Génesis 9, 8-15; 1 Pedro 3, 18-22; Comienzo del santo
evangelio según San Marcos
«En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el
desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás»
18 febrero 2018 P. Carlos
Padilla Esteban
«Me
recuerda que soy sólo ceniza, barro, tierra. Me bendice con su cruz para que no
confíe en mis capacidades. Quiere que ponga mi corazón en el suyo. Que me
inscriba en la herida de su costado»
Pienso que necesito adherirme a la verdad de mi vida
dejando de lado las mentiras que me pesan. Muchas veces vuelve a mi corazón esa afirmación de S. Juan, cuando dice que
la verdad me hará libre. La verdad sobre mí. La verdad en mi vida. La verdad
que deseo y anhelo. La verdad en la que me reconozco y encuentro mi camino. No
hay nada que me haga más daño que la mentira. El engaño envenena mi alma.
Enturbia la luz que ilumina mis pasos. Tengo la opción de vivir en la verdad o
vivir en la mentira. Engañar y ser engañado. Pero en ocasiones no me siento
capaz de aceptar toda la verdad. No tengo fuerzas para enfrentar los hechos
como son. Tengo miedo. No soy capaz de hacer frente a toda la verdad sobre mi
vida. Mi historia, mi presente. No soy capaz de cargar con todo y aceptar sin
dudar todo lo que Dios quiere de mí. El otro día leía: «Quiero vivir al lado de gente humana, muy humana. Que sepa reír de sus
errores. Que no se envanezca con sus triunfos. Que no se considere electa antes
de la hora. Que no huya de sus responsabilidades. Que defienda la dignidad
humana. Y que desee tan sólo andar del lado de la verdad y la honradez». Me
gustan las personas así. Humanas, verdaderas, sinceras. Que aceptan su vida y
la viven sin miedo. Quiero besar la verdad de mi vida y dejar de lado las
mentiras que se me han pegado en la piel con el paso de los años. La verdad me
hará libre, lo sé. Si la tomo entre mis manos y se la ofrezco a Dios. La verdad
sobre lo que Él quiere que haga con mi vida. La verdad oculta en sus planes. Muchas
veces no conoceré toda la verdad. No sabré todo lo que me va a pasar en el
camino. No es lo más importante. Lo que vale es aceptar mi vida en toda tal
como es, sin tapujos. Sin temer tanto lo que puede suceder mañana, pasado
mañana. Cuentan una anécdota del tiempo del P. Kentenich en Dachau: «El sacerdote alsaciano Haumesser que estuvo
en el campo de concentración de Dachau con el P. Kentenich se acercó a él y le
dijo: - Padre, disculpe, yo quiero hacerle sólo una pregunta que para mí es muy
importante. Lo único que le pido es que no me engañe, que me diga la verdad,
¿cree usted que vamos a salir con vida de este infierno de Dachau? El Padre se
sonrió y le dijo: - Yo no creo que esa sea la pregunta más importante en este
momento. La pregunta más importante en este momento es si aquí, en este
infierno de Dachau, hacemos o no la voluntad de Dios»[1]. No necesito conocer toda la verdad. No preciso saber lo que va a suceder al
final del camino o mañana. No es relevante. No hace falta que conozca todo
sobre todos. Tampoco sobre mí mismo. A lo mejor no puedo soportar tanta verdad.
Pero sí necesito saber qué es lo que tengo que hacer. El P. Kentenich fue un
enamorado de la verdad. Pero cuando esa verdad era especulativa y estaba
separada de la vida, sufrió con amargura. A veces me puede pasar. Veo una
verdad objetiva. Y una realidad que no encaja. Me frustro, me desespero, me
amargo. Amar la verdad es necesario. Pero amando al hombre, amando la vida
concreta que vivo, amando a las personas sin querer que encajen en mi verdad.
Aspiro a vivir en la verdad, para que mi vida responda al sueño de Dios
conmigo. No conozco la verdad de todo lo que hago. En ocasiones sentiré
mentiras que me duelen. Desearé liberarme de lo que me ata. Quiero reconocer el
sueño verdadero que tiene que ver conmigo. Quiero conocerme de verdad, a fondo,
liberado de cadenas que me engañan. Liberando a otros. Aceptar la verdad es lo
que me hace libre. El engaño es lo que me llena de ansiedad y tristeza. Le pido
a Dios que me enseñe a descubrirme en mis pequeñas mentiras. Esas que justifico
y me hacen pensar que soy bueno. Quiero fiel al sueño de Dios conmigo. La
verdad me hará libre y me hará feliz. Cuando descubro que lo importante es lo
que el P. Kentenich señala como camino: «El mejor medio para la felicidad personal me parece que es el empeño por
brindar alegrías a los demás»[2]. Dar alegrías a los demás. Darles paz. En lugar de vivir obsesionado con ser
yo feliz en todo lo que hago. Tal vez puedo aprender a darme cuenta de mis
justificaciones. Adorno las cosas para que parezcan lo que no son. Escondo mis
verdaderas razones sin reconocer mi auténtica motivación. Tengo que mirar con
sinceridad mi vida, con honestidad. Tal vez por eso admiro tanto a las personas
honestas. No se creen nada especial. Son lo que son, sin máscaras. Se enfrentan
a la vida con humildad. Me gustan las personas sinceras. Y a mí me hace bien
ser honesto en todo lo que hago y pienso. Lo demás poco importa. Lo sé muy bien, pero de repente me
encuentro justificando todo lo que hago.
A veces tengo claro lo que tengo que hacer y me pongo
manos a la obra. Actúo, decido, pienso. Y soy
coherente con lo que emprendo. Mis pensamientos y mis acciones parecen ir al
unísono por un tiempo. Hay armonía. Pero no dura demasiado. Súbitamente surge
algo que me distrae. Me aleja de lo importante. O de lo que yo creo que es lo más
importante. Y me encuentro pensando en cosas diferentes a las que de verdad
deseo. Me veo navegando por mares que no he soñado. O alcanzando cimas jamás
pensadas. Puede ser mi apego a mis riquezas lo que me hace débil. Esas riquezas
del mundo que tientan mi alma. Son los síntomas que me muestran que no estoy en
paz conmigo mismo o con la vida que Dios me regala. ¿Cuáles son mis riquezas? ¿Qué
me entristece y tienta en este mundo que llama a la puerta de mi corazón? Voy
con prisas. Surgen los miedos. No soy tan libre como deseo y me pesan las cadenas.
Estoy atado a mi vida. Me da miedo no ser fiel a lo emprendido. O dejar de
soñar con lo más grande para mi vida. O pensar que ya está bien de malgastar
mis días sirviendo sin que nadie lo valore. Y tiemblo. La vida es muy corta. O
puede que demasiado larga. Según se mire. Y quiero poseer todo lo que me
tienta. El cielo y la tierra. La eternidad y el presente. El amor y el poder.
La juventud y todos los sueños. Me veo desordenado por dentro. Lleno de deseos.
El otro día leía: «El hombre es un ser
relacional. Si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre - la
relación con Dios - entonces ya no queda nada más que pueda estar
verdaderamente en orden. De esta prioridad se trata en el mensaje y el obrar de
Jesús. Él quiere en primer lugar llamar la atención del hombre sobre el núcleo
de su mal y hacerle comprender: Si no eres curado en esto, no obstante todas
las cosas buenas que puedas encontrar, no estarás verdaderamente curado»[3]. Miro mi mal. Mi pecado. Mi tentación más grande. Me detengo en mi orgullo y
en mi vanidad. Me veo tan lejos de Dios. Me consume por dentro el deseo de
vencer siempre. De salirme siempre con la mía. De conseguir todo lo que quiero.
Sin tener en cuenta a quién dejo derrotado en el camino. La obsesión por
controlar las horas. La pasión por ser admirado y querido por todos y siempre.
El desorden de mi corazón herido que busca afecto. No he aprendido a perdonar
del todo las heridas de antaño. Y me alejo lentamente del Dios de mi vida al
que juzgo y condeno. El que camina conmigo y me hace ver una y otra vez que si
me distraigo y alejo de Él todo empieza a dejar de tener sentido. Vuelvo hoy la
mirada a ese Dios impotente ante mi miseria. Me dice el P. Kentenich: ¿Cómo nos ayuda Dios a resistir las
tentaciones? No podemos hacerles frente nosotros solos. Es Dios quien nos dará
las fuerzas necesarias. Nos convenceremos de ello en la medida en que nos
convenzamos del desorden de nuestra naturaleza y de los efectos del pecado original»[4]. Las tentaciones de un mundo en estampida. Que corre por los caminos de la
vida sin un sentido claro. Y me tienta. Y yo me adhiero a las propagandas que
me invitan a guardar mi vida, a enriquecer mi vida. A soñar con lo que no
poseo. En una película le preguntaban al protagonista: «¿Y eres feliz? ¿Qué te falta, qué deseas que aún no posees, para ser
feliz?». Me despierto con esta misma pregunta prendida en la piel. ¿Soy
feliz? ¿Qué me falta? Miro mi desorden. Miro mi camino. Y sonrío. ¿Qué más deseo?
En realidad lo tengo todo para ser pleno. Si me miro bien sólo puedo dar
gracias a Dios por lo vivido. El protagonista respondió: «Paz. Sólo quiero paz». Tal vez me falta esa paz para ser feliz.
Para vivir sin prisas, sin stress. No me importan tanto las distracciones. Son
parte del camino. Y Dios me habla en ellas. Me susurra. Porque al caminar veo
lo que me rodea y me distraigo. Y en esas voces del camino me encuentro con
Dios hablando. Y me dice tantas cosas. Me recuerda mi misión última. La de dar
la vida. Y me dice que mire dentro de mi corazón. Que no me equivoque buscando
fuera. Que ahí me habla aunque a veces me tiente lo que no me da paz. Y me
cueste entender sus silencios. ¿Por qué me obsesiono con poseer lo que al final
tal vez no me haga tan feliz? Ese puesto de trabajo soñado, esa persona con la
que compartir la vida para siempre, ese hijo que no llega, esa casa que deseo,
ese coche, ese viaje, ese proyecto, esa tranquilidad económica, ese perdón que
no logro, esa respuesta a mi pregunta que no escucho, esa persona que no
regresa y me perdona. Hay tantas cosas todavía por arreglar. Tantos sueños que
no se hacen realidad en mi camino. Me da miedo no ser feliz deseando lo que no
me hace feliz. Y no quiero desaprovechar el presente que Dios me regala para
encontrar sentido a todo lo que hago. Hoy, al comenzar la cuaresma, miro mi
corazón. Me desnudo ante Dios que se acerca a mi vida. Despacio. Y pongo en sus
manos mis sueños y mis miedos. Lo que no me hace feliz, lo que me alegra. Voy
de su mano. Que Él venga a mí es lo
único que me salva allí donde me encuentro.
Comienza el tiempo de cuaresma y miro en lo profundo de
mi corazón. Los árboles ya sin hojas, desnudos contra el cielo. El
frío seco, o húmedo. El cielo cubierto. Parece un tiempo triste. No lo es. Es
tal vez un tiempo para meditar más. Para callar y escuchar el silencio del alma.
Para renunciar a todo lo que me saca de mi mundo interior con Dios. Me falta
interioridad. Quiero hundirme allí donde descanso y soy yo mismo. Donde soy
verdad. Me han sacado con tanta fuerza fuera de mí mismo. Me han arrastrado a
la vida diciéndome que lo que me hará feliz no está en mi interior, sino fuera.
Me lo han dicho de tantas maneras que me lo he acabado creyendo. ¡Cuántas cosas
me ofrecen que son mentiras! Me hacen creer verdades que no tienen que ver con
mi felicidad. Me embarcan en caminos que no responden a mi sed más profunda. El
papa Francisco escribe en este tiempo de cuaresma sobre los falsos profetas: «Falsos profetas son esos ‘charlatanes’ que ofrecen soluciones
sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que resultan ser
completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el
falso remedio de la droga, de unas relaciones de ‘usar y tirar’, de ganancias fáciles
pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida virtual, en que las
relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan
dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor
sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de
amar». El mundo me ofrece a veces medias verdades. Soluciones
fáciles a problemas imposibles. Caminos cortos para llegar a cumbres demasiado
lejanas. Me convence de lo pleno que seré si me embarco en sus sueños y dejo de
lado el esfuerzo, una vida verdadera y unos principios firmes. Al comenzar la
cuaresma miro la verdad escondida detrás de tantas pretensiones. Miro dentro de
mi alma, en profundidad. Me gusta pensar que Dios me regala cuarenta días de
luz, no oscuros, de vida, no de muerte, de alegría, no de tristeza. Me gusta
ver la cuaresma como una oportunidad para dar un salto de fe. Y correr por el
camino de santidad al que Dios me invita. Decía el P. Kentenich: «Lo que le hace falta a nuestra época son
santos nuevos. Santos que sean grandes, que convenzan, que arrastren. Y si no
santos, al menos hombres nuevos, hombres cabales, cristianos nuevos, cristianos
verdaderos, espirituales, íntegros»[5]. Santos nuevos, grandes, íntegros. Personas enamoradas de Dios, del hombre,
de la vida. No santos perfectos e inmaculados. Sino hombres enamorados,
apasionados, llenos de luz. Con pecados, pero libres. La cuaresma es un taller
en el corazón de Jesús y de María. Allí encuentro esperanza a mi desesperanza.
Y paz en medio de mis guerras. Quiero dejarme tocar por Dios en estos días. Una
oportunidad. Un camino de luz. Eso es la cuaresma. Me gusta prepararme para la
vida cuidando el tiempo que Dios me da. Se lo entrego. Cuarenta días para Él. No es mucho tiempo el que invierto para
recibir a cambio su presencia que me salva y me devuelve la alegría perdida.
La cuaresma me regala tres pilares para vivir el camino
de conversión al que se me llama. Es una oportunidad
de vida que me da Dios para que se convierta mi corazón de una vez por todas: «Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a
Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: - Se ha cumplido el plazo,
está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio». Necesito
convertirme para ser más de Dios, para estar más lleno de su gracia. Para
escuchar más su voz y seguir siempre sus pasos. Es el camino que deseo
emprender. Cuesta cambiar mi corazón y mi forma de mirar la vida. Deseo ser más
libre del mundo para vivir más apegado a su corazón de Padre. El ayuno me pide
que renuncie. Y la renuncia duele. Siempre cuesta. Pero renuncio por amor. No
me quiero dejar llevar por mis sentidos. Quiero ser más dueño de lo que quiero
hacer y de lo que no quiero. Ser fiel a aquello que me propongo. ¿De qué quiero
ayunar en este tiempo? ¿A qué estoy dispuesto a renunciar por amor a Dios? El
ayuno que no se ve. Que no se nota. Mi renuncia abre la puerta del cielo. Se
derraman las gracias. Digo que sí. Renuncio con alegría, sin cara triste. El
segundo pilar es la oración. Es una oportunidad que se me da para crecer en mi
mundo interior. ¿Por qué no practico una nueva forma de oración? ¿Por qué no
busco más el silencio y el descanso en Dios? ¿Por qué no me dejo interpelar por
la palabra de Dios meditando el Evangelio? Tiempos para Dios. Tiempos de
calidad en los que quiero escuchar sus más leves deseos. Tiempo para ahondar y
no dejar que la vida pase sin crecer. Necesito más silencio, más profundidad. El
otro día leía: «Cuando estamos enamorados
percibimos hasta el más mínimo gesto del ser amado. Lo mismo ocurre con la
oración. Si tenemos la costumbre de orar con frecuencia, podremos captar el
significado de los silencios de Dios. Hay señales que sólo los novios son
capaces de comprender. También el hombre en oración es el único que capta las
señales silenciosas del afecto que recibe de Dios»[6]. Cuando tengo costumbre de rezar es más fácil percibir la presencia de Dios.
Es lo que busco, vivir enamorado. Necesito más momentos a los pies de Dios.
Este tiempo es un tiempo de gracias. Se abre el cielo para mí. Me dejo tiempo
para estar a su lado. El tercer pilar es la limosna que me ayuda a ser más
generoso con mi vida, con mis bienes. El corazón tiende a retener todo en su
egoísmo. Busca la comodidad. El lujo. Las cosas buenas y valiosas. ¿No es
verdad que quiero poseer todo lo que deseo? Una tendencia del alma. Por eso la
limosna me ayuda y me hace mirar al que no tiene. Despierta la misericordia en
mi corazón. Miro con amor al que no posee lo que desea. Y entrego lo que yo sí
poseo. Necesito ser más generoso. Quiero ser más pobre. Más necesitado. Más
menesteroso. ¡Cuántas cosas tengo que no necesito! ¡Cuántas cosas deseo que no
me hacen falta! Miro al que busca y necesita a mi alrededor. Me fijo en el
indigente. No paso de largo ante el que me pide, ante el que no tiene. Me detengo
a su lado. Quiero ser más generoso. No quiero dar sólo de lo que me sobra.
Porque eso no es auténtica generosidad. Quiero dar lo que me hace falta a mí.
Quiero entregar lo que yo mismo necesito y uso. Puedo dar mi tiempo, mi cariño,
mi vida. Puedo dar cosas materiales. Puedo ayudar al que necesita ayuda, al que
busca compañía. ¿Cómo voy a ejercer mi generosidad estos días? Son tres pilares
para vivir la cuaresma. Tres ayudas concretas para centrarme en lo que de
verdad importa. Porque la vida es breve. Y las cuaresmas pasan. Y los años. Y
sigo tan lejos de ser totalmente de Cristo, de parecerme a Él. Dios me da una
nueva oportunidad para crecer. Me recuerda que soy sólo ceniza, barro, tierra. Me
dice que mis años están contados. Me bendice al comenzar los cuarenta días con
su cruz de ceniza para que no confíe sólo en mis fuerzas humanas, en mis capacidades.
Quiere que ponga mi corazón en el suyo. Que me inscriba en la herida de su
costado. Que descanse en sus manos llagadas y abiertas. Y camine sobre sus pies
descalzos confiando. Quiere que me desprenda del peso que hoy me abruma. Una
persona decía el otro día: «Salgo del
retiro con mucho menos peso en el alma». Me conmovió. Yo también tengo un
peso en el alma. Mis deseos, mis planes, mis miedos, mis cadenas, mis
esclavitudes, mis dependencias, mis afectos desordenados. Mis pocas horas de
oración, mi apego a tantas cosas. Por eso me da miedo la cuaresma que me dice
que la renuncia me hace bien, que me hará más libre y ligero. Que si digo que
no a lo que deseo puedo crecer y ser más de Dios. Que si soy generoso nunca me
va a faltar de nada. Que si entrego la vida no voy a tener que preocuparme
tanto de conservarla. Pero me da miedo sufrir. Y cargar la cruz junto a su
madero cuando sé bien dónde acaba el viacrucis. Y me da miedo que me quiten mis
seguridades, mis tesoros, en los que me refugio como un niño consentido. Y me
asusta perder todo lo que creo me hace feliz. Aunque no sea cierto. A lo mejor
no es así. Y puedo ser mucho más feliz si soy libre y camino más ligero por los
caminos de Dios siguiendo sus huellas. No lo sé. Miro la cuaresma con una mezcla
de sentimientos. Miedo. Pereza. Tristeza. Esperanza. Alegría. Nostalgia.
Cuarenta días más para cambiar de vida. Para ser más de Dios. Más humano. Más
santo. Me pongo manos a la obra. O mejor. Pongo mis manos en sus manos y mi
corazón en el suyo. Soy de Dios. En eso
consiste la cuaresma. Al menos eso creo.
La cuaresma comienza con una promesa de amor de Dios. Justo el miércoles de ceniza este año ha caído en el día de los enamorados.
Es curioso que este día en que se ensalza el amor sea bendecido por la cruz de
la ceniza. Una canción francesa me lleva a reflexionar sobre el sentido del
amor: «À quoi ça sert l’amour» (¿Para qué
sirve el amor?). El auténtico amor es siempre donación. Y al darme en él
inevitablemente sé que voy a sufrir. Pero como dice la canción es un
sufrimiento que tiene «gusto a miel», que
es «triste y maravilloso», que al
final se transforma en un «recuerdo de
felicidad». Y es para siempre. Un amor eterno. Dios bendice mi corazón, mi vida y me recuerda que estoy hecho
para un amor que no tiene final. Me dice que cuando ame lo haga con toda el
alma, con toda mi vida, sin escatimar nada, porque los días pasan rápido. Y la
ceniza que recibo me habla de una temporalidad que me inquieta. Me hace pensar
en esa fugacidad de mis días. No deseo que se me escapen las horas. La ceniza
me recuerda que los días son gotas en el océano. Y que tengo que amar con un
amor imposible, el amor de Dios en mí. Y me dice que mi fuerza de hoy es sólo
un suspiro en los labios de Dios. Y un día de mi vida son mil años en su
presencia. Es tan pasajero todo lo que toco. Como las hojas caídas en otoño.
Sueño con un amor eterno recogido en mi vientre, sostenido en mis manos,
abrazado en mis silencios. Deseo amar y ser amado siempre. Quizás es el deseo
más evidente de mi alma. La cuaresma comienza con una invitación a amar de
verdad, a amar sin límites. Porque el amor es donación, entrega, sacrificio y renuncia.
Son lágrimas y sonrisas. Penas y alegrías. El amor en la vida lo es todo y
cuando no amo y no me siento amado, se seca mi alma como en un desierto gris.
Por todo ello, al comenzar la cuaresma, me pregunto sobre la hondura de mis
amores. Miro los amores de mi vida. Miro su profundidad. Una persona me
comentaba que no hablaba con su esposo de cosas profundas. Que no había hondura
en sus encuentros. Eso pasa con frecuencia. También en las relaciones entre
padres e hijos, entre hermanos, entre amigos. Es más fácil quedarse en la
superficie de las cosas. La hondura exige esfuerzo. La cuaresma me invita a
profundizar. Y a frecuentar esos lugares en los que soy amado como soy. Allí
donde amo siendo yo mismo. Allí donde me entrego. Donde toco a Dios en el amor
humano. Son momentos de gracia en los que lo veo escondido detrás de la carne
que toco. ¿Cómo no voy a temer que pase todo y se acabe lo que más amo? Es
verdad. El miedo a perder lo que amo siempre acaricia con sus garras mi
corazón. Tengo miedo a perder cuando amo. Y temo perder la vida sin llegar a amar.
Temo la ausencia de amor en mi vida que me deja vacío, mustio y seco. ¿Qué
puedo hacer cuando en mi vida no hay amor? ¿Cómo crecer y madurar para aprender
a amar bien? ¿Qué puedo hacer cuando no me siento amado por los que me rodean?
No es tan fácil vivir sin ser amado. Lo deseo y lo busco. Lo fuerzo y no lo
logro. Me entrego queriendo dar plenitud a lo que Dios ha puesto en mí. Quiero
aprender a darme sin esperar nada. Amar sin exigir. Dios ha sembrado en mi alma
una capacidad muy grande para amar. Hoy vuelvo la mirada hacia Aquel que me ama
con un amor incondicional y me recuerda: «El
amor es eterno». Y me dice que ha hecho un pacto conmigo y que Él siempre
será mi amado: «Esta es la señal del
pacto que hago con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las
edades: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra».
Su amor es para siempre. Me ama para siempre. Estará conmigo siempre. Incluso
cuando no lo merezca. Porque el amor no se merece. Es gracia. Por eso la ceniza
me muestra la fragilidad de mis días. Y me viene a decir que sólo merece la
pena mi vida si amo a fondo. Si me entrego sin reservas. Si no me guardo
egoístamente. Me dice que los días son vacíos si no los lleno de algo más
grande. Y que al final del camino lo importante será lo que habré amado. La
pasión que habré puesto al enterrar en la tierra las semillas. Y la fidelidad
al pacto sellado entre Dios y yo para siempre. Quiero ser fiel a ese amor que
he recibido. Hoy escucho: «Tus sendas,
Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza». Miro mi
vida y veo tanto amor. Pero a veces me turbo. Y me tientan los amores falsos y
vacíos. Los tesoros que me promete el mundo y son cenizas. La plenitud
representada en logros que son promesas fútiles. Y quiero más. Siempre mi
corazón quiere más y no se conforma. No le bastan las cenizas como última respuesta.
Quiere una vida plena. Un bosque verde que no se marchite. Unas aguas profundas
que nunca se sequen. Una flor que florezca de nuevo cada primavera. Amo el
vergel, no tanto el desierto. Aunque sé que es pasajero todo lo que toco. Y
espero de la vida mucho más de lo que obtengo. Pero no importa. No por eso dejo
de sembrar esperanza a manos llenas. He decidido seguir amando siempre. Quiero
ser fiel a mi alianza. Aunque no reciba lo mismo a cambio. Aunque otros no sean
fieles al amor que yo entrego. Quiero sembrar aún sin ver las primeras hojas
verdes, ni los frutos de cuanto hago. No me quiero convertir en un mercenario
del amor. Dispuesto a dar sólo cuando reciba lo mismo. Y dispuesto a seguir
amando siempre que siga recibiendo lo suficiente. Mi vida no es así. No lo
quiero. Pretendo amar cada día. No siempre recibiré lo mismo. Pero habrá tenido
color mi entrega. No lo verán muchos. Es verdad. Quedará oculto. Mi amor
sembrado no está a la vista. Gestos en la noche, silenciosos y callados. Gestos
que no esperan recompensa. Gestos que parecen no tener sentido pero cambian el
mundo. El amor siempre me lleva a hacer locuras. Gestos que no reciben amor
como pago. Pero aun así, habrá merecido la pena seguir amando. Escribe Pedro
Casaldáliga: «Al final del camino me
preguntarán: - ¿Has vivido? ¿Has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón
lleno de nombres»[7]. Quiero que mi corazón esté lleno de nombres como lo está el corazón de
Jesús. Así fue cómo murió Él en esa cruz un día. Amado por algunos. Olvidado
por tantos. Llorado por los más cercanos. Ignorado por aquellos a los que Él
amaba. Traicionado por un beso. Negado tantas veces. Murió en el silencio de un
madero. Sólo. Sin gritos. Sin violencia. Sin voces. Sin dejar ver grandes
gestos que todos pudieran apreciar y valorar. Perdonando en silencio. Murió con
mi nombre escrito en su piel. Con mi nombre y con muchos otros nombres escritos
en su corazón. Me gusta el valor del pacto oculto. Entre Dios y yo. Él me lo da todo. Y yo le doy mi sí.
Comienza la primera semana de cuaresma con la fuerza del
desierto: «En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el
desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás. Vivía entre alimañas, y
los ángeles le servían». Jesús es conducido al
desierto por el Espíritu. Me impresionan estas palabras. Yo también soy llevado
por el Espíritu en la cuaresma. Lo tengo claro: «Cuanto más cerca estamos del Espíritu Santo, más silenciosos somos. Y
cuanto más lejos, más charlatanes»[8]. Jesús se adentra en el silencio del desierto. Es lo mismo que yo quiero.
Porque allí puedo encontrarme con Dios. Pero también hay tentaciones cuando
callo: «El silencio conduce a Dios
siempre que uno deje de mirarse a sí mismo»[9]. Las tentaciones surgen cuando empiezo a mirarme a mí mismo. Cuando sólo me
preocupa cómo me encuentro. Vivo pensando en todo lo que necesito. Ensimismado.
Y me quejo por lo que me falta. Jesús es tentado en el desierto. Como yo. Él podría
poseer todo lo que quisiera, si no renunciara al poder de ser Dios. Si no se
hiciera hijo desvalido, impotente, demasiado humano. Vence la tentación porque
mira fuera de su corazón. Comienza a mirar cara a cara a su Padre. Entonces
todo cambia. Las tentaciones desaparecen. Comenta el Papa Francisco respecto al
gran tentador: «No es una sorpresa: desde
siempre el demonio, que es ‘mentiroso y padre de la mentira’ (Jn 8,44), presenta el mal como bien y lo falso como
verdadero, para confundir el corazón del hombre». El demonio me hace confundir lo falso con lo verdadero. No soy capaz de
distinguir lo que me hace bien, lo que me hace más hombre, más pleno. Y me
confundo. En el desierto, en su soledad y en su silencio, las tentaciones
gritan con más fuerza. Me da miedo caer y confundirme, lo confieso. No me creo
tan fuerte. Más bien me veo débil. Me seducen las mentiras del demonio. La
tentación es una fuerza que supera mis capacidades. Lo he comprobado tantas
veces. El otro día leía: «San Ignacio
llama el ‘bien aparente‘, algo que es
afectivamente agradable y atrayente, pero que aleja de los valores que se
querrían elegir. La lógica de la tentación comienza de modo cautivador para
acabar llevando a la persona adonde no quería. La tentación estimula los puntos
a los que uno es más sensible y que a menudo son desconocidos por la propia
persona»[10]. Los bienes aparentes se muestran con fuerza ante mis ojos. Y me dejo
tentar. Es bueno lo que se me ofrece. ¿Por qué dejarlo de lado? Lo busco con
ansias. Creo que seré feliz si lo consigo, si lo toco, si lo alcanzo. Pero
luego me quedo vacío. La apariencia de verdad me engaña. La apariencia de bien.
Me tienta el demonio con todo aquello que me socava por dentro y me hace
frágil, endeble. Toca mis puntos más débiles. ¿Cuáles son mis tentaciones más
habituales? Sé perfectamente cómo soy tentado. Muchas veces es el atractivo del
poder como servicio. Soy un servidor y me tienta el poder. Todo para el bien de
los otros, por supuesto. Pero es la vanidad la que me vence. Comenta el Papa
Francisco: «Es el engaño de la vanidad,
que nos lleva a pavonearnos, haciéndonos caer en el ridículo». La vanidad.
El orgullo. El deseo de valer, de aparentar, de poseer. El ansia de ser
reconocido y admirado. Me falta mirarme con misericordia. Y por eso espero que
los demás me miren como yo no me miro. La tentación de creer que soy muy bueno.
Hago el bien. Me tienta el demonio. Me creo mejor que muchos al hacer el bien.
Me siento útil, necesario, valioso. Mis intenciones ocultas. El deseo de destacar, de ser reconocido y
querido. ¡Qué fragil soy! Me dejo tentar.
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