Santísima Trinidad
l Deuteronomio 4, 32-34.
39-40; Romanos 8, 14-17; Mateo 28, 16-20
«Y
sabed que Yo estoy con
vosotros todos los días, hasta
el fin del
mundo»
27 Mayo 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«No quiero
controlarlo todo. No quiero amar siempre con límites. No quiero encasillarme encasillando. Quiero
el amor sin desprecios. Quiero
la vida plena sin límites»
Muchas veces no sé qué hacer ante el dolor ajeno. Me detengo
callado sin saber qué decir. No encuentro la pregunta adecuada, la mirada
correcta, el gesto oportuno. No me parezco a María que al pie de la cruz
llora en su propio dolor y abraza el dolor de Juan, de María Magdalena, del
mismo Jesús muriendo. Cuando sufro me
cierro y no soy capaz de sentir compasión por otros. De abrirme y sufrir con el
que sufre. Dibujo torpemente mis gestos, mi postura. No sé bien cómo hacer para
calmar el dolor del que sufre. A veces creo que mis palabras traerán consuelo.
Pero quizás son más bien mis silencios los que ayudan. No el silencio de la
indiferencia. Cuando la vida ajena no me interesa. Me refiero más bien a ese
silencio respetuoso y sagrado cuando no encuentro palabras adecuadas. Un
abrazo, una sonrisa, un te quiero. Sé que mi amor sana y anima. Es la mejor
forma de consolar al triste. El mejor calmante del alma. Levanta al que llora.
Sostiene al caído. Decía el P. Kentenich: «La llave mágica
del amor. ¡Cuán
pronto transforma el amor también
el dolor y la tristeza
en alegría! Hemos de aprender a transformar la cruz, el dolor y la tristeza
en alegría, en alegría real»1. Mi amor callado y presente convierte el dolor en alegría.
Mi amor fiel e incondicional. Creo que el dolor tiene algo que purifica el alma
por dentro. Es como si limpiara mis entrañas más hondas. En lo más oculto, allí
donde mi vista no alcanza. Es como un fuego que todo lo purga. Lo impuro, lo
sucio. El dolor es una herida abierta dentro de mi alma. A veces quiero
cerrarla de golpe, sin respetar el
duelo. No quiero que el dolor me envenene. No quiero seguir sufriendo.
Pero he descubierto que las heridas cierran de dentro hacia fuera y no al
contrario. Yo intento vanamente cerrar por
fuera.
Estirando la piel. Atando los extremos. Cubriendo
esa hondura que tanto me incomoda. Me da miedo
que se infecte
todo. La herida
abierta duele en cuanto la toco. Se me olvida
que la herida
tiene que cerrar de dentro hacia
fuera. Lentamente, sin prisas. Y no sé bien por qué Dios
me dio tan poca paciencia. Busco
en el arcón de mis dones por si acaso
hubiera algo más de paciencia escondida, olvidada. Intento encontrar un alma serena en la
larga espiral de mi dolor cansino. Y me veo corriendo nervioso tratando de resolver todas
mis inquietudes. Como si faltara
el tiempo. Como si
sobrara el ímpetu. Sé que el dolor de mi alma viene de una herida honda. Sé que
sin la paciencia jamás curará mi herida. Intento
que no me duela. Intento
que no les duela a aquellos que me confía. Intento tapar heridas, limpiando
hondo, vendando fuerte. Pero no siempre me resulta porque no tengo paciencia. Quiero que no se infecte
mi herida más profunda. Que no me llene de odio, y de
rabia, y de rencor. Porque
cuando la fiebre
nubla mi entendimiento es porque no he sido paciente
para curar mi herida. Y pierdo la alegría. Y la rabia manda en mí. Día tras día
acuden a la puerta como mendigos mi dolor y mi tristeza. Igual yo me detengo ante la puerta
del dolor ajeno.
Busco silencios más que palabras. Busco
dar cariño más que exigir
amor. Busco actuar
con delicadeza, sin prisas. A veces soy un poco precipitado. Me viene por
la sangre. Y me olvido
del dolor que
llevo y del dolor
que llevan. Y paso por encima del sufrimiento. Sin delicadeza, sin ternura. No quiero que la indiferencia haga más daño. No
quiero que mi olvido produzca dolor. Quiero ser un sanador herido. Tengo
compasión desde mi tristeza. Dejo que Jesús me sane a mí mismo. Y así poder yo
sanar a otros. Sé muy bien que la paz no consiste en no tener
heridas, ni dolores.
Es inevitable que
al amar yo sufra y resulte
herido. Y que al sufrir
mi herida sea profunda. La pérdida, la ofensa, el
1 J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
desprecio, la soledad no querida. No me da miedo el dolor que limpia el
alma. Querrá decir que he vivido. La ruptura duele. Y la distancia daña. No
quiero pasar de puntillas
por la vida
de los hombres. Ni por la mía.
Cuando lloro me siento tan contento.
Miro fotos pasadas derramando mi
llanto. Tengo el alma sensible casi ya de niño. Las cosas me afectan más de lo
que yo quisiera. Tocan quizá la herida
propia del nacimiento. La herida
en que me rompo al abrirme a la vida. Me sobran las palabras que buscan el consuelo. Esas
que a veces digo y a veces oigo: «Ahora
descansa en paz. Está con quien más quiso. Ahora por fin camina. Y sabe dónde
vive. No te preocupes tanto, es que Dios lo ha querido». Son las palabras
hechas para consolar heridas. Las oigo y las
repito. Las guardo
y las olvido. No consuelan a
nadie. Ni yo mismo hallo consuelo. Sé que el dolor tan hondo
es parte de la vida. No quiero tapar con vendas la herida que me duele.
Quiero aceptar mi llanto. Y limpiar con las lágrimas. Quiero abrazar al que
llora. Llenándolo de cariño. «Hacer de
sus propias heridas una fuente de curación
no es una llamada a compartir los dolores personales superficiales, sino un constante deseo
de ver el sufrimiento de uno mismo
como surgiendo del
fondo de la condición humana
que todos compartimos»2.
Quiero tener paciencia para curar heridas. Día tras
día. A la misma hora. Limpiando en lo más profundo. Sin importarme vivir
con heridas abiertas. Evitando que se infecten y me dejen
lleno de amargura. Por mis heridas
entra el fuego
de Jesús. Puede
entrar también el odio. Le pido a Jesús que me llene de esperanza. Que calme mi
dolor. Pienso hoy en Jesús. En sus muchas heridas. Él me consuela herido. Y yo
me abrazó a Él, en medio de mis penas. Convertirá mi llanto en una dulce
alegría. Por eso confío
tanto en el amor de Jesús que me sana
por dentro. Sana
mi herida.
Me gustaría aprender a hacer más
silencio. Callar para escuchar mejor al que
susurra. Hay muchos ruidos a mi alrededor. Comenta el Papa Francisco: «En el ruido interior no es posible recibir
nada ni a nadie»3. Hay mucho ruido dentro de mí. Tengo el alma llena de gritos,
preocupaciones, miedos y angustias. Cuesta acallar la voz profunda y dejar que
las aguas revueltas
de mis mares
sigan su lucha febril. Me gusta
más el silencio. Y a la vez me incomoda. Es como si tuviera que hablar
para llenar el vacío de palabras. Decía
S. Juan Crisóstomo: «Habla solamente
cuando sea más útil hablar que guardar silencio»4. Hablar sólo cuando sea más útil.
Cuando merezca la pena decir palabras.
Cuando sea necesario alzar la voz para hacerme oír. Me gusta el silencio
de mi alma. Cuando callo y pienso. Cuesta tanto aprender a callar. Las cosas
verdaderamente importantes ocurren
en el silencio.
Allí donde no hay gritos, ni voces. Ni tambores ni fiesta. «Las grandes obras de Dios ocurren siempre
en el silencio. El momento
en el que el cuerpo
se une al alma y el momento
en que esa alma se separa de su envoltura carnal son momentos de silencio, momentos divinos. Nada de lo que es de Dios hace
ruido. Nada es violento.
Todo es delicadeza, pureza y
silencio»5. El silencio de un ser querido al despedirse. Su adiós sin
palabras. Cuando el aliento último deja de estar
presente y expira su último suspiro. Sin decir nada más. Sobran las palabras.
Las grandes decisiones de mi vida han sucedido en el silencio. Sin testigos
ocultos. En la soledad de mi alma. La iglesia crece en el silencio de la
entrega. Ahí se hace profunda. No son los números los que impresionan. Ni los
grandes discursos y homilías. Es el silencio sagrado en el que Dios Trino
habita. Hace morada en mi alma en silencio. Viene a mí para descansar en mi
silencio. Y yo me empeño en llenarme de palabras, noticias, acontecimientos, me
lleno de mundo.
Demasiados ruidos. Fuegos artificiales. Asusta el
ruido en medio de la soledad. El ruido de la oración en la que no hay cantos ni
palabras que llenen el vacío. Es verdad que ser callado no es sinónimo de
hondura. Hay personas muy calladas que no son hondas. Simplemente saben callar.
A veces no tienen nada que decir. Están a solas sin problemas. No siempre hay
hondura en el silencio. No siempre el pozo tiene agua profunda. A veces el pozo
está seco, o lleno de piedras, o roto por dentro. Pero es verdad que el
silencio crea el espacio para que pueda haber profundidad en mi vida. Sin él ya
es casi seguro que la profundidad de mi alma será poca. Con silencio es más
fácil pensar que podrá haber una introspección mayor. La lengua calla. Pero no
callan tal vez los pensamientos o las preocupaciones. Muchas de ellas pueden
ser superficiales y no tocar lo más verdadero y auténtico de mi vida. Quiero
más silencio para encontrarme conmigo mismo. Aunque en el silencio
2 H. Nouwen, El
Sanador herido
3 Cardenal
Robert Sarah, La fuerza del silencio,
66 4 Cardenal
Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
5 Cardenal
Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
me cueste aceptar el rostro oculto que veo en mi
interior. Mi fealdad, mi dureza. Me veo a mí mismo con mis pasiones y
contradicciones. Veo lo que de verdad sueño y deseo. Lo que espero y anhelo. Y
me puedo confundir. Pero sólo en el silencio dejo que Dios ponga paz y orden en
mi alma inquieta. Allí entra mi Madre, María. Entra muy queda y me abraza. Es
allí, en el silencio más que en el ruido, donde me encuentro con Dios. Los dos
solos. Los dos cara a cara, ya sin miedo. Sé que Dios sigue llamando hoy a
muchos a seguir su camino. Pero el hombre no escucha, no sabe cómo es su voz.
Decía la Madre
Teresa: «Necesitamos encontrar a Dios, pero no podemos
encontrarlo ni en el ruido
ni en la agitación. Cuanto más recibimos en la oración
silenciosa, más somos capaces de dar en nuestra vida activa. El silencio nos proporciona una visión nueva de todas las cosas.
Necesitamos el silencio
para poder acercarnos a las almas. Lo importante no es aquello
que decimos sino
aquello que Dios
nos dice»6. Me inquieta el silencio
abrupto. Me asusta la soledad. Pero es allí donde quiero estar. En la paz de
ese silencio. En el encuentro callado
donde Dios me habla y me habita. Allí me dice que me quiere. Y yo me siento amado hasta lo más profundo. Pero tengo que
pasar por esa ausencia de palabras. Tengo
que atravesar el umbral del ruido y dejarme tocar por su presencia silenciosa.
Me
resulta difícil a veces ver la belleza escondida detrás de la aparente pobreza.
Descubrir la ganancia cuando
pierdo. Y alegrarme victorioso cuando he sido derrotado. No logro pintar de
colores lo que está en blanco y negro. Y no sé ver lleno un vaso casi vacío. Es
la tendencia del alma. Que no me deja ver el sol escondido detrás
de las nubes. En la película «Campeones» el protagonista
tiene miedo a la responsabilidad de tener un hijo. Una de las personas
discapacitadas le dice: «A mí tampoco
me gustaría tener
un hijo como
nosotros. Lo que me gustaría es tener un padre como
tú». Me sorprendió la
fuerza de esa frase en medio de la película. Es como un rayo de luz, como un
brote de esperanza. A menudo me veo haciendo cálculos sobre lo que deseo para
mi vida. Planes, expectativas, sueños. Visto mi futuro del color que me gusta.
Sin problemas. El color más vivo, el que más me atrae. Y en él no entra lo defectuoso, lo imperfecto, lo limitado, lo pobre, lo feo. Curioso. Me lleno de sueños perfectos en
una vida imperfecta. En un afán inútil por cambiar el color de la vida. Y tejer
una historia distinta. Con un final mejor. O mejores pasos en medio de la
tierra. Me invento decisiones que lo cambiarán todo. Decido lo que quiero y lo
que no quiero. El número de hijos. El color de su pelo. El trabajo que deseo.
La persona a la que quiero amar. La forma como quiero que me amen. Sé muy bien
lo que quiero y lo que no quiero. Pretendo dominar las riendas de esta vida indómita
para que no me salga nada mal de lo que sueño. Diseño con mis manos el final
perfecto. El escenario maravilloso. Ensayo una y otra vez los pasos correctos.
No quiero fallar. El amor mejor vivido y expresado. Me da miedo asumir riesgos
que tal vez no salgan como yo deseo. No quiero la discapacidad, el límite, la
torpeza, la derrota, el fracaso. No quiero aceptar mis discapacidades. Y
tampoco las de aquellos que me acompañan en el camino. Me conmueve la respuesta
que le da una persona con discapacidad en la película al protagonista. Calma
con esas palabras sus miedos. No tiene que atar todos los cabos. No tiene que
asegurar la vida para que salga todo bien. Lo importante lo tiene, puede ser un
buen padre. Esa mirada le da fuerzas. No tiene que temer más. Yo a veces temo. No sé si sobreviviré en situaciones adversas.
No sé si sabré amar bien y ver la belleza escondida. Necesito que
alguien me diga que confía en mí. Que cree en mí. Necesito tocar el amor de
Dios sobre mí, un amor predilecto, que se hace un lugar debajo de mi piel, para
que confíe siempre. Como
le decía Moisés
a su pueblo: «¿Hay algún pueblo
que haya oído,
como tú has oído,
la voz del Dios vivo,
hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?; ¿algún Dios intentó
jamás venir a buscarse
una nación entre las otras
por medio de pruebas, signos,
prodigios y guerra,
con mano fuerte
y brazo poderoso, como todo lo que el Señor
vuestro Dios, hizo
con vosotros en Egipto, ante
vuestros ojos?». Me ama Dios con un amor predilecto. No porque tenga muchos dones.
Sino porque en mis discapacidades Dios ve
mis capacidades. El director de la película, Javier Fresser, añadía un
mandamiento a los diez: «Uno de los once mandamientos de la ley de Dios, no clasificarás». Yo clasifico, selecciono, decido lo que quiero y lo que no quiero.
Aparto de mí lo que me hace daño, lo imperfecto y elijo lo que me beneficia. Doy pasos medidos para no confundirme y
temo elegir mal. Tengo miedo a no ver en la realidad a Dios escondido. En la
fealdad que detesto la belleza que amo. Parece sencillo, no lo es. Sólo Dios me
capacita para mirar con sus ojos. Unos ojos puros
que a mí me faltan.
Quiero una mirada
como la
6 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
que comentaba el Papa Francisco: «La experiencia estética del amor
se expresa en esa mirada
que contempla al otro
como un fin en sí mismo, aunque
esté enfermo, viejo
o privado de atractivos sensibles»7. Quiero mirar así mi vida. Quiero una mirada pura y profunda.
Capaz de amar la belleza escondida. Capaz de descubrir a Dios en el corazón que
amo. A Dios vivo detrás de la piel humana, gastada y herida. No clasifico a
nadie. No quiero que me clasifiquen. Soy reflejo de Dios y por lo mismo no
puedo encerrarme en los límites que intentan definirme. Soy más que mis miedos
y discapacidades. Soy más que mis sueños y deseos de infinito. Soy más que el
amor que recibo y que doy. Tengo algo de infinito oculto tras mis límites. Soy
una imagen imperfecta de un sueño perfecto de Dios sobre mi vida. Esto me consuela.
Soy capaz de mirar bien al que no me mira. Y de amar con más fuerza al que
me desprecia. Miro detrás de su discapacidad el amor de Dios en ciernes. Me
gusta ese amor que me sostiene y me permite creer en mi propia belleza. Ese
amor imposible que no pone condiciones para amarme. Me gusta saberme tan amado,
tan querido dentro de mi imperfección. No quiero controlarlo todo. No quiero
amar siempre con límites. No quiero encasillarme encasillando. Quiero el todo y la nada. Quiero el amor sin desprecios. Quiero la vida plena sin límites.
Hoy miro a Dios. Lo miro en su amor
hacia mí, en su presencia salvadora. Escucho: «Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón,
que el Señor es el único Dios,
allá arriba en el cielo,
y aquí abajo en la tierra;
no hay otro. Guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz,
tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días en el suelo
que el Señor,
tu Dios, te da para siempre». No quisiera
tener más dioses. Pero los tengo. Me dejo maravillar por dioses humanos
que me prometen felicidad eterna. Aquí en la tierra. Dios quiere que sea feliz
para siempre. Guardando su palabra, sus mandatos. Me hace feliz su camino. Pero
yo le culpo de todo lo que no me hace feliz. De las pérdidas, de los fracasos,
de los vacíos de mi alma. Le echo a Él la culpa de lo que no puedo controlar.
Pienso que no actúa, que no hace nada. Quiero volver la mirada hacia Él. Él
quiere que yo sea feliz. Quiere que sea pleno y para siempre. No quiere que me
pierda. Me protege. El amor de un padre hacia su hijo. El amor incondicional,
haga lo que yo haga. Un amor sin fronteras, sin límites. Me gusta
mirar así a Dios. Ver que me promete no dejarme nunca:
«Y sabed que Yo estoy con vosotros
todos los días, hasta el fin del mundo». Lo
que me hace más feliz es saber
que el amor de quienes
me aman es para siempre. Lo que me daba paz de niño era saber que mis
padres me querían para siempre. Y yo retenía de niño a mi madre al pie de la
cama, para que no me dejara. Esa promesa me la hicieron siendo niño. Siempre,
toda su vida fue así. Pero Dios me promete más que eso. Me dice que nunca me
dejará. Que estará a mi lado durante toda mi vida. Y me amará siempre. Temo a
menudo defraudar a los que me aman. Desilusionarlos. Decepcionarlos. Me da
miedo no estar a la altura de sus expectativas. Caer y permitir que no estén
orgullosos de mí. Es casi como un mandato oculto bajo mi piel: No decepcionar,
no defraudar, no fallar. Y me lo repito como un mantra para asegurarme la felicidad. Dios no es así. No le decepciono haga lo que haga. No crecen su furor, ni su
desamor. Me ama de forma incondicional. ¿Es eso posible? ¿Un amor sin límites?
¿Un amor que no se fija en los fallos y caídas? ¿Un amor que no vive de la
expectativa que yo creo en otros? Necesito tener la certeza de un amor que no
me va a abandonar en medio de mis fracasos y huidas. Un amor fiel, pase
lo que pase.
Leía el otro
día: «Él siempre está
presente, siempre es fiel: somos
nosotros los que no
conseguimos verlo
ni le buscamos en épocas
de bonanza y comodidad; los
que no conseguimos recordar que está ahí, guiándonos, cuidando
de nosotros y proveyéndonos de todas las cosas con
las que contamos
y esperamos para subsistir cada día. Y no lo recordamos porque nos sentimos
cómodos con nuestro orden establecido mientras los días van pasando»8. En épocas buenas
me olvido de su presencia silenciosa. Y en épocas
difíciles clamo al cielo al no percibir
su presencia. Si soy yo el que me alejo dudo que siga
mirándome. Si fallo y caigo temo más el castigo
y el desprecio. Él siempre
es fiel. Siempre
está a mi lado hasta el final de mis días. Aunque yo me olvide, Él no
se olvida. Aunque yo falle y falte a la cita, Él no falla. No sé bien por qué
asocio la presencia de Dios sólo a ciertos lugares. Y creo que no está en
otros. Lo veo presente en la pureza, en la bondad, en la verdad, en la virtud.
Pero no lo veo en el pecado,
en el odio, en la ira, en la rabia,
en la impureza, en la infidelidad. No está en el pecado. Sí está en la virtud. Eso tiendo a pensar. Curiosamente una y otra vez soy consciente de mi
7 Papa Francisco, Exhortación
Amoris Laetitia
8 Walter Ciszek, Caminando
por valles oscuros
debilidad. Peco y me alejo entonces de Dios. No
está en mí. Caigo y solo a lo lejos lo veo abandonar mis pasos. Creo que me deja solo cuando
más lo necesito. Me parece
lógico, pero no lo es. ¿Cómo me va a abandonar cuando más falta me
hace? ¿Cómo va a renegar de mí cuando estoy yo más perdido? La promesa de hoy me da que pensar.
No me pone condiciones. No me exige ser siempre fiel. Sólo me dice que estará
conmigo todos los días de mi vida. Los días de sol y los días grises. Los días
convulsos y los días alegres. Así es Dios. Presente en mi pecado. Le importo yo
mucho más que mis negaciones. Se acerca de nuevo a preguntarme: «¿Me amas?». Y yo le digo que sí. Que
aunque no lo parezca, le amo más que a mi vida. Y me alegra
saber que va a estar siempre ahí, a mi lado. ¿Le he
dicho yo algo
parecido a alguien
alguna vez? «No te preocupes, no temas, que yo voy a estar
a tu lado todo el tiempo.
No te voy a dejar
nunca». Me parece
un amor imposible. Yo pongo siempre
excusas para dejar de estar ahí. Tengo mejores
cosas que hacer.
Y si me fallan, o me decepcionan, yo me alejo.
No respondo con amor cuando recibo desprecios. No amo con más fuerza
cuando soy amado poco. Es el amor
incondicional de una madre. El amor que yo quiero escuchar de alguien. Miro a
mi madre en el recuerdo. Oigo su voz
diciéndomelo al oído. Es verdad. Siempre estuvo. Siempre permaneció fiel. En
medio del camino. En las dudas y en las certezas. En las caídas y los éxitos.
Siempre diciéndome que no temiera, que estaba a mi lado. Así es el amor
limitado de mi madre que ahora lo sigue entregando desde el cielo. Mucho más
grande es el amor de ese Dios que me ama de forma personal y para siempre.
¡Cuánto me cuesta creer a veces
en ese amor fiel y seguro!
Me gusta
mirar a Dios que son tres personas. Quiero ser hijo con el Padre. Hermano e hijo con Jesús. Y quiero ser
vasija inundada por el agua del Espíritu. Me gustaría saber definir la
Trinidad. Encontrar la manera para hablar de Dios Trino. Me encuentro sin
palabras. Como decía J.L. Borges:
«Lo esencial es indefinible. ¿Cómo definir el color amarillo,
el amor, la patria, el sabor a café? ¿Cómo definir a una persona
que queremos? No se puede».
Difícil
explicar cómo es ese Dios que son tres Personas.
Si no fuera por mi
experiencia personal no sería capaz de hacerlo. Sólo sé que Dios se manifiesta
como Padre en mi vida y me muestra el
verdadero sentido de mi caminar. Ser hijo. Ser niño. Una fe filial. Hoy escucho: «Los que se dejan
llevar por el Espíritu de Dios, esos
son hijos de Dios. Habéis
recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor,
sino un espíritu
de hijos adoptivos, que nos hace
gritar:¡Abba!
¡Padre!». Una obediencia de niño que se abre en las manos de un Padre
misericordioso. ¿No he sentido su abrazo de Padre? ¿No me he sentido niño
desprotegido, llevado a la deriva, que
encuentra en Él su amparo? Sí, así ha sido tantas veces. El Dios que es
Padre y se abaja para tomarme de la mano. En medio de mis caminos difíciles y
las aguas turbulentas de mi lago. Esa experiencia de un Dios paternal es la que
me hace creer en ese Padre que guía mis pasos. El hijo mayor de una familia que
ha perdido a sus padres hace poco decía en el tanatorio: «Mis padres me enseñaron que a Dios no hay que comprenderlo, sino quererlo». Me
conmovieron esas palabras dichas en un
momento de tanto dolor. Tiendo a querer comprender a Dios. Quiero saber sus
caminos de Padre. Desentrañar sus
deseos. Descifrar sus sueños. Y me agoto al encontrarme con un Dios que es
Padre pero me parece injusto, arbitrario y lejano. Porque se desentiende de mi
vida y me deja hundirme en medio de mis tormentas. A menudo veo a personas que
tienen una imagen equivocada de cómo es Dios Padre.
El P. Kentenich decía: «Tienen un concepto de padre distorsionado y un concepto de Dios distorsionado. ¿Dónde está la distorsión? En que para ellos la ley fundamental del mundo sería
la justicia y no el amor»9. Un Dios Padre exigente, duro, intransigente, inflexible. Un Padre que
espera sólo los buenos resultados de su hijo. Un Padre que no abraza, que no es
cariñoso y no se preocupa por el camino que sigue su hijo. Un Padre que pide
cuentas, que exige resultados positivos. Un Dios así no es un Dios de amor. Esa
imagen distorsionada me puede venir por mi familia. Por mi experiencia más
cercana de padre. ¿Cómo se puede unir un padre humano que me ha hecho daño con un Dios Padre bueno que me quiere?
Difícil llegar a creer en un Dios bueno cuando mi padre en la tierra
no lo ha sido. Difícil. A veces imposible. «La gente
no tiene un concepto negativo
de padre sino una vivencia negativa
de padre. El niño es un ser tierno; si es tratado
duramente por su padre, la vivencia que tendrá de él presentará el mismo tinte de dureza»10. Quiero mirar a Dios como Padre bueno.
Quiero hablar de Él como ese Padre misericordioso al que le importa mi vida. Es la experiencia que yo
mismo he tenido en mi camino. La de un Dios que me quiere y no me deja
nunca solo. Hablar de Él y reflejar su rostro. No sólo hablar. Ser padre, ser
reflejo de una paternidad que se abaja, que ama, que busca. Un Padre Dios que
no se desentiende de mi suerte. Al que quiero querer. No pretendo comprender
sus planes. No los conozco, no los entiendo. Esa fue la experiencia de los
discípulos al conocer a Jesús. Conocieron en Él al Padre. Su misericordia, su
amor tangible, su preocupación constante, sus lágrimas
de compasión, su mirada acogedora. Comenta San Francisco de Sales: «Dios
es Padre, Él conoce las debilidades de su hijo
y, si su hijo ha caído, el Padre celestial sonríe a su débil hijo dándole ánimos para
que se levante de nuevo
y se apresure hacia su corazón de Padre»11. Es el Padre del que quiero ser un reflejo. Imagen de Cristo caminando
de su mano. Así quiero
vivir.
Pensar en la Trinidad
es pensar en Jesús hecho
hombre. Ese Jesús que vivió entre los suyos.
Hizo milagros. Amó hasta el extremo y no se guardó nada. Estar enamorado
de Jesús es el camino para reflejar a Dios Trino con mi propia vida. El amor a
Jesús crece en la fuerza del Espíritu Santo que desciende a mi corazón y me
capacita para el amor y me habita. Me hace capaz de amar con un amor imposible. No soy yo, es Él en mí. Ese encuentro
con Jesús es la base de mi amor a la Trinidad. Amo a Jesús en la fuerza del
Espíritu. Porque con mis propias fuerzas no puedo amarlo. Lo amo y en ese amor
me hago morada de Dios Trino. Es la experiencia que tengo. Sólo a través de
Jesús aprendo a ser niño. Y en su corazón herido imploro la presencia en mí del
Espíritu Santo. Miro a la Trinidad, me asombro ante el misterio. Me abismo en
su hondura. Quiero ser reflejo del amor que se tienen el Padre, el Hijo y el Espíritu. Comenta el Papa
Francisco: «Dios, en efecto,
es comunión: las
tres Personas del Padre,
Hijo y Espíritu Santo viven
desde siempre y para siempre
en unidad perfecta»12.
Quisiera construir
un mundo reflejo de la Trinidad. Un mundo unido. Una comunión perfecta reflejo
de un amor imposible. De un amor que une. De un amor que es para siempre. Me
gusta pensar en ese amor trinitario que se desborda y quiere llegar
al hombre: «Dios busca,
Dios crea creaturas a quienes poder amar y que amen con Él lo que Él ama y como Él ama. ¿Por
qué quería el Hijo de Dios ser hombre?
¿Sólo por ser hombre
Él mismo? No; sino porque
el Dios Trino
tiene una decidida voluntad de comunicarse. Quiere que el mar de la misericordia desborde
del seno de la Trinidad
derramándose sobre la creación» 13.
Un Dios Trino que
me regala su amor. Que se abaja para convertirme en hijo, en apóstol, en santo,
en mártir. Y me envía a hablar de la buena noticia, a bautizar en nombre de la
Trinidad: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo;
y enseñándoles a guardar
todo lo que
os he mandado». Me convierto en apóstol en la fuerza
del Padre que me hace misericordioso. Guardo todo
lo que recibo de Él. Como un tesoro. El Hijo me hace pastor que conduce a las
ovejas. El Espíritu me hace fuego que quema con mi pasión los corazones. Me
hace valiente y capaz para alentar, hablar, animar, predicar, evangelizar,
bautizar, en el nombre de Dios Trino. Me acerco a Jesús como los discípulos. Algunos tienen miedo y vacilan:
«En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les
había indicado. Al verlo, ellos
se postraron, pero algunos vacilaban». En el día de la Trinidad le pido a Dios la fuerza para no flaquear, para
no turbarme, para no vivir con miedo, para no vacilar. No estoy solo. Soy
morada de la Trinidad. Dios toma posesión de mi vida. Hace morada en mi corazón
para sostener mis pasos. Pero, para darle cabida en mí, necesito antes
vaciarme. Estoy tan lleno de orgullo, de obras mías, de palabras vacías. Lleno
de planes imperfectos, de miedos y angustias. Lleno de mi vanidad que me hace
buscarme en todo. Lleno de mis obras, de mis pasiones desordenadas, de mis
juicios y condenas. Lleno de mi mirada impura y mis gestos llenos de ira y
vacíos de ternura. Tan lleno de mundo que Dios Trino no puede hacer morada en
mí. Para que eso sea posible tengo que hacerme pobre. Humilde. Aceptar mi
fragilidad para que en ella Dios Trino se haga fuerte y venza. Es el deseo de
Dios en mí. Es el deseo que quiere realizar a través de mi vida. Soy morada de
la Trinidad. Miro a María. Ella estaba vacía de sí misma y llena de gracia,
llena de Dios. Llena de su presencia salvadora que la levantaba. Llena de su
amor infinito. Llena de un Dios que hizo morada en su corazón para siempre.
Ahora, al mirar a María, puedo exclamar
con Isabel: «Bendita tú que has creído». Ella
ha creído. Yo dudo tantas
veces de su poder en mí. Si me dejo hacer y me dejo invadir por su amor. Si creo en Él, todo cambia.
11
J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
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