Los leprosos
En el Nuevo Testamento se habla de la curación de leprosos. La lepra era (y sigue siendo) una enfermedad espantosa, porque excluía de la comunión con el pueblo de Dios. El leproso, además de ser un “castigo de Dios”, era un enfermo del que había que huir, en nombre de la ley y de la higiene.
El esquema disciplinario con mucha frecuencia resulta mucho más desarrollado y sofisticado, que el código de la misericordia y del perdón evangélico. La legalidad cuenta más que la fraternidad y hasta que la humanidad.
A esta lógica del egoísmo se opone la lógica de Jesús. No le recomienda al leproso “es justo que aceptes la condición deshonrosa por razones de salud pública y por la salvación del alma”.
Sino que le dice: “Quiero, queda limpio”. No le exhorta “ten paciencia, aguanta”, sino que le hace entender: no acepto, no puedo soportar que te sigan tratando de esta manera, que aguantes esta vergonzosa discriminación.
Jesús desafía al contagio, no evita el contacto con el impuro. No duda en infringir el reglamento, romper el cordón sanitario, hacer saltar los mecanismos de exclusión.
En todo el Evangelio, Jesús aparece como uno que suprime las fronteras, tira los muros de separación, salta por encima de los prejuicios, no acepta las discriminaciones raciales o religiosas. A los ojos de Cristo solamente existe el hombre sin adjetivos, con quien entablar una relación, una amistad, un intercambio.
Nos cuesta aceptar y acoger los “leprosos” que están a nuestro lado, los que nosotros “convertimos” en leprosos. Los que no comparten nuestras ideas, los que no nos son simpáticos, se muestran aburridos o inoportunos, nos fastidian con sus problemas, nos molestan con sus miserias, no respetan nuestros programas, nos interrumpen poniendo en discusión nuestra comodidad y nuestros privilegios.
1. ¿No será que también defendemos nuestro campamento privado?
2. ¿Tenemos a algunos, fuera de nuestra tienda?
3. ¿Cómo trato a los “distintos”?
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