II Domingo Tiempo ordinario
1
Samuel 3,3b-10. 19; 1 Corintios 6,13c-15a.17-20; Juan 1,35-42
«¿Qué buscáis? Ellos
le contestaron: -Rabí,
¿dónde vives? Él les dijo:
- Venid y lo veréis. Fueron
y vieron dónde
vivía y se quedaron con él»
14 enero 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Me callo para oír su voz. Y saber qué dicen sus palabras. Quiero
oír su amor hecho palabra.
Quiero saber que Él es mi salvación, mi único camino.
Me callo para que me hable y pueda entender»
Cada vez me encuentro con más personas
que viven insatisfechas. Sienten que la vida es injusta
con ellos. Han perdido la ilusión. Deja de motivarles lo que hacen. Se
enredan y pierden la alegría. Dejan de luchar. Tal vez esperan una revelación
que les aclare el camino a seguir. Una voz que desde lo profundo del alma les
marque el camino. No lo sé. Busco tener una vida satisfactoria. En la que mis
deseos se hagan realidad. En la que mi amor sea pleno, largo, eterno. En la que
poder disfrutar la vida. Una vida plena, en la que me sienta realizado. Es el
sueño del hombre. Quiere que Dios aparte de su objetivo los aparentes
obstáculos. Aquello que pueda ser una barrera entre el presente y el objetivo a lograr. Comenta
el P. Kentenich: «Toda nueva conquista tiene el efecto
connatural a todo
lo terrenal y creado:
nos deja una profunda insatisfacción. El hombre vuelve
a buscar, a investigar; y finalmente se estanca
en lo material»1. Quiero llegar más
lejos. Lograr más metas. Realizar más deseos. Lo consigo y me veo de nuevo atrapado
en mi insatisfacción. No me siento pleno,
ni feliz con lo que conquisto.
Aunque sienta que avanzo. Pero no logro la plena satisfacción. ¿Es esa la
meta de mis días? ¿Vivir satisfecho? No
lo creo. Después de lograr la
meta soñada, atisbo otra meta en el
horizonte. Después de un logro, el siguiente. Siempre puedo tener más, ser
más, lograr más. Esa
cadena de deseos me lleva a vivir
inquieto. Siempre en tensión. ¿Cuándo aprenderé a vivir con más paz? Tengo
prisa. A menudo mis prisas me hacen daño. Porque corro y paso por delante
de la
vida sin prestar
atención. Pero es bueno que no deje pasar el tiempo. Porque la
vida en la tierra
es corta. Estoy de paso. Mario de Andrade escribía: «Lo esencial es lo que hace que la vida valga la pena. Quiero
rodearme de gente,
que sepa tocar el corazón de las personas. Gente a quien
los golpes duros
de la vida le enseñaron a crecer con
toques suaves en el alma. Sí, tengo prisa,
tengo prisa por vivir con la intensidad que sólo la madurez puede dar.
Pretendo
no desperdiciar parte
alguna de los dulces que
me quedan. Estoy
seguro que serán
más exquisitos que los
que hasta ahora
he comido. Mi meta es llegar al final satisfecho y en paz con mis seres queridos
y con mi conciencia. Tenemos dos vidas y la segunda
comienza cuando te das cuenta
que sólo tienes
una». Estoy en esa segunda vida. Me doy cuenta de que
tengo sólo una y quiero vivirla plenamente. Aunque no estén satisfechos todos
mis deseos. Aunque no haya logrado todo lo que me he propuesto. No importa.
Sigo adelante con lo que tengo. Decido
vivir el instante presente. En lugar de proyectarme en el tiempo futuro que
desconozco. Decido vivir cada día. Sin hacer tantos planes. Sin ponerme tantas
metas imposibles que no logran
dejarme satisfecho. Miro en mi corazón. ¿Por qué estoy inquieto?
¿Qué me falta? Quiero mirar mi vida hoy. ¿Qué me gusta?
¿Qué me falta? Soy realista y sincero. Hay muchas cosas que no puedo cambiar.
Las acepto. Hay
otras muchas que no puedo
lograr. Le doy el sí
a la realidad. Y miro la parte que
está en
mi mano. ¿Qué puedo cambiar? Hay muchas cosas susceptibles de
mejora. Eso seguro. Pero tal vez
aun cambiándolas seguiré insatisfecho. Puedo vivir con insatisfacciones. Puedo aceptar que
no todo sea perfecto. Me gustan mis
perfectas imperfecciones. Me hacen más
humano. Y me hacen más necesitado de Dios.
Sólo en Él descansaré
un día ya satisfecho. Dejaré a un
lado el cansancio. Y Jesús me dirá: «Bien
hecho». Y yo preguntaré confuso: «¿A
qué te refieres? ¿A mis logros, a mis éxitos,
a mis méritos?». Y Jesús
me dirá: «No. A eso no. Me refiero
a tu sí fiel y sencillo repetido en tus fracasos. Sostenido en tus derrotas. Pronunciado en tus renuncias. Asumido
bajo el peso de la cruz.
Cuando no estabas
satisfecho. Cuando pensabas
que no habías hecho nada
valioso. Tu sí
1 J. Kentenich, Hacia
la cima
sencillo fue
una luz en medio de la noche».
Y descansaré tranquilo, junto a su costado
abierto. Porque mi vida habrá merecido la pena. Sólo Él
sabe lo que de verdad necesito. Lo que de verdad importa. Yo acepto sus deseos
como un camino de felicidad. Mi vida tal como es hoy es mi mayor regalo. La
segunda vida que me queda es un nuevo comienzo. Al mirar hacia atrás los años
recorridos tengo paz. Y quiero vivir con más pasión lo que me queda. Sin
pretender lograr todo lo que el mundo me pide que logre. Y acepto ser sólo un
peregrino. Enamorado de la vida. Con el
don de saber echar raíces en tantos corazones, en tantas vidas.
Tal vez mi
problema es que me fijo sólo en lo que no hago bien. Resalto más mi pecado, mi
debilidad, mi carencia. Me enfrento con furia a mi realidad para intentar
cambiarla. Porque no me
gusta. O porque no le gusta al mundo. Me
he sentido rechazado
o no querido. A veces
simplemente me entristece la vida como es y no avanzo, no sonrío,
me lleno de amargura. Y en mi desánimo no logro cambiar nada de cuanto toco. Quizás
me falta una mentalidad más positiva. Mirar más alto por encima de mis
miserias. Mirar el bien que puedo hacer y hago, más que el mal en el que caigo.
Decía el P. Kentenich: «La historia
del seminarista que realizaba su examen de conciencia ya no desde
el punto de vista
negativo: ¿En qué
me equivoqué? ¿En
qué pequé?, sino
desde el positivo: ¿Qué conseguí, qué logré, qué quiero alcanzar? Suscitó así el
enojo de su acompañante espiritual. Éste lo increpó: - ¡Usted tiene que enmendarse! El seminarista respondió imperturbable: - Sí; pero lo hago positivamente, haciendo que lo positivo
exceda en brillo a lo negativo»2. El P. Kentenich acentuaba siempre lo positivo en la autoeducación. La luz
del sol no deja ver las estrellas con su resplandor. El
bien resalta por encima del mal. El
poder de Dios es siempre más fuerte que el del demonio. El
triunfo final de Jesús
en la cruz es más poderoso que
las muchas derrotas vividas en el camino. El amor tiene más fuerza
que el odio.
El bien que realizo
más influencia que el mal, porque cambia
el mundo. La luz que me deja ver la vida es más
que la oscuridad. Siempre lo veo así. La mirada es la que cambia la
realidad que me rodea. Puedo ver un campo
baldío y no ver nada más que desolación. Puedo ver ese mismo campo vacío y ver
en él ciudades, campos de cultivo,
triunfos, logros. Puedo ser audaz y soñar con algo nuevo.
O quedarme atado de manos en la
esclavitud a la que me he acostumbrado. En la película «The greatest Showman» comentan: «Para hacer
algo nuevo hay que romper con lo convencional». Para hacer algo nuevo en mi vida
tengo que salir de lo que me ata. Cuando aquello que me
ata no lo
he elegido libremente.
Quiero hacer algo nuevo desde el sí que le he dado a Dios. Pero siendo
creativo en mi forma de darme, de entregarme. Miro la fuerza oculta detrás de mis límites y torpezas. Detrás de mis cadenas y caídas.
Lo sé muy bien, la mirada lo cambia
todo. Tal vez no basta
con operarme los ojos para cambiar
un poco mi forma de ver la vida.
Quizás tendré que sacarme los ojos y buscar
otros que tengan más hondura, más
claridad. Unos ojos que sean como los de
Dios. Cambio mi forma de
mirar. Quiero mirar como mira Jesús. Viendo lo bello en el
corazón. Haciendo que su amor cambie a las personas. En la misma película decía
P.T. Barnum: «El arte más noble es el de
hacer felices a los demás». A veces pongo mis fuerzas en sueños que no me
llenan el corazón. El arte más noble, la
misión más grande, consiste en hacer felices a otros. No quiero vivir
preocupado de no
cometer errores. No pretendo hacerlo todo bien. Tengo pecados.
Sé que no puedo llevar una vida inmaculada. Soy frágil. Pero sé
que sí puedo luchar por hacer la
vida más feliz a los que me rodean.
Puedo hacer que su vida sea más
fácil, más plena. Eso es posible. Pero
tantas veces amo mal. Me amo a mí mismo. Sólo sueño con mis logros, con mis
éxitos, con mi fama. Busco ser yo reconocido
y querido. Quiero tener un
lugar en la lista de los que destacan. Por eso me empeño en
hacerlo todo bien, puliendo los defectos de mi alma. Pero hoy me detengo ante Jesús que pasa. Y miro
la fuerza que brota en mi interior. Y dejo que salga de mí ese fuego, ese amor.
Estoy llamado a mirar así mi vida y la de los
demás. A mirar en
ellos su luz, su fuerza. A mirar como mira Jesús al pasar
ante mí. Quiero ser un educador santo capaz de educar hombres
santos. Dice el P. Kentenich: «Yo, como
padre, soy el sacerdote. Debo ser el maestro, que culmine la obra,
que, de la ‘madera’ que tengo ‘en mis
hijos’, talle
auténticas figuras de santos. Se trata de la creación de valores nuevos. Hemos
de ir a la soledad
y allí dejarnos
formar: estar abiertos
a Dios y después, una vez llenos de Dios, salir afuera»3. Educo desde el corazón de Dios. Desde el silencio y la
escucha donde me encuentro con mi verdad, con mi original
forma de amar y mirar la vida. Y desde lo que soy puedo
2 Christian Feldmann, Rebelde de Dios
3 J. Kentenich, Retiro enero
53, Familia sirviendo la vida
educar a quien Dios pone en mis manos.
Dejo que mi corazón se llene de Dios para poder entregarlo a los que más lo
necesitan. Cambio la mirada que tengo sobre mí. Cambio la mirada que proyecto
sobre los demás. Quiero ser más humilde para mirar desde abajo a las personas,
nunca desde arriba. Y ver su belleza oculta, su grandeza, su fuerza interior,
su verdad más ignorada por los que miran mal. Esa misma luz que yo no veo en mí
tantas veces. Por eso hoy lo decido. Cambio mis ojos. Los llevo al taller de
Dios. En Él quiero empezar a mirar a los demás como Él me mira a mí. Puedo hacerlo si me dejo cambiar.
Es difícil
entender lo que Dios quiere que haga. No es fácil descifrar sus silencios cada día. Interpretar
sus palabras. Distinguir si es Dios quien me habla o soy yo que deseo
muchas cosas. Y sueño. Y es verdad que
en mis sueños está Dios escondido. Pero no es fácil optar, decidir el camino a seguir. Atravesar una puerta o pasar de
largo. Decir que
sí o guardar
silencio evitando el compromiso. «¿Qué quieres
de mí, Jesús? ¿Qué quieres
qué haga? ¿Qué quieres que deje? ¿Qué quieres que elija?». Es el grito en tantos
hombres que buscan hacer la voluntad de Dios en sus vidas. Esa es la historia de Samuel quien, siendo joven,
cuando aún no conocía la voz de Dios, escucha en su interior una llamada.
Escucha su nombre:
«En aquellos días, Samuel estaba acostado
en el templo del Señor,
donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó a Samuel, y él respondió: - Aquí estoy».
Pero en su confusión pensó que era su maestro quien le
hablaba. Porque aún no conocía al Señor: «Aún
no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido
revelada la palabra
del Señor. Fue corriendo a donde estaba
Elí y le dijo: - Aquí estoy; vengo porque me has llamado». Pero
no era Elí quien lo llamaba: «Respondió Elí: - No te he llamado; vuelve a acostarte». A veces en el
camino me confundo. Interpreto mal las voces que escucho. Creo que me llama
Dios y me pide algo. Pero tal vez no es Él. O creo que son otras invitaciones
las que cuentan. Y sigo otros caminos confundido. Samuel tardó en comprender. Y al final fue Elí
quien comprendió lo que sucedía y le explicó
todo: «Elí comprendió que era el Señor quien
llamaba al muchacho, y dijo a Samuel:
- Anda,
acuéstate; y si te llama
alguien, responde: - Habla, Señor,
que tu siervo
te escucha». En la vida
me viene bien encontrar a personas que me ayuden a interpretar las voces
del alma. Los sonidos que surgen en lo profundo del corazón. Necesito a alguien
que se ponga en mi piel y sepa discernir conmigo. Alguien que no decida por mí.
Pero me ayude a tener más claridad. No siempre, pero a veces me hace bien
dejarme aconsejar. Escuchar más voces en la maraña que se forma en mi interior.
Alguien que con una cierta distancia sepa aconsejarme en mi búsqueda de Dios. A
veces dicen algunos que ya no hay vocaciones a la vida consagrada. A la vida
célibe como sacerdote, o como religiosa. Y me dicen que es en parte porque se
presenta muy atractivo el matrimonio como camino de santidad. O tal vez es
porque Dios llama menos. O porque los jóvenes han dejado la iglesia y la fe.
Puede haber muchas razones. No lo sé. Pero yo pienso que hoy Dios sigue
llamando y sigue habiendo jóvenes que se deciden por Él. Jóvenes que escuchan
la voz de Dios y saltan de su cama con entusiasmo como Samuel, dispuestos a hacer lo que Dios les pide:
«El Señor se presentó
y le llamó como antes: - ¡Samuel, Samuel!
Él respondió: - Habla, que
tu siervo te escucha». Me
gusta la actitud
de Samuel.
Aún no conoce a Dios, pero ya Dios lo
conoce a Él. Y encendido por esa llamada, salta de su lecho para seguir sus
pasos. Me gusta Samuel. Su inocencia. Su hondura. Su búsqueda. Su deseo de
tocar y ver a Dios. Escucha la voz de Dios en el silencio de su alma. Se pone
en camino y Elí le ayuda a comprender. No me es tan sencillo a veces escuchar
a Dios porque no hago silencio. El corazón de los
jóvenes tal vez está demasiado atado a la tierra y a sus propios planes. Hay
demasiado ruido. Tal vez prefieren no escuchar. Además hay poca capacidad para
la renuncia y la entrega de la vida. Se apega el corazón al propio sueño, al
proyecto dibujado en la imaginación. Y hay miedo a confundirse tomando un
camino que pueda no ser el propio. El alma se ha atado en exceso al mundo. O
puede que el hombre no vea más caminos que los que la vida le ofrece. Puede ser
también que no escuche porque hay poca hondura en su alma. Porque hay poco
silencio y hay en cambio demasiados ruidos. Demasiadas voces que gritan.
Leía el otro
día: «De la noche
a la mañana, y de la mañana
a la noche, el silencio ha perdido cualquier derecho: el ruido
quiere impedir que
Dios hable»4. Demasiado ruido en el alma.
¿Cómo voy a saber lo que Dios quiere de
mí? Sobre todo si lo que quiere es algo que rompe con el curso normal de mi
vida. Y me pide Dios una locura. Sobre todo si seguir a Jesús supone dejarlo todo por tomar un camino distinto al que
antes recorría. Cuando ese camino que seguía era perfectamente
válido. ¿Cómo saber cuándo Dios quiere algo especial de
mí, algo distinto, algo aparentemente imposible, una locura, un exabrupto en mi
vida, en mi camino? ¿Cómo entender que sea necesaria una ruptura en la senda
recta por la que discurría la vida? ¿Por qué tengo que renunciar a lo que deseo para abrazar otros
deseos que aún no tengo? Tal vez falta silencio
interior. No me callo.
Dios sí que habla:
«Dios tiene un lenguaje
secreto, a muchos
les habla al corazón. Y hay un potente sonido
en el silencio del corazón: - Yo soy tu salvación»5. Me callo para intentar oír su voz. Para intentar
saber qué dicen sus palabras.
Para escuchar mi nombre pronunciado con ternura. Quiero oír su amor hecho
palabra. Quiero saber que Él es mi salvación, mi camino, mi vida. Me callo para que Él hable,
para entender. Como Samuel. Escucho atento.
Jesús es reconocido en el Jordán.
Es necesario que Juan señale
quién es Él: «En aquel
tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que
pasaba, dice: - Este es el Cordero
de Dios. Los
dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús». ¡Cuántas miradas hay en este pasaje!
Miran y se reconocen. ¡Cuántas veces no miro en la vida! Dejo pasar a otros
ante mi puerta sin ver su corazón, su belleza, su dolor. Todo empieza por la
mirada de Juan a Jesús. Jesús pasa a mi lado. Pasa al lado de esos hombres
sencillos, de Juan. Es un hombre más. Ese es el misterio de la Encarnación. Lo
más importante de mi vida sucede
en lo cotidiano: Dios camina
a mi lado, pasa junto a mí. Juan lo ve. Sabe quién es. Lo reconoce. Tanto habló de
Él, tanto lo anunció. Llega el momento de desaparecer. Deja que sus seguidores
se vayan detrás de Jesús. Este momento es tan importante que se recuerda en la
misa cada día. Al igual
que Juan levanto la Hostia y digo en alto: «Este es el Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo». Me gusta mirarlo
un momento, callado.
Me conmueve. Él me salva. Lo reconozco. Como Juan ese día cuando se lo
cuenta a sus discípulos. El evangelio dice que eran dos, uno era Andrés. Juan
señala a Jesús que pasa. Camina delante de ellos en medio de su día. No quiere
que aleje. Yo tampoco quiero. Siempre
me da miedo ese Jesús
que pasa de largo si no lo veo. Necesito
que alguien me lo señale. Me
diga que está ahí. ¿Quién es ahora esa persona? ¿Quién me muestra a Jesús
pasando junto a mí, en mi rutina, en mi historia? Juan se fija en Jesús que
pasa. Y lo señala. Y los discípulos siguen a Jesús. No saben quién es pero se
fían de Juan. Me conmueve mucho esa confianza humana en Juan. ¡Cuánto se fiaban
de él! Se fiaron de ese hombre que amaba la verdad. Lo escucharon, y se fueron
con Jesús. No le dejaron pasar. No siguieron su vida contemplando de lejos.
Dieron un paso al frente, sin saber muy bien a donde. Así suele ser en la vida.
Me fío de aquel a quien amo. El amor me da confianza. Ellos creen en Juan que
lo señala porque lo han amado antes. Creen en
sus palabras. Se fían de él. Yo también me fío de algunas personas. Porque me
parece bien su forma de vivir y pensar. Creo en sus capacidades. Creo en su
verdad. No hay engaño en sus labios. Me gustaría pecar de confiado y no de
desconfiado. Pero con frecuencia no es así. No me fío de algunos. Tal vez me
han defraudado. Me han engañado. ¡Cómo seguir confiando! Muchas decepciones. El
corazón no quiere más. Ha sufrido mucho. No quiere volver a confiar de nuevo.
Creo que tener un corazón confiado es un ideal. Aunque me hayan defraudado. Aunque
haya sido engañado. Una relación sana de amor se construye sobre
la confianza. El otro día leía: «Confianza no es saberlo
todo del otro. Es no necesitar
saberlo». Cuando amo a alguien
confío en él. No lo disculpo de todo lo que hace.
Pero creo en su buena intención. No
sospecho. No hay nada más peligroso que la sospecha. Surge cuando dudo de aquel
a quien digo seguir. Me recreo en los escándalos de otros. Pongo en duda la
pureza de intenciones de los demás. Nunca nadie es digno de mis elogios.
Siempre sospecho, dudo, desconfío. No creo en la bondad de las personas. Veo
sombras que oscurecen el brillo. Me gusta resaltar sus debilidades. Y desconfío
de su fidelidad aparente. Como pensando que no hay nada oculto que un día no
llegue a descubrirse. Desconfío también de los más cercanos. No me fío de sus
criterios, de sus decisiones, de sus opciones. ¿Por qué dudo tanto? Tal vez por
mis heridas. He sufrido. Me han hecho daño. Ya no creo en el amor puro. En la
belleza sin mancha. En la pureza sagrada. No creo, porque me han decepcionado.
Tal vez yo mismo he decepcionado a otros o a mí mismo. No creo en mis fuerzas y
por eso tampoco creo en las de los demás. Como dice un dicho popular: «Cree el ladrón que todos son de su
condición». Para confiar de nuevo tengo que hacer un proceso de conversión.
Tengo que sanar mis heridas. Y recuperar la inocencia perdida. La ingenuidad
robada. Volver a ser como niño. Confiar de nuevo en quien me ha defraudado.
Volver a creer en
quien me ha fallado. Hace falta un milagro de
conversión. Quiero empezar de nuevo. Creer de nuevo.
¿Cómo hago para confiar? Es necesario el
amor para que haya confianza. Amar a aquel en quien confío. Amor y confianza
van de la mano. Pienso en las personas que forman parte de mi vida.
¿Confío totalmente en ellas? ¿O creo que
me pueden engañar y fallar? Surge la duda, la sospecha. No quiero que se
introduzca ese sentimiento en mi amor. No quiero desconfiar de los que Dios ha
puesto en mi camino. Los dos discípulos se fiaron de Juan. Y lo dejaron para
seguir al Cordero. Creyeron en la promesa de sus palabras. El salvador del
mundo. Se fiaron. Me impresiona esa confianza ciega.
Cuentan que en una ocasión quisieron
gastarle una broma a Santo Tomás de Aquino. Él creyó lo que le decían.
Y al ver que era
un engaño respondió: «Entre que un burro
vuele y que unos religiosos mientan, me parece más imposible lo segundo que lo primero». Esa mirada inocente sobre la vida es una gracia. ¡Qué pocas personas hay hoy tan
confiadas! El corazón desconfía. No quiere pecar de ingenuo. Lo malo es que la
desconfianza es un veneno que me quita la paz. No creo en la palabra que me han
dado. No me fío de los consejos que me dan. No creo en las promesas que me hacen en el mundo del trabajo.
Pero tampoco a veces en las relaciones
personales. Desconfío del amor eterno que me prometen. Dudo de la fidelidad
eterna asegurada. No me acabo de creer lo que me dicen que piensan. No me creo
que no haya segundas intenciones en comportamientos generosos. Busco verdades
ocultas. El veneno está en mí. Desconfío del mundo. De todos. No tengo a nadie
seguro. ¿Es así? Hago mi lista de personas dignas de confianza. Tengo
bastantes. Me quedo tranquilo. Pondría la mano en el fuego por ellos. Creo en
ellos. No dudo de sus intenciones ni de
sus promesas. Me gusta mirar así.
La desconfianza en los hombres
me hace también
desconfiado ante Dios. ¿Cómo voy a darle mi sí a Dios? No me fío de Él. No sé cuáles son
sus planes al mirar mi vida. No sé si seguirlo a Él me va a traer paz y alegría.
Pienso en cómo es mi sí a Dios. Decía el P. Kentenich: «Mi sí es un sí filial
y alegre a mi
camino de vida más seguro.
Recuerden que ese sí supone
igualmente heroísmo y audacia. Sólo
quien de alguna manera posea un máximo de amor filial
será capaz de tal audacia»6. Necesito un profundo
amor filial para seguir a Jesús. Para creer en Él como hoy los discípulos: «Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: - ¿Qué buscáis?». Jesús
se vuelve y los mira. Es la mirada de Jesús a esos hombres que lo siguen porque
han visto algo en Él que responde a su sed y a su anhelo. Esos hombres
sencillos se han fiado de Juan y han comenzado a caminar con Él. Van detrás de
Él, no se atreven a más. Se fían de Jesús y lo siguen.
Son como niños.
Confían. No saben bien qué buscan. No saben por qué se ponen
en camino. Se fían de Jesús. Tienen alma filial. Jesús los mira. Mira su
corazón de niño, su inocencia, su sencillez, su trasparencia. ¿Qué buscan estos
hombres? Algo buscan, eso lo dicen sus ojos. No le preguntan a Jesús qué va a
hacer en su vida, su proyecto, sus sueños. No le preguntan qué tienen que hacer
ellos para ser sus discípulos. No quieren saber qué tienen que dejar para
seguir sus pasos.
Simplemente quieren estar
con Él, a su lado: «Ellos le contestaron: - Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?». Quieren saber dónde está su hogar. Quieren
vivir con Él. Ellos no lo saben, sólo quieren estar con Él. Es bonito lo poco
que saben de Él y aun así, ya lo siguen. Jesús ve esa confianza y ya los quiere.
Les invita a quedarse con Él: «Él les dijo: - Venid y lo veréis.
Entonces fueron, vieron
dónde vivía y se quedaron con Él aquel día; serían las
cuatro de la tarde». De nuevo la mirada. Los invita a ver por sus propios
ojos. Los llama a ir con Él. Venid. «Ven».
Esa palabra la he sentido en mi corazón muchas veces en mi vida. Y la he deseado otras
muchas. Quiero que Jesús me diga: «Ven
conmigo. Ven a mi lado. La vida merece
la pena junto a mí. Ven, mira, no te quedes lejos». No quiero sólo
contemplar en la lejanía. Quiero irme con Él, estar con Él. Jesús sólo les
promete estar con Él. Y vivir juntos lo que
toque, lo que Dios regale. Es una aventura. No les cuenta un programa,
no les exige unos puntos a cumplir, no anuncia
unos milagros que verán. Sólo les pide que vayan con Él. Y así empezó todo.
Jesús invitó a unos amigos a vivir con
Él. Día y noche. No un rato, sino siempre. Aún no sabía muy bien para qué. ¡Qué
alegría para Jesús tener esa comunidad! Amigos en los que descansar. Para los
que ser hogar. Ellos se quedan con Jesús. Lo que impacta siempre es el
testimonio, no tanto las palabras. No importa tanto lo que piensa Jesús. Ni sus
ideas. Están con Él todo el día y ven cómo actúa, qué hace, cómo vive.
Comparten un día tan solo pero eso basta. ¿Qué harían aquel día?
¿Predicaría Jesús como tantas veces
junto al lago? ¿Curaría enfermos, sanaría corazones rotos, mostraría su
misericordia con los más débiles y heridos? No lo cuenta el evangelista. No se
detiene en
los detalles de aquel día. Me gustaría
saberlo. Pero sólo sé que ese día cambió sus vidas. Se enamoraron. No sabrían mucho
de Él. Fue sólo un día. Pero
se acuerdan de la hora
del encuentro. Fue el día más importante de sus vidas.
Juan y Andrés se convierten en discípulos de golpe. En seguidores fieles.
Hombres libres que se apegan a Jesús con voluntad libre. No tienen miedo de
entregar su libertad por amor a Jesús.
Él los acoge. Los cuida.
Los ama. Y va formando en ellos un corazón valiente y libre. Decía
el P. Kentenich: «La obra maestra
consiste en educar
hombres autónomos que abracen
su ideal por convicción y acompañen en las buenas
y en las malas, pero
siendo autónomos y actuando por sí mismos»7. Ser discípulo de Jesús no es ser
un borrego. Supone
una madurez en la vida, en
el amor, en la entrega,
en la fe. El gran drama del hombre de hoy es su inmadurez afectiva. Una
persona inmadura en su forma de amar y vivir, suele tener una fe inmadura. Una fe que desconfía del amor de Dios. Una fe que deja de
creer cuando experimenta el dolor, la cruz, o la muerte. Una fe débil. Que deja
de mirar a Jesús al experimentar la frustración. No quiero una fe inmadura que
necesite milagros para seguir creyendo. Necesito una fe más honda,
más madura, más verdadera.
Una fe probada. Una fe que ha madurado en medio de la cruz
y el sufrimiento. Una fe que se aferra a
Jesús desde el dolor de la pérdida. Es un don que pido.
Cuando
acaba el día Juan y Andrés van
a contárselo a los suyos:
«Andrés, hermano de Simón Pedro,
era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón
y le dice: - Hemos encontrado al Mesías (que
significa Cristo)». Andrés se lo cuenta a Pedro, su hermano. Es la cadena
de mirar y contar que dura hasta nuestros días. De persona a persona. El
cristianismo se contagia por envidia. Te sigo porque envidio cómo vives tu
vida. Miro tu fe y la deseo. Es así siempre. Es impresionante la fe de Andrés
que le dice a Pedro que han encontrado al Mesías. ¿Qué vio Andrés en ese hombre
de Nazaret? Tantos hombres vieron milagros más tarde, pero no creyeron. Tantos
hombres fueron curados por Él, tantos comieron de la multiplicación de los
panes, pero no lo reconocieron. Y ese pescador creyó, porque leyó en los ojos
de Jesús un amor único, algo que llevaba buscando toda su vida. Entiendo que
Jesús se conmoviera ante esta fe tan madura. Se reconocieron, sus discípulos y
Jesús. Ya no era por lo que les había dicho Juan antes sobre Jesús. Ahora ellos
lo habían visto. ¿Qué vieron? Un testimonio de vida. Andrés quería compartir
con su hermano su tesoro: «Y lo llevó a Jesús». ¿A quién llevo yo
a Jesús? ¿A quién le cuento lo que he encontrado? A veces el apostolado se
convierte en una carga pesada. Como si tuviera que hacer cosas por Jesús. Pero
no es así. Cuando amo, necesito contar que amo. El amor es expansivo. Me saca
de mi interior, de mi comodidad. Andrés no puede contenerse. Había un fuego en
su interior que Pedro supo ver. Una alegría profunda y auténtica. Era verdad.
No dudó de su hermano. No le hizo preguntas. No quiso pruebas. Se dejó llevar.
Y al llegar junto a Jesús, se sintió mirado:
«Jesús se le quedó
mirando y le dijo: - Tú
eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás
Cefas (que se traduce Pedro)». No sería un encuentro corto.
Sería algo más profundo. Y Jesús supo en
seguida el verdadero nombre de Pedro. Él sería la piedra. La piedra rota pero
firme. La piedra sobre la que Él descansaría. La piedra pequeña que un día se
resquebrajaría pero volvería a ser su apoyo. Al darle el nombre, se
pertenecieron para siempre. Jesús me mira a mí, se me queda mirando, y me llama
por ese nombre que solo sabe Él. Como hizo Jesús con Pedro. Como hizo
Dios con Samuel.
Lo llamó y se quedó
a su lado: «Samuel
crecía, y el Señor estaba con él; ninguna de sus palabras
dejó de cumplirse». Pienso a veces,
cuando voy corriendo de un lado
a otro, que Jesús me mira y me sonríe. Y me llama por mi nombre. Con
ternura. No me grita. Lo hace con voz queda.
Para que no me asuste.
Y yo, es verdad, quiero
estar con Él. Vivir este año con Él.
Cada día, pase lo que pase. Junto a Él.
Porque conoce mi nombre. Porque sabe lo que deseo. Porque ha mirado mis
entrañas y me ama. Quiero estar con Él siempre. Cuando toque caminar, cuando
toque comer, cuando toque amar, dormir cansado, cuando toque reír o llorar.
Cuando toque descansar o dar la vida.
Todo junto a Él. Bajo sus ojos oscuros siento su presencia en mi corazón.
Quiero dar gracias a Dios porque se acerca y pasa a mi lado, porque me mira en
profundidad. Porque conoce cómo soy de verdad. Porque me llama por mi nombre
para que viva junto a Él. Porque ha puesto en mi camino personas que me lo
señalan, que me llevan a Él. Porque Él, sólo Él, me llama por mi nombre. Y yo le digo conmovido: «Aquí estoy,
Señor, para hacer
tu voluntad». De nuevo,
me lo repito, quiero vivir a su lado. Sólo quiero
eso.
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