V Domingo Tiempo
ordinario
Isaías 6, 1-2a. 3-8; 1 Corintios 15, 1-11; Lucas 5, 1-11
«Remad mar adentro, y echad las redes para pescar. Maestro,
nos hemos pasado
la noche bregando y no hemos
cogido nada; pero,
por tu palabra, echaré las redes»
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10 febrero 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«Es posible volver a soñar. A amar. A abrazar. A caminar mirando
estrellas. Es posible
andar sin tener los ojos fijos en el pasado. Puedo cambiar si dejo de lado creencias limitantes que me atan»
No sé muy bien qué tengo que hacer para cambiar mi forma de pensar. Parece tan sencillo.
Me lo dicen con frecuencia: «Piensa esto
y te irá mejor. Deja
de pensar de esta forma
que te hace
daño. Olvida esos pensamientos negativos que te atormentan. No te atasques
en pensamientos enfermizos que te envenenan el alma». Y yo me esfuerzo por
cambiar los pensamientos. Porque sé que de lo que pienso surgen emociones.
Muchos miedos nacen con esas ideas anidadas en el alma. Muchos complejos están
construidos a partir de pensamientos milenarios, porque me parece que siempre
han estado dentro de mí, guardados. Me
dicen que cambie mi forma de pensar. Me lo propongo. Aprieto los puños y
comienzo un nuevo camino. Fijo los ojos en la meta que deseo alcanzar. Lucho,
me esfuerzo, lo intento. Pero siguen golpeando la puerta de mi alma
pensamientos antiguos que me matan por dentro.
Porque son las creencias limitantes de los que tejieron mi vida. Y me hicieron
creer que yo no
podría avanzar. No podría ser mejor que nadie, que ellos mismos. No quiero
dejar de pensar que puedo lograr cosas imposibles. ¿Qué es imposible? Tal vez
esos sueños que otros me dijeron que no eran realistas. El otro día leía en «Pinceladas
conscientes»: «Como no sabía que era imposible, lo hice». No sabía que era imposible. La ignorancia siempre es
atrevida. Y los pensamientos limitantes no me dejan crecer. De pequeño pienso
que todo es posible. Los Reyes magos entrando por la ventana de mi cuarto. Correr
a doscientos por hora sin caerme. Volar las más altas cumbres. De pequeño, miro
a mi padre, y creo en lo imposible. Luego me vuelvo prudente. O me hacen creer
que la prudencia es dejar de soñar con lo imposible. Mejor atenerme a lo de
siempre. Al mismo corte de vida que otros han
logrado. Al fin y al cabo, si otros
no han hecho cosas imposibles, ¿por qué yo voy
a ser especial? Sigo soñando. Cuando no sé que algo que me propongo
es imposible, no tengo frenos en mis pensamientos. No temo hacer la locura de
emprender un camino que parece intransitable. Mi fortaleza es creer que puedo
más de lo que me dicen que puedo. Pero yo me quedo atascado en imposibles que
no pueden ser. Porque son pasado. Comenta un mago muy conocido, el Mago Pop:
«Mi vida cambió cuando
dejé de pensar
en lo que era imposible, y empecé a pensar en lo que era posible». Cambió su forma de pensar cuando dejó de vivir atado al pasado, a las
frustraciones vividas. Es posible volver a soñar. Volver a reír. Volver
a amar. Volver a abrazar. Volver a caminar mirando estrellas. Es posible andar
sin tener los ojos fijos en el pasado. Puedo cambiar si dejo de lado tantas
creencias limitantes que atan mis brazos y encadenan mis pasos. Sonrío. Tal vez
es que ya no veo imposibles. O no me fijo en ellos. Y tomo en mis manos los
posibles que Dios me regala. Son tantos. Miro a Dios con los ojos renovados. Aparto mis pensamientos negativos. Miro
fijo a los ojos de Jesús. Creo en su poder. No en el mío. Leía el otro día: «Todo el significado de la vida espiritual está en
experimentar la imposibilidad humana y la posibilidad divina.
Sólo así se convierte uno
en adulto en la fe.
Mientras pretende hacerlo
todo solo de forma voluntaria es un preadolescente en crisis de identidad. Se
deja
llevar por la mediocridad porque, total, no hay nada
que hacer, envejece
antes de tiempo
y mal»1. No quiero
quedarme en la adolescencia
del joven que pretende llegar solo al final del camino. No quiero ser un viejo
que ha dejado de creer que muchos imposibles pueden llegar a ser posibles. Miro
al cielo lleno de estrellas. Yo solo no puedo subir tan alto. No puedo alcanzar
las cumbres que me superan. No puedo hacer tantas cosas porque Dios no me ha
dado esos talentos. Pero puedo hacer muchas
otras.
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1 Amadeo Cencini, La hora de Dios
En lugar de llorar sobre la leche derramada. Comienzo a
construir un nuevo camino. Un nuevo hogar. Un nuevo sueño. Un nuevo paraíso. Me
ilusiono. Y creo. Dejo de lado todos los
pensamientos limitantes que me hacen daño y no me dejan sonreír.
Con frecuencia anidan
en mí sentimientos de culpa.
No sé bien de dónde vienen,
pero me quitan
la paz. Tal vez hay ideas que viven en mi alma que me exigen siempre dar
más de lo que estoy dando. Me mandan hacer las cosas mejor. Actuar con más
rapidez. Solucionar todos los desafíos. Llegar a las metas más altas. Hacer lo
que me he propuesto. Conseguir lo que más deseo. Tengo todos esos mandatos y
deseos tejidos en la piel. Si no cumplo con lo prescrito y no llego a donde me
exigen, me siento culpable. Una culpa ante Dios, ante los hombres y ante mí
mismo. Mi miedo a decepcionar a los demás y a Dios. Y mi miedo a decepcionarme
a mí mismo. Me siento culpable de forma inconsciente por todo lo que no he
hecho y por lo que podía haber realizado de forma diferente.
Sufro porque no estoy a la altura de lo que yo mismo esperaba
de mí. Me
culpo por perder
el tiempo. Y también por exigirme demasiado. Me culpo
por no tener tiempo para
actuar de acuerdo con mis
prioridades. Quiero hacerlo todo perfecto y no lo logro. Comenta la sicóloga
Pilar Sordo: «Si hay algo que yo he aprendido en estos años
es que al final uno
hace lo que puede en la vida.
Y hay que intentar
hacerlo con el máximo esfuerzo. Si hiciste lo que pudiste
dando lo mejor
de ti y no resultó. Si conscientemente
hubo un gesto de bondad
al intentar hacer
las cosas lo mejor posible. Si lograste corregir
algo, pedir perdón.
Objetivamente ya está. Uno hizo lo que pudo.
Tiene que estar
en el nivel más alto.
Haber intentado todo
lo posible. Si es así la culpa no tiene sentido. Siempre estamos con la sensación de falta en vez de estar con
la sensación de abundancia. Una autoexigencia desmedida que nos lleva
a conflictos, a problemas de sueño, a depresiones. Todo pasa por la aceptación de la situación que uno está viviendo. No siempre se puede dar lo
mismo». La sensación de falta me enferma.
Me vuelve una persona nerviosa e insegura. Quiero estar contento con lo que
hago. Con paz en el alma. Sabiendo que he hecho todo lo posible. Esto es
distinto a buscar justificaciones y caer en excusas conocidas: «Es que soy así.
Es que no puedo evitarlo». Siempre puedo luchar y dar
más, es verdad. Pero si lo he dado todo me quedo tranquilo. La culpa enfermiza
me rompe por dentro. Nunca llegaré a lo que los demás esperan o yo espero. Esa
autoexigencia me hace tanto daño. Siempre puedo dar más. Es verdad. Pero no
quiero vivir estresado y con angustia por no lograr lo que pensaba que era
posible. No siempre las cosas saldrán como espero. Reconozco la culpa con
humildad, pero no me quedo en ella. Vuelvo a empezar. Me levanto de nuevo. En
eso consiste la santidad verdadera. No en una exigencia que me viene de lo alto
por cumplir siempre. Sino en una invitación a vivir con alegría la vida que me
toca. Aceptando las cosas como son. Dándoles
un sí alegre en circunstancias complejas. Ese sí alegre no se detiene
en la culpa. Crece y avanza. No echa la culpa de los fracasos a los
demás. Ni tampoco busca como justificación las circunstancias. Acepta la verdad
de su vida sin pretender maquillarla. Soy débil, soy pequeño, soy imperfecto. Esa
imperfección me gusta, porque a Dios también le gusta. No dejo de luchar,
porque Dios no quiere que baje los brazos. Hoy dice Isaías: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo
de labios impuros». Soy impuro. A veces me lleva a alejarme de su amor. Pero
Dios responde al profeta con una verdad que calma sus ansias:
«Mira; esto ha tocado tus
labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado». Dios me mira
siempre
con benevolencia, con misericordia. Y su mirada
logra que yo me mire a mí mismo de nuevo y no
encuentre culpa en mí. Dios
me mira y se conmueve
al verme tan frágil. Limpia
mi culpa. Lava
mi pecado. He sido perdonado en mi pecado
y en mi debilidad. Toco
mi fragilidad ante ese Dios que
me ama en mi pobreza
y construye sobre mi lodo. No ha tomado en cuenta todo lo que no he hecho
de acuerdo con lo esperado. Me gustaría mirarme
siempre así, sin tanta exigencia malsana. Comenta el Papa
Francisco en Panamá:
«No siempre creemos que el Señor
nos pueda invitar
a trabajar y a
embarrarnos las manos
junto a Él en su Reino». Dios
me llama a mí sabiendo que mis labios
son impuros. Cuenta con mi pequeñez
y mis resultados exiguos. No le importa. No se decepciona. Me mira alegre y sabe que voy a seguir caminando con mi
sonrisa en los labios y la esperanza en el pecho. Es lo que necesita de mí. Que le diga
que sí con el corazón
alegre. Que acepte
mis culpas con sencillez. Sin dejarme atrapar
por los remordimientos que me impelen
a querer dar siempre más.
Miro con confianza el camino que tengo
ante mí. Y sonrío. Las culpas no me van a llevar a perder la esperanza. No van
a hacer que pierda el sueño. No lograrán que me deprima dejando de mirar el
futuro con alegría. La culpa no va a llenarme de insatisfacciones. No estoy
dispuesto a dejar de
luchar por aquello en lo que
creo. Miro el horizonte que ensancha mi alma. Confío en todo lo que puedo hacer
si Dios actúa en mí y no me deja nunca. Ese sentimiento me da paz y confianza. Dios camina conmigo
en mi pobreza e impureza. Y me ama siempre
con mis errores y caídas.
Cuesta tomar
decisiones importantes. Cuesta dar un
sí para siempre. Cuesta vencer los miedos y arriesgarme a hacer lo que nunca
antes había hecho. Por eso me gustan
las palabras del
Papa Francisco en Panamá
dirigidas a los jóvenes: «Ir a las raíces
nos ayuda sin lugar a duda a vivir el presente,
y a vivirlo sin miedo. Tenemos necesidad de vivir sin miedo respondiendo a la
vida con la pasión de estar empeñados con la historia, inmersos en las cosas.
Con pasión de enamorados». Me gusta pensar que yo puedo cambiar las cosas
en torno a mí. La juventud la tengo
acumulada en el
alma, aunque mi cuerpo se empeñe en desmentirlo. No quiero
perder la inocencia de los jóvenes.
No quiero dejar de soñar imposibles. No quiero mirar hacia atrás y leer lo que decía Matoes, padre del desierto:
«Cuando
era joven, me decía: quizás
haga algo bueno.
Pero ahora que
he envejecido, veo que no hay en mí
ninguna obra buena»2. Me da miedo mirar mi vida y no encontrar obras buenas.
Siendo joven tengo un mundo por delante, toda una vida. Siendo viejo puede que
ya haya pasado mi hora. Nunca es tarde. Eso lo sé. Siempre puedo decidirme en
la juventud de mi alma. En una película decía el protagonista: «Esto es lo que ves cuando eres
joven. Todo te parece muy
cerca. Ese es el futuro.
Y eso es lo que ves cuando eres viejo. Todo parece muy lejano. Eso es el pasado». Miro hacia atrás
y me parece lejana mi vida pasada. Mantengo la mirada joven
y veo de cerca el futuro que se abre ante mis ojos. Me gusta soñar. Confiar en
que es posible vivir una vida plena sin importar la edad. Me quiero volver
a decidir por vivir la vida con pasión.
Siempre hay mil posibilidades que se abren ante mis ojos. Pero corro un peligro
muy serio. Que la pereza me impida caminar más lejos. La pereza que no me permite
emprender nuevos caminos. La pereza que me dice que estoy cansado y necesito
cuidar mi vida. Para cuando sea mayor. Para cuando tenga tiempo suficiente.
Para cuando no surja nada más interesante. Hoy escucho: «Entonces, escuché
la voz del Señor, que decía: - ¿A quién mandaré? ¿Quién
irá por mí? Contesté: - Aquí estoy, mándame».
Quiero darle mi sí a Dios que quiere
enviarme. Quiere que abra las puertas de mi alma. Quiere
que me entregue sin miedo. Porque la vida se vive en presente. Ahora puedo
amar, puedo hablar, puedo salir. Ahora puedo ponerme en camino. Estoy dispuesto
a que me mande. Dios no deja de necesitarme en este mundo tan enfermo. ¿Qué me
paraliza tantas veces cuando me grita al oído que quiere mi sí? El miedo. La
pereza. La dejadez. La inconsistencia de mi vida. Las cadenas que me pesan y
atan. Me siento esclavo de mí mismo. De mis fantasías y temores. Palpo a menudo
mi fragilidad. Estoy llamado a mirar la realidad «con ojos de hombre y con ojos de Dios».
Como dice el Papa Francisco: «¿Y cuál
es la señal de que un sacerdote va bien, mirando
la realidad con los ojos de hombre y con los
ojos de Dios?
La alegría. Cuando
un sacerdote no encuentra la alegría
dentro, que se detenga inmediatamente y se pregunte por qué». El papa recuerda que Don Bosco
es el sacerdote de la
alegría. Me gusta esa misión. Él vivía la alegría en su corazón y la contagiaba
a los que compartían con él la vida. Así quiero vivir, siendo causa de alegría
para otros. Quiero detenerme y ver por
qué a veces me aturde la tristeza. Me duelen los complejos, las comparaciones,
las envidias, los desprecios sufridos, las cruces no asumidas. La soledad, la
incomprensión, el olvido. La tristeza
se encadena a mi alma y no me deja mirar con alegría. «Mándame, Señor,
donde Tú quieras». Rezo
con una sonrisa en el alma. Quiero llevar su alegría. Quisiera vivir lo que he
repetido en el salmo: «Te doy gracias, Señor,
de todo corazón;
delante de los ángeles tañeré
para ti, me postraré hacia tu santuario». Doy gracias, alabo en mi interior, me lleno de una alegría
profunda. La alegría
de saber que mi vida le
pertenece a Dios. Soy suyo. Nada de lo mío me pertenece. No tengo muchas cosas.
Al ver cuántas cosas hay en una casa pienso que con muy pocas podría vivir. No
necesito tantas. No las uso. No me hacen falta. A veces las acumulo buscando la
felicidad del que posee. Como si en ellas estuviera la causa de mi alegría.
Subo más alto. Busco a Dios que me da una felicidad más duradera. Más firme.
Sólo Él conoce mi corazón y sabe para lo que estoy hecho. Quiere enviarme
porque conoce mi debilidad y teme por mis incoherencias. Por eso me postro
agradecido en su Santuario.
Alabando, cantando para Él. Si pudiera
tener alegría constante en el corazón. Si no me dejara llevar por los vientos que engañan mi estado de ánimo. Si no permitiera que los demonios
de la tristeza tocaran mis labios.
No quiero que la tristeza
me detenga en la entrega. Quiero estar dispuesto a dar
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2 Amadeo Cencini, La hora de Dios
la vida siempre con alegría. Merece la pena hacerlo todo
por amor. Eso me consuela. Miro mi vida con ojos de hombre herido. Y con los ojos de Dios en mi alma que
iluminan mi camino.
Muchas veces le doy demasiada importancia
a mi amor propio. No me río de mí mismo. Me
molestan las críticas y las bromas. Me tomo demasiado en serio. Hacen de mí el
centro de sus burlas. Y me ofendo. Tengo mi dignidad, pienso. Valgo por lo que
soy, porque Dios me ha dado la vida. Y mi vida merece la pena. No me olvido de
ello. Pero mi amor propio me hace sentirme orgulloso. Y me creo por encima
de los demás. Me vienen
bien por eso las palabras
de S. Pablo: «Por último, como a un aborto,
se me apareció también a mí. Yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de llamarme apóstol, porque
he perseguido a la Iglesia
de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia
no se ha frustrado en mí. Antes bien,
he trabajado más
que todos ellos.
Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios
conmigo». Pablo reconoce su pasado. Acepta
su miseria. Habla con libertad de su pecado. Ha perseguido a la Iglesia. Fue
testigo de la muerte de Esteban. Perseguía a los cristianos para darles muerte. Su pasión por Dios le llevó a perseguir a Cristo, hasta
que el mismo Jesús se le apareció
en el camino a Damasco. No se
siente digno. La dignidad es algo tan delicado. Tengo una dignidad que nadie
puede quebrantar. Es la dignidad que me da el hecho de ser hijo amado de Dios.
Me ha dado la vida por amor. Soy digno
en mi interior. Tengo una dignidad que nadie me puede quitar. Hoy se habla
mucho de aceptar a todos. De la inclusión. Pero no siempre lo hago. Excluyo al
diferente. Dejo de lado al que me causa problemas con su existencia. Ya sea
antes de nacer. Ya sea al final de su vida. Porque no es alguien digno para
seguir viviendo. ¿Quién decide quién es digno? No lo sé.
Temo convertirme en juez, en Dios. El otro día escuché conmovido las palabras de Jesús Vidal.
Este actor de cine recibió el premio Goya por su actuación en la
película Campeones. Al comenzar a hablar le dijo al jurado:
«¡Ustedes han distinguido a una persona
con discapacidad, ustedes
no saben lo que
han hecho! Se me vienen
a la mente tres palabras: inclusión, diversidad y visibilidad». Una persona
con discapacidad. O mejor dicho, una persona con diferentes capacidades.
El testimonio de Jesús me conmovió. Su dignidad le viene por ser hijo de Dios.
Tan digno como yo. Pero a menudo me fijo en ciertas capacidades. Y desprecio
otras. Me fijo en el que habla bien. En el inteligente que sabe resolver problemas
imposibles. En el que tiene don de gentes y cautiva con su carisma.
Me fijo en el hábil, en el que
sabe relacionarse, en el que tiene éxito laboral o en el deporte. En el que
tiene una familia armónica. En el que posee dinero y éxitos. Me parecen más
dignas ciertas capacidades. Y más indignas otras. No quiero que nadie pierda su
dignidad. Todos la tienen. Por eso las palabras inclusión, diversidad y visibilidad
me parecen tan válidas. Tengo que incluir a los diferentes.
Aceptar a los débiles. Reconocer a los
que no ganan premios Goya y tienen otras capacidades diferentes a las que yo
admiro. Acoger con ternura y generosidad al que me exige más por no ser
independiente, por necesitar mi tiempo, mi amor, mi vida. Me conmueven las
palabras finales de Jesús Vidal. Acabó
diciendo, dirigiéndose a sus padres:
«Queridos padres, a mí sí me gustaría tener
un hijo como yo, porque tengo
unos padres como
vosotros». Él ha llegado a ser lo que hoy es porque
sus padres lo amaron y lo hicieron sentirse querido. El amor recibido lo
capacitó para muchas más cosas. ¿Yo
estoy dispuesto a tener un hijo como él? No un hijo ganador de un Goya. Un hijo
que no es como los demás. Que tiene otras capacidades. Y no tiene algunas que
el mundo valora de forma exagerada. ¿Estaría dispuesto a renunciar a muchas
cosas por amar y cuidar a un hijo así? A veces se me llena la boca de palabras
que suenan grandilocuentes e importantes. Dignidad, inclusión, visibilidad. Y
luego no veo al que me incomoda, al que me quita libertad, al que me exige
porque necesita más que nadie mi amor y compañía, mi tiempo y mi cuidado. Digo
palabras bonitas, pero luego cuando me toca a mí tener que incluir, que ver,
que aceptar, que acoger, me excuso. Yo no puedo. Lo veo bien en general, en la
teoría. Pero cuando me muerde la vida renuncio a mis creencias, a mis
principios fundamentales. Tal vez en mi corazón no todos tienen la misma dignidad. Algunos no son tan dignos. Unos
menos que otros. Algunos merecen vivir. Otros quizás no tanto. La dignidad me
la da Dios. Yo no hago digno a nadie. Mi dignidad la quiero conservar siempre.
Pero mirando la vida desde mis discapacidades. No sé amar bien. No sé vivir de
forma correcta. Tengo mi historia herida llena de debilidades y pecados. Y sigo
siendo digno. Porque me han amado. Dios me ha mirado como a su hijo querido y
me ha amado. No quiero que mi amor propio me lleve a reivindicar continuamente
un lugar especial en la vida. No quiero caer en el orgullo, en la vanidad que
no acepta correcciones ni sugerencias. Valgo mucho porque Dios me ama
como soy. Pero no valgo más que otros.
No me comparo. No soy mejor que ninguno. Pablo se siente un aborto. No fue elegido
por Jesús en la tierra. Fue llamado cuando su vida no era ejemplar, cuando su celo por Dios le llevaba a
perseguir a los cristianos. Pero ni en ese momento perdió la dignidad. Dios se
la devolvió. Quiero mirar mi vida como Pablo. Con alegría, con gratitud. No
tengo derecho a nada. No soy mejor que nadie. Miro a tantas personas a las que
la sociedad excluye con frecuencia. O condena porque no son valiosas y no
aportan tanto. En su vejez, en su enfermedad, en sus discapacidades o
capacidades diferentes. Todos son campeones, como viene a decir la película que
ha ganado el Goya. Sí, campeones en la vida en lo que de verdad importa. La
forma de mirar, de amar, de aceptar a los demás. La forma de acoger al
diferente. Al que no piensa como yo. Todos tienen su dignidad. Quiero respetarla siempre, con palabras, con silencios, con gestos.
No es tan sencillo confiar siempre. Me da miedo la vida y sufro de
vértigo. Quizás por eso
me impresionan las palabras
de Jesús: «Cuando acabó
de hablar, dijo
a Simón: - Remad mar adentro, y echad
las redes para pescar». Tiene fuerza su voz.
Lo dice muy claro. Tienen
que arriesgar, dejar
lo conocido, alejarse de la
orilla mar adentro para poder pescar. Pero Pedro tiene sus razones para dudar: «Simón contestó: - Maestro, nos hemos pasado
la noche bregando y no hemos
cogido nada». La
prudencia y razonabilidad de
Pedro son sorprendentes. Tiene
razón. Si en la noche no han pescado es imposible que puedan hacerlo durante el
día. Pedro duda y desconfía porque ha tenido una experiencia de sequedad. Ha
tocado el fracaso y por eso duda. Yo tengo miedo y dudo cuando fracaso. Y
además me asusta lo que no conozco y me aferro a lo que controlo. Me asusta ir
mar adentro. Las profundidades del mar me imponen mucho respeto. Yo estoy más
seguro cerca de la orilla. Además, ya lo he intentado. He luchado y no he
pescado nada, no me resulta. ¿Para qué fiarme de nuevo? A menudo me encuentro
con personas que no confían porque están heridas. Han tenido malas
experiencias, han sufrido mucho. Y ahora buscan seguridades. Temen la
inestabilidad del mar adentro. No se fían de las personas a las que han amado.
Han recibido odio, desprecio, indiferencia. Han puesto su corazón
como prenda y no han recibido mucho a cambio.
El corazón tiembla.
¿Confiar de nuevo después de la herida?
Es necesario creer en el amor de los demás para confiar. No hay malas o buenas
noticias en la vida. Son sólo noticias. La confianza en Dios que conduce mi
vida hace que las noticias que recibo no me quiten la paz ni la sonrisa. Sólo necesito aprender
a confiar de nuevo. Tengo que abandonar la ilusión
del control. Yo no puedo hacer que un árbol florezca o dé frutos. No puedo
hacer que la vida siga un camino u otro. Puedo controlar ciertas cosas, es
verdad. Pero es mucho más lo que no controlo. Haga lo que haga lo que cosecho
será exactamente lo que he sembrado. No puedo controlar la vida que surge de la
semilla. No puedo hacer que los demás me
den lo que no tienen. O actúen como yo espero. Sólo puedo recibir lo que
hay en su corazón. Pero puedo educarme para creer en las personas. Necesito
creer en lo que pueden hacer. Aunque no sea fácil. No controlo lo que recibo de
ellos, pero confío en su deseo. Es eso lo que me pide Jesús que haga. Tengo que soltar
las riendas del control. Tengo que dejar que sea Él el que lleve el timón
de mi barca. Tengo que
confiar y abrirme a un mar desconocido. Expuesto a la tormenta. Sólo tengo que
confiar en sus palabras que tienen vida eterna. Es eso lo que hace Pedro: «Pero, por tu palabra,
echaré las redes». Pedro confía en Jesús. Cree en sus palabras. Y
eso que aún no ha recorrido el camino del abandono a su lado. Se fía. Sé que
aprender a confiar es una práctica que tengo que ejercitar de forma constante.
La petición de Jesús a los discípulos resuena siempre en mis oídos. Ante ella
surge el miedo en mi corazón. Me asusta ir mar adentro desde donde no veré la
orilla. Dejar lejos los lugares en los que he echado raíces y me he sentido
querido y tranquilo. Dejar de lado las prácticas que controlo. Jesús me dice
como a Pedro que no tenga miedo: «Jesús
dijo a Simón: - No temas». El temor siempre me paraliza. Simón tiene miedo
como todos los hombres. Cuando falta confianza surge el miedo. El temor ante
las malas noticias. El temor por un posible fracaso. Porque no confío en la
conducción de Dios. Porque temo que no resulten mis planes. Las palabras de
Jesús me dan valor. Me pide que navegue mar adentro y yo quiero hacerlo
siguiendo a Pedro y a los discípulos.
Quiero arriesgarme. Dejar mi orilla. Sé
que la vida se juega siempre en cada nueva elección que hago. Sólo se me pide
que confíe en cada uno de los pasos que doy. Sólo eso. Pero es difícil cuando
quiero controlarlo todo. Surge el miedo. Hoy me impresiona la confianza de los
discípulos en Jesús. Creen en Él que no es pescador. Y echan las redes cuando
están cansados después de horas de pesca infructuosa. Esa confianza ciega es la
que me conmueve. Así quiero yo aprender a confiar en las
personas. Creer en ellas y en su poder.
Y dejar mi vida en sus manos. En las manos de Dios. Sin querer ser yo el dueño
de mi camino. Miro mar adentro. Me aventuro dejando los miedos de lado.
¿Cuál es el mar adentro en el que Jesús quiere que me aventure? ¿Qué
tengo que dejar en la orilla? Pienso en mis miedos, en los límites que me
impongo o me imponen. Jesús me pide que
sea audaz y valiente. Me pide que me arriesgue a dar la vida. Y yo me fío de
Él. Me quiere.
La fecundidad
es de Dios, no es mía. Yo no logro
que el árbol dé su fruto. Yo no consigo que mis redes se llenen de peces. La
abundancia viene de Dios, no de mí. Los éxitos en mi vida necesitan mi sí y la gracia
de Dios que
bendice mi esfuerzo: «Y, puestos a la obra,
hicieron una redada
de peces tan grande
que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra
barca, para que vinieran a echarles una mano.
Se acercaron ellos
y llenaron las dos barcas,
que casi se hundían». Ver la vida así me da mucha
más paz. Veo lo que no es fruto directo de mi esfuerzo, sino de Dios.
Veo el poder de Jesús actuando en mi pobreza, en mis límites. No soy yo el que
triunfa, es Dios en mí. Pero no siempre logro lo que sueño. Y a menudo la pesca
es infructuosa. Por mi culpa tantas veces. Fruto de mi pecado. Entonces me
siento como Pedro. Me veo pecador e indigno. Sus palabras son a menudo las
mías: «Al ver esto, Simón Pedro
se arrojó a los pies
de Jesús diciendo: - Apártate de mí, Señor,
que soy un pecador». Cuando veo mi pecado, mi debilidad, mi pobreza, temo y me alejo de
Dios. Veo sus milagros en mi vida y no me creo con derecho a todo lo que
recibo. Todo es don, es gracia inmerecida. Y yo no soy digno porque soy impuro
y peco. Y no quiero estar con Él porque me siento indigno. Lo puedo entender
con la razón, pero mi corazón se rebela. Sé muy bien que Jesús no me llama
porque sea puro e inmaculado. Jesús no busca a los dignos. Pero aún así me
cuesta aceptarlo con el corazón. No entiendo que me quiera sin hacerlo todo bien.
Él conoce mis límites y también el poder de mi vida. Sabe que no exploto todo
lo que hay en mí. Y me pide que crea en el poder infinito de mis fuerzas. Me
anima a que lo siga y me fíe. Me quiere porque cree en mí, no porque sea
perfecto. Cree en el poder que hay oculto en mi interior. Quiere que confíe en
mí mismo. Tengo súper poderes que no he acabado de descubrir. Tengo muchas más
capacidades de las que uso. Soy mucho más inteligente, puedo amar mucho más.
Tengo tantas potencialidades que Jesús sólo desea que las explote. Y al mismo
tiempo sólo desea que necesite su poder, su fuerza, su gracia. No quiere que
cuente sólo con mis capacidades. Decía el P. Kentenich: «Una sana desconfianza genera
en el alma precaución, respeto
y docilidad. Precaución porque
es un hecho que, en el transcurso de la historia, no rara veces
hombres que eran considerados ‘pilares’ fueron los que más bajo cayeron, y porque el corazón humano siempre está expuesto a la
tentación de la traición»3. Puedo caer, eso lo sé. Sé muy bien que no puedo ser fiel siempre, hasta
el final de mi vida. No quiero confiar sólo en mis fuerzas para mantener a
flote cuando navegue mar adentro. Confío en Jesús que camina conmigo y hace Él
que la pesca sea milagrosa. Me invita a seguir
sus pasos y vivir sólo para Él porque sólo así mi vida será fecunda: «Jesús dijo a Simón:
- Desde ahora serás pescador
de hombres». Jesús ve en mí el ansia de eternidad. Y ve mi deseo de vivir
continuamente pescas milagrosas. Conoce mis vanidades y mis orgullos. Y
entiende que en las humillaciones aprenderé el significado de la palabra
humildad. Me acepta en mi pobreza. Ama mi pequeñez. Ve en mí todas mis
infidelidades continuas. Mis torpezas y caídas. Sabe cómo soy y cuenta con ello
pese a mis promesas de fidelidad eterna. Por eso me llama para vivir una
vida nueva. Quiero seguir a Jesús justo
cuando haya pescado
más. Como les pasa a los discípulos.
Aunque me cueste entonces
dejar aquello que disfruto justo cuando me va tan bien. En el momento
de la pesca maravillosa dejo las redes en la orilla y sigo a Jesús. Lo hago como los discípulos, porque me fío de Él: «Ellos sacaron
las barcas a tierra y, dejándolo todo,
lo siguieron». Los
discípulos dejan las redes caídas y siguen a Jesús.
Yo también quiero
hacerlo. La vocación
es una irrupción de Dios en mi vida. Un volver a comenzar. Jesús llega
y me llama por mi nombre. Irrumpe y cambia todos mis planes. Logra quitarme los
miedos que me paralizan. Y logra que crea en todo lo que puedo llegar a ser si me dejo moldear en sus manos,
como un niño. Dejo las redes,
lo dejo todo. Y le sigo.
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3 Kentenich Reader Tomo 3:
Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus