Eclesiástico 27, 4-7; 1 Corintios 15, 54-58; Lucas 6, 39-45
«¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu
hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?»
3 Marzo 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«Mi mirada cree, espera, se alegra. Ve el
cielo en el infierno. Ve más allá de la aparente suciedad. La pureza está en mi
interior. Puedo ver la vida con optimismo. Y creer en la bondad del hombre»
Siempre me impresiona la escena en que Caín mata a Abel: «Aconteció después de un tiempo que
Caín trajo, del fruto de la tierra, una ofrenda a Dios. Abel también trajo una
ofrenda de los primerizos de sus ovejas, lo mejor de ellas. Y Dios miró con
agrado a Abel y su ofrenda, pero no miró con agrado a Caín ni su ofrenda. Por
eso Caín se enfureció mucho, y decayó su semblante. Entonces Dios dijo a Caín: -
¿Por qué te has enfurecido? ¿Por qué ha decaído tu semblante? Si haces lo
bueno, ¿no serás enaltecido? Pero si no haces lo bueno, el pecado está a la
puerta y te seducirá; pero tú debes enseñorearte de él. Caín habló con su
hermano Abel. Y Sucedió que, estando juntos en el campo, Caín se levantó contra
su hermano Abel y lo mató». Gen 4, 1-8. Me conmueve ese odio que convierte a Caín en fratricida.
La envidia llenó su corazón. Dios amaba más a Abel. Caín quiere hacer el bien, pero
no recibe tanto amor como esperaba. La tentación está a su puerta. Es fácil no
hacer el bien que quiero. Es tentador el mal del que huyo. No quiero hacer el
mal, pero lo hago. No tengo ese equilibrio interior que me lleva a optar por lo
justo y valorar las ofensas y desprecios en su justa medida. Sin guardar rencor
en mi alma. Sin dejarme llevar por el odio. Es difícil juzgar las acciones
cuando he querido hacer el bien y no he podido. No me han dado las fuerzas. Se
ha impuesto en mí el rencor, o la envidia. Me vuelvo malo como Caín. Y en el
campo mató a Abel. Lo ama, pero lo mata. Mi amor está herido, está enfermo.
Tengo en el alma una envidia que han sembrado las circunstancias de mi vida. El
otro día me conmovió una película, Cafarnaúm. Nadine Labaki, la directora,
decía: «Escribí en mi pizarra las cosas
que me preocupan y que veo: esclavitud infantil, tráfico de niños, el absurdo
de tener que mostrar un papel para demostrar que tú existes, la idea de que son
invisibles para la gente... Miré a la pizarra y dije: en qué clase de mundo vivimos,
esto es el infierno, vivimos en el infierno. Y eso es Cafarnaúm: el desorden,
el caos. Así es cómo empezó. Escribí el título antes de tener una línea de guion».
La historia de un niño herido, en una familia herida, en un pueblo herido. Como
la historia de tantos niños heridos. Abandonados sin amor. Expuestos al odio.
Caín y Abel. En medio de la batalla de la vida. ¿Cómo se puede cambiar el
infierno y convertirlo en cielo? ¿Cómo puedo dejar que venza en mí el amor
dejando de lado el odio? La envidia. La ofensa recibida. La realidad suele ser
más dura que la misma ficción. Una película no logra nunca reflejar la hondura
del corazón humano. ¿Hasta dónde puedo llegar si me dejo llevar por pasiones
enfermas? Al odio, a la muerte misma. El protagonista de la película es un niño
de doce años, Zaín, que demanda a sus padres por haberle dado la vida: «Quiero demandar a mis padres por traerme al
mundo». Quiere que el juez los juzgue por su propio nacimiento y quiere que
el juez les prohíba tener más hijos. Porque no se hacen cargo de ellos. Porque
no los quieren. Y esa falta de amor da a luz a personas heridas, llenas de amargura.
La falta de amor me enferma. Dios mira con bondad a Abel. Parece no amar tanto
a Caín. No mira su ofrenda. Me siento despreciado. No recibo el amor que
espero, el reconocimiento, una palabra enaltecedora. Y surge la envidia.
Comienza el caos. Quisiera tener orden en mi interior para dar amor, para
sembrar una paz. Necesito la mirada de Dios que calme mis ansias y apacigüe mis
miedos. Y logre así sembrar luz en mis sombras. Quiero esa armonía en mi alma
que logre vencer la tentación del mal. Un amor que me lleve a dar amor en lugar
de odio. Una mirada que me haga sentirme querido como soy. Valorado en lo que
soy. Orden en lugar de caos. Armonía en lugar de ruptura. Es fácil quererlo. No
es tan fácil hallar esa roca segura en la que descansar y anclar mi alma. Temo.
Me siento rechazado y surgen en mi alma sentimientos de ingratitud. Quiero
venganza. Quiero el mal que no amo. Quiero que otros no tengan lo que yo deseo.
Una sociedad caótica engendra corazones que viven en el caos, en la oscuridad,
en el odio. Quiero el cielo en la
tierra. Apartando el infierno que me hace tanto daño.
Mirar con ojos de niño me permite ver lo bueno que hay a
mi alrededor. Miro a las personas y veo su belleza. Miro el mundo y
elijo la luz. Cuando nadie confía en mí, yo decido confiar. En medio de un
mundo corrupto me decanto por la fidelidad. No quiero caer en la tentación de
pensar que todo está sucio y que nada puede ser digno de confianza. No quiero
temer que en algún momento me van a defraudar. Puede que ocurra, pero no lo
espero. En mi corazón tengo la elección primera. Puedo tener mirada pura y elegir
ver lo bueno. O puedo tener una mirada impura, y quedarme sólo con lo sucio. Sé
muy bien que lo impuro nace de mi corazón, no viene de fuera, como a veces me
dicen. No viene de los demás o del mundo que está en decadencia. Soy yo, con mi
alma frágil y herida, el que odia, teme, rechaza, elige el mal, opta por el
fraude. Soy yo el que se queda con la fruta podrida, en lugar de elegir la que
está en buen estado. Soy yo en mi corazón. De mí depende entonces mirar de
forma diferente. Decía el P. Kentenich: «Es un arte superar en nosotros el escarabajo
estercolero y cultivar la abeja»[1].
Es fácil mirar con ojos de escarabajo. Veo la suciedad escondida. Denuncio
los abusos ocultos. Anuncio la corrupción encubierta. Veo lo malo en las
personas. No me fío de nada, de nadie. ¡Cuántas veces camino por la vida como
un escarabajo! En la película Cafarnaún reina el caos. Desde lo alto se ve una
ciudad confusa, revuelta. ¿Hay algo de bondad en sus calles? La película logra
mostrarme la belleza oculta aproximándome al alma de las personas. Con mirada
de abeja, no de escarabajo. En ese niño en el que nadie confía existe el bien, la
belleza. Un alma pura que lucha por hacer el bien. En medio de su dolor por
perder a su hermana huye. En su desesperación una madre que vive sola con su
bebé lo acoge en su humilde casa. Y cuando tiene que ir al trabajo le deja al
cuidado de su hijo. El protagonista experimenta entonces una confianza
desconocida. En su necesidad le confía a su hijo de dos años. Al principio con
miedo. Luego con la certeza de que lo cuidará bien. Esa confianza sana el
corazón del protagonista y lo capacita para cuidar a ese niño. Confían en él y
él confía en su poder. Puede cuidarlo. Es capaz. La confianza que ponen en mí
me hace mejor persona. Esa confianza es una roca sobre la que construyo. Cuando
me miran de esa forma todo cambia en mi interior. Porque yo no confío tanto en
mí y dudo de mis fuerzas. Conozco muy bien mi pobreza. ¿Cómo voy a lograr yo
que surja la belleza de mi alma sucia? No quiero ser escarabajo. No quiero
arrastrarme por la suciedad que me rodea. No vivo como las aves de carroña de
las desgracias y debilidades ajenas. Mi corazón no se alimenta de escándalos de
corrupción, de abusos. No necesito recorrer imágenes llenas de suciedad para
sentirme mejor. Mi mirada quiere ser más pura. Cree, espera, ríe, se alegra. Ve
el cielo en el infierno. Mi mirada va más allá de la aparente suciedad de mi
entorno. La pureza está en mi interior. De mí depende verla. Puedo resaltar lo
bueno de las personas. Puedo simplemente hablar de lo malo que hay en ellas.
Puedo mirar la vida con optimismo. O bien puedo ser pesimista y dejar de creer
en la bondad del hombre. Decía el P. Kentenich: «¿Qué significa comprender? Significa creer en la misión del otro y creer
en lo bueno del otro»[2]. Miro a los que me
rodean y veo su grandeza. Me fijo en lo bueno que hay a mi alrededor. Veo la
luz y no me quedo en la noche. Veo el final feliz de la victoria, no me fijo en
los efectos de una derrota pasajera. No quiero ser ciego, quiero aprender a
mirar. Para que no me pase lo que hoy escucho: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los
dos en el hoyo?». Mi forma de mirar lo cambia todo. Me cambia
a mí y cambia el mundo que me rodea. El infierno se vuelve más parecido al
cielo. Confío en las personas que me han fallado una y otra vez. Vuelvo a creer
en ellas. Vuelvo a confiar en todo lo que pueden llegar a ser. Quiero tener esa
mirada pura que me habla de la eternidad. Hoy escucho a S. Pablo: «Cuando esto
corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad,
entonces se cumplirá la palabra escrita: - La muerte ha sido absorbida en la
victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?». Más allá de la muerte, de la corrupción, de la fealdad, de la impureza. Más
allá de lo que no me gusta y detesto, está la belleza eterna de Dios. Dios
prevalece por encima del mal, de la muerte, del pecado. No quiero dejarme
corromper. Me da miedo que, al hablar tanto del mal que hacen los demás, acabe yo
haciendo ese mismo mal que condeno. Hablar tanto de pecados e infidelidades es
como una suciedad que se me pega a la piel. ¿No me convendrá entonces aprender
a guardar silencio? El mal no deja de existir si no lo menciono. Pero cuando
hablo de él lo tengo más presente. No quiero airear los ejemplos poco
edificantes. No quiero hablar de los pecados que me escandalizan. No quiero
quedarme en lo feo que me rodea. Miro la belleza. Hablo bien de los hombres. Elijo
la luz. Hablo de la música que lo llena todo de esperanza. Menciono el bien que
alguien ha hecho. Me quedo con la verdad que muchos viven. Elijo el amor antes
que el odio. Y la fidelidad entregada antes que el pecado manifiesto. Me detengo
ante la luz de un paisaje lleno de vida. Y dejo de lado la oscuridad que
desprende la bruma del pantano. Opto por
la esperanza. Elijo la luz eterna.
Tener o no tener poder no me resulta indiferente. Me atrae el poder. Me gusta poder hacer cosas. Saber sobre muchos temas.
Tener la posibilidad de realizar lo que sueño. El poder me abre puertas. No
poder hacer lo que quiero me incapacita. Me limita. Me frustra. Todos en la
vida tenemos poder. La pregunta es cómo lo uso. Puedo usarlo para hacer el
bien. Puedo abusar del poder que me han confiado. El poder que tengo es siempre
un don. Alguien me ha dado ese poder. Jesús le decía a Pilatos: «Pilato entonces le dijo: ¿A mí no me
hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte, y que tengo autoridad para
crucificarte? Jesús respondió: Ninguna autoridad tendrías sobre mí si no se te
hubiera dado de arriba; por eso el que me entregó a ti tiene mayor pecado». Jn 19,10-11. Alguien me ha dado el poder que tengo. La autoridad me
viene de Dios. Son otros los que me dan el poder sobre sus vidas. El poder
viene de lo alto. Puedo usarlo bien o mal. Soy responsable del poder que
recibo. Cuando amo a una persona le doy poder sobre mi vida. Y le doy la
posibilidad de amarme en correspondencia: «Amar a alguien es
darle la posibilidad de corresponder a ese amor. El mayor don que se puede
otorgar a alguien es darle la posibilidad de poder darse él mismo, entregarse
por amor. Mayor felicidad hay en dar que en recibir»[3]. Puedo entregar a otro el poder sobre mí, a través
de mi amor. ¿Cómo uso el poder que recibo? Es gratuidad. No es un derecho.
Puedo usarlo con dignidad. Puedo enaltecer a quien amo. O puedo tratarlo sin
respeto. El poder usado abusivamente es algo enfermizo. Tener poder sobre
alguien es una responsabilidad inmensa. Puedo usar el poder con amor. Puedo
hacer daño a los que se me confían. La confianza recibida me da un poder
inmenso. Alguien se abre a mí y cree en mí. Y yo tengo que ser para esa persona
un reflejo fiel del amor de Dios. Me gustaría no tener poder muchas veces. Para
no ser tentado. Para no creerme más de lo que soy. La impotencia sentida en la
piel me hace más humano. Me confronta con mis límites. Siento el deseo de ser
omnipotente. Saberlo todo. Tenerlo todo. Controlarlo todo. Ese poder de Dios
que tanto me atrae y seduce. Quiero ser como Dios. Pero el poder que recibo me
vuelve orgulloso. Creo que lo puedo todo. Que soy capaz de todo. Yo sé lo que
hay que hacer. Sé lo que conviene. Y puedo abusar de mi autosuficiencia
pensando que nadie tiene tanto poder. Me busco a mí mismo. Pretendo que me
sirvan. Porque me siento poderoso. Como si todo estuviera en mi mano. Me hace
bien tocar la impotencia de mis fragilidades. Me gustaría expresarle a Dios que
nada puedo sin Él. Decía el P. Kentenich: «Dios Padre tiene una ´debilidad´ característica; y es
que no puede resistir al desvalimiento de un hijo suyo, cuando este lo conoce y
reconoce. Filiación significa ´impotencia´ del Dios excelso y al mismo tiempo
´omnipotencia´ del hombre insignificante»[4]. Dios es impotente ante mi impotencia. Es una paradoja. Cuanto más altivo y
seguro de mí mismo aparezco ante sus ojos, más débil se siente para poder atraerme
con lazos de amor. Es como si no lo necesitara. Creo que lo puedo hacer todo
solo. Sólo cuando me desprendo de mi orgullo y vanidad puedo doblar la rodilla
ante Dios, ante María. Entonces caigo, sucumbo. Experimento en mi carne el
pecado, el abuso. Siento que si no dejo que Dios gobierne en mí seré un
déspota, abusaré del poder que me confían, dejaré que me sirvan sin ponerme yo
a servir a los más débiles. Pasaré por encima de la fragilidad de los hombres.
Me erigiré en juez que condena cualquier infracción. Inflexible con la
debilidad de los hombres. Me hace bien probar el polvo de la caída. Tocar el
dolor de la traición. Experimentar la mancha en mi piel por la crítica y la
condena de los hombres. Aprenderé a construir sobre la arena de mis fracasos y
miraré conmovido a Dios impotente ante mi incapacidad. No quiero convertirme en
abusador de los débiles e inocentes. Conozco el poder de mi palabra. Y la
fuerza de mis gestos. Se que puedo pasar por encima del que busca amor y
comprensión. Puedo ofender casi sin darme cuenta. Puedo pedirle a los demás lo
que yo mismo no estoy dispuesto a hacer. Puedo dejar de llevar yo grandes
cargas. Y permitir que otros caigan bajo el peso de mis exigencias. No lo
quiero. Huyo entonces de ese poder que me lo da Dios para que lo use con
respeto infinito. Para que me acerque de rodillas a los que Dios pone al
alcance de mi amor. Para que no quiera que hagan lo que yo deseo. Para que sólo
invite a seguir el camino de Jesús misericordioso. Que mis palabras sean firmes
y llenas de misericordia. Que mis exigencias sean expresadas en mi propia vida,
no en mis palabras. Que no pida nada que yo no haga. Que no busque que nadie
pierda su libertad poniéndomela en mis manos. Al contrario. Renuncio a todo
poder dándole a Dios y a María el poder sobre mi vida. Ellos son los que tienen
poder. Yo soy el impotente. No puedo con mi carga. No puedo amar como Dios me
ama. No juzgo. No condeno. Entrego mi
vida rota en las manos de Dios. Le entrego el poder sobre mi vida.
A menudo me pregunto por quién hago las cosas. ¿Las hago por mí? Hoy escucho: «Trabajad
siempre por el Señor, sin reservas, convencidos de que el Señor no dejará sin
recompensa vuestra fatiga». El mundo me anima a no trabajar tanto. A ansiar
que llegue el fin de semana. A buscar la paz y el sosiego lejos de las prisas y
los ruidos. Me anima a dejar que otros hagan las cosas por mí. Y no perder el tiempo en lo innecesario. Hoy escucho
que tengo que fatigarme por el Señor. Trabajar por su reino. Juzgo a aquel que
no se relaja y vive invirtiendo horas y más horas en mil trabajos. Digo de él
que es un exagerado que no deja tiempo para los suyos. Y puede ser que
haya puesto el acento en el trabajo del mundo. Miro a otros y veo que buscan el
descanso con denuedo. Y no se esfuerzan por hacer las cosas bien. Digo que son
chapuceros. Que quieren un premio desproporcionado. Desean sólo el dinero que
reciben y trabajar lo menos posible. ¿Es este el ideal? ¿Dónde está el punto
medio? Adán comió del árbol que no debía comer y tuvo que abandonar el paraíso.
Y como consecuencia vino la fatiga, el sudor, el esfuerzo. Como un castigo. Hay
personas que huyen del esfuerzo. Cuanto menos tengan que hacer, mejor. ¿No me
pasa a mí que me dejo llevar por la corriente de la pereza? Una fatiga sin
reservas. Por el Señor. Por su reino. Sudar por Él, cansarme por Él. A veces no
me quiero ensuciar. Rehúyo trabajos poco importantes. Creo que eso no me
corresponde. Que lo haga otro. Es menos digno. Deseo hacer las cosas que se
ven. Lo que de verdad importa y brilla. «Así,
pues, hermanos míos queridos, manteneos firmes y constantes». Y quiere Dios
que me esfuerce de forma firme y constante. Me quejo de la inconstancia. Hago
las cosas a medidas. Sin darle todo mi tiempo, mi atención, mi preocupación. Me
gustaría ser más generoso y constante en el amor. La pereza, la desidia, la
inconstancia. Cambio de actividad continuamente. No me detengo en lo que estoy
haciendo. ¿Me falta hondura? Puede ser. Hago las cosas de forma superficial. No
me dejo la piel en lo que hago. Que no me cueste mucho, pienso. E improviso. O
lo dejo todo para última hora. Total, no es tan importante. Y así se me van las
horas, y los días. Desaprovechando todo ese tiempo que Dios pone en mis manos. Vivo
en un mundo confuso lleno de ruidos en el que no tengo tiempo para detenerme un
momento. Leía el otro día: «Sin ruido el
hombre está destemplado, febril, perdido. El ruido, como una droga de la que se
hubiera hecho dependiente, le da seguridad. Con su apariencia festiva, es un
torbellino que impide mirarse a la cara. La agitación se convierte en un
tranquilizante, un sedante, una bomba de morfina, una forma de sueño, de
onirismo inconsistente»[5]. Busco el ruido que me aleja de las profundidades de mi alma. No me esfuerzo
en hacer las cosas desde lo hondo de mi ser. Trabajo y me esfuerzo en la
superficie de mi vida. Pero no entro dentro. No busco el silencio para trabajar
con Dios. Para hacer algo grande con mi vida sin necesidad del ruido. Sin
buscar el ruido. ¡Cuánto me cuesta el silencio! Vivo en esta tensión. Volcado
en el mundo. Anhelando al mismo tiempo volver a lo más profundo de mi alma.
Vivo fuera queriendo volver dentro. Vivo dentro intentando salir fuera. Una lucha
constante. Necesito el justo equilibrio. Entre lo que soy y lo que estoy
llamado a ser. Comenta el P. Kentenich: «Pensemos
en nuestro propio desarrollo. Observamos en él cumbres y valles, ¡qué lejos
estamos de amar con constancia y estabilidad!»[6]. Crezco en el mundo de Dios. De forma constante. Dios sabe cuáles son mis
resistencias. Me busco de forma egoísta. Quiero que otros se esfuercen, no yo.
Quiero que otros hagan. Y yo permanezco pasivo al borde del camino. Me pongo
manos a la obra. Actúo con perseverancia. Sé que la vida se juega en mis
decisiones constantes. Vuelvo a elegir dar la vida por Jesús. Merece la pena
vaciarme. Nunca quedará mi fatiga sin recompensa. Cuando lo hago todo por Él.
¿Cómo pueden convivir en mí deseos tan opuestos? Quiero dar la vida por entero
y luego conservarla cueste lo que cueste. Quiero amar a los demás por amor a
Jesús y me encuentro amándolos por amor a mí mismo, por miedo a quedarme solo.
Es tan vana mi vida. Mi deseo último parece ser superficial. Yo, que me creo tan
profundo. Y me confronto tan a menudo con pensamientos absurdos que me sacan de
mi paz interior. Busco dentro de mí al que me trae consuelo. Mientras con mi
otro yo busco fuera de mí ídolos que calmen mi sed de infinito. No lo logro y
me frustro. Quiero llegar a las cimas dejando los valles. La perfección que
Dios me pide tiene que ver con el amor. Un amor que se da por entero. Que ama
sin reservas. De forma constante e íntima. Un
amor fiel. Un amor grande. Es lo que deseo.
Jesús me pide que mire con pureza de corazón. Pero yo suelo ver lo malo que hay en el mundo, en los demás, en mí mismo.
Me dice: «¿Por qué te fijas en la mota
que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?
¿Cómo puedes decirle a tu hermano: - Hermano, déjame que te saque la mota del
ojo, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero
la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu
hermano». ¡Con cuánta facilidad veo la mota en el ojo ajeno! Me fijo en lo
que los otros hacen mal. Y los condeno. Tengo gran facilidad para decir: «Tú, lo que deberías hacer…». Poseo
todas las recetas posibles. Sé lo que los demás tienen que hacer para que sus
vidas mejoren. Tal vez no me fijo tanto en mi viga propia. En lo que yo hago
mal. Para lo mío siempre encuentro excusas. Los demás. Las prisas. Las
presiones. Las circunstancias. Para los otros tengo un ojo avizor que descubre
el mal y denuncia el pecado. A mucha distancia soy capaz de ver lo que no
funciona. Interpreto gestos. Leo debajo del agua. No se me pasa una. Enseguida
analizo a las personas y las clasifico. Los que son de fiar, y los que no lo
son. Los que son oro refinado. Y los que están llenos de defectos y manías. Sé
lo que deberían hacer los demás para ser mejores personas. Se lo digo, no me
callo. Me falta humildad. Suelo juzgar el mundo desde lo alto de mi atalaya.
Allí me siento protegido y seguro. Como si yo no tuviera puntos débiles. Por
eso me viene bien mirar mi corazón. Ver mi propia debilidad. Asumir mi
imperfección. El otro día leía: «La conciencia de
nuestra fragilidad nos lleva a no juzgar más a nadie y a tratar al prójimo con
dulzura humildad y comprensión»[7]. Si fuera consciente de mi fragilidad, de mi pecado,
miraría con más humildad a los demás. Me bajaría de mi torre. Me pondría a la
altura de los débiles y no los condenaría tan fácilmente. Comenta el Papa
Francisco en la Exhortación Amoris Laetitia: «Se dice que (el amor) no tiene en cuenta el mal; puede
significar guardar silencio sobre lo malo que puede haber en otra persona.
Implica limitar el juicio, contener la inclinación a lanzar una condena dura e
implacable». El amor no lleva cuentas del mal. El amor humilde no mira
con ojos críticos a los demás. Me cuesta cambiar la mirada. Lo observo todo. Y
a menudo no guardo silencio. Estallo. En ocasiones es la rabia la que me mueve.
Me molestan los defectos y pecados de aquel a quien amo. Y estallo. Se lo digo.
Pero no me importa que mejore por su bien, es más bien por el mío. Lo que me
molesta a mí es lo que importa. No pretendo que el otro sea mejor. Sino que yo
tenga más paz. No me callo en mis críticas. Soy inflexible. Duro con mis
juicios. No tengo misericordia. Y además, olvido que yo mismo tengo defectos
que también molestan. Algunos no son pecaminosos. Simplemente son
imperfecciones que debilitan mi entrega y mi amor. Me gustaría ser más
consciente de todo lo que puedo cambiar en mí. De esta forma sería capaz de
mirar mejor la vida. ¿Cuál es la viga que ni siquiera soy capaz de ver? Me creo
que yo lo hago todo bien. Juzgo. ¡Qué mal están los demás! Pienso. Ensucian el
mundo, la Iglesia. Yo salgo ileso en el juicio. Nadie me condena. ¿Yo tampoco?
Miro mi corazón como lo mira Jesús. Lo miro con misericordia. Veo mis defectos
y pecados. Veo mis debilidades y deficiencias. Sí, son muchas. No son ni peores
ni mejores que otras. Son las mías. Ojalá pudiera crecer y mejorar. Lo intento.
Me pongo manos a la obra. No me fijo tanto en los demás. Más bien mi mirada se
convierte en mirada llena de admiración. Miro sobrecogido la belleza de los que
me rodean. Tienen luz. Más que yo. Los miro con alegría al ver esa originalidad
que Dios ha puesto en sus vidas. Dejo a un lado la viga que no me deja ver. Es
frecuente en mi alma ese juicio que condena al que no es como yo. Al que hace
las cosas de forma diferente. A veces me veo criticando para descalificar al
que otros alaban. ¿Me molesta que hablen bien de otros? ¿Tengo envidia? Es como
si al criticar a los demás, de forma especial a los que hacen lo mismo que yo,
me sintiera algo mejor. Más alto. Más valioso. Más digno. ¿Quién soy yo para
juzgar y condenar a nadie? No tengo ningún derecho a hacerlo. Pero no sé cómo
me veo metido en esas conversaciones que condenan. Es como si al hablarlo con
otros me sintiera mucho mejor. Necesito que me escuchen y colaboren en mi labor
denigratoria. Alguien sale perdiendo.
Pero no importa. Me siento mejor, más valioso.
Jesús me habla hoy de la importancia de los frutos. Y me dice algo evidente que no quiero olvidar: «No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto
sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las
zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos». El fruto que doy es el que
me corresponde por mi originalidad. Jesús no me pide que dé un fruto que no
tenga que ver conmigo. Si soy olmo, no daré peras. Si soy manzano, no daré
uvas. Lo tengo claro. Pero quizás me lo dice para que no me angustie cuando no
dé el fruto que esperaba. A lo mejor no es mi fruto, es el de otro. Me gusta la
imagen de los frutos, pero a veces me da miedo. Porque creo que yo pienso en el
fruto como hombre y no como piensa Dios. Me creo que Dios me va a exigir una
serie de frutos al final de mi vida y yo vivo exigiéndome lo imposible para
llegar a la cima marcada, a la nota exigida. En la vida profesional se habla de
incentivos. Son estímulos que se ofrecen a una persona con el objetivo de
incrementar la producción y mejorar el rendimiento. Me aseguran que si llego a
una cifra determinada de frutos recibiré más como recompensa. El fruto trae
consigo un beneficio. Cuando más fruto dé, más felicidad habrá en mi alma.
Pienso como los hombres, no como Dios. Hoy escucho: «El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano,
crecerá en los atrios de nuestro Dios. En la vejez seguirá dando fruto y estará
lozano y frondoso». Si soy justo seguiré dando fruto. No me cansaré. Daré
buen fruto, el que me corresponde. Seré feliz. Pero Jesús no quiere que me
quede en las categorías humanas. El fruto de todo lo que hago y entrego no es
gracias a mí. No soy yo el que lo logra. Es Dios en mí el que da un fruto
infinito que yo no alcanzo a ver. Quiero creer más en la gratuidad de Dios. Y
no tanto en el pago por mis méritos. Leía el otro día: «Los dones de Dios son gratuitos no por esfuerzo humano son fruto de su
misericordia. Recibir con corazón humilde y pobre. La religión cristiana no es
una religión del esfuerzo sino de la gracia. Pequeños y humildes ante Dios»[8]. Una religión de la gracia. Yo sólo trabajo la
tierra. El fruto es de Dios. Y el mayor fruto es que mi alma esté llena de
Dios, de su bondad. Que mi corazón se abra y se llene de su presencia. Hoy
escucho: «Porque de lo que rebosa del corazón habla la boca». ¿De qué está lleno mi corazón? Me gustaría que hubiera en él cosas buenas.
Sentimientos nobles. Bondad, misericordia, alegría. Pero siento a menudo rabia,
rencor, desprecio, desidia, envidia. Brotan la pereza y la dejadez. ¿De qué
está llena mi alma? De mí mismo. De mi vanidad. De mi amor propio. De mi
orgullo. De mis éxitos y logros. De eso es de lo que hablo. Lo que digo es lo
que tengo dentro. No viene de fuera el mal a mi vida. Lo incubo en mi alma. Y
hace daño. Me hace daño a mí en primer lugar. Me duele por dentro. «El que es bueno, de la bondad que atesora
en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal». Mis
frutos son buenos cuando dentro de mí hay paz. Lo que sale será constructivo.
Edificante. A veces me veo diciendo lo que no deseo. Y brotan de mí actos que
nunca he querido. Lo que tiene mi corazón en su interior. Deseo que venga Jesús
a limpiarlo con su Espíritu. Y acabe con lo que no está en orden. Y saque de mi
interior lo que no le pertenece. Parece fácil pero no lo es. Quizás por eso veo
con más facilidad lo malo en los demás. Me fijo en lo que otros hacen mal. Y
mis frutos no son buenos. Mis obras no dan vida. Ni esperanza. Me gustaría
tener un corazón más grande. Más dócil al querer de Dios. Más vacío de mí mismo
para dejarle entrar. Pero a veces me dejo llenar de lo que no me hace bien.
Abro la puerta de mis sentidos. Busco lo que no me trae paz ni tranquilidad.
Dejo de lado el silencio interior. Y no miro sólo lo que me sana por dentro. Me
lleno de imágenes que no me dejan tranquilo, ni en paz. Necesito su Espíritu que me llene de luz por dentro.