III Domingo Tiempo ordinario
Jonás 3,1-5.10; 1 Corintios 7, 29-31; Marcos 1,
14-20
«Jesús les dijo: - Venid
conmigo y os haré pescadores de hombres.
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron»
21
enero 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero tener un corazón capaz del encuentro.
Quiero ser capaz de tender puentes. Estar abierto a conocer, sin prisas, a
quien sale a mi encuentro. Dispuesto a perder el tiempo con cualquiera»
Me gustaría ser capaz de mirar a las personas quitándome los prejuicios. Mirar con asombro. Abierto a la
sorpresa. Mirar lo que se ve en la apariencia y mirar muy dentro del corazón,
lo que nadie ve, lo que tantas veces
no veo. Mirar con curiosidad, sin miedo, con alegría. Mirar con admiración, sin
temer involucrarme al mirar, al crear lazos. Porque el amor me involucra. Mirar
sin juzgar, sin condenar, sin rechazar. Pero lo reconozco, a veces me encuentro
juzgando intenciones en mi corazón. Me asusta lo que veo y juzgo. O me producen
rechazo las actitudes que observo, y me alejo.
O surgen los juicios lentamente en el alma, a veces
con motivos, casi siempre sin ellos. Creo que
al prejuzgar a las personas me pierdo algo importante. Dejo de abrirme a la
verdad de cada uno. Me pierdo algo de la luz que brilla
en muchos corazones. Juzgo por mis miedos, por mis prejuicios. Y a la vez que juzgo, eso creo, soy juzgado.
Miro y aparto la mirada. Soy mirado y apartan la mirada de mí. Me gustaría
mirar la vida, mirar a los hombres, con intensidad. No quiero quedarme en la
superficie. Es verdad que los juicios me asustan. Los míos y los de los
hombres. Como si quisiera impresionar al mundo con mis cualidades y talentos.
Sé también que mis juicios asustan a muchos. Porque son prematuros, o quizás
injustos. Me falta libertad interior frente a mis prejuicios. Y no tengo
libertad interior ante el juicio de los hombres. Todo me influye. Pretendo ser
aprobado siempre y en todo lo que hago. Comenta
el P. Kentenich: «Los conocimientos y vivencias cosechados en los años de prisión
fueron útiles para aumentar la independencia ante
el favor y el juicio
humanos, y acrecentar la dependencia de Dios y de la valoración que hace Dios»1. El P. Kentenich era un hombre
libre. Siempre me ha impresionado su libertad interior para no temer
el juicio ajeno. Esa es mi meta cuando miro su vida. Es mi sueño.
Quiero ser un hombre plenamente libre. Libre para acercarme sin miedo
a los hombres. Libre para darme
sin temer el juicio. No
quiero tener miedo de ser yo mismo sin pretender ser
otro, sin ocultar mi verdad. No
sé si lo conseguiré algún día. A menudo
construyo mi autoestima
sobre las afirmaciones que
recibo. Y me lleno de tristezas ante los juicios que escucho, cuando son
críticas y condenas. Incluso difamaciones o calumnias. Poco importa. Quiero ser
libre frente a ello. Un hombre libre, capaz de ser yo mismo en cada
circunstancia. Libre para tratar con la misma libertad con un pastor de ovejas que con reyes y grandes
empresarios. Con gente sencilla igual que con personas adineradas. Con mendigos
e indigentes lo mismo que con personas influyentes. Con enfermos y con niños. Con aquellos que me importan y
con esos otros a los que apenas conozco. Siempre
ser yo mismo. Sin tapar mi
verdad, oculta a veces tras mis disfraces. Sin miedo a que descubran mis
heridas. Sin máscaras que me
protejan de las agresiones.
Yo mismo desnudo ante los hombres.
Como Jesús que se detuvo siempre ante
cualquiera lleno de misericordia. Y
se mostró en su
verdad a todos
los que querían conocerlo. Creo que el tiempo que vivo es un tiempo de
desencuentros. Decía el Papa Francisco en el 2014 a la familia de Schoenstatt: «Hoy día estamos sufriendo desencuentros
cada vez más grandes. Desencuentros familiares, desencuentros testimoniales, desencuentros en el anuncio
de la Palabra, y del mensaje, desencuentros de guerras,
desencuentros de familias. La división, es el arma
que el demonio tiene. El demonio
existe. Por si alguno tiene
dudas. Y el camino es el desencuentro que lleva a la pelea,
la enemistad. Babel. Así
como la Iglesia
es ese templo
de piedras vivas,
que edifica el Espíritu Santo.
El demonio edifica
ese
1 Kentenich Reader Tomo I: Encuentro con el Padre Fundador, de Peter Locher, Jonathan Niehaus
otro templo
de la soberbia, del orgullo, que desencuentra, porque
cada cual no se entiende, porque habla cosas distintas, que es Babel. De ahí que tenemos que
trabajar por una cultura del encuentro». Vivo tantos desencuentros. Palabras que separan. Gestos que
hieren. Son mis prejuicios los que me alejan y dividen. Juzgo por miedo
a ser juzgado. Y me alejo condenando a otros. Me da miedo
vivir en Babel donde no dejo que mi hermano me
toque, me hable, me ame. Donde no comprendo ni soy comprendido. Donde
no amo tampoco
porque me he puesto una
coraza para no sufrir en exceso. Me abruma el desencuentro en el que tantas familias
viven. Tantas personas que se condenan
a vivir en guerra, sin paz, sin llegar nunca
a conocerse. Y no se encuentran. Quiero
tener un corazón
capaz del encuentro. Capaz
de encontrarme con mi hermano.
Quiero ser capaz
de tender puentes. Estar abierto a conocer,
sin prisas, a quien sale
a mi encuentro. Dispuesto a perder el tiempo con cualquiera. El otro
día leía que la palabra
árabe Alcántara significa el puente. Un puente es un vínculo
que une dos lados. Dos orillas, dos mundos. Un puente une a las personas que están lejos.
Une a las poblaciones
enfrentadas. Une a las familias
que se han distanciado. Quiero
ser un puente
entre el cielo
y la tierra. Unir a Dios
con los hombres. Ser un puente
entre corazón y corazón. Sé que la forma de aislar a los
unos de los otros es destruyendo sus puentes, sus vínculos. El corazón se
aísla. Deja de estar vinculado con nadie. Alguien sin puentes, sin vínculos, es
alguien vulnerable al que es más fácil arrastrar y llevar donde yo quiero. Una
persona vinculada, con raíces, tiene más opinión, más criterio, más fortaleza, más
independencia. Me gusta
pensar en ser
yo puente que
una dos extremos lejanos. Puente que una
la tierra y el cielo.
Puente entre los que están
más alejados y aislados. Puente que lleve a casa
a los que están lejos.
Puente por el que muchos puedan
pasar para llegar
a la otra orilla.
Me da miedo la
muerte. ¡Qué difícil es morirse y dejar
todo lo que me ata, todo lo que amo, todo lo
que me queda aún por hacer! ¡Qué complicado soltar al que está muriendo
y dejarle marchar libremente! Hablo tantas veces con ligereza del
encuentro con los míos en el cielo. Allí
todo será pleno, lo sé. Pero
luego, cuando se acerca el momento de partir, tiemblo. Hoy escucho: «Queda como solución que los que tienen mujer
vivan como si no la tuvieran; los que lloran,
como si no lloraran; los
que están alegres, como
si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo,
como si no disfrutaran de él:
porque la representación de este mundo se termina». ¡Cuánto me cuesta mirar
la eternidad que me espera sin miedo y pensar en la plenitud de la que
predico sin temblor!
Hoy ha muerto Juan Bautista. Injustamente.
Y Jesús sufre la pérdida.
Se siente solo. Cuesta
tanto perder al que muere. Cuesta tanto la muerte. Pienso siempre que el
cielo puede esperar.
Lo confieso, me da miedo la muerte. Mi propia muerte. Creo en ese Dios que me espera feliz al final de mi camino.
Sonríe,
me abraza y yo confío.
Es verdad que me lo creo con la cabeza.
Pero no sé si he llegado a tocar
el corazón. Creo en la eternidad y en la presencia espiritual de los que se han
ido en medio de mis días. Puedo hablar con ellos. A veces no los siento. Sé que
amo la carne y el presente tangible en el que
vivo y quiero. Amo lo que soy y lo que tengo. Lo que hago y sueño en este instante
que vivo.
Temo la muerte fría que me aleja para
siempre de todo lo que me ata. Temo la muerte que no controlo y aparece cuando
menos la espero en medio de mi vida, de la vida de los que amo. Me da miedo la muerte y volverme viejo.
Y dejar de soñar. Y dejar de tener fuerzas.
Decía Bernard Shaw:
«No dejamos
de jugar porque
envejecemos. Envejecemos porque
dejamos de jugar».
Me da miedo envejecer sin un sentido. Dejar de estar presente teniendo
vida en mi piel. Temo acabar mis horas sin que hayan acabado. Decidir que ya he
vivido lo suficiente y no hay nada más que inventar. Me da miedo dejar de ilusionarme con los sueños,
dejar de amar y trabajar
por Dios. Leía el
otro día una poesía:
«Tiene
algo extraño el tiempo cuando
parte presto. Deja
huellas pesadas en mi alma
que ha amado.
Pues lo sé. Cuanto más quiero, más temo perder.
Más me asusta
el final del
camino. Y más miedo me da la muerte que se
acerca. Cuanto más amo, más sufro.
Y he pensado a veces
no amar, para
no sufrir. Pero
luego, cuanto más
lo pienso, más miedo
me da no amar. Y no por el sentimiento. Que sé que viene y que va. Es más por la hondura
dentro de la vida que ahora vivo.
Es más porque
mis raíces llegan
donde ya no veo. Son
profundas. Y me duelen.
Y temo más que mi muerte la muerte de quien más amo. Temo
al final la partida. Y me duele
lo que he amado». Me da miedo amar muy
hondo. Porque sé que
cuando amo más miedo me da
la muerte. Entiendo que, a quien lo ha
perdido todo, le importe poco morir. Es verdad. Es tan humano. A mí me da miedo
morir. Y dejar que se vayan aquellos a quienes amo. Y parece
que todo importa menos
cuando no están los que quiero.
Y a la vez me da miedo el tiempo fugaz. Y romper con todo lo que ha sido mío.
Dejar atrás mis sueños y mis deseos.
Dejar de respirar los ambientes de siempre. Olvidar las caricias de la piel que
se seca. El calor del sol. El frío del invierno. La humedad de la lluvia.
Callar tantas palabras que me hablan de vida. Dejar de hablar guardando
silencio para siempre. Dejar de caminar por caminos nuevos, yo que tanto he
andado. Un punto final a la vida que he amado. No está hecho el corazón para la
muerte. No la quiero. No la deseo. Quiero amar aquí en la tierra y para el
cielo.
Amar en la carne sembrando semillas
eternas. Amar y dejar que el amor ate a muchos a Dios. Un amor para siempre. No quiero que el temor
de la muerte me quite las ganas de vivir. Aun habiendo visto partir a quien más amo. No quiero
que la soledad de haber amado me llene de amargura y de
tristeza. En el dolor de la pérdida
levanto la mirada.
Quiero reinventarme en medio de mis temores cada mañana. Empezar otra
vez sujetando mis pérdidas. Amar
de nuevo echando
raíces. Temiendo siempre mi muerte y la de los míos.
Pero sabiendo que en esta vida lo que cuenta
no es el tiempo que tengo. Sino la forma
cómo uso los minutos que ruedan por mis manos.
No quiero pensar
que todo se acaba un día en una oscuridad sin
tiempo. En un vacío negro sin luz. Se llena el corazón de luz al pensar en un amor eterno que me espera
a la vuelta de la esquina. No dejo de amar aunque
me duela. Aunque el temor de morir me duela dentro.
Empiezo de nuevo.
Me reinvento. Echo hondas raíces que me atan a la vida. Me importa
más la calidad del tiempo.
La hondura de mis pasos.
La densidad de mis palabras.
La alegría de mi mirada. Me importa más el amor que siembro. Aún sin ver los
frutos de mi vida entregada. Me importa más vivir aunque
me asusta la muerte. Vivo en presente. No vivo angustiado por lo que ha sido y ya no es. Me da miedo la muerte. La mía. La de los que amo.
Pero no dejo de amanecer
cada mañana. Con el corazón lleno de sueños.
Y las mismas ganas
intactas de vivir plenamente.
Ahora están de moda los «influencer». Un «influencer»
es una persona que cuenta con cierta credibilidad sobre un tema concreto.
Por su presencia e influencia en redes sociales puede llegar a influir generando corrientes de opinión.
¿Soy un «influencer»? Creo
que lo soy porque soy de Cristo
y mi vida tiene influencia. Tal vez no en las redes sociales. Tal vez no
me sigan millones ni logre crear corrientes de opinión. Pero influyo por llevar
a Cristo dentro. Yo entierro mi vida para que dé fruto en Dios. Yo me entrego en lo que me toca hacer y estoy cambiando el mundo sin que nadie lo vea.
Así es como influyo. Aunque aparentemente nadie sepa
lo que
hago. Aunque nunca sea visto
como algo importante. En ese
mundo invisible de Dios todo tiene un
valor inmenso. Ese
entrelazamiento de destinos entre los cristianos hasta la eternidad
condiciona mi vida. No hay nunca un cristiano solo. Camino con otros. Soy parte
de una corriente de vida que va hacia Dios. Soy parte de Cristo, soy un miembro
suyo. Una parte amada de Jesús. No hago lo mismo
que otros hacen. Ni otros hacen lo que yo hago. Sufro cuando me comparo con los
que son más reconocidos, tienen
más éxito, o
hacen labores más vistosas. Me da miedo caer en la
envidia. S. Gregorio Nacianceno habla de
su amistad con S. Basileo: «Nos movía
un mismo deseo
de saber, actitud
que suele ocasionar profundas envidias, y, sin
embargo, carecíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la
emulación. Contendíamos entre nosotros, no para ver quién
era el primero, sino para averiguar quién cedía al otro la primacía; cada
uno de nosotros consideraba la gloria del otro como
propia. Parecía que teníamos una misma alma que sustentaba dos cuerpos. Cada uno se encontraba en el otro y junto al otro».
Me impresionan sus palabras. Es tan frecuente la envidia. Vivir el uno en el
otro es el ideal en Cristo. Así debería ser mi vida en la Iglesia. Camino
en el
corazón del otro, con el otro, para el otro. Tengo un lugar en la tierra en el que echar raíces.
Erradico de mi corazón toda envidia. No deseo lo que no
poseo. No me comparo. No quiero lo que no sé hacer. Cada uno conoce
su lugar. Yo tengo el mío. ¿Tengo claro mi don, mi misión, mi labor en la Iglesia? Le pertenezco a Cristo. Eso
lo sé. ¿Pero de qué forma vivo? Poco importa cuántas cosas haga. Lo que vale es
que sea aquello a lo que he sido llamado. Que sea fiel a mi misión y al nombre
que Dios me ha dado. Formo parte de Cristo. Vivo mi fe junto a muchos otros. Y
lo que haga repercute en todos.
Dice el P. Kentenich: «San Agustín
nos lo muestra en forma
gráfica. Se imagina
a un viajero que camina descalzo. Se clava una espina. Entonces todos los miembros inmediatamente se disponen a alejar este mal. El ojo mira, etc.
Esta es la verdadera responsabilidad del uno por el otro»2.
Lo que a mí me pasa afecta a Cristo en su totalidad.
Lo que haga o deje de hacer tiene su peso. El P. Kentenich, cuando fue al campo
de concentración de Dachau en 1942, lo formuló como solidaridad de destinos:
2 J. Kentenich, Texto de la época posterior a Dachau
«Entrelazamiento de destinos es la realidad
de lo sobrenatural. Esta verdad
fue para mí, desde el comienzo del tiempo de la prisión,
algo enteramente evidente. Tras mi decisión
de sufrir por
la Familia, no había ninguna visión sino el simple tomar en
serio la realidad del mutuo entrelazamiento de destinos»3. Él hace tomar conciencia a la Familia de lo verdaderamente importante.
En la prisión de Coblenza y después en Dachau estuvo unido a la
Familia. Él sin libertad exterior. Ellos luchando por su libertad
exterior. Debían ganar libertad interior. Mi lucha por la santidad
me une
a muchos. No
soy santo para salvarme yo solo. En una lucha egoísta
por llegar antes al cielo. No aspiro a
cumplir la voluntad
de Dios para que Él esté contento conmigo. No es así. Formo parte de
un cuerpo mayor que yo.
Un cuerpo en el que Cristo es la cabeza y yo sólo un miembro de su
cuerpo. Añade el Padre: «Imagínense una montaña
de manzanas. Ahí
todo depende de cada una.
Si una está mala, puede
contagiar a todas
las demás. La conciencia de la responsabilidad del uno por el otro
es un regalo extraordinariamente grande»4.
Importa mi entrega
silenciosa. Mi renuncia callada que nadie ve. Mis opciones tomadas ante Dios
en libertad. Sé que importa mi
fidelidad diaria, aunque muchos no la vean. Importa tanto mi entrega personal.
Aunque yo no vea nada. Mi vida depende de la vida de los
otros: «Esta es la imagen ideal de la
nueva
comunidad:
ese sentimiento extraordinariamente profundo de mutua responsabilidad que,
incluso, hace dependiente la vida de unos y de otros
entre sí»5. La coherencia de vida ayuda
a otros a vivir. No lo veo. Pero sucede. El amor entregado con
la certeza de que Dios conduce mi vida y es un amor que repercute en la vida de los demás. Es invisible. Pero sucede. Yo influyo en el todo,
tantas veces sin ser
consciente. El todo influye en mí. Salvo a muchos. Muchos me salvan a mí. La
atmósfera en la que vivo me ayuda a vivir mejor o peor. Todo depende. Las
conversaciones en las que participo. Los comentarios que hago y recibo. Las
cosas que pienso. Todo construye o destruye mi ser, mi alma, mi entorno. Eleva
o abaja mi espíritu. Estoy aquí sosteniendo la Iglesia en el lugar en el que me
toca vivir. Tal vez mi lugar no es el más valorado ni el mejor. No me importa.
No quiero caer en la envidia, condenando, deseando lo que no poseo. No quiero
desear lo que no sé hacer bien. Decido ser solidario. Me importa el todo.
Construyo pensando en el todo. Cuando alguien sufre, yo sufro.
Cuando alguien llora, yo lloro. No soy
indiferente a la vida que me rodea. Eso hace que me tome más en serio mis
pasos. A veces me relajo y caigo en la pereza pensando que puedo hacer poco.
Tengo poca capacidad para influir en el mundo. Mis manos no llegan lejos. Mis
palabras no tienen eco. Eso creo al menos. Pero no es así. Mi vida tiene peso.
El peso que Dios le da. Y Él hace
fecunda mi entrega. Aunque yo no vea los frutos que Él produce en mí.
Hoy Jesús
comienza la predicación cuando Juan ya se ha ido: «Cuando
arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios».
Pienso en la soledad de Jesús sin Juan. En su dolor ante la muerte. Es su
primer encuentro con la injusticia humana.
Ha perdido a su primo,
a su precursor, al único con el
que compartía la misión. Juan lo dio
todo, dedicó su vida
a preparar el camino para Él.
Quizás Jesús pensaba compartir su
camino. Y ahora tenía el dolor y el desgarro por su pérdida. Se sentía solo. Se fue a
anunciar el evangelio. Era su misión. Y de alguna manera era la
forma de seguir cerca de Juan, seguir anunciando a Dios. Recurre a las
mismas palabras de Juan. Pero ahora sin él: «Se ha cumplido
el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio». Jesús habla de la buena noticia que cambia el corazón.
Pide la conversión. No parecen palabras suyas.
Sigue el espíritu de Juan en él. Es
necesario cambiar de vida para vivir junto a Dios. Para recibir a Jesús. Jonás
también predicó para que Nínive cambiara su actitud y su forma de vida: «En aquellos días, vino
la palabra del
Señor sobre Jonás:
- Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad,
y predícale el mensaje
que te digo». Hoy las lecturas
me hablan de la necesidad
de cambiar de vida. La buena noticia
llena el corazón. Jesús me
pide que me convierta y crea. Jonás también hace lo mismo. Las palabras mueven
mi corazón al cambio. El ejemplo siempre
tiene más fuerza.
Más que las palabras de Jesús me cambia
su vida. Me enciende su entrega. Sé que de mis palabras y de mi testimonio de
vida dependen muchas cosas. A veces, como Jonás, puedo alejarme de Dios porque
no quiero predicar. Porque no quiero ponerme en las manos de Dios. Porque no
quiero vivir como Él me pide. Pero Dios me sigue por los caminos hasta que digo
que sí y hablo de lo que vive en mi corazón. Conversión. Cambio de
3 J.
Kentenich, Texto de la época posterior a Dachau 4 J. Kentenich, Texto de la
época posterior a Dachau 5 J. Kentenich, jornada 1950
vida. ¿Tengo necesidad de conversión? Es la pregunta que
siempre vuelve al corazón. ¿Tengo
que volver a empezar y cambiar esos hábitos que me hacen daño? ¿Tengo
que dejar lo que me pesa para seguir más
liviano a Jesús por los caminos?
¿Necesito volverme más ligero, más de Dios? El otro día leía: «Solo puedo describirlo como una experiencia de conversión; y solo puedo decir con total sinceridad que, en adelante, mi vida
se transformó. Si mi momento
de desesperación había
sido de absoluta
oscuridad, aquella fue una
experiencia de luz cegadora. Supe inmediatamente que podía hacerlo»6. Las palabras de este sacerdote muestran cómo siempre tengo que
desear que mi corazón se convierta.
No estoy convertido
aún, me falta mucho. Hay sombras en mi alma. Vestigios del hombre viejo
que no me dejan ser de Dios. No quiero acostumbrarme a lo que vivo. Quiero siempre más. Sueño más alto. Espero más de la vida.
Quiero que el toque del Espíritu cambie mi corazón y me
haga más de Dios. Me gusta pensar hoy en esos aspectos de mi vida que necesitan
la luz de Dios. Las sombras de mi alma. Necesito una luz cegadora que me permita seguir adelante. Una
luz que me transforme por
dentro. A menudo me levanto dispuesto a cambiar. Quiero
comenzar de nuevo. Quiero ser otro. Quiero luchar como nunca antes. Me lo propongo. Me invento
propósitos que me animan a luchar. Descifro la voluntad de Dios. Pero, como
leía el otro día: «Nos vamos
acostumbrando, sin darnos cuenta, a que la mayoría de nuestras emociones y sentimientos buenos
acaben siendo estériles, porque no llegan
a la acción, a la vida, al otro. Hoy las
emociones son protagonistas, y por
eso muchos sienten
mucho por lo que pasa
a su alrededor, pero pocos
hacen algo por cambiarlo y lo cambian»7. Las emociones no bastan para que
haya una auténtica conversión.
Quiero volver a empezar. Necesito que me toque la fuerza de Dios para no
desfallecer. Quiero que cambie mi corazón por dentro. Necesito convertirme en
ese hombre que anhelo ser. Convertirme en Cristo. Cambiar tanto que pueda así dejarme hacer de nuevo por sus manos de
Padre.
En el alma de Jesús
surge el anhelo
de vivir en comunidad. De tener personas a su lado con las que
compartir la vida y la misión. Camina
junto al lago:
«Pasando junto al lago
de Galilea». Quería vivir con otros y
compartir su intimidad. ¡Cuánta nostalgia de Juan! Juan era el hombre firme e
íntegro. El hombre solitario que dedicó su vida a hablar de la verdad. Jesús se
dejó bautizar por él en el Jordán. Ahora comienza el tiempo de Jesús. Pero ya
no está Juan. Una misión inmensa se va abriendo paso en su corazón.
En silencio camina
junto al mar de Galilea.
Esta frase me habla de Jesús, de su vida. De su paisaje de juventud. ¡Cuántas veces
pasearía junto al lago! Se detenía a mirar, a contemplar, a orar ante ese mar
de su vida. Cuando uno viaja a Tierra santa se detiene ante el lago en
silencio. Es el mar que miró Jesús. Las mismas aguas. Guardo silencio frente a
ese mar. Como Jesús. Él guardó silencio allí tantas veces. Jesús pasa frente a
mí. Esa es la experiencia más fuerte de mi vida. Dios camina en mi vida y pasa
junto a mí. Y me mira. Se acerca a mi vida cotidiana. A mi quehacer diario. A
mi lago. En medio de mi rutina. No necesito grandes momentos para que entre.
Llega cuando menos lo espero. Cuando cierro
los ojos pienso en Jesús así, caminando a mi lado y mirando. No pasa de largo,
corriendo, ajetreado como yo hago muchas veces. Él camina en silencio y mira.
Hoy, en el silencio de su caminar, ve a unos hombres: «Vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago.
Jesús les dijo:
- Venid conmigo
y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más
adelante vio a Santiago, hijo
de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban
en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron
a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros
y se marcharon con Él». Los ve. El evangelio me dice sus nombres
porque para Jesús siempre fueron únicos. Juan, Simón, Andrés, Santiago. Siempre
tuvieron rostro e historia. Siempre fueron amados como eran. Por lo que eran.
¿Qué vio Jesús en ellos que se enamoró? ¿Qué vieron ellos en Jesús que los
movió a dejarlo todo por seguirlo a Él? ¿Dónde está la lógica en su actitud?
Unos hombres pescando. Unas barcas de la familia. Un negocio que no podía
desatenderse. ¿Era necesaria tanta radicalidad en la entrega? Seguro que no
vieron los pros y los contras de una decisión tan precipitada. Jesús vio unos hombres
sencillos, sin pretensiones, que cumplían su tarea. El evangelista me dice
primero que echaban las redes Andrés y Simón. Después, Juan y Santiago estaban
repasando las redes rotas. Me gusta esa forma de hablar de lo más cotidiano.
Una escena propia de un país de pescadores. Vivían del mar. Jesús los vio
haciendo lo que hacían cada día. Deseó estar con ellos. Eran dos. Después
otros dos. Estarían
hablando, o en silencio trabajando juntos. No lo sé. Jesús
los vio y
6 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
7 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa: 163
los amó. Echar las redes era su
costumbre. Echaban las redes y soñaban, confiaban en la suerte, en el buen Dios
que bendeciría su trabajo. Repasaban las redes para que estuvieran en buen
estado para la pesca. Para que no se escapara ningún pez. Su trabajo no era tan
diferente del de Jesús. Él vio su corazón de niño y quedó cautivado. Vio la
trasparencia de su mirada. Los miró por dentro. Y los amó sin apenas
conocerlos. Se acercó y los llamó por su nombre. Los elige primero. Llama
primero. Les promete que van a seguir haciendo lo mismo pero con más hondura.
Ahora lo van a hacer con los hombres. Los llama, los invita a estar con Él. No
son ellos ahora los que quieren saber dónde vive. Es Jesús el que quiere pasar
el día con ellos. Está solo. Necesita una comunidad. Hermanos con los que soñar. Jesús sueña con una comunidad
nueva. No es posible seguir al Señor en soledad. Necesitamos caminar con otros.
Soñar con otros. Así habla el P. Kentenich de esa comunidad soñada: «En aquel entonces, la conciencia de responsabilidad y el entrelazamiento de destinos de unos con otros eran tan profundos que yo me decía: la salvación de la Familia
depende de mí; pero, también,
mi salvación depende
de la Familia.
Esta es la imagen ideal de
la nueva comunidad: ese sentimiento extraordinariamente profundo de mutua
responsabilidad que,
incluso, hace dependiente la vida de unos y de otros
entre sí»8. Mi salvación está
unida a otros.
No camino solo.
No sueño solo.
Jesús los llama
de dos en dos para
estar con Él. Para formar una comunidad que aspira
a la santidad. Que vive de la buena noticia.
El reino ya está entre
nosotros. Jesús los llama para cambiar de vida. Y les promete al
llamarlos un sueño: «Te haré pescador de hombres. Serás
el mismo hombre
pero con otra
mirada». Siempre
pienso en esa promesa que me hizo
un día Jesús de
cuidar hombres. Me llamó a echar las redes al mar. Me invitó a repasar las
redes recogiendo heridos, acariciando corazones rotos, remendando el propio corazón. Esa es la promesa
que me hizo a mí cuando llegó
a mis redes y me pidió que siguiera sus pasos. Yo ya echaba
redes y a veces
las cosía. Pero Él llegó
con fuerza, pasó
junto a mí, por la orilla de mi lago
y llegó hasta
mí. Sé que yo no hubiera
sabido capaz de ir hasta
Él. Me vio. Me llamó
por mi nombre para ser sacerdote de hombres. Esa fue mi vocación. Pero también es la vocación
de cada uno. La vocación
que tengo de ir
hacia el hombre desde lo que yo soy. No me puedo resistir. Me habla de otro
mar. Me invita a subirme a otra barca. A echar otras redes, las suyas. A su
lado. Juan, Santiago, Andrés, Simón, dejaron sus redes vacías, sus redes rotas
y se fueron con Jesús. Lo hacen inmediatamente porque creen en Él. No dicen una sola palabra. Sólo lo miran
en silencio. Quizás
se sintieron amados
en lo más profundo. Tal vez ya se conocían. Ese día fue distinto. ¿Qué
vieron en Jesús?
Quizás se animaron mutuamente a dar el paso. Quizás se ayudaron
el uno al otro. Me gusta que siempre fueron dos. Así es
nuestra vida, siempre
vamos con otro.
Jesús también. Su soledad sin Juan le hizo más
necesitado de encontrar una comunidad de amigos. Nunca ya se separaron.
La semana pasada Juan y Andrés querían vivir con Jesús. Hoy Jesús quiere vivir
con ellos y les muestra una misión, les abre un horizonte. Les invita a ser los mismos pero
junto a Él. Ser pescadores pero pescadores de hombres.
No en el sentido de pescar, convencer o conquistar para
una causa. Sino en el sentido de amar y dedicar su vida a los otros. Me pongo
en el lugar de estos cuatro hombres. ¿Qué les llamó a dar el paso? ¿Se
enamoraron de una misión tan poco clara? ¿O fue Jesús con su mirada y sus
palabras el que encendió el fuego en su corazón? Creo que fue Jesús. Su mirada
cautivadora. Seguro que no entendieron tanto lo que significaba ser pescadores
de hombres. Pero el amor de Jesús los sedujo. Los convenció. «Jesús no se detiene a dar explicaciones. No les dice
para qué los llama ni les presenta programa alguno. No les seduce proponiéndoles metas atractivas o ideales sublimes. Lo irán aprendiendo todo junto a Él.
Ahora los llama a seguirle. La llamada de Jesús es radical. Los que le siguen han de abandonar todo lo que
tienen entre manos. Los arranca de la seguridad y los lanza a una
existencia imprevisible»9. Fue un salto de confianza. Jesús confío en ellos, creyó en
ellos. Y ellos, que eran ignorantes, que no sabían tanto de la ley, ni de las
escrituras, creyeron y confiaron en Jesús. Jesús los miró en su verdad.
Confiaron en Jesús, se sintieron amados por Él. Esos ojos de Jesús se metieron
muy dentro. Nadie los había mirado así, nadie los había visto por dentro. Lo
dejaron todo. Merecía la pena. Esa noche Jesús ya no estuvo solo. Compartieron
su vida, sus sueños. Comenzaron la aventura de llevar juntos el rostro de Dios
a los hombres. A cualquier hombre. A todos. Hoy, quiero dejar algo por Jesús.
La vida se juega en ese momento en el que Jesús pasa por mi vida. Me ve. Me
conoce. Y suavemente, me llama a estar con Él. Dejándolo todo, pero siendo
el mismo. Y yo lo sigo. Quiero
estar con Él.
8 J. Kentenich,
jornada 1950
No hay comentarios.:
Publicar un comentario