1 Samuel 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23; 1 Corintios 15, 45-49; Lucas 6, 27-38
«Amad a vuestros enemigos, haced el bien y
prestad sin esperar nada. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no
juzguéis, y no seréis juzgados»
24 febrero 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«Miro con alegría mi imperfección. Es mi
camino de liberación. Miro mi pobreza y mi debilidad. Sé que Jesús va a venir a
buscarme. A levantarme cuando esté caído»
No me resulta tan sencillo cambiar la realidad que veo,
cuando no me gusta. Me ofusco, pierdo la
paz. Lo veo todo tan sencillo. Cómo deberían ser las cosas. Cómo deberían
actuar los demás. Lo más difícil es lograr que cambie el corazón. Primero el
propio, luego el de los demás. Es cierto que me esfuerzo, lo intento y lucho.
No veo frutos aparentes. Me enfado. Una persona me decía con dolor: «Hago todo lo que está en mi mano, y resulta
que las cosas no salen como espero. ¿Qué pasa? ¿Lo hago mal? Quiero que se haga
mi voluntad, quiero que las cosas se arreglen y cuando las cosas no resultan
como yo pensaba, ¿me enfado? ¿Me vengo abajo? No tiene sentido». Enfadarse
no tiene sentido, es cierto. El enfado me amarga, me duele, me hiere muy
dentro. El enfado me hace mirar mal a los demás. Juzgar y condenar. Acepto de
partida que no lograré cambiar el corazón de los hombres. Aunque me empeñe.
Pongo todo mi esfuerzo, y no resulta. ¡Cuántas veces veo que desperdician mis
consejos y no me hacen caso! No importa. Sólo me pidieron un consejo. No era
una orden. Me piden mi opinión y yo opino. Pero no por opinar cambia la
realidad. Lo dramático es que pierdo la alegría cuando las cosas no resultan
como esperaba, como yo quería. ¿Cómo es eso posible? ¿Mi felicidad depende de
que las cosas sucedan de acuerdo con mi deseo? Vana es mi felicidad entonces.
Nunca seré feliz. Viviré amargado culpando al mundo de mis infortunios. La
culpa es del otro, del que lo ha hecho mal. Mía no, yo he actuado bien. Yo
estoy bien. Los otros están mal. Quizás debería empezar por ahí para ser
honesto. ¿Qué responsabilidad tengo? No me lavo las manos. Yo puedo hacer algo
para cambiar el mundo. Pero no siempre será suficiente. Estaré contento con mi
esfuerzo. Sin esperar un resultado que me llene de alegría. Eso ya no es cosa
mía. Mi sola voluntad no lo cambia todo. No me enfado cuando no me hacen caso. Digo
lo que pienso. Quiero cambiar el mundo. Aunque muera en el intento y no lo cambie.
Lucharé. Daré la vida por ello. Pero sabiendo que el mundo que intento cambiar
es el mío, mi entorno, las personas que me rodean. Los que me aman. Aquellos a
los que amo. Los que he cuidado. Los que me han cuidado. Soy responsable de
todos. Y al mismo tiempo no me siento culpable ni me amargo cuando las cosas no
salen bien. Lucho por dar mi aporte. Desde lo que yo soy. Soy único. Decía el
P. Kentenich: «No decirse lisa y
llanamente: - Esta debilidad es parte de mi personalidad. Estamos muy
fuertemente influidos por nuestro entorno. Esa influencia entraña el peligro de
que nuestra conciencia ya no reaccione, precisamente porque tomaremos la
opinión pública como voz de la conciencia. Vivir ajustándose a la opinión
pública nos hará superficiales, nos inducirá a hacer exactamente lo que los
demás hacen, nos debilitará la conciencia personal en cuanto fuerza motriz para
la autoformación y, sin que nos demos cuenta, acabaremos siendo personas
masificadas»[1]. No quiero ser una persona masificada que acaba haciendo lo que todos hacen.
Y pensando como todos. A veces me doy por vencido y no hago ya nada. Pienso que
no me hacen caso. No siguen mis propuestas. No se adhieren a mis puntos de
vista. No son como yo quiero que sean. Me callo y, de esta forma, dejo de ser
yo mismo para los demás. Pienso que no aporto nada. Creo que puede molestar mi
originalidad. Pienso que querrán que me adapte y renuncie a mi aporte.
Pretenderán que sea uno más confundido en la masa. No hago caso. Sigo adelante
sin mirar lo que los demás piensan, esperan y desean. No actuaré como todos
actúan. Seguiré mi corazón. Tendré en cuenta mis principios. Buscaré el querer
de Dios en mi alma sin esperar que los demás aplaudan todas mis decisiones. No
espero que todos aplaudan los pasos que doy confirmando así mis deseos. No
tienen que consentir con todo lo que decido. Es mi camino, lo sigo y me dejo
llevar por la mano de Dios. Y confío en
los que Dios ha puesto junto a mí para hacerme ver su voluntad.
Me atrae lo que brilla, lo que suena, lo que destaca. Es como un hilo invisible que me conduce hacia el que triunfa y tiene
éxito. No sé, no es tan fácil huir del ruido, de lo que llama la atención. Me
gusta la mirada de Santa Teresita del Niño Jesús: «Mantengámonos pues, muy lejos de todo lo que brilla, amemos nuestra
pequeñez, deseemos no sentir nada. Entonces seremos pobres de Espíritu y Jesús
irá a buscarnos, por lejos que nos encontremos, y nos transformará en llamas de
amor». El pobre de
Espíritu es el que ama su fragilidad. Es el pobre abandonado en su pobreza, en
su pequeñez, que mira a Dios y lo ama. El pobre que no tiene razones para estar
orgulloso de nada. Porque no es perfecto y comete errores. Creo que tengo que
aceptar mi imperfección y pobreza para ser feliz, para hacer felices a otros. Como
leía el otro día: «Las relaciones con
nosotros mismos y con nuestra vida cotidiana, se volverán paradisiacas cuando
consigamos acogernos y amarnos, no a pesar, sino por medio de todas nuestras
heridas y debilidades»[2].
Me
reconozco pobre de espíritu. Pobre y necesitado. Dejo de lado mi orgullo y
prescindo de mi amor propio. En nada me ayudan. No quiero brillar, no quiero
destacar. No quiero ser el primero. Quiero simplemente vivir feliz con mi vida
como es hoy. Acepto mi pequeñez: «Tenemos que decidir
si optamos por la fuerza o por la debilidad. Nuestra debilidad es una fuerza
más grande que cualquier otra, porque tiene la fuerza de Dios: cuando soy débil
entonces soy fuerte (2Cor
12,10)»[3]. Mi
camino de santidad pasa por aceptar con alegría mis límites, mis inmadureces,
mis debilidades, mis incapacidades, mis zonas oscuras, mis trasgresiones, mis
pecados. Aceptarlos y besarlos como un gran tesoro. Siempre recuerdo el ejemplo
de la perla. Cuando la ostra es pequeña no tiene ninguna protección. Flota en
el agua. Después, cuando se empieza a formar la concha, se va al fondo del mar.
Es allí donde se adhiere a la roca. Entonces se abre un poco para dejar entrar
plancton que le sirve de alimento. En ese proceso a veces entra un grano de
arena o un animal diminuto. La ostra se defiende y segrega una sustancia
conocida como nácar. Cubre al objeto extraño hasta convertirlo en perla. Este
increíble proceso puede durar de tres a seis años. Me impresiona. Un objeto
extraño que incomoda. En mi vida suele ser así. Tengo objetos extraños en mi
alma que me molestan. Me incomodan mis límites. Me duelen dentro los pecados
que han ido anidando en el alma. Me turban mis imperfecciones que me hieren con
sus aristas. Me molestan mis debilidades y fragilidades. Son como granos de
arena. Me incomodan y viven en mi interior. No me defiendo. No los echo fuera
de mí. No pretendo que desaparezcan. Sé que no es fácil aceptar algo ajeno a mí
que me duele. Requiere mucha humildad aceptar la pequeñez. Pienso en la perla y
sus años de maduración. Sé que si acepto en mi vida lo que es frágil quizás
pueda llegar a ser parte de esa perla que nace en mi interior. Todo lleva su
tiempo. El grano de arena puede llegar a ser perla. Pero cuando intento
expulsarlo de mi interior y no lo acepto. Vivo lleno de amargura, frustrado. Sólo
cuando lo integro y cubro con lo que hay en mí, todo cambia. Lo acepto como parte
de mi camino de santidad y al final surge la perla. Eso es lo que me salva. Lo
que no es asumido no es redimido. Cuando beso lo peor de mí, lo que me duele y
es extraño a mí, se transforma en una perla preciosa. Mi dolor en fuente de
vida para otros. Mis incompetencias son mi camino de santidad. Se desvela ante
mí una forma diferente de entender la vida. Me han enseñado a rechazar la
debilidad y elegir la fuerza. Me han dicho que no se llora por las pérdidas, ni
se lamentan los fracasos. Me han pedido que sea duro como el pedernal. Pero no es
el camino. Soy frágil como esa ostra que flota en el mar y luego se posa en la
roca intentando hacerse fuerte. Yo solo no puedo. Si no me apego a la roca que
es Dios no podré llegar a ser perla. Si no me sostengo en Él, no podré
fortalecer mi espíritu. Eso es lo que deseo. Me acepto cuando me sé querido y admirado
por Dios. Si no es así, si no lo vivo, resulta imposible. No me quiero fijar en
lo que brilla. No pretendo hacerlo todo bien. Reconozco mis fragilidades. Miro
con alegría mi imperfección. Me muestra el camino de mi liberación. Acepto mi
verdad, mi realidad. Todo como es. Nada temo. Miro mi pobreza y mi debilidad. Y
sé que Jesús va a venir a buscarme en mi pobreza. A levantarme cuando yo esté
caído. Esa es la verdad. Pero no basta quizás con aceptarlo todo. Hay que
aceptar algo más todavía: «El segundo grado de la humildad consiste en alegrarse de que los demás
reconozcan nuestras limitaciones y debilidades, y saberse juzgados según ellas.
En el tercer grado de la humildad uno se alegra de ser tratado según dicho
juicio»[4]. No basta con conocer y aceptar mi debilidad. Es necesario que los otros
también la conozcan y me traten de acuerdo con ella. Es una humildad que no
tengo. Me falta, pero la anhelo. No quiero hacerlo todo bien. No
pretendo ser perfecto. Es imposible y lo asumo. ¿Por qué me empeño siempre en
hacerlo todo de forma impecable? No lo entiendo. Vive dentro de mí un deber ser
que me enferma y estresa. Hoy pongo mi pobreza ante Dios y la beso. Acepto que otros me traten por lo que soy.
Pobre y débil. No brillo.
El otro día fue el día de los enamorados. No sé muy bien quién se lo inventó. O si es necesario que haya un día para
recordar el amor. Para agradecer por él. Tal vez sí. Porque el corazón se
olvida, o se acostumbra, o deja de valorar los detalles. Una madre regalaba siempre
a sus hijas unos chocolates ese día. Para celebrar el amor de madre que les
tenía. Todo amor cabe en el día de los enamorados. Primero se celebra el de los
cónyuges, el de los novios. Se quieren, se aman y un día se detienen a
agradecer a Dios por el amor que Él ha sembrado en sus vidas. Uno no decide
enamorarse, elegir a alguien. Simplemente sucede. El deseo de conquistar. El
anhelo de ser conquistado. Y luego el amor se va cuidando. O el amor va
cuidándole a uno. Y entonces dejo de agradecer el amor que siento, el que
recibo, el que entrego. No me cuestiono mi forma de amar y ser amado. Decía el
P. Kentenich: «Lo dominante debe ser el
amor, no el temor. Lo dominante debe ser la magnanimidad, no la humildad
acentuada en demasía»[5]. Quiero confiar en la persona que me quiere. Quiero
ser confiado, no sumiso. Porque la sumisión me habla de abuso de autoridad. Me
duelen esas relaciones en las que hay más temor que amor, más sumisión que
confianza. Me duelen esas relaciones que pueden llevar a la violencia, o a la
distancia. Si el amor no saca lo mejor de mí, lo más verdadero, lo más mío, no
es un amor sano. El que me ama está llamado a hacer de mí una mejor persona.
Pero si su amor abusivo me exige cambiar siempre, o ser distinto, acabaré
viviendo de forma sumisa. No seré yo, tendré miedo y no expresaré mis
opiniones, no me atreveré a pensar de forma distinta. El amor no se impone,
sólo se ofrece. El amor no presiona. Se abre, se entrega. El amor no exige un
amor semejante. Sólo se da. El amor que yo quiero es como el que veo en Jesús.
Un amor que levanta al caído y sostiene al roto. No un amor que busca ser
servido. Dice el P. Kentenich: «El amor noble va siempre acompañado de reverencia profunda, fervor
delicado, respeto, entrega fiel; el amor noble sabe brindarse con calidez y
preservarse con firmeza. Respeto es reverencia ante la grandeza ajena»[6]. Un amor así es el que celebro el día de los enamorados. Un amor que se
arrodilla ante la persona amada. Elevando su dignidad. Sanando sus heridas de
amor que son profundas. El amor humano llega en Jesús a su máxima expresión. Es
el amor que escucha, acoge, perdona, sostiene, admira, calma. Ese amor es el que
yo quiero en mi vida, siempre. Un amor noble que saca lo mejor de la persona
amada. ¿Por qué fracaso tantas veces en el amor? ¿Por qué se rompen esos vínculos
que un día creí tan firmes? Me da miedo herir amando. Y odiar después de haber
amado. ¿Cómo es eso posible? Sueño con un amor que no se enfríe. Con un amor
que no se duerma en la rutina. Deseo un amor enamorado. El amor del padre al
hijo. De la madre a su hijo. De los hermanos. De los amigos. Yo no elijo la
sangre que comparto. Pero vuelvo a elegir cada mañana a quién amo y cómo lo
amo. Porque el amor que no se cuida, se apaga. Un amor de detalles, de rutinas
sagradas, de gestos preciosos. Un amor cotidiano, santo, hondo y alegre. Un
amor enamorado. Que vuelve a reír al pensar en el amado. Sólo un amor así evoca
ante mí el amor que Dios me tiene. El amor humano me puede llevar al cielo, o
hacer de mi vida un infierno. Yo elijo cómo vivir el amor que recibo. Y qué
hacer con el amor que nace en mi alma herida. Quiero un amor generoso, grande,
sin barreras. Un amor alegre. Porque si quien me ama no me hacer reír, no sé si
me hará feliz algún día. Decía el Papa Francisco: «En el matrimonio conviene cuidar la alegría del amor»[7]. Una alegría sana y constante. Una alegría que se cultive de forma
creativa. Un amor que no se conforme con lo que ya ha conquistado. Que siempre
quiera más. Que siempre esté dispuesto a dar más. Un amor así es el que quiero.
Un amor que no pase. Un amor que lleve sembrada en su interior la semilla de lo
eterno. Dios la ha sembrado. Dios siembra en mí una capacidad de amar ilimitada.
A veces desconfío del amor cuando he sido herido. Y me cuesta perdonar las
ofensas, los desprecios y los olvidos. Y vivo mendigando amor a quien no puede
amarme. Quiero que mis amores humanos me arrastren al cielo. Como lazos humanos
de los que tira Dios para que no me escape. El amor humano que desde sus
límites me enseña cuánto me quiere Dios. Me hago responsable de lo que amo, de
quienes amo. No prometo amor de forma irresponsable. Me ato libremente. Y cuando
lo hago me tomo en serio las palabras que digo. Quiero querer desde mis
entrañas. Con mi cuerpo, con mi alma. De forma total, sin egoísmos. Haciendo
realidad lo que prometo. Es el amor que
sueño. Vivir enamorado.
Hoy Jesús me pide algo que me parece imposible, que ame
al que me odia: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los
que os maldicen, orad por los que os injurian. Amad a vuestros enemigos, haced
el bien y prestad sin esperar nada». Me pide amar, hacer el
bien, bendecir y orar. Me parece todo tan complicado. Me pide que haga todo eso
pensando en quien me odia y no me quiere, en quien desea mi propio mal, en
quien me ignora. Quiere que desee su bien. Tal vez es necesario que aprenda a perdonar el mal causado. Si no lo hago
así, es imposible amar bien. Y querer al que no me quiere. David era perseguido
por el rey Saúl. De forma injusta es rechazado. Se siente herido y huye porque
teme perder la vida. Y parece que Dios le pone en bandeja la venganza, la
salvación: «Dios te pone el enemigo en la
mano. Voy a clavarlo en tierra de una lanzada; no hará falta repetir el golpe».
Puede acabar con esa persecución injusta. Puede obtener la venganza soñada.
Puede vencer al que le ha herido. Puede ser rey. Saúl se había convertido en su
enemigo. ¿No le ponía Dios en su mano la venganza? Dios no desea la venganza.
Pero el hombre sí. La venganza es el deseo de resarcirme del daño recibido. He
sido herido y mi corazón clama venganza. Quiere herir al que me ha herido. Así
suele ser en la vida. Si he recibido un daño, quiero que el que me lo ha
causado sufra algo peor incluso. La ley de talión exigía un castigo
proporcional al crimen cometido. Es el primer límite impuesto a la venganza.
Porque esta podía no ser proporcional al mal recibido. Jesús va más allá. No
sólo quiere que la venganza sea proporcional. Simplemente no quiere que haya
venganza. El corazón cristiano no cree en la venganza. Cree en hacer el bien,
no el mal. Y la venganza me habla de crueldad, maldad, odio, rabia. El corazón
herido quiere venganza. Jesús nunca se vengó de los que querían su mal.
Devolvió bienes a cambio de males. Amor al ser odiado. Hoy miro mi corazón
herido. ¿Tengo enemigos? Pienso en mi vida. No, no tengo enemigos. Es mi
primera respuesta. ¿Alguien me ha hecho el mal? ¿Alguien ha deseado mi mal?
Pienso en mi historia. ¿Todos hablan bien de mí? No. Pero tal vez tampoco me
odian. ¿Quién entra en la categoría de enemigo? Puede que no encuentre a nadie
que quiera mi mal. ¿Yo deseo el mal de alguien? Pienso en mis heridas. Me han
causado daño. Algunos sin intención. Otros intencionadamente. ¿He sentido en mi
corazón alguna vez el deseo de venganza? Se han reído de mí. Me han criticado
por mis palabras. Han juzgado mis actos. Me siento dolido. Brota el rencor del
alma. A veces me creo que no tengo nada que perdonar. Me equivoco. Siempre hay
algo. Alguna herida o desprecio. Esperaba más o algo distinto. Mis expectativas
no se vieron satisfechas. Comenta el Papa Francisco: «Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que
consideramos una amenaza para nuestras ‘certezas’: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de
paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras
expectativas». Surge el odio porque amenazan mi
seguridad. Me siento atacado a menudo sin serlo. Yo espero más. No entiendo las
decisiones de los otros. O simplemente no las comparto. Surge la ira, la rabia,
el deseo de venganza. ¡Cuánto daño me hace odiar! Guardo un rencor profundo.
Tengo la herida tapada para que no duela. Y me creo que ha desaparecido. Pero
súbitamente, al recordar lo que un día sucedió, vuelve el mismo sentimiento de
rabia. Quiero que sufra aquel que no me quiere. ¿Cómo puede pedirme Jesús que lo
ame? «Si amáis sólo a los que os aman,
¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis
bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo
hacen». Veo una montaña ante mis ojos. Olvidar me cuesta mucho. Perdonar me
parece imposible. Bendecir está lejos de mi alcance. Desear su bien. Amar. Todo
demasiado duro. No me siento capaz. ¿De dónde procede el perdón? De Dios. Sólo
Él puede darme lo que necesito. Quiero un corazón puro y virgen que no busque
la venganza ni el mal de nadie. Un corazón que no guarde rencor de forma
permanente. ¿Cómo se cambia el propio corazón? Estoy muy lejos de bendecir.
Tantas veces maldigo. Estoy lejos de amar bien al que me odia. Como mucho lo
aparto de mi vida para no recordar cada día cuánto odio tengo dentro de mí.
Necesito purificar mi corazón. Haciendo el bien al que no me ha querido. Amando
al que me ha despreciado. Bendiciendo. Hablando bien de él. Vivo pensando en lo
que los demás hacen. Vivo deseando lo que no tengo. Y surge el odio dentro de
mí. El odio me hace daño. Me envenena. Hacer el bien, hablar bien, bendecir.
Todo eso me llena de luz, de alegría, de paz. Dejar de hacer el mal que está
ante mis ojos. Es difícil retener la mano que busca vengarse. Echo marcha
atrás. Guardo mi puñal. Dejo de causar daño. Guardo silencio. No necesito
herir. Es innecesario. No me sana, no me libera, no me llena de esperanza. Todo
lo contrario. El mal deseado y realizado llena mi alma de odio y rencor. Mi
enemigo sigue siéndolo. Es fuerte esta palabra. Pienso en las personas que no
me buscan, en aquellos a los que no les intereso. No son mis enemigos. Pero no
los amo. Pienso en los que hablan mal de mí. Tampoco los odio. No son los más
cercanos. Pero no deseo su mal. Su rencor es de ellos. Igual que su odio. No es
mi rencor, no es mi odio. No me pertenece. Yo quiero amar siempre. Y no quiero estar lastrado por el peso del
odio. No viene de Dios.
Hoy Jesús me pide que perdone, que tenga misericordia: «No condenéis, y no
seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados. Sed compasivos como vuestro
Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados». Él es siempre
misericordioso conmigo: «El Señor es compasivo y misericordioso. Él perdona todas tus culpas y cura
todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de
ternura».
Me perdona en mis culpas. Me levanta cuando he caído. Me
mira conmovido. Me salva. Ve en mí
una belleza pulcra e inmaculada, allí donde yo sólo veo suciedad despreciable.
¿Cómo lo hace Dios para ver lo bueno que hay en mí? ¿Cómo consigue comprender
mi debilidad y amar mi pobreza? Me cuesta sentir siempre su perdón. Decía el P.
Kentenich: «Cuando nos confesamos,
¿cuántas veces nos viene a la mente el pensamiento de si se nos han perdonado
efectivamente nuestros pecados? ¿Por qué? Quizás sea una inseguridad pasajera;
pero cuando una persona religiosa se estanca en esa inseguridad, si confiesa
una y otra vez lo mismo, ¿no será quizás porque en el fondo está convencida de
que la faceta divina de la ley fundamental del mundo es la justicia, o bien, el
temor?»[8]. La mirada de Dios es una mirada misericordiosa que me salva. Su perdón me convierte
en misericordioso. Necesito experimentar el amor humano para comprender el amor
de Dios. El vínculo humano, el puente de carne, el perdón de los hombres. Es el
amor humano el que me lleva a tocar el amor de Dios. El amor que me perdona
cuando he hecho daño y ofendido. Saúl experimenta el perdón de David después de
un sueño profundo: «Porque él te puso hoy
en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor». La
venganza no fue el camino de David. Y su misericordia sana a Saúl. El perdón es
mi salvación. Me perdonan y yo me hago capaz para el perdón. La misericordia
que recibo me lleva a perdonar la ofensa que me han causado. ¿Hay heridas que
nunca sanan? Hay dolores muy profundos que no dejan de doler. A menudo me
siento incapaz de perdonar al que me ha hecho daño. Guardo un rencor muy hondo,
dentro de la piel. Busco un remedio que me sane por dentro. Para poder
perdonar. Porque perdonando me libero, me salvo. Me vuelvo niño inocente,
virgen, sano, puro. Y entonces vuelvo a comenzar mi vida. Desde el perdón dado.
¿Cómo lo logro cuando duele tanto la herida? No es tan sencillo. Las palabras
no bastan. El deseo no es suficiente. Puedo escribir mi anhelo. Sé que el papel
lo aguanta todo. Pero luego el perdón profundo que doy no siempre es sincero. Necesito
que lo haga Dios en mí. Mi sola voluntad no basta. Quiero, eso sí, querer
perdonar. Quiero dar el perdón que se me resiste en las manos, en la voz.
Quiero mirar al otro y decirle en el silencio de mi alma que le perdono. Él no
lo sabrá porque no es importante que lo sepa. Mi perdón me libera a mí. El otro
puede no ser consciente de la ofensa. No tengo que expresarle mi perdón. Soy yo
el que se encadena en el rencor y no duerme lleno de odio, de rabia, de dolor.
Mi perdón me calma por dentro. Para poder perdonar necesito perdonar mis propias
culpas, mis errores, mis debilidades. Decía el Papa Francisco: «Para poder perdonar necesitamos pasar por
la experiencia liberadora de comprendernos y perdonarnos a nosotros mismos.
Tantas veces nuestros errores, o la mirada crítica de las personas que amamos,
nos han llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos. Eso hace que
terminemos guardándonos de los otros, escapando del afecto, llenándonos de
temores en las relaciones interpersonales»[9]. El perdón recibido me ayuda a perdonarme. Y sólo desde el perdón a mí mismo
puedo perdonar a los que me han hecho daño. Es el camino sanador. El perdón que
recibo, el perdón que me doy a mí mismo, el perdón que doy a otros al
perdonarlos en sus culpas. El perdón me llena de paz y de luz. Me vuelvo hijo
sanado en mi herida. Es menor el dolor. Se calman mis ansias y rencores. Desaparece el odio al ser reemplazado por
el amor misericordioso. Es lo que deseo. Se lo pido a Dios.
Hoy también me dice Jesús que la medida que use es la
misma que usarán conmigo: «A los que me escucháis os digo. Al que te pegue en una mejilla,
preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien
te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás
como queréis que ellos os traten. ¡No!; tendréis un gran premio y seréis hijos
del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Dad, y se os
dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida
que uséis, la usarán con vosotros». El amor siempre es asimétrico. Jesús me
pide que ponga la otra mejilla cuando me han herido. De nuevo me parece
imposible. A cada acción una reacción proporcional. A cada golpe un golpe. A
cada insulto un insulto. No hay término medio. Si me hacen daño yo hiero. Si me
abrazan yo abrazo. En la vida busco el equilibrio entre las fuerzas. Una guerra
fría en la que ninguno actúa esperando el primer paso que dé el otro. En el
amor lo mismo. No doy mucho por temor a no recibir. No espero mucho por miedo a
la desilusión. No quiero amar mucho para no salir perdiendo en mi entrega. Si
amo mucho y no recibo tanto, me sentiré frustrado. Miro siempre lo que hacen
los demás. Y de acuerdo con lo que recibo, actúo. Si me tratan bien, yo también
trato con amor. Si recibo desprecios, doy desprecio como respuesta. En un mundo
hostil, soy hostil porque otra actitud no encaja. Donde hay odio, siembro yo
también un poco de odio. Hoy Jesús me invita a seguir el ideal. Me habla de un
amor sin medida. La meta más alta: «Nosotros,
que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre
celestial». Estoy llamado a
ser más de lo que soy hoy. Un hombre del cielo en la tierra. Un hombre
arraigado en Dios que derrama un amor que no es suyo. Un hombre con un corazón
inmenso que sabe perdonar. ¿Cómo es posible cambiar el mundo con mis escasas
fuerzas? ¿Cómo puedo cambiar las relaciones que no me gustan con mis
imperfecciones? Hay un solo camino: el amor sin medida. Dios me invita a
regalar misericordia. Decía la Madre Teresa: «La pobreza material se soluciona con ayuda material. La pobreza
espiritual es más dura. Los olvidados. Los no amados. Los que están solos. La
mejor forma de mostrar el amor de Dios es el amor de los unos por los otros». Un amor que logre
cambiar mi entorno. Una medida diferente de amor. Dar desde mi pobreza. ¿Cómo
se puede dar sin esperar nada a cambio? Siempre espero algo más. Mi amor quiere
ser simétrico. Pero el amor de Jesús es asimétrico. Él murió dando la vida.
Amando y perdonando desde la cruz a todos los que lo odiaban sin motivo. Él se
entregó por entero por mí. Sabiendo que mi generosidad es escasa. Y mi pobreza
es lo único que le devuelvo amándole torpemente. Pero no por eso dejó Él de
darse por entero sabiendo que podía no recibir nada. Su amor sin medida me
sobrecoge. Él se dio sin medida. ¿Es esa la medida que me pide a mí? Quiere que
ame sin medida. Un amor que no calcula, ni mide, ni espera. Un amor que no
busca recibir lo mismo que da. ¿Quién es capaz de amar así? El amor en la vida,
el amor que me lleva al cielo, no calcula, no espera, no mide, no especula. Me
gustaría amar siempre así. Pero tengo en mi corazón una medida de lo que es
justo. De lo que corresponde. De lo que no me pueden exigir. Una medida de lo
que estoy llamado a dar, pero no más. No me pueden pedir que dé mi vida entera.
Sólo pueden esperar que regale un poco de ella, un poco de tiempo, una medida
justa. Si me golpean, no pongo la otra mejilla, también golpeo, porque es lo
justo. Si me quitan la túnica, no doy más, porque espero que me devuelvan más
de lo que me quitaron. Es lo justo, lo medido, lo calculado. No creo en ese
amor sin medida. Pero en el fondo de mi alma es el amor que me sana, el que me
salva. Le pido a Dios que cambie mi corazón y lo haga como el suyo. Más
grande, más puro, más libre.