Nehemías 8, 2-4a. 5-6. 8-10; 1 Corintios 12, 12-30; Lucas 1, 14; 49 14-21
«Me ha enviado para anunciar el Evangelio a
los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista»
27 enero 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«Sé lo
que quiero y lo que no deseo. Lo que amo y lo que prefiero evitar. Quiero ser insobornable,
íntegro, recto. Y mantenerme fiel a mi esencia, sin renunciar nunca a ser yo
mismo»
Me gustan las personas insobornables. Los que son honestos, incorruptibles, íntegros, justos, rectos. Aquellos
a los que nada puede atraer de tal manera que no puedan decir que no al ser
tentados. Me impresiona que haya personas sin precio. No se dejan comprar ni
seducir. Resisten la tentación y no se dejan llevar por la corriente. Vencen la
tendencia a la que conduce la vida misma. No piensan que es lo normal lo que
todos hacen. Tienen su propio criterio. No se les puede convencer de una idea
cuando no la comparten. Tienen su propia mirada, saben lo que quieren y no se
dejan seducir. Nada parece poder comprar su voluntad. Ni todo el dinero del
mundo. Ni todas las promesas. ¡Qué difícil ser siempre así, siempre íntegro,
siempre incorruptible! ¿Por qué no puedo dejarme tentar por algo bueno? Ser
insobornable parece muy complejo, algo casi inalcanzable. Me evoca una
perfección de la que carezco. Me resulta una meta muy alta la de permanecer siempre
fiel en mis convicciones sin dejarme llevar por propuestas tentadoras. A veces
me parezco más a la afirmación atribuida Groucho Marx: «Estos son mis principios, pero, si no le gustan, tengo otros». Me
gusta pensar en esas personas que tienen siempre claro lo que quieren, lo que
necesitan, lo que están dispuestas a hacer. Se mantienen firmes en sus principios
y no se dejan llevar por la corriente que parece imponer determinados
pensamientos y gustos. Respetan los puntos de vista de los demás, pero no se
ven obligados a adherirse a ellos. Leía el otro día: «Él puede hablar inteligentemente de casi todo; y aunque se siente que
tiene firmes convicciones, posee la gentileza de permitirle a uno mantener las
propias»[1]. Así me gustaría ser a mí. No vivir queriendo convencer a todos de sus
errores. No pretender que los demás piensen como yo y actúen como yo espero. No
ser tan poco frágil en mis creencias, que me deje llevar por lo que los demás
piensan. Quiero ser una persona incorruptible, insobornable, íntegra, justa,
recta. Me gusta ese ideal. Quiero ser interiormente libre. Con mis ideas que no
pretendo imponer. Con mis decisiones que voy a mantener. No me imponen mis
gustos. Yo los elijo. Yo decido lo que quiero y no deciden por mí. No tengo
miedo a perder lo que poseo por ser fiel a mí mismo. Me gustan las personas
auténticas que no dudan. No se mimetizan con el ambiente. Ellos crean un
ambiente distinto. Así quiero ser yo. No quiero convertirme en uno más dentro
de la masa. Soy yo mismo, aunque eso me cueste el rechazo, ser criticado o
repudiado. Quiero educar personalidades autónomas y libres. Capaces de decidir
por ellos mismos. De pensar sus propias ideas. Y tomar sus propios caminos. Sin
seguir la corriente. Deseo ser yo mismo en mi originalidad dentro de una
comunidad. S. Pablo lo describe así: «Hay
diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios,
pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra
todo en, todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común». Un solo Espíritu nos une en la Iglesia siendo todos diferentes. Cada uno
con su carisma, con su misión. No tengo que copiar otros carismas, otras formas
de ser. No tengo que hacer lo que los demás hacen. Quiero ser fiel a mi mismo y
no vivir imitando. No tengo que hablar como los otros. Ni hacer las cosas que
ellos hacen. Miro en mi corazón y pienso en lo que tengo que hacer. El otro día
oí una frase que me dio qué pensar: «Hay
una cosa importante en la vida. Si las cosas están funcionando no las cambies. Si
no funcionan, cámbialas». Miro mi corazón y veo
lo que está funcionando. No lo cambio. A la vez me fijo en lo que no va bien.
Lo cambio. Quiero ser libre para dejar de hacer lo de siempre. Si lo veo claro.
No por imposición. No por imitación. Y libre para seguir haciéndolo. Pero todo por
una libre convicción interior. Así quiero ser en esta vida. Tengo claro lo que
quiero y lo que no deseo. Lo que amo y lo que prefiero evitar. Y no tomo mis
decisiones para agradar o para responder a todas las expectativas que tienen
sobre mí. Eso no me da paz. Quiero ser libre de presiones y ataduras. Quiero
ser insobornable, íntegro, recto. Quiero
mantenerme fiel a lo que es parte de mi esencia, sin renunciar nunca a ser yo
mismo.
Me gusta pensar que no me salvo solo. No voy solo por el camino de la fe. Mi vida y la vida de los demás están
unidas. Es lo que el P. Kentenich llamaba Solidaridad de destinos: «No estamos solos. Estamos entrelazados en
una comunidad. Piensen ustedes en un cerro de manzanas. Ahí todo depende de
cada una; si una está mala, puede contagiar a todas las otras. La conciencia de
la responsabilidad del uno por el otro es un regalo extraordinariamente grande.
Nuestro mutuo y profundo estar el uno en el otro sólo puede comprenderse a la
luz de esa seria responsabilidad que tuvimos el uno por el otro». Soy
responsable de los que caminan conmigo. No voy solo. Soy parte de un cuerpo. De
la Iglesia. Como dice S. Pablo: «Lo mismo
que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a
pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros,
judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo
Espíritu, para formar un solo cuerpo. Los miembros que parecen más débiles son
más necesarios. Los que nos parecen despreciables, los apreciamos más. Los
menos decentes, los tratamos con más decoro. No hay divisiones en el cuerpo,
porque todos los miembros por igual se preocupan unos de otros. Cuando un
miembro sufre, todos sufren con él; cuando un miembro es honrado, todos se
felicitan». Todos los miembros del cuerpo son importantes. Todos tienen una
misión. «Pues bien, vosotros sois el
cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro». Ninguno queda fuera como
innecesario. No hay personas desechables, descartables, prescindibles. Todos
valen y cuentan para Dios. Pensar así en la vida me da fuerzas. Mi vida
repercute en otras vidas. Lo que hago merece la pena. El bien que hago. El mal
que evito. Mis omisiones y mis acciones. Todo importa en el corazón de Dios.
Nada es pequeño. Con este pensamiento aumenta mi responsabilidad. No quiero
dejar de hacer todo el bien que aparece ante mí. A veces, es verdad, prefiero
pasar desapercibido y que otro actúe en mi lugar. Que no cuenten conmigo porque
estoy cansado o centrado en mis cosas. No quiero que me lo pidan a mí. Mi
omisión entonces no suma, resta. Mi falta de amor es una carencia de
generosidad en la entrega. Dejo de cargar las piedras con las que levanto una
catedral. No camino yo solo. Recorro la vida unido a muchos. No me salvo yo
solo, me salvo en comunidad. La iglesia es familia donde cada uno puede
encontrar su lugar. No lo quiero olvidar. Familia en la que todos son
importantes. Yo lo soy. Y los demás también lo son. Yo aporto con mi entrega.
Cada uno tiene su carisma, su tarea, su forma de vivir, de ser. Todo suma. Todo
resta. Hoy escucho: «No estéis tristes,
pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza». Sé que mi alegría suma. Y
mi tristeza resta. No quiero estar triste sin motivo, o con motivo. No quiero
vivir frustrado. Ni amargarme con las pequeñas contrariedades de la vida.
Siempre me sorprende de nuevo mi incapacidad para llevar con alegría la
frustración. Me siento tan frágil. Sé que todo influye. Todo cuenta. Mi forma
de vivir la vida. Mi forma de amar. Sé que con mi forma de ser creo atmósferas
de cielo y de paraíso. O de infierno y de pantano. Veo mi debilidad a la hora
de alegrarme cuando estoy triste. Seguir fiel a lo que Dios me pide, cuando he
perdido las fuerzas. Veo mi poca tolerancia con la frustración. A veces con
cosas sin importancia las que me quitan la ilusión. Me da pena dejar de sumar
cuando estoy triste. Todo influye. No estoy solo. Quiero aprender a ser más solidario.
Hoy hay tanta gente que vive el dolor y la frustración en soledad. Tantos
hogares unipersonales. Tantas personas que no encuentran consuelo en otros. Y
no tienen en quién apoyarse en medio de las dificultades del camino. No cuentan
con amigos de verdad. No se siente queridos por personas cercanas. Buscan en
las redes sociales el reconocimiento del que carecen. Quiero entregar mi
alegría a los que están tristes. Vencer mis tristezas haciendo algo por los
demás. Construir lazos firmes en una sociedad de lazos líquidos, cambiantes,
superficiales. Vínculos que sean como una roca. Es lo que quiero construir. Una
comunidad estable y firme. Una iglesia familia en la que todos puedan encontrar
su espacio y sentirse queridos. Comenta el P. Kentenich: «Nuestra labor consistirá en tomar conciencia una y otra vez de nuestra
relación con un mundo capaz de salvación y anhelante de salvación. Desde el
principio apuntamos muy fuertemente a romper la estrechez de lo individual. De
ahí la formación de una gran familia»[2]. Estoy llamado a vivir en familia. Cuidando los vínculos que Dios me ha
dado. Cuidando ese ambiente de comprensión en el que todos encuentren un lugar.
Aceptación, solidaridad, alegría. Ese ambiente familiar en el que cada uno puede
ser fiel a su originalidad sin temer el rechazo. Comenta el Papa Francisco: «Ninguna familia ignora que el egoísmo, el
desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren
mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división
en la vida familiar». Necesito un amor que una. Un amor en el que todos se
sientan queridos en su verdad. Un amor fuerte, firme. El amor suma. Mi entrega
generosa aporta. No me salvo solo. Quiero unir y no separar. Amar y no
rechazar. Renuevo mi deseo de cuidar a los que Dios me ha confiado. Me hago solidario. Venzo mi egoísmo.
Me gusta tener tiempo para aburrirme. Sentarme a ver pasar la vida. Sin tener que hacer muchas cosas. Quizás me
falta esa capacidad de aburrirme. Es como si tuviera tanto que hacer que nunca
tuviera tiempo que perder. Me hace gracia la demanda de algún niño: «Mamá, me aburro». Y la consabida
respuesta serena de la madre: «Hijo,
cuando yo era pequeña no tenía tiempo para aburrirme». El niño puede
aburrirse. El adulto ha perdido esa capacidad. Aburrirse no es tan malo. Pero
es verdad que por aburrimiento puedo dejar de luchar, de amar, de caminar. El
aburrimiento puede desenamorarme de mis sueños. No todo tiene que ser
divertido. No todo tiene que ser fácil y tener sentido. No todas las cosas
tienen que ser fascinantes. Hay personas aburridas, trabajos aburridos,
vacaciones aburridas. Hay lugares que me aburren y misiones que me desesperan.
No por ello abandono en la lucha. Sigo adelante. Me creo que amar significa
entretener a la persona amada. O entretener a mis hijos amados. Y no es así.
Puedo aburrirme junto a quien amo, sin dejar de amarlo. Puedo aburrirme en el
trabajo de mi vida, sin dejar de esforzarme y valorarlo. El aburrimiento no es
tan malo. Me gustaría ser capaz de perder el tiempo sin que me remuerda la
conciencia. Pensar que tiro horas por la borda de mi vida sin hacer nada de
gran trascendencia. ¿No estaré desperdiciando mis talentos y siendo infiel a la
misión confiada? Una persona me comentaba que una noche de insomnio hizo el
esfuerzo de imaginar su vida como si fuera una obra de teatro representada en
escena. Y pensó que tal vez en un día de su vida no había demasiados diálogos
transcendentes. Y abundaban las conversaciones sobre temas superficiales, los
comentarios innecesarios, las bromas carentes de hondura. Había tal vez
excesivos silencios y poca acción. Y pensó en Dios mirando esa obra de teatro
de su vida. ¿Sonreiría? ¿Se aburriría? Pienso en mi obra de teatro puesta en
escena. En mi vida que transcurre ante los ojos de Dios y de los hombres. ¿Cuál
es mi aporte? ¿Qué hago con los años que me quedan todavía en escena? ¿Qué
piensa Dios de mí? ¿Le gusta mi vida? Tengo mucho que hacer, lo sé, mucho que
decir. Pero me da miedo aburrir a Dios con una vida insulsa, sin sustancia, sin
profundidad. Puedo hacer mucho más de lo que hago. O puedo elegir realmente qué
hago. No dejo que el tiempo se me escape. No sé si es mucho o poco lo que aún
me queda. Pero merece la pena aprovechar los días. Sin ansiedad por hacerlo
todo, por hablarlo todo. Pero con mucha paz en el alma. La paz de saber que
estoy recorriendo la vida con Jesús, de su mano. Y eso me consuela. Tomo
decisiones constantes con Él, en Él. Mi
tiempo es sagrado. Me gusta pensar en la sacramentalidad del presente. Dios
entra en escena en mi vida en presente. Hoy escucho: «Hoy es un día consagrado a nuestro Dios: No hagáis duelo ni lloréis». Es
lo que escucha el pueblo judío en la primera lectura. Y después cuando Jesús
habla en la Sinagoga: «Hoy se cumple esta
Escritura que acabáis de oír». Mi salvación se conjuga en presente. En el
momento que vivo Dios viene a mi casa. Entra en la escena de mi teatro y actúa
conmigo. No estoy yo solo en la escena perdiendo o aprovechando el tiempo. El
presente es el día de la acción, del amor, del ser. Soy ahora mismo en mi
verdad. Con mis heridas, con mi pasado que tanto me pesa, con las huellas de
Dios en mi alma. Soy yo ahora y Dios viene a mi encuentro. Se abaja a mi
orilla. Viene a mi barca. Entra en mi escenario. Eso me conmueve siempre. Actúa
en presente. No en pasado. Luego miro la historia y veo su aliento sostenido en
el tiempo. Pero es ahora cuando se cumple el día de mi salvación. Ahora mismo.
Depende todo de mi sí y del amor de Dios que viene a mí a abrazarme con
ternura. Mi salvación se hace carne en mis decisiones que suceden en presente.
Quisiera aprender a vivir en el hoy. En el silencio en el que Dios me habita.
Me cuesta. Me recreo en el pasado que no puedo cambiar. Recuerdo esas
circunstancias pasadas que trajeron dolores. Ya no puedo cambiarlas. De nada
sirve llorar sobre ellas. Dejo de pensar en el pasado pisado por mis huellas.
Me concentro en el presente. Sin angustiarme por el futuro incierto que no
controlo. Lo único que puedo hacer es lo que tengo entre mis manos. Las
palabras que salen ahora de mis labios. Las decisiones que van tomando cuerpo
en mi alma. Así, despacio, en presente. Sin perder el tiempo. Y dejando que
pase sin miedo, sin agobios. Tengo todo mi presente por delante. El que veo
ahora. El que sueño. Quisiera aprender a encontrarme con Jesús aquí y ahora,
donde me encuentro. Sin pasar por alto lo que está sucediendo. Sin dejar de ver
a los que Dios ha puesto ahora en mi camino. Siempre me gustó una expresión
latina: «Nunc coepi». Significa que
ahora empiezo. Ahora mismo me pongo manos a la obra. Ahora inicio la carrera y
me juego la vida. En presente. No en pasado. Ahora es cuando puedo pensar,
amar, actuar, salvar. Ahora puedo abrazar y mostrar mi misericordia. Ahora
puedo perdonar y aliviar la carga en el camino. Ahora mi vida es nueva, porque
Jesús hace todas las cosas nuevas. Ahora he dejado atrás mis miedos y pesares.
Mis penas y angustias. Ahora estoy dispuesto a entregar la vida por completo
sin miedo a perder todas las ganancias. Ahora me levanto y me olvido de mi error,
de mi caída, de mi tropiezo. Ahora elijo mi vida como es y no como me hubiera
gustado que fuera. Ahora los sueños tienen más vida, más fuerza, más fuego.
Ahora está todo por hacer y tengo fuerzas nuevas. Suficiente para este presente que acaricio con mis manos. Ahora empiezo de nuevo a amar.
En Jesús se manifiesta la salvación para los judíos: «Y, enrollando el
libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los
ojos fijos en Él. Y Él se puso a decirles: - Hoy se cumple esta Escritura que
acabáis de oír». Lo que anunció el profeta se hace realidad en Él. Leía el
otro día: «Dios presente en un cuerpo
humano está escondido en el silencio de Dios. Su palabra terrenal se halla
habitada por la palabra silenciosa de Dios. Toda la vida de Jesús está envuelta
en el silencio y el misterio»[3]. Jesús manifiesta en su carne que Dios está presente. Es uno más entre los
hombres. Pero al hombre le cuesta aceptar esa realidad. No lo reconoce. Lo
niega. Tanto amor hecho carne es rechazado. No lo puede comprender. En Nazaret,
donde Jesús había vivido, se manifiesta a los suyos. Y los suyos no lo
reconocen. Los que lo habían visto crecer no lo distinguen. La escritura se
hace carne en Él. Jesús es el elegido, el hijo predilecto, el salvador soñado,
el mesías anhelado. Jesús es Dios en la carne de los hombres. Esa paradoja es
difícil de aceptar. Jesús ha sido ungido por el Espíritu. Ha sido enviado. Pero
es el hijo del carpintero. Un joven como otros. Difícil saber en qué es
especial. Uno más. Hoy Jesús también quiere venir a mí a mostrarme su poder. Su
presencia salvadora. Lo hace en la carne humana de los que están conmigo. Lo
hace en los que están cerca amándome. Lo hace de forma discreta en los que me
quieren en mis límites y me aceptan en mis debilidades. Y yo a veces no
distingo su presencia. Hoy parece que todos los ojos están fijos en Él. Están
atentos. Buscan palabras de esperanza. Quieren descubrir el sentido de sus
vidas. El camino más rápido a la felicidad. Todos los ojos fijos en Jesús.
Fijan su mirada en Él. ¡Cuántas cosas me pierdo cada día por no fijar los ojos
en la realidad que me rodea! Vivo perdido mirando otras cosas. Vivo buscándome,
pero no me encuentro. Pierdo la paz sin fijar la mirada en quien de verdad
importa. Hoy todo el pueblo escucha la palabra de Dios. Los oídos están atentos
y los ojos están fijos en Esdrás. «En
aquellos días, el sacerdote Esdras trajo el libro de la Ley ante la asamblea,
compuesta de hombres, mujeres y todos los que tenían uso de razón. Desde el
amanecer hasta el mediodía, estuvo leyendo el libro a los hombres, a las
mujeres y a los que tenían uso de razón. Toda la gente seguía con atención la
lectura de la Ley». Todos quieren saber la verdad. Están ávidos de palabras
de vida eterna. Y cuando escuchan palabras de salvación adoran a Dios: «Después se inclinaron y adoraron al Señor,
rostro en tierra». Esdrás proclama la palabra de Dios como lo hace Jesús: «Fue a Nazaret, donde se había criado, entró
en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer
la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo,
encontró el pasaje donde estaba escrito: - El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque Él me ha ungido». Lee la palabra de Dios en medio de su pueblo. Todos
están atentos. Con los ojos fijos en sus palabras. Ávidos de noticias. Yo
también quiero saber lo que está ocurriendo en cada instante. Lo quiero saber
todo. Es tanta la información que recibo cada día. Tanto lo que puedo saber al
instante. Me pierdo. Tengo los ojos fijos en las redes sociales para no
perderme nada. No quiero quedarme fuera de lo que pasa hoy, ahora. Quiero ser
portador de la última noticia. Quiero saberlo todo y antes que los demás. Estar
informado es un bien en sí mismo. Es poder. Me obsesiono por no perderme los
detalles y acabo dando importancia a lo que no la tiene. Como si la vida se
jugara en miles de pequeños retazos de historias. Como si todo fuera igual de
importante. La opinión de un desconocido en las redes sociales. Lo que le pasa
a alguien que no conozco. Lo que vive o sufre aquel a quien amo y camina
conmigo. Como si todas las noticias tuvieran el mismo peso. Las que ya han ocurrido
y las que son sólo rumores. Las que no me afectan en absoluto y las que sí
tienen consecuencias en mi vida. Es como si todas tuvieran el mismo valor y
requirieran de mí toda la atención. No es verdad. Son pocas las noticias que en
realidad me importan y me afectan. Son las que tienen que ver con mi vida. Con
las personas a las que amo y me importan. Tienen que ver con mi futuro. Con mis
planes. Importan las noticias que me afectan directamente. No las otras que no
tienen nada que ver conmigo. ¿Por qué vivo tan ávido de noticias, volcado en el
mundo queriendo controlarlo todo? Me supera el mundo y todo lo que pasa a mi
alrededor. Va todo demasiado rápido. Una noticia sigue a la otra. Y no me da
tiempo a asimilar nada de lo que pasa. Espero en mi corazón siempre una buena
noticia. Pero a veces equivoco el lugar donde la busco. Leía el otro día: «El reino de Dios sólo puede ser anunciado
desde el contacto directo y estrecho con las gentes más necesitadas de respiro
y liberación. La buena noticia de Dios no puede provenir del espléndido palacio
de Antipas en Tiberíades; tampoco de las suntuosas villas de Séforis ni del
lujoso barrio residencial de las elites sacerdotales de Jerusalén»[4]. La buena noticia no viene de esos lugares donde la busco. ¿Cuál es esa buena
noticia? La que me dice que Dios me ha salvado. La que me habla de una
esperanza que con frecuencia me falta. La que me lleva a vivir con más paz y
calma porque sé que todo está en las manos de Dios. Me gusta pensar que las
palabras de Dios son las que van a llenar mi corazón como he repetido en el
salmo: «Tus palabras, Señor, son espíritu
y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del
Señor es fiel e instruye al ignorante». Sé que la palabra de Dios es
vivificante. No me deja indiferente, me salva. Llena mi corazón de paz. Y llena
de fuego mi alma. Es la palabra que crea y transforma mi vida. En eso confío.
Hay personas especialistas en contarme malas noticias. Me dicen lo que me puede
salir mal. Me cuentan lo mal que les ha ido a otros por hacer lo mismo que yo
hago. Es como si quisieran amargarme la vida. O quitarme la sonrisa de los
labios. No sé si no quieren estar ellos alegres o simplemente no desean que yo
lo esté. Y con ello pretenden amargarme, no alegrarme. Me dicen lo malo que
puede sucederme, nunca lo bueno. Hablan mal de otros. Los critican. Parece mal
visto contar buenas noticias. Es casi como caer en el buenismo. Decir sólo
cosas buenas parece falso. La vida no es así, me recuerdan algunos. Muere mucha
gente. Otros fracasan. Muchos son infieles. Hay tantas injusticias. A la
mayoría se les muere algún ser querido. Casi nunca salen las cosas como pienso.
Me recuerdan que por mucho que me empeñe es difícil que llegue a la meta. Me
dicen que no voy a alcanzar la cumbre que sueño. Y que la vida no es como me la
pintan. Me animan a no ser tan infantil. Me recuerdan que tengo que aprender a
ver debajo del agua y no sólo ver lo bueno de los demás. Claramente siempre hay
un mal visible. Jesús no es así. Él trae una buena noticia. Ve lo bueno y me
anima a creer en Él, en mí mismo, en los demás. Quiero alegrar la vida a otros
con buenas noticias. No quiero amargar,
quiero alegrar los corazones.
Tengo una misión propia. Una forma original de vivir la fe. Un carisma particular. Una tarea en esta
vida que sólo yo puedo realizar. Nadie más por mí. ¿Cuál es mi don? ¿Sé dónde
se encuentra mi originalidad? ¿Dónde están mis talentos? ¿Qué debilidad mía usa
Dios para hacerla fecunda? Sé que no puedo hacerlo todo. Sólo lo mío. Eso es lo
que importa. Decía S. Pablo: «¿Acaso son
todos apóstoles? ¿O todos son profetas? ¿O todos maestros? ¿O hacen todos
milagros? ¿Tienen todos don para curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las
interpretan?». No todos hacen lo mismo. No todos son profetas, no todos
curan. Cada uno actúa de acuerdo con su sabiduría. Veo que unos hablan y su
palabra es creadora. No sé bien cómo pero su voz penetra los corazones y cambia
las vidas de las personas. O no es su voz, sino la palabra llena de Espíritu
Santo. Dios en su don haciendo pequeños milagros de transformación. Otros son
especialistas en escuchar. Lo hacen con inmenso respeto. Saben ser pacientes y
aguardar sin decir nada. Su silencio da vida a tantos. Me impresiona ese don de
saber escuchar. El que escucha construye puentes que unen a unos y a otros. El
silencio de la escucha enaltece. El que calla sabe sembrar en una tierra
fértil. Otros dan sabios consejos. Sin imponer nada, con respeto. Otros sirven
con pasión dando todo su tiempo y su energía. Entienden que su misión es estar
atentos a la necesidad de los que están cerca, y lejos. Saben ponerse a la
labor sin esperar que se lo pidan. Lo entregan todo con humildad y no pretenden
que sus nombres resuenen en acción de gracias. Dan sin esperar nada. Dan en lo
oculto. Me impresiona ese don de permanecer ocultos. Sin que nadie los vea, sin
que nadie lo sepa. Tal vez es su servicio fiel y oculto el que cambia el mundo
sin que yo me dé cuenta. Su ayuda generosa es fuente de vida para los más necesitados.
Veo a otros que sanan con su ternura y delicadeza. Tienen el poder de curar
enfermedades. No sé cómo lo hacen, pero consiguen que las heridas hondas
cicatricen. Y los vacíos del alma que tanto enferman se llenen de esperanza.
Saben aguardar al pie de la cama del que sufre. Acompañan sin querer dar
consejos. Saben ser pacientes y curar a todos los enfermos que quieren tocar
sus vidas. Veo a los que acogen con su corazón grande y abierto. Se convierten
en morada para los indigentes, para los solitarios, para los que han sido
rechazados y juzgados. Miro a mi alrededor. Veo tantos dones y talentos. ¿Cuál
es mi don? ¿Qué misión me ha confiado el Espíritu Santo? Si supiera cuál es mi
don, mi tarea original que nadie puede hacer por mí, dejaría de vivir
comparándome con los demás. Viviría alegre siendo quién soy en lugar de sufrir
por no ser como otros. Mi don es el mío, y también mi herida y mi debilidad.
Son únicos. No los tienen otros. Y sé que el Espíritu va a hacer conmigo
milagros originales, si vivo feliz haciendo lo que me pide. No me comparo. No
pretendo ser quien no soy. Soy yo, con mi originalidad. Necesito descubrirla
para vivir con paz haciendo lo mío. Cuando no es así, me pongo triste y dejo de
valorar la entrega de los otros. Divido. Creo distancias con los demás. Juzgo
al que envidio. Y veo cómo el demonio divide en mi interior. El Espíritu Santo
por su lado es capaz de unir. Incluso en mi misma Iglesia me vuelvo suspicaz
con los que no son como yo. Critico a los diferentes, a los que tienen otros
carismas y acentos. A los que llegan a más corazones y logran más victorias. Y
yo me quejo de la sequedad de mi entrega. Y veo que quiero ser como otros en
los frutos. Divido, juzgo, condeno, en
lugar de unir con mis palabras y silencios.
Jesús sabe muy bien cuál es su misión, y la quiere hacer
comprensible a su pueblo. Por eso elige el texto
de Isaías en la sinagoga de Nazaret: «Me
ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los
cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los
oprimidos». Jesús viene a sanar los corazones enfermos. Porque sus manos y
su amor sanan las heridas. Viene a anunciar a los pobres la esperanza, la buena
noticia de su presencia. Viene a mí porque en mi pobreza sus palabras me llenan
de sueños. Quiere erradicar la pobreza que no me deja mirar con alegría mi
vida. Tantas veces soy pobre porque deseo lo que no tengo y no me conformo con
lo que poseo. En mi pobreza sueño siempre con más. Y corro el peligro de perder
la esperanza cuando las cosas no mejoran. Entonces Jesús viene a anunciarme que
mi vida puede ser plena si creo en Él. Me dice que todo puede tener mucho más
sentido del que con frecuencia le encuentro. Jesús me anuncia la libertad a mí
que soy esclavo. Sé que vivo en un mundo de esclavos sin libertad. Yo mismo soy
esclavo porque me falta la libertad interior. Hay tantas dependencias en mi
alma que me apegan a la tierra. Necesito desintoxicarme de mis apegos
enfermizos. Quiero ser más libre en mi corazón. Me alegra saber que Jesús me
libera hoy de todo lo que me ata. Viene con su Espíritu a liberarme. A sacarme
de las cárceles en las que yo me he recluido voluntariamente. Jesús viene
también con su luz y quiere que los ciegos vean. Que yo mismo vea. Porque estoy
ciego y no sé mirar con hondura. Me fijo sólo en lo que no me da vida. Me quedo
en la superficie de las cosas. Y no soy capaz de ver lo bueno que hay en mi
alma, en el alma de los que me rodean. Veo lo malo, lo sucio, lo feo. Quiero
aprender a ver la belleza, la verdad, la bondad. Y quedarme con esa mirada
grabada en el alma. Jesús lo puede hacer posible. A eso vino a la tierra. A
liberar, a dar luz, a sanar. Y el mundo creía en Él porque veía sus signos
visibles: «En aquel tiempo, Jesús volvió
a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la
comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan». Su misión fueron
buenas obras. Pasó haciendo el bien. Liberando, sanando, limpiando. Me alegra
pensar en la misión de Jesús. No vino para los que ya estaban cerca de Dios,
vino para los marginados. Vino a revelar un Dios misericordioso para que todos
pudieran sentirse amados por Él. Su mensaje es de esperanza y salvación. Ha
venido «para anunciar el año de gracia
del Señor». Un año de esperanza, de misericordia. Ese mismo año de gracia que proclamó Isaías. Entonces parecía muy lejano. Pero
el pueblo no duda de las palabras del profeta. Las conservan en su corazón
durante generaciones. Hoy ha llegado el día: «Es un día consagrado a nuestro Dios». En Jesús se va a hacer
realidad. Se revela en Él plenamente la misericordia de Dios. Un año de gracia.
Un tiempo en el que la deuda se condona. Ya no hay deuda que pagar. Ha sido
cancelada. El perdón es más grande que el pecado. Sobreabunda la gracia. La
misión de Jesús es mostrar ese rostro misericordioso de Dios a los hombres. El
pueblo que escucha se conmueve. Se admiran al escuchar que ha llegado la hora.
Un momento tan ardientemente esperado. Ya está ahí. Jesús en persona en medio
de los hombres. Sus palabras los llenan de esperanza. No puede haber mayor don
que un año de gracia. Que la salvación esté presente para todos. No hace falta
ser perfecto. Sólo tengo que reconocer la imperfección y acercarme conmovido
hasta Jesús. Él, la misericordia
encarnada, me espera con los brazos abiertos. Me abraza, me perdona.