que se ciernen sobre mí. ¿De dónde sacaré la paz
que me falta cuando llegue la hora de mi amor? Sé que la paz brota sólo del
corazón de Jesús roto por mí, de su corazón herido por mí. De la grieta de su herida brota una fuente de esperanza que calma mi sed y pacifica
mi miedo.
Jesús me cuenta hoy
cómo es su poder: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos
los tiranizan, y que los
grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso:
el que quiera ser grande,
sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea
esclavo de todos».
Me impresionan sus palabras. El que quiera
ser grande, el que quiera
ser el primero. A veces sueño con
grandes proyectos. Quizás confío demasiado en mis capacidades. Me da miedo.
Creo que puedo cambiar el mundo con lo que tengo. Tal vez pienso en mí demasiado. En lo que necesito. En lo
que yo puedo hacer con mis dones y
talentos. Y entonces busco esos primeros puestos. Pero hoy las palabras de
Jesús me desarman. Si quiero ser primero, si quiero hacer algo que valga la
pena, tengo que ser el último, tengo
que servir. Parece contradictorio. El servicio me pone en el lugar más humilde. En el
del humillado. El servicio como camino de
vida. Servir la vida ajena. Servir al que necesita, al herido, al que no tiene. Servir es el
camino que siguió Jesús. Se me olvida tantas veces. Me empeño en buscar que
me sirvan, me ayuden, me den. Quiero que el
mundo gire en torno a mí rindiendo pleitesía. Y si no lo consigo me
rebelo. Echo la culpa a otros. No reconozco mis errores. Servir significa
aceptar que no lo puedo hacer todo bien. Reconocer mis errores en la acción y en la omisión. Aceptar mis límites y pedir perdón cuando he
hecho daño, cuando no he respondido a mi responsabilidad, cuando no he servido
la vida que se me ha confiado como debía. Comenta el P. Kentenich: «Servir en silencio y en segundo plano a las
almas. La mayor riqueza refluye hacia
aquel que se esmera en colocar toda
su energía al servicio
de las almas»8. Me gustaría aprender a servir así. En segundo
plano. Con un respeto infinito. Sin forzar la vida. Sin exigir la inmediatez en cambios que llevan su tiempo. Servir
como sirvió Jesús:
«Todo lo que dice y hace está al
servicio del reino de Dios»9. Jesús sirve a los hombres
para hacer presente
en sus vidas el amor de Dios.
Su reino de misericordia. Un servicio
que busca dar la vida por aquellos a los que ama y se le confían. ¡Qué lejos
está mi servicio del ideal! Sirvo buscando reconocimiento. Sirvo para que me
tengan en cuenta y valoren. Sirvo para sentirme especial y valioso. Me da miedo
caer en estas actitudes egoístas cuando sirvo. Temo ser yo el protagonista de
la vida de los demás. Me asusta mi fragilidad. Jesús me pide que sirva de forma
desinteresada. Que ame sin buscarme a mí mismo. Que no quiera aprovecharme de la confianza que se me ha entregado.
Que no busque siempre el pago por mi
servicio generoso. ¡Cuántas veces caigo en ese egoísmo! Me busco. Quiero ser yo
el que esté por encima del resto. Sin tener en cuenta las necesidades de los
demás. Hoy Jesús me invita a ser humilde. A comenzar mi vida de cero, sin
pretensiones. Quiere que deje de lado mis sueños de grandeza y me ponga a
servir en la mesa de los que más
necesitan. Cuando sirvo sin buscarme, sin querer el poder y el pago por mi
entrega, no despierto envidias ni celos. No como hoy la actitud de Juan y Santiago: «Los otros
diez, al oír aquello, se indignaron contra
Santiago y Juan».
Se indignan. Bien porque ellos desean lo mismo. Bien
porque les duele su actitud orgullosa. Cuando sirvo con humildad. Cuando me
abajo para ponerme a la altura del pobre, del herido, todo cambia. Acepto mi
condición de hombre
débil y puedo así servir desde lo que yo soy, desde mi pequeñez.
8 Herbert King. King Nº 5 Textos Pedagógicos
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