Conversión
y aceptación de San Pablo
Padre Nicolás Schwizer
Nº 212 - 01 de enero de
2019
El libro de los Hechos lo
menciona a Saulo una sola vez antes de su conversión. Es para decir que fue
testigo y cómplice de la ejecución de Esteban, el primer cristiano en morir por
su fe en la Resurrección. Fiel imitador de su Maestro, Esteban había rezado por
sus verdugos, para que Dios les perdonara su crimen: “Señor, no les tengas en
cuenta este pecado”.
Fueron las últimas palabras
del diácono mártir. Dios las escuchó y es lo que explica la conversión del
perseguidor.
Saulo se acercaba a Damasco,
con la intención de traer presos a Jerusalén a los adeptos de Cristo que
encontrara en la ciudad. De repente, una luz grande la envolvió con su
resplandor, y oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?
Yo soy Jesús, a quien le persigues. Ahora levántate y entra en la ciudad, donde
se te dirá lo que debes hacer”.
A partir de ese momento
inolvidable, no podía caber más dudas en el corazón de Pablo: el Señor Jesús
había resucitado realmente, porque él mismo acababa de encontrarlo. Comprendía
ahora de dónde Esteban había recibido la fuerza interior que lo llevó hasta dar
su vida por Cristo.
Además, Pablo lo explicó – más
adelante – a los cristianos de Corinto en otras palabras. Les escribió que
todos juntos formamos un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo y nosotros los
miembros. Compartimos la misma vida de Cristo, y esto debido al Bautismo. Y así
va creciendo en torno a Cristo resucitado la comunidad de la Iglesia, la
Familia de Dios.
Y así, en el camino a Damasco,
el hombre prepotente que era Saulo se hizo un humilde discípulo de Cristo: ¿qué
quieres tú que yo haga? le pregunta al Señor. El perseguidor fanático se va
transformando en un apóstol generoso. Estaba convencido de haber encontrado al
Señor resucitado en persona, y de haber recibido de Él el perdón de sus culpas.
Sin embargo, le faltaba
todavía algo muy importante. Necesitaba entrar de lleno en la comunidad de los
discípulos de Cristo, ser aceptado como verdadero hermano por todos los demás.
Pero debido a los antecedentes, no era asunto fácil. Hay cosas que no se pueden
olvidar. Seguramente más de una familia cristiana de Jerusalén había perdido a un
ser querido en esa persecución en la cual Saulo había tomado parte.
Se entiende, por eso, que
muchos cristianos de Jerusalén no creían en su conversión. Pablo se habría
quedado fuera del grupo, y a lo mejor se habría desanimado, y la Iglesia no
contaría con este gran Santo y Apóstol sin la actuación propiamente cristiana
de otro hombre: Bernabé.
El Señor les había perdonado a
todos sus pecados. Ahora les tocaba olvidar y perdonar a Pablo. El Señor los
había reunido en una gran Familia. Ahora debían darle confianza a Pablo, creer
en su conversión y acogerlo con amor sincero dentro de su grupo.
Y lo hicieron, gracias a la
intervención de ese bienaventurado hombre: Bernabé, el conciliador, el hijo de
la paz. Los fieles de Jerusalén que acogieron a Paulo, acogieron una vez más al
Señor resucitado.
Así debemos hacer nosotros. Y
si lo omitimos, perdemos nuestro tiempo, y muy probablemente nuestra eternidad
también. Así deben ser los frutos que el Señor quiere cosechar de nosotros.
La verdad es que muchas veces
no se ven los frutos que deberíamos dar. Poco amor se ve entre los hombres, y
aún entre los cristianos que van a misa todos los domingos. Dios nos juzgaría a
partir de esas palabras de san Juan: “No amemos de palabra ni de boca, sino con
obras y según la verdad”.
Estos son los verdaderos
frutos que daremos si permanecemos unidos a Jesús. Estos son los frutos que el
Señor resucitado espera de nosotros.