Domingo XXVIII Tiempo ordinario
Sabiduría 7,7-11; Hebreos 4,12-13; Marcos 10,17-30
«Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes,
da el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme»
14 Octubre 2018 P. Carlos
Padilla Esteban
«No
quiero temer. Quiero confiar y descansar sabiendo que soy un instrumento en
brazos de María. No quiero seguir controlándolo todo. Suelto las riendas y el
timón. Me dejo llevar»
Me parece que con frecuencia quiero controlarlo todo. Quiero ser como Dios y decidir yo lo que está bien y lo que está mal, lo
que corresponde y lo que no. Me gustaría poseer el poder para hacerlo todo a mi
manera. No quiero que nadie frustre mis planes. En la alianza con María repito
a menudo: «Nada sin ti, nada sin nosotros».
Y en esa alianza quiero que el peso recaiga en María, sin olvidarme de mi
aporte. Pero luego en la vida diaria y concreta pongo el acento en mí, me
centro en lo que a mí me toca. «Nada sin
mí», acabo repitiendo cada mañana. Nada sin que yo lo controle, nada sin
que yo lo revise antes, nada sin que yo calcule si es posible o no. Intento
delegar, pero desconfío de todos. No me fío. No creo que los demás lo puedan
hacer tan bien como yo lo hago. O a mi manera al menos. Creo que tengo más
experiencia, más años, más sabiduría, más talento. Sólo cedo cuando se trata de
áreas que no controlo tanto y escapan a mi conocimiento. Pero si no es así, lo controlo
todo. Quiero además ser como Dios cuando decido lo que a los míos les conviene.
Sé lo que será mejor para ellos y no deseo que fallen. Controlo sus pasos, les
digo lo que deben hacer, les marco la dirección correcta, quiero influir en las
decisiones que toman. Como si al estar yo presente en sus vidas ahuyentara de
golpe los fantasmas de posibles fracasos. Me convenzo de una mentira, me digo
que sienten lo que yo siento y ven las cosas como yo. Y pienso que sus
decisiones tendrán que ver con las que yo he tomado en la vida. Como si hubiera
una única forma de sentir, de vivir, de ver las cosas. Me da miedo acabar abusando
de mi poder, de mi autoridad sobre las personas que acompaño y se me han
confiado. «¿Qué hago ahora?», me
preguntan. Y yo parezco tener siempre la respuesta adecuada. Sé lo que les
conviene. Sé lo que tienen que hacer. Me piden consejo y yo creo que tienen que
obedecer mis puntos de vista. Y si no obedecen, ¿para qué me preguntan? Un
consejo nunca es una orden. Pero se me olvida. Me creo con derecho sobre la
vida de las personas que se me han confiado. ¡Qué fácil es querer que hagan lo
que yo deseo! A veces incluso no digo nada. Sólo miro. Y espero sin quererlo
que con ver mi mirada entiendan si estoy o no de acuerdo con sus actitudes y
maneras. ¡Cuánto me cuesta no controlar! Quizás por eso me cuesta tanto confiar
en Dios. Leía el otro día: «El hombre
moderno pretende convertirse en señor de su tiempo, en el responsable único de
su existencia, su futuro y su bienestar. Quiere planificar su vida y controlar
su destino. Se organiza como si Dios no existiera. No tiene necesidad de Él»[1]. No me fío de sus caminos porque no suelen coincidir con los míos. Temo sus
cambios de planes que van contra mis deseos. Quiero decidir sin Dios, más libre.
Actuar casi como si Él no existiera, o no tuviera ninguna influencia en este
mundo que Él mismo ha creado. ¿Quién me hizo tan desconfiado? Me duele ser así
pero veo en mi alma crecer la semilla de la desconfianza. Es muy duro verme
así. Busco el control sobre el futuro. Como si estuviera en mi mano alargar mi
vida un solo día o unas horas. Me cuesta confiar en otros a los que veo y
conozco. Más aún entonces confiar en ese Dios al que no veo. Me cuesta confiar
en Él. Como si siempre me fuera a fallar. Me da miedo que se equivoquen las
personas y que se equivoque el mismo Dios. Y acabe permitiendo lo que no me
conviene. Pero, ¿sé realmente lo que me conviene? No lo creo. Sé lo que me
gusta, lo que amo, lo que deseo. Pero no sé si todo eso que amo y busco me
conviene de verdad. Porque a veces lo que me conviene, lo que me viene bien a
mí que soy un niño malcriado, es que me lleven la contraria o alteren mis
planes. Rompan mis deseos o alteren mi ruta. Me saquen de mi esquema, o
eliminen mi control. Para hacerme así más libre interiormente. Para que aprenda
de una vez por todas a confiar en el amor de Dios que me sostiene. Siempre he
admirado esa mirada del P. Kentenich sobre la vida: «Les confieso sinceramente que en horas de soledad me siento asustado
ante la obra que hemos emprendido. Pero el pensar en la Madre del Cielo y la
confianza ilimitada en ella despeja rápida y completamente todos los
nubarrones. Una reflexión serena sobre el desarrollo cumplido hasta ahora
permite extraer la siguiente conclusión: Nuestra MTA nos quiere utilizar como
instrumentos para la renovación del mundo»[2]. Es la confianza plena que le pido a Dios. Que me enseñe a confiar en su
amor infinito y misericordioso. Que me muestre cada día su amor para que no me
olvide. Para que abrace sus deseos. Y viva en paz sin temer por mi futuro. Y en
tiempos de luchas, mirar a lo alto y confiar. En tiempos convulsos, creer en su
amor que sostiene mi vida. En épocas de crisis de la Iglesia, como la que vivo,
no temer, confiar y descansar en sus manos sabiendo que sólo soy un instrumento
en brazos de María. Lo dejo todo entonces en Él y confío. Y decido lo
imposible. No quiero seguir
controlándolo todo. Suelto las riendas y el timón. Me dejo llevar.
En ocasiones me siento en confrontación con el mundo. Me duele lo que veo y escucho. Me siento débil frente a tantos desafíos.
Como si me estuviera quedando vacío de ideales y de fuerzas. ¿Me estaré
volviendo viejo? ¿Se habrá apagado el fuego de mis entrañas? Miro el camino
recorrido y sonrío. No es posible que mi vida no haya merecido la pena. Tal vez
son semillas enterradas cuyo fruto no veo, o no veré. Miro mi mundo, mi
Iglesia. Me conmueve la reflexión de unos jóvenes que cayó en mis manos: «Más que un catolicismo de trinchera creemos
en uno que acoge y dialoga con las inquietudes del mundo, y que, a la luz del Evangelio,
busca responder a ellas». Miro con inquietud la trinchera que me he
construido. No dejo entrar a mis enemigos. ¿Tengo enemigos? Bajo ese nombre
enumero a los que no me aprecian, a los que no me valoran, a los que no piensan
como yo, a los que me critican y juzgan. Y yo también los juzgo. Son los otros.
Levanto mi trinchera. Echo la culpa a la vida que ha cambiado mucho. A internet
que lo ha globalizado todo. A mi debilidad que me hace tan finito que no logro
salir de mis miedos. Y entonces observo que mi trinchera es la mejor defensa
frente al mundo, frente al pagano, frente al que no cree y ataca mis creencias.
Me siento así más seguro. Pasará el temporal, pienso en mis entrañas. Y sigo
escondido. Con miedo a confrontarme con los que buscan mi mal. El mal del
justo. ¿Es esta la Iglesia que sueño? No. Me uno a esos jóvenes que creen en
Jesús hasta la médula. Y yo tal vez he dejado pasar los años buscando consuelo,
descanso, algo de paz. Culpa de la edad, me digo. Y quiero soñar con sueños
jóvenes. Para dar respuesta a este mundo que me inquieta, que cuestiona mi fe,
mi forma de vivir, mi propio pecado. A ese mundo que desea la coherencia y
sueña con la verdad. Vuelvo a leer: «No
hay que tener miedo a conversar con las corrientes de hoy». ¿Yo tengo
miedo? Prefiero no entrar en confrontación. Huyo de las peleas. Evito conversar
cuando temo perder en los argumentos. ¿Estoy a la defensiva? A veces me veo así
en medio de mi trinchera. Escondido, guardado, protegido. Para que no me hagan
daño en mi corazón herido. Que no me rechacen por mis ideas. Que no juzguen
todas mis palabras. Si hablo de renovación, que no me encasillen en el grupo de
los que quieren renovar. Si digo conservar, temo que me tachen de conservador.
¿Miedo a perder mi imagen? Sí, y mi lugar en mi trinchera. Miedo a enfrentar la
vida en sus dificultades. Miro el corazón herido de Jesús en la cruz. Todo por
no callarse. O se calló demasiado tarde cuando sólo cabía defenderse. Pero
Jesús fue siempre Él. No se adaptó a lo que los demás pensaban. No rehuyó la
confrontación cuando la vida de inocentes estaba en juego. Y miró siempre con
misericordia dando palabras de esperanza. ¿Por qué callo a destiempo? No lo sé.
Ese miedo a salir de mi trinchera en la que tengo paz y me siento seguro. Me
quejo de este mundo convulso en el que nada es seguro y todos me persiguen.
Miro el pecado de mi propia iglesia y me lamento. Y no hago nada por salvar al
débil. Sólo cuido mi trinchera, que esté firme, que siga sólida. Para no
arriesgarme a decir lo incorrecto. O exponerme a sufrir el rechazo en medio de
un mundo en el que sólo veo enemigos. Y quiero que se callen los que me
cuestionan. Pero ya leía hace poco: «Si
le cortas la lengua a un hombre, no demuestras que estuviera mintiendo:
demuestras que no quieres que el mundo oiga lo que pueda decir». Me cuesta
que me lleven la contraria. Y que me exijan ser más audaz en mis juicios. Me
molesta que critiquen mi trinchera, pero están en lo cierto. Necesito salir de
mi comodidad y luchar por cambiar el mundo que me rodea. Comenta el P.
Kentenich: «Nosotros esperamos llamarle
la atención a un mundo sumergido en las cosas terrenales, y al menos despertar
en él el anhelo de abrir las puertas que llevan a lo sobrenatural, hacia lo
divino, hacia lo infinito. Y hacerlo no tanto mediante palabras sino mediante
nuestra vida y aspiraciones»[3]. Mis palabras importan, pero más que eso importa la coherencia de mi vida,
la fuerza de mis gestos, la radicalidad de mi entrega. Tal vez ahí está mi
problema. Que no logro vencer la cobardía de ánimo para arriesgar la vida. Para
entregar mi corazón buscando que este mundo sea más de Dios. Y logre así dar
respuesta a la sed de infinito que guarda el corazón humano. Sin miedo al
rechazo, sin miedo a la crítica. Sin proteger mi lugar. Sin aferrarme al poder de
los poderosos, rehuyendo la pobreza de los débiles. No es la Iglesia que yo
sueño. Por eso hoy miro mi trinchera. Quiero
salir al mundo que necesita mi voz. Mi presencia. Mi respuesta. Mi vida.
Sé que tengo entre mis manos un gran poder, la
posibilidad del cambio. Puedo cambiar muchas
cosas. También puedo cambiar yo. Puedo cambiar con mis manos el mundo que me
rodea. Para eso tengo que conocer mi alma, descubrir mi riqueza y mi pobreza.
Decía el P. Kentenich: «Procuremos tener
dominio de nosotros mismos, observemos dónde está nuestra fortaleza y dónde
nuestra debilidad. Si nos conocemos verdaderamente, no arrojaremos tan
fácilmente piedras al prójimo, porque en él también hay una mezcla, distinta de
la mía»[4]. Cuando me conozco en mi verdad soy capaz de mirar a los demás con más
misericordia. Porque he probado el dolor de la derrota. Y he acariciado la
pérdida y la carencia. He sufrido la debilidad de la que huyo y he vivido la
herida de mi alma en lo más profundo. Entonces puedo mirar con ojos abiertos,
sin sorprenderme, sin rechazar nada ni a nadie. Pero ese camino de conocerme es
largo. Y no sólo eso. Puedo cambiar mientras camino. Eso lo he vivido tantas
veces. Puedo cambiar por mi esfuerzo y puedo cambiar por el poder de Dios en mi
vida. Él puede cambiarme para bien. Puede eliminar mis asperezas. Puede acabar
con mis miedos. Puede levantar esperanzas dentro de mi alma. Me cuesta cambiar.
No sé cómo pero el corazón se acostumbra a lo que conoce y no quiere dejar
atrás ni siquiera su pecado. Compruebo tantas veces mi resistencia al cambio.
Sé que sucede siempre. Cambio aunque no lo quiera. Pero me resisto a cambiar.
Me habitúo a lo de siempre. Y no deseo probar eso nuevo que aún no conozco. No
sé hacerlo. Tal vez necesito que se me pegue algo de esa sabiduría que hoy
escucho: «Supliqué, y se me concedió la
prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y
tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza. Con ella me vinieron todos
los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables». Quisiera ser
más sabio para enfrentar la vida. Y distinguir en mí con certeza lo que puedo
cambiar de aquello que no es posible. Travis Bradberry habla de una actitud
tóxica que me hace daño: «No hay nada en
la vida que hagas siempre o que no hagas nunca. Puede que haya cosas que hagas
mucho o que no hagas lo suficiente, pero etiquetar un hábito con los términos ‘siempre’ o ‘nunca’ es caer en la
autocompasión. Es hacerte creer que no tienes control sobre ti mismo y que
nunca podrás cambiar». No quiero creerme esa
frase que hace daño: «Es que yo soy así».
Es cierto que algunas tendencias en mí van a permanecer siempre. Eso no
importa. La única verdad es que puedo ser mejor. Puedo ser más paciente, más
libre, más generoso, más abierto, más misericordioso, más sencillo, más
ingenuo. Puedo, si lucho por ello, si me dejo hacer. Habrá cosas que nunca
cambien en mí y me duelan siempre. Las besaré aceptándolas y se las pondré a
María en sus manos. Ella sabrá qué hacer y cómo mejorarlas. Pero aun así, el
mundo a mi alrededor cambia. La vida cambia. El cambio es lo más real en torno
a mí. Tantas veces me asusta. Me confronta con mis límites y mis hábitos. Con
lo que soy, con mi pobreza. No quiero que todo cambie y aun así sucede. Me
gusta la estabilidad y que las cosas sean siempre como ahora son. Me inquieta
que la vida cambie. Y que yo me vea obligado a cambiar mis formas, mis métodos
en la misma medida. Quiero aprender a distinguir lo que sí puede cambiar de lo
que no. Justo el P. Kentenich distingue entre las formas y lo esencial: «Las formas están creadas para un
determinado espacio de tiempo. Con el transcurso del tiempo se desintegran. Pasan
los siglos y con ellos también las formas. Nuestros jefes han de ser hombres de
ideas firmes. Una forma puede cambiar, ser en el presente de una manera y en el
futuro de otra. Si ya no hay hombres que puedan distinguir entre forma e idea,
cuando las formas se disuelvan se acabará por abandonar fácilmente todo»[5]. No quiero perderlo todo. Puede que cambie la forma pero lo esencial ha de
permanecer. Quiero la sabiduría para distinguir lo que he de conservar. No
dejar de ser yo mismo en mi esencia. Aunque cambie en mis formas externas. Lo
de fuera no es lo más importante. El valor que guardo como un tesoro es lo que
quiero que permanezca. No quiero ir dando bandazos de un lado para otro. Me
mantengo atado a Dios que es quien me ha dado una misión de vida. Podrán
cambiar las expresiones de mi alma. Pero quiero ser fiel a la esencia que hay
en mí. Dios me ha dado una verdad. Un sueño de infinito que descansa en mi
corazón. Quiero ser fiel a lo importante. A lo que no cambia con el tiempo. Lo
menos importante puede cambiar. Y me hace bien ese cambio. Me lleva a
renovarme. Tengo que aprender nuevas formas para amar desde mi verdad. Nuevos
caminos para expresar el mundo que vive intacto en mi interior. Sin renunciar nunca a lo que soy. Todo en
medio de los cambios de la vida.
Hay muchas preguntas dentro de mi corazón. Preguntas que tienen que ver con esta vida. Con mis miedos y mis deseos.
Con mis sueños y mis expectativas. Preguntas importantes. Espero tal vez
respuestas que lo cambien todo. Hoy acojo en mi alma la pregunta que le hacen a
Jesús: «En aquel tiempo, cuando salía
Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: - Maestro
bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». Es la pregunta importante.
Por el camino se van quedando las preguntas que tienen que ver con el hoy, con
mi vida cotidiana. ¿Qué hacer para ser feliz ahora? ¿Cómo hacer felices a las
personas a las que amo hoy? ¿Qué me falta para que mi alma esté llena? Son preguntas
de la vida. Viven en el presente y despiertan mis sentidos al hoy, sin pensar
en el mañana. Pero aun así esta pregunta de la eternidad sobrevuela mi vida. Es
como una pregunta abierta. Quiero la vida eterna y plena junto a Jesús. Esa
vida para siempre en la que poder amar y ser amado. En plenitud, sin sombra de
pecado. Esa vida en la que mis amores serán todos correspondidos. Y nunca
necesitaré nada que no tenga. Esa vida eterna y feliz que no sé bien cómo se
dibujará ante mis ojos. Pero sueño con esa plenitud que hoy no poseo. Con esas
posibilidades que hoy se me escapan. A veces, al escuchar esta pregunta en
labios del joven rico, me parece que busca recetas. Algo así como una hoja de
ruta para llegar a buen puerto. Un cumplimiento exacto y pulcro de todos los
preceptos de la ley de Dios. Y me angustia el sólo hecho de preguntarme algo
así, o de que alguien me lo pregunte. Tal vez tengo que repetirme más veces la
antífona del salmo para no olvidarme del rostro de ese Dios al que busco y amo:
«Sácianos de tu misericordia, Señor». Saberme
amado por Dios me da la paz que necesito para el camino. Su misericordia colma
todos mis anhelos. Y cubre con su manto los pliegues de mi corazón herido. Para
que no sufra, para que no me hunda. Veo entonces que está mal formulada la
pregunta. ¿Qué tengo que hacer? Es casi como si quisiera saber exactamente qué
pasos he de dar para llegar al cielo. Como si la vida fuera una ciencia exacta.
Tantas veces he visto a personas obsesionadas con el cumplimiento. No para
vivir felices hoy, sino para heredar la vida eterna. Buscan recetas, un plan
exacto que seguir y cumplir. Comentaba el P. Kentenich: «Hay quienes parecen tener como única tarea de su vida cumplir normas
todo el día. Esa observancia tiene ciertamente un sentido profundo, pero sólo
colocada en contexto. Existe algo más que la mera justicia que se limita a
decir: - ¡Está prescrito! Que todo tenga como trasfondo la motivación central
del amor. El amor ayudará a cumplir por amor cada una de las prescripciones a
cumplir»[6]. Encuentro entonces la clave para
el cumplimiento: El amor. No se trata de hacer las cosas sino de hacerlas por
amor. De ahí se deriva todo. No cumplir por cumplir. No consiste en permanecer
puro en la línea que divide al virtuoso del pecador. Es otra la respuesta. Se
trata de que de mi amor surja todo lo demás. Que cuando rece sea por amor. Que
si me exijo renuncias y sacrificios sea por amor. Me da miedo que se seque la
fuente de mi entrega. Me juzgarán el último día en el amor. No en el
cumplimiento exacto de todo. Lo malo es que el amor no es tan claro en sus
exigencias. No son un conjunto de normas expuestas claramente con todas sus
excepciones y posibilidades. El amor es mucho más hondo y verdadero. Tiene
horizontes, le faltan límites. ¿Dónde siento que se juega mi amor hoy? Claro
que quiero vivir la vida eterna. Quiero heredarla. Quiero poseer el amor de
Dios para siempre. Pero quiero caminar desde mi amor. Desde lo que soy. Desde
mi verdad. ¿Qué tengo que hacer? A menudo no tengo clara la respuesta. Sé
distinguir muy bien entre el bien y el mal. Entre aquellas cosas que me hacen
crecer como persona y las que me hacen languidecer. Entre lo que me lleva a ser
generoso y lo que me vuelve egoísta. En esos momentos no hay duda. No tiemblo.
Actúo. Opto por el amor y funciona. Pero de repente surgen las dudas. Tengo que
optar entre un bien y otro bien posible. Dos bienes que chocan en el tiempo y
me exigen dar una respuesta clara. ¿Dónde me quiere Dios en ese momento? ¿Qué
quiere Dios que haga con mi vida? ¿Tengo que seguir ese camino o el otro? En
esos momentos de incertidumbre, tiemblo y dudo. Siento que me entran agobios
profundos. ¿Dónde me habla Dios? Es la pregunta más verdadera que surgen en el
camino. Entre dos bienes posibles. Entre dos caminos de santidad ante mis ojos.
¿Por cuál opto? No puedo contar con la hoja de ruta. De nada me sirven las
recetas que me propongan. En ese momento sólo me queda el corazón que ha de
buscar con calma y lucidez el querer de Dios. Ver dónde Dios hará más fecunda
mi vida. Y saber que sea lo que sea aquello por lo que opte, Dios no me dejará
en el camino. Él estará conmigo en mis decisiones. No sé si serán las
correctas. No sé si el otro camino hubiera sido el más querido por Dios. Quizás
sólo en el cielo lo sabré. Pero tengo una certeza. Allí, en aquello que he
elegido. En el bien por el que he optado. Si lo he buscado con humildad, como
un niño abierto al querer de Dios y he visto que iba por ahí. En ese momento de
lucidez, tengo que guardar una certeza. Dios
me acompaña y bendice cada uno de mis pasos. Esto me da tanta paz.
No siempre es tan fácil obedecer lo que Dios me pide. Primero hay que tenerlo claro. Luego hay que actuar. Sé que el que obedece
no se equivoca. Es cierto, cuando hago lo que me piden, hago lo correcto. Yo no
me equivoco, puede equivocarse el que me manda pero no yo. Hoy Jesús le pide
algo al llamado joven rico porque él quiere una respuesta, quiere saber qué
camino seguir. Y Jesús se lo dice: «Jesús
se le quedó mirando con cariño y le dijo: - Una cosa te falta: anda, vende lo
que tienes, da el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y
luego sígueme». Me conmueve la mirada de Jesús. Lo mira con cariño. Lo mira
con ternura. Lo ama. Lo mira tal vez con la misma mirada con la que miró a la
viuda de Naím, o como miró a la mujer hemorroísa que tocó su manto, o a la
mujer adúltera a la que querían apedrear, o como miró a Mateo esperando su
respuesta. Con esa misma mirada de misericordia mira hoy al joven. Quizás más
aún. Tal vez hoy mira a este joven con esperanza. Ve en él mucha pureza de
intención. Ve un corazón grande y generoso. Ve una vida joven que quiere
entregarse por entero. Confía en él, en su sí. Y le abre entonces todo un mundo
nuevo. Amplía su horizonte. Le habla no de recetas, sino de una vida de
confianza en el amor de Dios. Parecía todo tan fácil así sobre el papel.
Dejarlo todo, seguir sus pasos, dárselo todo a los pobres. El joven sabe que si
le obedece no se equivoca. ¿Cómo puede dudar? Parece sencillo. Pero tiene
miedo. Jesús no se limita a pedirle que cumpla, porque ya cumplía. Él ya lo
hace: «Él replicó: - Maestro, todo eso lo
he cumplido desde pequeño». Es un joven que conoce la ley. Sabe los
mandamientos. Los cumple. No hay engaño en su vida. Es totalmente trasparente.
Me gusta su forma de mirar. Ya cumple con lo que pide la ley. Ya hace lo que
Dios quiere. ¿Por qué es necesario algo más? En ese momento descubre que seguir
a Jesús es más peligroso, tiene más riesgos. Intuye que le falta algo. Pero no
se arriesga. Necesita vivir de otra manera para ser feliz. Para que su vida sea
plena. Para encontrarle sentido a su entrega. Pero tiene miedo. El joven rico
quiere cambiar, pero no sabe bien cómo. Cumple con la ley. Pero algo le falta.
Lo que hoy le propone Jesús excede la norma y excede su valor. Va más allá de
lo exigible. Habla de una generosidad que no se puede pedir. O se tiene o no se
tiene. Jesús se arriesga a abrirle un horizonte amplio. El horizonte del seguimiento.
Le propone entregar su vida. Lo llama. Lo invita. Pero él se turba y se aleja: «A estas palabras, él frunció el ceño y se
marchó pesaroso, porque era muy rico». El evangelista añade que era muy
rico. Joven y rico. Y quizás ahí estuvo
su miedo, su duda. No era capaz de un sí tan amplio. Demasiado generoso.
Jesús, con tristeza, habla de lo difícil que es ser rico
y a la vez libre para Dios: «Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícil les va a
ser a los ricos entrar en el reino de Dios! Hijos, ¡qué difícil les es entrar
en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!». El joven era rico. O mejor dicho, tenía el corazón apegado a las riquezas.
El corazón apegado al bienestar, a los lujos, a las comodidades. No hace falta
ser muy rico para estar apegado a lo que poseo. Basta con muy poco para ser
esclavo de algo, de alguien. Eso me impresiona siempre. No importa cuánto tenga
o deje de tener. Lo que sí importa es cuánto me ata y esclaviza lo que poseo.
Importa mi corazón. Y no sólo son los bienes materiales. Hablo de fama,
prestigio, reconocimiento, amor. Hablo de comodidad de vida, de seguridades, de
bienestar. Son bienes que se apegan al alma y pesan. Es difícil optar por
seguir a Jesús cuando el corazón está anclado en lo profundo de la tierra.
Apegado a la vida del momento, a lo que ahora me da paz y seguridad, al mundo
que me seduce. Surge entonces de mi corazón la misma pregunta de los
discípulos: «Entonces, ¿quién puede
salvarse?». Me siento a menudo como ese joven rico que se desanima con la
petición. Tengo seguridades y bienes que me hacen esclavo. ¿Cómo puedo ser más
libre para Dios? Jesús me contesta: «Es
imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo». Esa promesa
de Jesús hoy me tranquiliza. Él puede hacerlo posible en mi carne enferma, en
la fragilidad de mi voluntad, en la tibieza de mi ánimo. Veo con frecuencia a
personas que reconocen con sinceridad: «Llevo
una vida de fe muy tibia». A veces la vida me lleva donde no quiero ir.
Soñaba con altos ideales cuando era joven. Escribía canciones y oraciones
elevadas llenas de sueños imposibles. Creía que estaba entregando el corazón entero.
Y quizás era así en ese momento, mientras era joven. Mientras la vida era más
sencilla mis opciones de vida eran radicales. Invertía mis veranos en dar la
vida por Dios. Decía que sí a todo lo que me pedía Dios a través de personas. Y
no quería por ningún motivo aburguesarme con el paso de los años. Miraba
escandalizado la vida de esos matrimonios acomodados que como yo un día soñaron
con ideales. Y no quería eso para mí. No quería convertirme en un consumidor de
vida religiosa centrado en mí mismo. La vida, los años, apagan los fuegos. Y
queda sólo un rescoldo de fe que el viento del presente lucha por apagar. La iglesia
y su crisis. Los abusos y su dolor. Y las decepciones del camino. ¿Cómo se
puede encender de nuevo la hoguera del alma con tanto frío? Es tan fácil caer
en la mediocridad, en la tibieza. No pretendo juzgarme con dureza. Pero aspiro
a hacer algo más con la vida. Puede que no esté de acuerdo con todo. Que no me
guste todo lo que veo. Pero, ¿dónde quedó mi amor por Jesús? ¿Dónde las
promesas que le hice con pasión a María? ¿Dónde mi deseo de vivir eternamente
con Él? Mi radicalidad de vida pasó al olvido. Ahora casi todo me parece bien.
La fuerza de la costumbre. O los hábitos en los que Dios no aparece. Y me
conformo. Escucho en mi interior: «¡Qué
difícil les va a ser a los ricos!». Llego a sentirme rico. No lo he dejado
todo para seguirlo. Guardo en mi
interior tantos recovecos en los que Dios no entra.
Por eso hoy vuelve a encenderse mi corazón al escuchar a
Pedro y a Jesús: «Pedro se puso a decirle: - Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te
hemos seguido. Jesús dijo: - Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o
hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio,
recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más casas y hermanos y hermanas y
madres e hijos y tierras, con persecuciones, y en la edad futura, vida eterna».
Lo he dejado todo por seguirlo. Hoy quiero renovar mi
promesa de fidelidad. El tiempo acaba haciéndome blando. Bajo las exigencias y
me conformo. Lo he dejado todo y se me olvida. Salvarme no es imposible para
Dios. Él hace posible lo imposible. Cambia mi corazón y lo hace magnánimo,
libre, pobre. Capaz de darlo todo sin miedo a perder. Soy tan egoísta. Guardo
el no como respuesta en mi alma ante todo lo que pueda ser una exigencia.
Quiero renovarme en los ideales por los que un día opté. Son verdaderos.
Comenta el siquiatra Enrique Rojas: «Cuando
eres joven estás lleno de posibilidades, pero cuando eres mayor estás lleno de
realidades. La felicidad consiste en ilusión». Necesito renovarme en
ilusión. Digo que sí. Miro con paz y alegría las posibilidades que no están. Me
alegro con lo que soy y lo que he hecho. Veo lo que el mundo es. Miro con paz a
mi Iglesia. Sufro por el mal y me indigno con el pecado ajeno. Con el mío soy
más indulgente. Quiero que la Iglesia se renueve mientras yo me quedo quieto
sin hacer nada. Como si no quisiera que a mí me cambiaran. Tal vez como ese
joven rico temo perder lo que tengo. Hoy opto por Jesús, por seguir sus pasos,
por ser testigo de su misericordia. Opto por dejarlo todo en manos de María.
Por ser más de Dios en medio de los hombres. Deseo vivir como viven los santos.
El P. Kentenich comenta: «Ellos son los
grandes artistas de la vida. Cuanto más difíciles los tiempos y las tareas que
esos mismos tiempos nos imponen, con tanto mayor seriedad y fervor los santos
de la vida diaria se empeñan por un fuerte y sólido cimiento de su vida y
actividad: por una profunda vinculación a Dios»[7]. El santo de la vida diaria es el que lleva a Dios consigo. Y vive en
libertad su pertenencia. Sigue a Jesús con alegría. No vive con miedo ni
replegado en su egoísmo. Ya lo ha dado todo. Sólo teme olvidarse de sus
promesas. Por eso las renueva cada día en su interior. Pronuncia su sí. El que ya dio. Lo repite una y otra vez ante Dios.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario