domingo, marzo 11, 2012




Retiro de Cuaresma
« Con María, en el Santuario, al pie de la cruz »
26 Febrero 2012 P. Carlos Padilla Esteban
« Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras»Hb 10, 24 


La familia hoy y el desafío de ser santos
Siempre que comenzamos un tiempo de retiro, de renovación espiritual, nos presentamos ante Dios con el deseo de profundizar en nuestro camino de fe. Venimos al Santuario como familias cristianas que aspiran a crecer en este tiempo que la Iglesia nos regala para
cambiar de vida. Por eso, al comenzar, quería profundizar en el ideal que se nos presenta como familias cristianas arraigadas en María en el Santuario. El P. Kentenich acentuaba este ideal: «Una familia, que se esfuerza por encarnar el ideal de la Familia de Nazaret, en forma adecuada al tiempo, en la fuerza y magnanimidad de la alianza de amor con la Madre Tres Veces Admirable de Schoenstatt»1. La familia de Nazaret brilla ante nuestros ojos en un nuevo tiempo de gracias que se nos regala. Vemos el ideal y nos sentimos pequeños y débiles.

Miramos la misión y nos encontramos torpes y sin fuerzas. La vida va muy rápido, la crisis nos quita tantas veces la esperanza, el mundo nos roba los sueños. Por eso hoy nos detenemos y pensamos en unas palabras del P. Kentenich pronunciadas hace ya algunos años: «Llevad con vosotros el cuadro de la Madre de Dios y dadle un lugar de honor en vuestros hogares. De esta manera, los convertirán en pequeños santuarios en los que la imagen de María se manifestará derramando sus gracias, creando un santo terruño familiar y santificando a los miembros de las familias»2. Queremos llevarnos a María a nuestra casa. Pensamos en la imagen que marca nuestro retiro, María al pie de la cruz, la cruz de la unidad. María recibe la sangre que brota del costado abierto de Cristo. Escuchamos la voz de Cristo que nos dice:
«He ahí a tu Madre. Mujer, he ahí a tu hijo». Y pensamos que necesitamos a María junto a nuestra cruz. Sí, porque todos llevamos cruces de distintos tamaños. Pero siempre en ellas es necesaria la presencia de María. La necesitamos en nuestros hogares en los que muchas veces no hay orden, ni paz, ni ese remanso tranquilo en el que Dios quiere quedarse. Nos da vergüenza dejar que María se quede en nuestro caos interior, en el caos de nuestro hogar. Pero es fundamental vencer nuestras barreras y abrir las puertas. Las puertas de nuestra alma, las puertas de nuestro matrimonio, las puertas de nuestra familia completa. María quiere quedarse con nosotros, echar raíces, sembrar su luz y su paz. Allí Ella derrama sus gracias. Abrazada a su Hijo, con el cáliz en sus manos de Madre, nos regala la armonía de la que carecemos y nos anima a caminar en su luz.

Anhelamos ser familias cristianas, arraigadas profundamente en el corazón de María, en el corazón de Dios. Al comenzar este retiro nos preguntamos si nuestra familia está a la altura del espíritu que reflejan las palabras del P. Kentenich: «Allí se trata, en primer lugar, de una familia reunida en el amor. Reina en la familia un amor que lo abarca todo. Pero también reina en ella el espíritu de pureza, de paz, de alegría, de verdad, de justicia. De 


1 J. Kentenich, Familia sirviendo a la vida” (1956)
2 J. Kentenich, Carta de Santa María”


disponibilidad alegre para el sacrificio, un preclaro espíritu de lucha (por el bien) y una amplia conciencia de misión y victoriosidad»3. Estas palabras reflejan un ideal que quisiéramos alcanzar, aunque muchas veces nos sentimos muy lejos. Quisiéramos que en nuestras familias reinara la pureza, la paz, la alegría, la verdad, la justicia, la disponibilidad para el sacrificio. Por eso es tan importante crecer en nuestro amor, en nuestra entrega, en nuestra capacidad de aceptar, cargar, enaltecer y respetar. Dice el P. Kentenich: «Para poder acoger plenamente al tú debo disponerme interiormente para un amor que soporta y sobrelleva. El tú también debe soportarme. Es el amor que apoya en momentos difíciles, que es solidario, capaz de perdonar, de tomar iniciativas de amor»4. Un amor así es un don que no podemos cansarnos de suplicar cada mañana. Dios os ha regalado la vocación de amaros para la eternidad. Un amor que aspira a ser eterno. Un amor que quiere crecer en la entrega diaria, en el sacrificio, en la renuncia. Sólo cuando ponemos al tú por delante de nuestros intereses particulares y nuestros egoísmos el amor crece. Cuando nos preocupamos por el otro y sus necesidades, en lugar de pensar sólo en nosotros. Sólo así el amor se convierte en un servicio desinteresado y alegre.

Por eso, al comenzar este retiro, quisiera que meditáramos una oración que encontré hace poco: « Que la familia comience sabiendo por qué y adonde va. Que nadie los haga vivir sin ningún horizonte, y que puedan vivir sin temer lo que venga después. Que marido y mujer tengan fuerza de amar sin medida, y que nadie se vaya a dormir sin buscar el perdón. Que en la cuna los niños aprendan el don de la vida, y la familia celebre el milagro del beso y del pan. Que marido y mujer de rodillas contemplen a sus hijos, y que por ellos encuentren la fuerza de continuar». Esta oración refleja el deseo que mueve nuestros corazones. Aspiramos a ser familias santas en medio

de un mundo donde la santidad no es un ideal que mueva los corazones. Queremos ser familias que sueñan con crecer en un amor que se nos regala como un don. No podemos conformarnos con lo que ya tenemos. Cada momento de silencio que Dios nos regala es
una nueva oportunidad para cuestionarnos la fuerza de nuestro amor y mirar hacia delante con el deseo de crecer, de dar más, de aspirar a las alturas. Hay un sentido oculto detrás todo lo que vivimos. Dios conduce de forma personal nuestros pasos. En cada retiro deberíamos ser capaces de buscar su mano en todo lo que nos pasa, porque nada de lo que nos ocurre es por casualidad. Detrás de cada acontecimiento hay un plan sabio y misericordioso de Dios. Un plan de conducción para nuestra vida, aunque con frecuencia nos cueste descubrirlo. En el retiro ponemos todo lo que nos ha ocurrido en el último tiempo a los pies de Dios. Él se encargará de mostrarnos el camino que tenemos que seguir y le dará sentido a nuestra vida pasada.



Tiempo de Cuaresma, tiempo de conversión

Benedicto XVI ha tomado este año como motivación para la Cuaresma esa frase de la carta a los hebreos: « Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» Hb 10, 24. El Papa toma esta cita y la comenta: «El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24)». La Cuaresma es una invitación a vivir la caridad de forma profunda y clara, aspirando a la santidad. La cuaresma es un tiempo bendecido, tiempo del espíritu, tiempo marcado por la presencia de Cristo camino al Calvario. Es un tiempo de desierto en el que nos despojamos de nuestras seguridades para navegar en el mar de las misericordias de Dios, nuestro Padre. Es una oportunidad para cambiar de vida e iniciar un nuevo camino, aunque no sepamos bien hacia dónde caminamos. Lo cierto es que el camino que se nos ofrece está marcado por las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Son cuarenta días en los que pronunciamos nuestro sí a su querer y dejamos que su fuerza nos transforme en 


3 El Fundador a las familias, 1966, p. 60-61 
4 J. Kentenich, "Extractos de la carta de Nueva Helvecia", 1947-49


el milagro de la fe, que es una fe viva y que se manifiesta en obras; en la grandeza de una esperanza, que se hace fuerte en la oscuridad, en medio de la crisis, en las penumbras de la soledad; en el regalo de un amor, que se hace caridad que desciende sobre nuestros corazones pequeños y frágiles. En esta fuerza nos adentramos en un camino nuevo.

En primer lugar es un tiempo para crecer en nuestra fe y renovar así nuestro sí. Es un sí sencillo fundado en nuestra fe, en el poder creador de Dios; un sí a nuestra fe que vence los miedos y las barreras. En este año en el que el Papa, a partir de octubre, convoca un año de la fe, queremos que la cuaresma nos aumente la fe. La fe es un don que se nos regala. Pero muchos hombres hoy han dejado de creer en el amor de Dios. Por eso nos invita Benedicto XVI, en su carta apostólica «Porta Fidei», a luchar para que se despierte el deseo de buscar su luz: «Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en Él y a extraer el agua viva que mana de su fuente». La fe es un don que hay que pedir y que se alimenta en la fuerza del amor. Y añade: «Gracias a la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección». Por la fe comenzamos a vivir una vida nueva, una vida en el Espíritu, donde Dios está presente. Como decía el P: Kentenich: «Nuestra fe no es una fe que simplemente sobrelleva y soporta, sino que también nos da tareas previstas en el plan de Dios para nosotros, nos confía la labor de hacer realidad la misión que hemos descubierto. Y hacerlo con todas nuestras fuerzas»5. La fe tiene que convertirse en una fe activa, en una fe que actúe en la fuerza de la conducción de Dios. Cuando creemos con el corazón somos capaces de vencer todos los obstáculos y tomamos conciencia de algo fundamental: Dios nos necesita en su actuar en el mundo. Necesita nuestro sí, necesita nuestra entrega constante.

Pero sabemos que el hombre de hoy ha perdido la fe en Dios y, por el contrario, cree muchas otras cosas. Tal vez cree demasiado. Cree lo que dicen las noticias sin dudarlo, cree en lo que puede ver, tocar, oír. Y a Dios ya no lo ve, no lo escucha, no lo encuentra. Decía el obispo José Ignacio Munilla: «Cuando uno deja de tener fe en Dios no es que deje de creer, sino que empieza a creérselo todo y cae en la superstición». El hombre de hoy cree en muchas cosas pero ya no cree en Dios porque no lo encuentra. Le cuesta creer en lo que no ve. Pero cree en el azar, en las cartas y en el destino. No cree en un Dios que lo ama y lo acompaña, que lo sostiene cuando cae y lo levanta en la adversidad. Ha perdido la fe. Incluso los cristianos han visto cómo su fe se debilita en la adversidad. Por eso el hombre vive infeliz y perdido tantas veces. Leía el otro día: «Son muchas las personas que van por ahí con una vida carente de sentido. Parece que están medio dormidas, aún cuando están ocupadas haciendo cosas que parecen importantes. Esto se debe a que persiguen cosas equivocadas. La medida en que puedes aportar un sentido a tu vida es dedicarte a amar a los demás, dedicarte a crear algo que te proporcione un objetivo y un sentido»6. Necesitamos vivir con un sentido, amar la vida, caminar con esperanza. Como también leía: «Felices quienes no se dejan abatir por los problemas, ni se complacen excesivamente en sus éxitos. Felices quienes se conmueven y luchan por eliminar la miseria, el odio y la injusticia. Felices quienes viven en la esperanza y la confianza. Felices quienes tejen con paciencia y firmeza a su alrededor redes de solidaridad». A muchos hombres les cuesta pensar en el poder de Dios que actúa donde nosotros no podemos. Por eso dice el Papa en la carta apostólica: «La fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios». Sólo crece nuestra fe cuando creemos, cuando perseveramos, cuando no nos dejamos llevar por las dudas. La fe le da sentido a nuestra vida. La fe se hace fuerte cuando nos abandonamos, confiando, en las manos de un Dios que nos ama. Por eso en este retiro nos preguntamos cómo se encuentra nuestra fe. ¿Se ha debilitado nuestra fe ante las dificultades? ¿Nos hemos dormido y sentimos que nuestra fe flaquea? El otro día leía: «Los maestros de espiritualidad



5 J. Kentenich, "Dios presente", 99 
6 Mithc Albom, "Martes con mi viejo profesor", 59-60


recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede». Cuando no avanzamos, cuando no seguimos los pasos de Cristo, nos estancamos y retrocedemos. La fe se desvanece y nos encontramos enredados y perdidos en medio de creencias que no nos salvan.

Por otro lado, el tiempo de cuaresma es un tiempo para la esperanza. Mantenernos firmes en la esperanza recibida es un regalo que se nos hace. Dios quiere que nuestra esperanza se haga fuerte en medio de las tribulaciones, de la crisis, del dolor, de la cruz. La cuaresma

nos confronta con la cruz de nuestra vida. Nos hace mirar cara a cara el dolor, la enfermedad y la muerte, pero nos permite ir más allá. La última palabra no la tiene la muerte. Hace un tiempo leía una reflexión interesante: «Y, por eso, en un momento culminante de la historia, ese Dios desconcertante rompió su silencio y, por fin, actuó: removió la piedra del sepulcro y despertó a su hijo de entre los muertos. Una acción, conviene destacar, no dentro del mundo, sino a continuación del mundo. Desde entonces, el mundo visible ya no tiene el monopolio de la realidad porque, allende sus fronteras, Dios ha creado para los hombres una esperanza: si ha impedido que se perdiera en la nada el mejor de nosotros, los demás de la especie esperamos seguir algún día su mismo destino. Una nueva providencia para este mundo se hace posible, una que más que alterar el curso de los hechos los convierte (por tristes y trágicos que sean, incluyendo la propia muerte) en ocasión de más esperanza dentro de nuestro corazón»7. Dios ha creado una esperanza.

No quiere que se pierda nada y nos regala la eternidad. La esperanza es la vida nueva, la vida en Cristo que anhelamos como plenitud de nuestros deseos y anhelos. La esperanza que nos mueve se levanta sobre la roca sólida de una promesa. Ante la cruz, ante el dolor y la muerte, la esperanza puede ser más fuerte. Dice Benedicto XVI: «La oración de Jesús antes de su muerte es trágica, como lo es para cada hombre, pero al mismo tiempo, está impregnada por aquella profunda calma que viene de la confianza en el Padre y del deseo de entregarse totalmente a Él». Cristo confía en el amor de Dios. Su esperanza se mantiene firme en medio del dolor y la oscuridad. Así quiere ser nuestra esperanza. Una esperanza que nos sostengan en la noche, que nos ayude a mirar con confianza la promesa de Dios. Decía el P. Kentenich:

«Debemos contar en nuestra vida sencillamente con cosas incomprensibles, con oscuridades, con confusiones, misterios, trátese de nuestra persona, de nuestra comunidad o de todo el acontecimiento universal. Nunca debemos olvidar que nuestra vida, nuestra conducción de vida, nuestro destino, permanecerán en la oscuridad hasta la resurrección beatífica»8. En la incomprensión de la cruz miramos confiados a María. Ella abraza a Cristo crucificado, nos abraza a nosotros. Ella nos sostiene en el dolor, su abrazo nos levanta. Hoy suplicamos esa esperanza para caminar.

La cuaresma, por último, es un tiempo para crecer en la caridad. Dice Benedicto XVI: «El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente». La Cuaresma es una oportunidad para crecer en el amor y en la entrega a los demás. Dejamos de mirarnos egoístamente para abrir los brazos. Corremos a veces el peligro de vivir replegados, pensando en nuestros intereses sin conocer el dolor del que sufre a nuestro lado. La invitación del Papa nos lleva a abrir más los ojos, a buscar al que sufre, a acompañar al que no tiene. Somos hermanos y esta fraternidad despierta en el corazón el deseo de entregarnos.

Por otro lado, la caridad con el prójimo no acaba en la ayuda material como dice Benedicto XVI: «Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos». Nuestra caridad nos lleva a preocuparnos por tantas personas que viven una vida errada y se dejan llevar. Añade: «Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se



7 Javier Gomá Lanzón, artículo "Dios rompió su silencio"
8 J. Kentenich, "Dios presente", 88


adecuan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien». No queremos callar, no queremos aislarnos en nuestra fe sin prestar atención a los que vagan por el mundo como ovejas sin pastor. Somos responsables de todos ellos. Añadía: «Es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad». Y además continúa: «Si permanecéis en el Amor de Cristo, arraigados en la Fe, encontraréis, aún en medio de contrariedades y sufrimientos, la raíz del gozo y la alegría. La fe no se opone a vuestros ideales más altos, al contrario, los exalta y perfecciona». La fe, el amor, la esperanza, nos ayudan a caminar por la vida con gozo y alegría. Comenta Benedicto XVI: «Para estímulo de la caridad y las buenas obras: caminar juntos en la santidad. Esta expresión de la Carta a los Hebreos nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda». Aspiramos a lo más alto. Aspiramos a vivir la santidad en el amor. Esta reflexión de Benedicto XVI nos invita a vivir santamente, a aspirar a lo más grande, a luchar contra nuestra dejadez. Lo sabemos, ante las dificultades, ante la cruz, ante los planes que no salen como deseamos, con frecuencia nos rebelamos y nos conformamos con una vida mediocre sin lograr avanzar. La santidad entonces parece demasiado inalcanzable. Queremos mirar a Jesús y a María en este retiro. Los contemplamos en este camino hasta el calvario. Y le suplicamos que nos regale el poder crecer en nuestra confianza, dejando nuestra vida en sus manos.

Pedro, cuando Cristo les pregunta a los discípulos qué piensan de Él, movido por la fuerza del Espíritu, responde lo que está vivo en su corazón. Reconoce a Jesús como el Mesías esperado y su corazón se alegra al pensar que ha venido a cambiar las cosas. Cree que todo puede salir bien y se alegra. Tal vez como nosotros. Sin embargo, acto seguido, «Jesús empezó a instruirlos: - «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». Cuesta aceptar el fracaso cuando están iniciando un nuevo camino. Lo mismo nos sucede a nosotros muchas veces. Es cierto que hoy estamos ya acostumbrados a escuchar que muchas empresas quiebran. Las quiebras sin concurso de 2011 fueron 22.778 y multiplicaron por tres el número de concursos declarados en 2011 (7.096). No obstante, detrás de cada empresa que quiebra hay siempre una historia desconocida de esperanza y de dolor. Hay sueños rotos, proyectos que fracasan, planes que parecían posibles, anhelos que, por muchas circunstancias, no llegan a hacerse realidad. Quizás nos acostumbramos a oír que una empresa quiebra. Pero no somos capaces de ver los dramas que se esconden detrás de todo fracaso humano. No es fácil entender y aceptar el fracaso. El corazón se rebela.

Nuestra forma de actuar en la vida es siempre la misma: hacemos cálculos, nos proyectamos, soñamos, hablamos de estrategias, invertimos medios y datos con los que contamos. Pensamos que vamos a salir adelante y soñamos con un futuro lleno de esperanza. El hombre siempre quiere proyectarse más allá de sus límites y se niega a aceptar el fracaso como una posibilidad real en su vida. De la misma forma Pedro y el resto de los discípulos tenían un proyecto en el corazón. Acompañaban al Mesías, habían aprendido a conocer sus sueños y vibraban con sus palabras. Veían sus milagros y
enmudecían. Entendían que no había barreras que pudieran detener sus pasos. Jesús quería
 llegar a todas las aldeas, a todos los hombres y ellos le seguían. No cabía el fracaso en sus palabras, daban vida, sanaban, resucitaban. Siempre hablaba de esperanza, de un mundo nuevo, de un amor capaz de cambiar el corazón del hombre. Hablaba de la necesidad de tener la confianza de los niños y ser capaces de pedir en todo momento lo que necesitamos, sin dudar, porque Dios es Padre y nos ama con locura. Multiplicaba el pan para dar de comer a miles, sin miedo, como si todo fuera fácil. Se retiraba a orar en soledad y calmaba
la tormenta con sus palabras. Si lo perseguían, seguía su camino, no se asustaba ante las
amenazas. No arriesgaba su vida, aunque sus palabras eran siempre claras y directas. Estaba siempre a disposición del que lo necesitaba, y escuchaba al que gritaba su nombre.



Por eso es tan comprensible que Pedro no lograra entender las palabras del Señor:
«Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo». Pedro no comprendía que Jesús se pusiera a hablar ahora de muerte, de persecución y de fracaso en ese momento. Justo ahora, cuando estaban en la cresta de la ola, cuando todo parecía ir tan bien. No entendía sus palabras proféticas, no aceptaba que no salieran los planes. La empresa humana en la que se había embarcado- «Os haré pescadores de hombres»- no podía acabar en un fracaso absoluto. Él lo había dejado todo por seguir a Jesús, creía en la recompensa. Pero, si Cristo moría en la cruz, no habría esperanza. Había muchos sueños y proyectos humanos en su alma emprendedora. No quería claudicar. Un proyecto humano tan grande y bello como ése no podía acabar así. Pero Pedro no escuchaba la última frase de Jesús, o tal vez no la entendía: «Al tercer día resucitar». Pero, ¿qué significa resucitar? El corazón no lo sabe. El corazón sueña con la tierra, con lo que se puede ver y tocar. Al hombre le cuesta trascenderse en un cielo que no conoce y desborda su fantasía. ¿Resucitar para la muerte como Lázaro? No habrían ganado nada. ¿Una resurrección futura? Pero si lo que querían

cambiar era este mundo. No, no entraba la muerte en sus planes. Ni la muerte, ni el fracaso. Él, como nos pasa con frecuencia a nosotros, creía en el mundo, en la tierra que parece eterna y veía sus proyectos enraizados en la tierra. No quería pensar en otro reino fuera de aquí. Por eso no acababa de entender la presencia del Reino de Cristo y no comprendía que algo nuevo estaba comenzando en los corazones de los mismos discípulos.

Sin embargo, aunque no queramos, muchas veces nuestros sueños se rompen súbitamente. Sorprende escuchar la muerte de personas cuyos proyectos humanos aparentemente han sido tan logrados y mueren repentinamente en plena juventud. Son personas que han tenido éxito, han estado cubiertos de fama y dinero, pero no logran vivir con plenitud. Decía el obispo Jesús Sanz al comentar la muerte de Whitney Houston: «Quien fuera una de las más importantes cantantes de gospel y de música pop y soul durante varias décadas, de pronto ha enmudecido su voz para siempre y ha quebrado su cuerpo hundido en un naufragio de bañera». Esta mujer, una voz maravillosa, fallecida a los 48 años de edad, en circunstancias que apuntan a sus problemas con las drogas, nos muestra cómo se puede vivir sin sentido cuando todas las cosas parecen sonreír. Tal vez por eso no sean tan importantes el éxito, la fama, la celebridad, o el dinero para vivir. Y es que, como leía el otro día, «la cultura que tenemos no hace que las personas se sientan contentas de sí mismas»9. Una cultura que centra el valor de las personas en lo que tienen y en lo que hacen acaba minando la autoestima del hombre. Cambiar la forma de pensar nos lleva a creer de verdad que, tal vez, no sea fundamental que nuestros proyectos personales, tan humanos, fracasen. Nos obsesionamos buscando que todo salga bien y, a lo mejor, no es determinante para ser felices. Deseamos la fama, el éxito, ser célebres. Arañamos elogios a un mundo esquivo. Y, cuando pensamos en la muerte de celebridades jóvenes que lo han tenido todo para ser felices y no han logrado serlo, no dejamos de sorprendernos. Pero nosotros nos empeñamos en seguir sus pasos, en repetir sus gestos, en reproducir sus planes, sus patrones de actuación convertidos en cultura. El otro día leía: « ¿De qué sirve conseguir lo que uno quiere, si por otra parte, uno se aparta de los demás? No se puede vivir tan solo para uno mismo de lo contrario la vida no tiene sentido. Todo el lujo del mundo no podrá jamás remplazar la belleza de una relación, la pureza es un sentimiento, ni siquiera la sonrisa de un vecino que nos sujeta la puerta abierta o la mirada conmovedora de un desconocido»10. Sin embargo, nosotros nos empeñamos en intentar remedar sus fracasos y superar sus límites viviendo sólo para nosotros, sin abrirnos a servir a los que más lo necesitan. Nos sorprende que personas que hubieran podido llevar una vida en paz y agradecida, una vida anclada en el éxito y la fama, murieran solas y sin esperanza. Es como si las palabras de Oscar Wilde se hicieran realidad: «Para la mayoría de nosotros la verdadera vida es la vida que no llevamos». Entonces parece que el éxito de nuestras empresas no va a ser capaz de garantizar esa tranquilidad soñada del alma. Tal vez

 

9 Mithc Albom, "Martes con mi viejo profesor", 58 
10 Laurent Gounelle, "No me iré sin decirte adónde voy", 263


entonces es que Pedro tampoco entiende el verdadero sentido de la vida.

Es cierto que el impacto de la cruz es el mismo en todos. A ninguno nos gusta perder a un ser querido, o sufrir el dolor de la enfermedad con su angustia, o sufrir la crisis en toda su crudeza. La diferencia no viene marcada por el tamaño y dureza de la cruz. No, la diferencia se encuentra en la fe con la que nos levantamos de la caída. Está claro que podemos pedir que ocurran milagros, es parte de nuestra petición diaria en el padrenuestro. Pero más allá hay que pedir que el enfermo aprenda a vivir en la enfermedad, el dolor, la separación o la pérdida. La cruz que padecemos no se convierte en un paréntesis en nuestra vida en el que dejamos de vivir esperando momentos más agradables. La cruz sigue siendo nuestra vida. Tenemos que vivir con paz, con fe, con esperanza y amor en los momentos más duros y oscuros del camino. El otro día leía una reflexión interesante: «Los criterios humanos de eficacia y resultados hacen que midamos todo en éxito y fracaso y aquí no valen. Humanamente la enfermedad que no se cura es un fracaso; como lo fue la muerte de Jesús. Pero de esas heridas, de las de Jesús y de las nuestras, brota la vida que no pasa». Cuando miramos la cruz como una fuente de vida, y la muerte como el comienzo de la vida verdadera, la perspectiva es otra. Una enfermedad grave tiene otras connotaciones

y perder la vida por amor a Dios, adquiere notas de presente.

Pero lo cierto es que la muerte, como punto final de todos los sueños, es la realidad ineludible que nos puede llenar de temor. Steve Jobs, en el libro de su autobiografía, da la razón de por qué los dispositivos de Apple no incorporen un botón de apagado o encendido en su carcasa. Parece ser que antes de ser diagnosticado de cáncer su visión sobre la trascendencia era bastante escéptica, algo que cambió tras enfermar cuando el propio Jobs afirma «es quizás por esto por lo que quiero creer en la vida después de la muerte» y añadía: «cuando mueres, no todo desaparece sin más. La sabiduría que acumulas, de alguna forma, sigue viviendo. Pero en ocasiones pienso que es como un interruptor. Click y te has ido. Es por esto por lo que no me gusta poner interruptores "on/off" en los dispositivos de Apple». Pero la muerte y le enfermedad continúan con esa frase que Pedro parecía dejar de lado: «Al tercer día resucitar». No se trata de un punto final. Como dice el P. Kentenich, Dios guía nuestros pasos y para Él todo tiene una lógica aunque no comprendamos: «Visto desde Él, todo está en la línea más recta que uno pueda imaginar. Visto desde nosotros, todo es confusión, todo es caos»11. Por eso el camino para aprender a vivir nos exige ser capaces de manejar el dolor y la alegría. Como dice el P. Kentenich: «La maestría de la vida se muestra en nuestra capacidad de dominar la alegría y el sufrimiento»12. En la cruz y en la enfermedad, en la muerte y la separación, en el éxito y en la alegría, saber que estamos hechos para la eternidad.



La Cuaresma y las tres grandes tentaciones

Al comenzar esta Cuaresma queremos hacerlo centrándonos en los tres grandes campos de nuestra vida en los que somos tentados. En ellos se juega todo lo que hacemos y vivimos. Con frecuencia creemos tener derecho al placer y a disfrutar de todo lo que anhelamos sin freno. Ingenuamente pensamos tener derecho a todo sin ponernos límites. Por otra parte, nos atrae mucho el poder sobre los hombres y las cosas. En tercer lugar se nos tienta en el afán de poseer que mueve nuestra vida, todo lo deseamos. De esta forma, nuestro corazón, tentado tantas veces, vive inquieto cuando ve, que esa triple esclavitud que nos atenaza, no nos deja aspirar a la santidad. Comprendemos que nuestro débil corazón hace todo lo posible por no perder lo que ya posee, por no dejar de gozar lo que disfruta y por no
perder el poder que tiene. Nos aterra la idea de ser unos desposeídos, de no tener nada de
lo que hoy creemos que nos llena la vida y el corazón. Queremos ahora profundizar en los



11 J. Kentenich, "Dios presente", 63 
12 J. Kentenich, "Dios presente", 62


tres frentes fundamentales de nuestra vida. La única forma de vencer esas grandes tentaciones es buscar la fuerza que Dios nos regala. Dios se complace en nuestra debilidad
y nos regala la gracia que pueda transformar nuestra vida. La Iglesia nos muestra el camino para vivir este tiempo de Cuaresma. Voy a meditar sobre cada uno de campos sobre los
que necesitamos construir este tiempo:



1. Frente al ansia de poseer, se nos invita a vivir la pobreza y a practicar la misericordia con el necesitado

La importancia de nuestra limosna
.

En la crisis económica en la que estamos inmersos, el grito del hambre se hace más fuerte. Es el hambre de aquellos que han perdido el trabajo, de aquellos que sufren la necesidad para llegar a final de mes, el dolor de los que padecen la precariedad y la inseguridad. Las cifras actuales nos sobrecogen. Casi el 22% de las familias españolas vive por debajo del umbral de la pobreza. Uno de cada cinco españoles está al borde de la pobreza. La pobreza nos limita en el deseo de poseer que todos tenemos. La pobreza nos hace más avariciosos y egoístas con nuestros bienes. Nos encontramos muchas veces centrados en nuestros deseos y necesidades, sin darle importancia al dolor y la angustia de los que nos rodean.

Queremos proteger nuestra vida. Por eso es tan necesario darnos cuenta del camino que se nos regala en la cuaresma. Es una invitación a la misericordia. Decía Benedicto XVI en estos días: «
Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre». En la limosna que entregamos al que lo necesita está implícito el deseo de vivir austeramente, renunciando a muchas cosas y siendo solidarios con el necesitado. Esta crisis nos hace valorar más lo que tenemos y nos hace más conscientes de la necesidad de cuidar nuestra independencia de todo lo material. El mundo en el que vivimos nos invita a consumir, nos crea necesidades, nos hace depender de lo que todavía no tenemos y despierta en nosotros el deseo de poseerlo. Es por eso que esa cuaresma nos llama a la generosidad con nuestros bienes, al desprendimiento y a darnos cuenta de la necesidad de tantos que viven cerca de nosotros. ¿Cuál es nuestra limosna en este tiempo, nuestra ayuda al más necesitado? ¿En qué estamos siendo más austeros y más generosos con los otros?

La fraternidad es una llamada que nos hace el Señor en estos días de camino. Decía Benedicto XVI: «Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón». Se trata de la misericordia que brota al ver el dolor y el mal que sufren las personas que nos rodean. Es la misericordia hacia aquel que ha pecado. La misericordia con aquel que necesita una mano que los sostenga. No sólo hablamos del hambre material, también, y cada vez con más frecuencia, hay más hambre espiritual junto a nosotros. Personas que viven solas y abandonadas y no se sienten queridas. Personas que no conocen el amor y tienen sed de Dios, pero no lo encuentran. El hambre de Dios, que aparentemente no se manifiesta, es un grito del mundo en el que vivimos. Es como un grito en el silencio. No basta con tener un buen oído, tenemos que estar atentos para percibir este grito. Estamos llamados a dar aquello que Dios nos ha dado de forma gratuita. Nuestro testimonio es necesario.

En ocasiones creemos que dar limosna se reduce sólo a dar algo de lo que nos sobra, a entregar más dinero para los pobres, a aumentar los donativos. Hoy hay tanta necesidad que podemos quedarnos sólo en esta entrega. Sin embargo, la limosna va más allá. Lo más valioso que tenemos no se puede comprar con dinero. Con dinero no nos pagan nuestro tiempo, ni nuestro cariño, ni una sonrisa o unas palabras de apoyo. Nadie puede comprar nuestro amor, ni nuestra amistad, ni nuestra compañía. Un abrazo no tiene precio; nuestro cariño, en realidad, tampoco. La limosna no se compra, sólo se suplica de rodillas.



¿Quiénes son aquellos que más necesitan nuestro amor? Decía la Madre Teresa: «A veces pensamos que lo que hacemos es sólo una gota de agua en el mar. Pero el mar sería menos sin esa gota de agua». No es necesario ir lejos para entregar esa gota de amor y generosidad. Basta con volver la mirada hacia el interior de nuestra familia, mirar nuestro círculo de amigos y conocidos. La caridad es el distintivo de este tiempo de Cuaresma que se nos regala. Esa limosna es nuestro tiempo, nuestro amor que dignifica.

Pero también nosotros pedimos limosna. Muchas veces nos colocamos en el papel del protagonista activo que actúa, hace, ayuda, intercede. Nos sentimos importantes y útiles. Encontramos que si faltáramos nosotros las cosas no funcionarían. Decía la Madre Teresa:

«A veces los ricos dan a su manera, pero es una lástima que nunca den hasta el punto de sentir que son ellos los que necesitan»13. Nos sentimos imprescindibles para el mundo, sin darnos cuenta de que nosotros somos también menesterosos. Somos prescindibles, las cosas siguen igual, estemos o no estemos. Nuestro aporte a lo mejor es fundamental, pero, tal vez, con el paso de los años, por culpa de una enfermedad, o como consecuencia de la crisis, pasamos al olvido. Como si nadie necesitara o quisiera ya nuestra limosna. Se olvidarán de nuestras obras, dejarán de tener valor nuestras conquistas y nos sentiremos inútiles para el mundo que sigue su curso. Por eso tenemos que aprender a suplicar limosna. Nos avergonzamos de nuestra pobreza. Pero muchas cosas no suceden porque no nos hacemos tan humildes como para ser capaces de suplicar ayuda. Nos encerramos en nuestra torre de soberbia para escondernos de las miradas furtivas de los hombres. Nos creemos importantes y actuamos como si lo fuéramos, como si no necesitáramos ayuda de nadie. Es un grave error. Tenemos que aprender a pedir ayuda. Tenemos que suplicar limosna. Sin exigir. Porque si lo exigimos, provocaremos el rechazo. Nos hacemos humildes al constatar que necesitamos a los demás y no vivimos solos. Necesitamos vivir unidos a nuestros hermanos, a nuestra familia y amigos, sin aislarnos, buscando la misericordia de los otros.

Al pedir limosna nos abajamos y nos colocamos en el corazón del que suplica misericordia. Nos revestimos de su piel y miramos a través de sus ojos. Dejamos nuestra soberbia y prepotencia. De esta forma, cuando lo logramos, podemos acoger al que llega a nosotros. El otro día leía que necesitamos abrazar el universo de aquel que está frente a nosotros y ponernos a su altura: «Entrar en su universo significa tratar de ponerte en su lugar, como si estuvieses en su piel para experimentar desde el interior lo que es creer lo que ella cree, pensar lo que piensa, sentir lo que siente, antes de regresar a tu posición. Solo este camino te permite comprender realmente a esa persona, lo que la anima y también lo que la lleva a actuar de manera equivocada si es el caso»14. Es un paso que nos hace grandes y, al mismo tiempo, nos hace pequeños.

Porque es grande aquel que se abaja y es pequeño el que se esconde en su soberbia.
 Nuestra grandeza consiste en hacernos pequeños para poder abrazar al que sufre y sanar al que está herido. Ahí comienza nuestra misericordia, abrazando su universo con el alma.



2. Frente al ansia de poder, es importante vivir conscientes de la propia pequeñez. La oración es el camino de vida

Tendemos a buscar el poder, ésa es nuestra gran tentación. Nos sentimos atraídos por ese poder que nos abre posibilidades de actuación y nos permite gobernar, mandar, exigir, o tener derechos. Hay muchas variantes de este poder. El poder nos permite tomar decisiones y encontrar a personas que obedezcan nuestras disposiciones. El poder nos permite opinar, decidir, indicar. Cuando tenemos poder nos toman en cuenta y nos consultan. Entonces nuestra opinión importa. El poder nos permite ser reconocidos, admirados, buscados, envidiados. El poder nos da seguridad, porque sin poder no somos



13 Madre Teresa, "El amor más grande", 59 
14 Laurent Gounelle, "No me iré sin decirte adónde voy", 246


nada. Con poder tenemos abiertas las puertas del mundo, ya que todos querrán ser nuestros amigos y necesitarán nuestro poder de influencia. El poder nos hace estar enterados de todo, porque es como si todo tuviera que pasar por nosotros. La alabanza y la gratitud las recibimos como un derecho adquirido, porque no comprendemos la gratuidad. La tentación del poder nos lleva a envidiar y desear lo que otros tienen, cuando pensamos que no tenemos poder. El poder nos hace mezquinos y de nuestros labios brota la crítica, que hunde al que se ha convertido en un obstáculo para ejercer nuestro poder o en una amenaza para nuestra situación privilegiada. El poder puede acabar corrompiéndonos o aislándonos en medio del mundo.

La experiencia de nuestra pequeñez es fundamental para hacer frente a esta gran tentación del poder. Cuando sentimos que no somos nada, que no valemos tanto como nos gustaría, crecemos en la humildad. En esos momentos nos vemos vulnerables y necesitados. La experiencia de la propia pequeñez, nos saca de nuestra prepotencia. La búsqueda de poder deja entonces de tener sentido. Si supiéramos alegrarnos de lo que somos, contentarnos con nuestra vida sin envidiar otras, estar satisfechos de lo que somos, sin querer demostrarle siempre al mundo todo lo que valemos, tendríamos paz en el alma. Sin embargo, no lo logramos. Por eso buscamos el poder para sentir que somos importantes. Por eso nos
parece fundamental ser conocidos y que nuestro nombre esté en boca de todos. Pero todo es vanidad de vanidades: «
Llegué a ser tan grande, que superé a todos mis predecesores en Jerusalén. Sin embargo, la sabiduría permanecía siempre conmigo. No negué a mis ojos nada de lo que pedían, ni privé a mi corazón de ningún placer; mi corazón se alegraba de todo mi trabajo, y éste era el premio de todo mi esfuerzo. Pero luego dirigí mi atención a todas las obras que habían hecho mis manos y a todo el esfuerzo que me había empeñado en realizar, y vi que todo es vanidad y correr tras el viento: ¡no se obtiene ningún provecho bajo el sol!» Eclesiastés 2, 9-11. Esta confesión refleja lo que siente el alma cuando toca la altura del poder. Que todo es vanidad. Que no valemos más por las cosas que hacemos o tenemos. Que la vida pasa igual para todos. Que los días están contados y no podemos alargar nuestra vida ni un día aunque queramos. Que el poder pasa y no deja nada. Que el poder nos puede corromper y hacer mezquinos.

Hoy miramos al cielo y miramos a María en el Santuario. Quisiéramos desprendernos de esos apegos desordenados, de ese deseo que nos limita. El poder nos tienta. Nos atrae tener poder sobre las personas. Poder para decidir sobre ellas. Por eso hacemos nuestra la
oración del cardenal Merry del Val :
«Líbrame, Señor, del deseo de ser estimado, alabado, honrado, aplaudido, preferido a otros, consultado, aceptado. Concédeme la gracia de desear que otros sean más estimados y amados que yo, más alabados y a mí no me hagan caso, empleados en cargos y a mí se me considere inútil». Quisiéramos tener esa libertad interior frente al poder. Una libertad que nos dé más paz en la vida. El poder está en relación con la autoridad y la forma como la ejercemos. Todos tenemos la posibilidad de ejercer la autoridad. Nos toca hacerlo en nuestro hogar, o en el trabajo, o en las relaciones sociales. Nuestra forma de ejercer la autoridad tiene que ser reflejo de la autoridad de Dios. De Él lo recibimos todo. Pero hoy la imagen de la autoridad está en crisis. Decía el P. Kentenich: «El hombre, incluso el corrupto, no se inclina hoy ya ante los hombres. ¿Ante quién se inclina entonces? Ante un poder secreto, vivo en una persona. Cuando me entrego de esta manera, con disciplina -o sea, no de forma instintiva-, llevo entonces en mí un secreto que nadie puede copiarme. Se pueden repetir las palabras; por ejemplo, un sistema que yo haya establecido, se me puede copiar; pero la fuerza para obrar no viene del sistema, sino de la propia personalidad. Procede de una personalidad que misteriosamente encuentra su morada en otro mundo y que no sólo lo dice sino que también lo vive»15. Reflejamos una autoridad que no es nuestra. Sólo si estamos anclados en Dios podremos ejercer nuestra autoridad con amor y humildad. La autoridad siempre es servicio. El poder es servicio. Pero lo olvidamos. En este mundo que a veces está tan corrupto vemos muchos ejemplos negativos en el ejercicio de la autoridad. Y nos sentimos



15 J. Kentenich, "Familia sirviendo a la vida"


muy pequeños y débiles. Quisiéramos reflejar la fuerza generadora de Dios a través de nuestros actos y palabras. En la coherencia de nuestra vida ejercemos la autoridad.

Está claro entonces que la oración es lo central en nuestra vida de cristianos para poder servir desde nuestro poder, porque todos, en mayor o menor medida, tenemos algún poder. Sin un profundo apego al mundo de Dios, sin un vivir anclados en el corazón del Padre, corremos el riesgo de corrompernos y no servir con un corazón dócil a la voluntad
 de Dios. Necesitamos el encuentro profundo e íntimo con el Señor, con nuestra Madre. Este encuentro tiene lugar en el silencio y en la soledad. Aunque muchas veces nos logramos encontrar esa soledad, llevados por la vida de un lado para otro. Pero ya el anhelo es importante, como dice el P. Kentenich: «
Es una buena señal cuando naturalezas muy

apostólicas, que siempre están consumidos por el trabajo, tienen en su interior un fuerte anhelo de soledad, incluso aunque no puedan hacerlo realidad»16. Ya el anhelo es un paso importante.

Como dice San Lorenzo Justiniani: «Siempre tenemos que amar la soledad aunque no podamos disfrutarla». Sin oración nuestra vida se convierte en tierra árida y seca. Sin el anhelo de soledad nos acabamos enfriando. Decía S. Agustín: «El hombre es lo que ama». Cuanto más vivimos en Dios, cuanto más amamos su rostro, más reflejaremos su luz y su autoridad. El desierto es la imagen que nos acompaña en la cuaresma. Necesitamos el silencio para encontrarnos con Dios. Pero no se trata de aumentar el número y duración de nuestras prácticas religiosas. Va más allá. Necesitamos vivir en Dios todo el día, a todas horas. Es el don que imploramos en esta Cuaresma: descansar en Aquel que nos da la vida verdadera. Hacer oración es aprender a vivir en una actitud fundamental, la actitud de la entrega y el abandono. Decía el P. Kentenich: «La palabra entrega total. ¿Qué significa? Es la disponibilidad del corazón para no negar a Dios ningún deseo, ¡absolutamente ningún deseo! Dicho en forma positiva, es la disponibilidad del corazón para consentir a Dios, incluso atendiendo a sus más mínimos deseos»17. Para que ello sea posible es necesario aprender a confiar en la oración, en ese diálogo silencioso con Dios. En ese encuentro personal con María en el Santuario va cambiando nuestra vida y nos vamos haciendo dóciles a los más leves deseos de Dios.



3. Frente al ansia de placer, la pureza como expresión del alma que busca ver a Dios. El ayuno nos libera y nos abre a la gracia

Con mucha naturalidad comprobamos que el mundo, con sus cantos de sirena, nos subyuga. Nos rendimos ante las cosas de este mundo que son pasajeras y se pierden en el tiempo, pero nos proporcionan un placer tan buscado. Y pensamos que ese placer es necesario para vivir con algo de alegría. Pero, ¿acaso el placer es malo? ¿Cómo puede ser malo algo que Dios despierta en el alma? En muchas ocasiones se nos ha hablado de una fe, de una espiritualidad desencarnada, en la que no cabía la alegría del placer. Se nos pedía una búsqueda de Dios dejando de lado el mundo, renunciando a todas sus seducciones. De ahí ese dicho que tan bien conocemos: «Las cosas buenas de la vida, matan, engordan o son pecado». Cuando vemos así el placer, como una caída en picado lejos de los brazos de nuestro Padre, distorsionamos la mirada sobre la realidad. El placer no es malo en sí

mismo, es algo querido por Dios. Pero, entonces, ¿por qué le damos tanta importancia a la tentación del placer? La verdad es que lo que es malo, lo que nos aleja de Dios, es vivir esclavizados, dejándonos llevar por nuestros apegos, dependencias y esclavitudes, sin libertad ninguna. Es fundamental entonces que aprendamos a disfrutar de la vida, a reírnos de las cosas bonitas que Dios nos regala. El placer, en su justa medida, es necesario para amar y vivir. Es natural que nos atraigan los placeres cotidianos como la comida o la bebida. A todos nos alegra pasarlo bien con unos amigos. Es algo perfectamente natural y
 querido por Dios. El problema es cuando vivimos sólo para el placer, programamos la vida



16 J. Kentenich, "Indicaciones sobre la oración", 248
17 Rafael Fernández, "Sí, Padre", 185. Cita J. Kentenich.


buscando el placer y hacemos de nuestro día una búsqueda inquieta de situaciones en las cuales sentirnos satisfechos. La felicidad no se puede construir a partir de la satisfacción de todos nuestros deseos. Detrás de cada deseo satisfecho surge un nuevo deseo aún insatisfecho con más fuerza todavía. Y cuando seguimos la cadena, nos convertimos en
esos esclavos que no son capaces de levantar la cabeza y mirar al cielo o al prójimo.

Cuando el alma está desordenada y se orienta exclusivamente por las apetencias y placeres, buscando sólo la propia satisfacción de los deseos, la Cuaresma nos da la oportunidad de trabajar esas dependencias nuestras que nos quitan la paz. Por eso, en este tiempo, se nos invita a renunciar a algunas pequeñas cosas que nos traen placer. Es una invitación a poner algo de orden en el alma. Claro que es un gran sacrificio comer menos, privarnos de nuestros gustos principales, renunciar a esos deseos cotidianos que mueven el alma. Puede ser que no son necesariamente hábitos que nos esclavizan, sin embargo, al renunciar a ellos nos hacemos más libres y disciplinados. Nuestra vida se ordena. Renunciamos al chocolate, a los dulces, al tabaco, a ciertas comidas o bebidas, al alcohol, a algo de nuestro sueño, al
 uso de televisión, de internet, de los medios sociales, o hacemos un correcto uso de nuestro tiempo de ocio. Es cierto que a veces tenemos en el alma la secreta idea de poder adelgazar al mismo tiempo, o dejar al fin de fumar o renunciar a cualquier otro apego desordenado liberándonos de esclavitudes. No importa que se mezclen las motivaciones. Al fin y al cabo rara vez nuestras motivaciones son totalmente puras. En todo caso, renunciar siempre es bueno, porque nos hace más libres, nos deja el alma más en orden para la vida.

En realidad es muy bueno dejar de lado cosas que son buenas en sí mismas y no nos perjudican. Porque la privación de lo que hacemos con gusto nos educa, nos hace más libres y disciplinados, más abiertos a la gracia. Como leía hace poco: «El cuerpo es nuestro mayor enemigo y, a la vez, nuestro mejor aliado. Se queja con el esfuerzo, pero el dolor es

momentáneo»18. El cuerpo es el camino a través del cual se manifiesta el alma. Pero el cuerpo no puede mandar en nuestras decisiones. Queremos gobernarlo, decidir nosotros lo que más nos conviene. Es cierto que «el ayuno es esencial para mantener el espíritu cerca del Señor»19. Cuando el ayuno se concreta en renuncias cotidianas nos vamos educando. Pero además hay campos en nuestra vida en los que la búsqueda de placer puede ser enfermiza o desordenada. Cada uno sabe cuál es el pecado que más le pesa en el alma, el más habitual y recurrente. Cuando acertamos en la renuncia concreta logramos domar nuestra vida y conquistamos una cierta armonía, en ningún caso perfecta; se nos regala como un don. Cuerpo y alma están íntimamente unidos. Cuando nos dejamos llevar por los gritos del cuerpo nos hacemos sus esclavos. Pero tampoco podemos privar al cuerpo de todos sus deseos, porque esa renuncia total acabará pasándonos factura. Nos convertiremos en espiritualistas, que no toman en cuenta su naturaleza. Somos alma y cuerpo, así es la vida. El placer es necesario para vivir con armonía. Decía el P. Kentenich: «Si pretendo quitar lo instintivo de mi naturaleza, soy alguien desnaturalizado, voy contra mi naturaleza. ¿Qué quiero entonces? Queremos cultivarlo»20.Eso no quiere decir que no tengamos que cultivar el mundo sobrenatural en nosotros. Eso se sobreentiende. Añade el P. Kentenich: «No quiero decir que no debiéramos avanzar hacia el otro mundo, elevarnos al más allá. Debemos hacerlo. Y doblemente porque el hombre de hoy ya no conoce ese mundo. Pero debemos captar al hombre entero»21. Todo le pertenece a Dios. Nuestra alma y nuestro cuerpo. Sabemos que cuando no cuidamos el cuerpo, nos debilitamos. Y entendemos que cuando el alma queda olvidada, repercute negativamente en el cuerpo. Ambas realidades tienen que ser integradas en Dios.

La pregunta por el placer nos lleva a plantearnos si usamos adecuadamente nuestra



18 Albert Espinosa, "Si tú me dices ven lo dejo todo…pero dime ven", 162
19 María Vallejo-Nájera, "Un mensajero en la noche", 270
20 J. Kentenich, "En libertad ser plenamente hombres", 236
21 J. Kentenich, "En libertad ser plenamente hombres", 237


sexualidad. Resulta paradójico que en una época en la que parecen haber desaparecido muchos tabúes se viva una sexualidad cada vez más limitada y menos satisfactoria. Muchos matrimonios viven, con frecuencia, una sexualidad donde el cuerpo es un objeto, algo cada vez menos personal. El Padre Kentenich señalaba la importancia de integrar en nuestra vida matrimonial los cuatro amores, el amor erótico, el amor sexual, el amor espiritual y el amor sobrenatural. Benedicto XVI en su encíclica «Deus Caritas est» nos recuerda que: «En el amor entre un hombre y una mujer intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma y en este amor se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible». Es un deseo y una promesa de felicidad que nos empujan a la relación con el otro. Por eso es tan importante vivir esta pulsión, este deseo de plenitud, como un camino de santidad. Decía el P. Kentenich: «Si tomamos en serio nuestra perfección matrimonial, debemos aprender a realizar el acto sexual de tal forma que sea para nosotros un medio para alcanzar la santidad matrimonial»22. En cualquier caso este no es el momento para profundizar en este aspecto tan importante de la vida matrimonial. Pero sí la ocasión para preguntarnos cómo estamos viviendo esta realidad en nuestro matrimonio. La Cuaresma nos invita a cuidar todos los ámbitos de nuestra vida. Y este aspecto es fundamental en nuestra entrega matrimonial.

El P. Kentenich hablaba de la importancia de la pureza. El hombre de hoy tiene mucho desorden en su alma. La pulsión sexual que experimenta, fomentada y promovida por el entorno, no hace las cosas fáciles. Él señalaba cinco torres para cuidar nuestra pureza. La pureza hace relación a la forma como nos miramos y miramos a los otros. La pureza en la mirada, en el pensamiento, es un don que suplicamos cada día. Quisiera mencionar esas torres que nos pueden ayudar en la reflexión. La primera torre es el amor a Dios. Decía el P. Kentenich: «En el amor a Dios se halla la fuente, la corona, la protección y la seguridad de todo amor puro. Cuanto más fuerte sea el amor a Dios, más asegurada estará la pureza»23. La segunda torre es la humildad: «Él permite las mociones desordenadas de los instintos para que experimentemos nuestra debilidad y nos refugiemos en sus brazos»24. Al confrontarnos con nuestros límites, con la pobreza de nuestra vida, alzamos la mirada a lo alto. La humildad nos recuerda que necesitamos a Dios cada día. Desconfiamos de nuestras fuerzas, eso es muy sano. La tercera torre es una sana mortificación. Decía el Padre Kentenich: «Tiene la tarea de arrebatarle las riendas al hombre instintivo y ponerlas en manos del hombre guiado por el espíritu, del hombre consciente de su filiación divina»25. La mortificación tiene relación con el ayuno del que hemos hablado anteriormente. La renuncia y el sacrificio nos hacen más libres, más disciplinados y nos ayudan a llevar una vida más ordenada. La cuarta torre es la laboriosidad. Se trata de emplear nuestro tiempo creativamente, con un sentido. El ocio no nos ayuda en todo esto. Decía el P. Kentenich: «Cuanto más sirva un hombre a los demás y se entregue a ellos y lo haga con noble creatividad, tanto más aumentará su sana autoestima y su eficaz resistencia a todo lo bajo»26. Y por último, la quinta torre es la alegría. La tristeza nos apega a la tierra y nos hace esclavos. La alegría nos ha de llevar a las alturas. «Si no descubrimos las fuentes de alegría en el cristianismo, en sus enseñanzas, instituciones y sacramentos, si no dejamos que manen y bebemos de ellas, no educaremos personas que sean profundamente religiosas»27. Vivir en la alegría nos aleja de las tentaciones y nos acerca al corazón de Dios. Estas cinco torres son sólo una ayuda para vivir más en presencia de Dios, para no dejarnos llevar por la vida y sus tentaciones, para aprender a vivir de forma armónica en la presencia de Dios y poder mirar con la pureza de los ojos de Dios.



22 J. Kentenich, 13 febrero 1961

23 J. Kentenich, textos escogidos, "Sexualidad, don y desafío", 106

24 Ibídem, 107

25 Ibídem, 107

26 Ibídem, 108

27 Ibídem, 108




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