domingo, junio 04, 2017

Pentecostés

 

Padre Nicolás Schwizer
Nº 193 - 01 de junio de 2017

Pentecostés es la gran festividad del Espíritu Santo. Pero, ¿es verdad? ¿Sentimos realmente este día como gran fiesta? ¿Nos emociona interiormente Pentecostés, como lo hace Navidad o Pascua Si pensamos en el Espíritu Santo, entonces nos faltan las imágenes, las experiencias concretas, los acontecimientos visibles. Porque las acciones del Espíritu Divino no son tan manifiestas, tan palpables, como las de Cristo o de Dios Padre. El Espíritu Santo es ‑ como se dice ‑ la tercera Persona desconocida de la divinidad, el Dios desconocido para los cristianos. En realidad, el Espíritu Divino está cerca de nosotros, está presente en mi vida desde el Bautismo, es el huésped de mi alma. Pero tengo que descubrirlo, tomar en serio su presencia en mi interior, dejarme guiar, enriquecer y educar por Él. Ahora, ¿quién es este Espíritu Santo que bajó en Pentecostés sobre María y los apóstoles, y que vive en nuestras almas? Sabemos que Dios es un Dios comunitario, desde la eternidad, que es una trinidad de personas. Sabemos que Dios es un Dios Familia. Y nuestras familias humanas fueron creadas a imagen de esta familia divina. Por eso, si nada es más semejante a Dios que nuestras familias humanas, entonces hallaremos también en ellas con qué caracterizar el Espíritu Santo. Para comprender mejor al Espíritu de Dios, hemos de referirnos a lo que hay de más precioso y más fuerte en una familia: el espíritu familiar.
Una familia sin espíritu no es una verdadera familia. Pero en todas aquellas que lo poseen, el espíritu familiar es más vivo que cada uno de sus miembros. Estos están marcados y forjados por él; todos resultan mejorados, enriquecidos, caracterizados por el hecho de pertenecer a aquella familia.

Y ¿cuál es ese espíritu? Es esencialmente un espíritu de amor. Se ha formado a partir del amor creador de los padres hacia los hijos, por toda forma de iniciativas, generosidades e impulsos. Y también del amor de los hijos hacia los padres, en forma de respeto, confianza, admiración y gozo. ‑ ¿Será este el espíritu que reina en nuestras familias? ‑ Y este intercambio va acrecentándose por sí mismo; es una circulación incesante y sin fin.

Así podemos entender que, en su último límite, este espíritu familiar se convierta en una persona, en un ser distinto de los individuos que lo engendran. He aquí, quizá la mejor representación del Espíritu Santo:
Es amor e intercambio de amor entre el Padre y el Hijo. El Padre se vuelve hacia el Hijo, y el Hijo hacia el Padre, con una intensidad tan grande que de ella brota otra Persona: el Espíritu Santo.

Enviado por el Padre y el Hijo, este mismo Espíritu Divino bajó en Pentecostés sobre la Iglesia primitiva. Los apóstoles estaban reunidos con María en el Cenáculo esperando con ansias al Espíritu prometido.

También nosotros hemos de ubicarnos espiritualmente en la situación del Pentecostés histórico. Porque aquel acontecimiento debe repetirse hoy aquí en nuestra comunidad.

Y nuestra oración ha de tener el mismo contenido que la de María y los apóstoles en el Cenáculo: ¡Ven, Espíritu Santo, ven sobre nosotros ven a nuestros corazones! Porque lo anhelamos, porque todo necesitamos, porque no podemos hacer nada sin tu fuerza, tus dones, tus frutos.

Queridos hermanos, Que Él vaya abriendo nuestras mentes cerradas y nuestros corazones duros para que pueda actuar libremente en nosotros. Y que con su fuego nos vaya transformando a todos.



No hay comentarios.: