Eclesiástico 27,33-28, 9; Romanos 14, 7-9;
Mateo 18, 21-35
«No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces
siete. El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar»
17 Septiembre 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Me alegra lo que ya poseo. Los pequeños logros. No me comparo con nadie.
Si pudiera vivir así sería mucho más feliz. No quiero vivir mirando al otro. No
quiero compárame con otros»
La generosidad no es exigible.
Nunca lo es. Es un don que uno
recibe. Una gracia que me capacita para dar más de lo convenido, de lo
esperado, de lo razonable. No se puede forzar la naturaleza del hombre para que
se abra y dé. Como tampoco se puede lograr que el capullo de la rosa muestre
todo su color antes de tiempo. Todo lleva su tiempo. Su esfuerzo. La exigencia.
La lucha. Uno aprende a ser mejor por imitación, por envidia. Veo lo que deseo
y lo anhelo. Quiero ser así. Lucho. Quiero ser
mejor.
¿Cómo se educa en el amor? ¿Cómo me puedo educar yo y educar a otros
para que sean más generosos en el amor? A veces me desespero por el egoísmo que
veo y sufro. Me siento incapaz de amar bien y veo a otros que tampoco lo
logran. Esta pregunta viene siempre de nuevo a mi corazón.
¿Quién me ha enseñado a mí a amar de la forma como yo amo? Seguramente
en mi familia, con los míos. Lo que he visto, lo que he recibido. Cuando por
primera vez unos brazos me abrazaron experimenté cómo me amaba Dios. Algo se
grabó en mi alma. Una voz me dijo cuánto valía. Alguien vio en mi interior un
tesoro escondido que yo no veía. Y me lo dijo, me lo
hizo ver. Decía Albert Einstein: «Todos
somos genios. Pero si juzgas a un pez por su habilidad para
trepar árboles vivirá toda su vida pensando que es inútil». Soy un genio. No soy un inútil. Soy más valioso
de lo que creo. Tengo un don escondido en mi alma. Un talento oculto. Necesito
que alguien lo vea en mí para poder verlo yo.
Quizás me falte esa mirada interior para descubrir mi propia belleza, mi
propio don. Quiero saber quién soy y todo lo que puedo llegar a dar. Lo quiero con toda mi alma. Quiero ser amado.
Comprendido.
Enaltecido. Es quizás lo que todos desean. Ser queridos en su verdad. Para
poder así aprender a amar a otros en su verdad. Tal vez de eso depende todo en
mi vida. Mi felicidad, mi camino, la realización de mis sueños. Pero con
frecuencia me ofusco exigiendo la generosidad en el amor a todo el mundo, a mí
el primero. Y acabo exigiendo que sean otros los que me regalen lo que yo mismo
me guardo por miedo a darlo. O pretendo que me cuiden cuando yo no soy capaz de
cuidar a nadie. No sé cómo hacer para que salga lo mejor de mí, lo mejor de los
otros. Tal vez les pido demasiado a las personas. O les exijo que se den por
completo demasiado pronto. Sin respetar sus tiempos, sus procesos interiores.
No lo sé. A veces no valoro los esfuerzos que hago, que hacen, en esa lucha
diaria que tiene esta vida. Esa lucha por aprender a amar. Vivo buscando una
perfección inalcanzable, siendo yo tan imperfecto como soy. Puede que le exija
a la piedra la delicadeza del agua. O al viento la paz de la tierra. O busque
en el fuego el frescor de la noche. O el calor en medio del hielo. No lo sé.
Quizás me empeño en querer ser distinto a lo que soy. Alguien mejor. Otra
persona.
Pero no acabo de
comprender que soy un genio. Se me olvida. Y pretendo ser algo para lo que no
estoy hecho. Trepar árboles, lograr grandes éxitos, alcanzar las estrellas.
Acabo exigiéndome un talento que no tengo. Sólo porque otros lo tienen. Y les
pido a los que amo que me den lo que no pueden darme.
Me confundo al exigir. También me ocurre
cuando educo. Exijo. Reclamo. Pido. Y ansío que el capullo de la rosa se abra
sin respetar su tiempo de maduración. ¿Cómo puedo educar a otros en el amor no
sabiendo yo amar bien? ¿Cómo pretendo erigirme en educador de nadie, cuando yo
mimo no logro educarme a mí mismo en los más pequeños aspectos de mi vida?
Decía el P. Kentenich: «¡Necesitamos
educadores educados! ¡Yo mismo tengo que educarme! Debo apreciar como es debido
los valores que quiero
inculcar
a mis hijos»1. Es importante
vivir lo que quiero que otros vivan antes de que ellos lo vivan. Para que crean
en el bien que hay en su alma al verlo reflejado en lo que yo vivo. El amor se
contagia amando. El bien haciendo el bien. Si yo lo vivo quizás puedan ver
reflejados en mí los valores que ellos mismos llevan dentro: «¿Cómo puedo educar entonces a mi hijo para
que me tenga un profundo respeto y amor? No esperen ahora tampoco ninguna
receta. Mi propio respeto ante el hijo y mi amor a él, despiertan y producen en
él profundo respeto y amor»2. El educador educado educa desde lo que
vive. Los demás aprenderán de mí lo que yo ya practico. Si mi amor es mezquino,
raquítico, egoísta. ¿Cómo puedo exigir de los otros un amor generoso, grande,
magnánimo? Es imposible. Lo que yo no vivo es difícil que pueda inculcarlo en
otros corazones. Si yo no rezo, ¿cómo puedo pedirles a otros que recen? Si yo
no soy magnánimo, ¿cómo puedo exigir la magnanimidad? El amor se transmite por
atmósfera.
Cuando respiro en
un ambiente donde hay amor, aprendo a amar. Pero si respiro en una atmósfera en
la que hay críticas, quejas, ira, mentiras, cólera, envidia, avaricia. Acabaré
haciendo lo que veo. Sólo aprenderé esos valores que veo encarnados en una
atmósfera determinada. Educar por atmósfera es la forma más efectiva de educar.
Hago lo que veo. Logro lo que veo encarnado en otros corazones. Hacen lo que
ven en mí. Si no es así, la verdad es
que es muy difícil enseñar a amar. Quiero educar mi amor.
No
sé por qué es tan difícil ser feliz en esta vida. A lo mejor es porque busco
lo que no tengo. Deseo poseer lo que no poseo. Y no me conformo con lo que ya
tengo. Vivo inquieto tratando de alcanzar cumbres imposibles que alguien en mi
corazón parece haberme prometido. Me afano en esta vida y no logro vivir con
paz cada momento. Siento en lo hondo del alma un extraño dolor ante la
frustración en la búsqueda del éxito. Me comparo con otros que viven mejor que
yo, o que son mejores que yo, o que tienen más que yo, y dejo de ser feliz
súbitamente. Cuando vivo mirando a los que me superan me lleno de amargura. Y
curiosamente vivo descontento con todo lo que tengo. Sea mucho o poco, eso no
importa. El tenista Rafael Nadal comenta después de ganar su último torneo: «Soy feliz haciendo lo que hago y uno
siempre podría estar frustrado mirando al resto. Al final, en la vida uno
siempre puede estar frustrado: siempre hay gente que tiene más dinero que tú,
siempre hay gente que tiene más casas que tú. La vida consiste en conformarse y
ser feliz con ello. Conformarse no significa no querer más, pero uno no puede
estar mirando siempre alrededor». Siempre podría frustrarme mirando al
resto. A los que tienen más, a los que son mejores. Siempre podría vivir
amargado comparando mi vida con la de otros. Conformarme no significa darme por
vencido, o dejar de luchar. No. La exigencia sigue presente en el corazón
aunque me sienta lejos del ideal que sueño. Hay nuevas cumbres, nuevos
desafíos. Pero me alegra lo que ya poseo. Los primeros pasos dados. Los
pequeños logros. No me comparo con nadie. Si pudiera vivir así sería mucho más
feliz. Es verdad. Sé que el arte de la felicidad tiene que ver con una forma de
vivir la vida. No quiero vivir mirando al otro. No quiero compárame con otros.
No deseo competir por lograr más cosas. Y sí deseo ser feliz con lo que tengo,
con lo que he conseguido en esta vida. Aceptar.
Disfrutar. Sonreír. Creo que la felicidad
está muy relacionada con mi capacidad de amar y ser amado. El otro día leía: «El hombre necesita reconocer cuanto antes
que para ser feliz ha de sentirse amado. Que será más feliz, cuanto más amado
se sienta. Y más aún, si se siente amado por Dios. Y que ha de corresponder a
ese amor»3. El amor me hace
feliz y al sentirme amado dejo de compararme con otros. Valgo por ese amor que
recibo. Pero no se trata sólo del amor recibido, que es como el oxígeno que
necesito para respirar. Cuenta mucho para ser feliz el amor que doy. Porque
sólo cuando salgo de mí mismo y me vuelco en otros mi vida comienza a merecer
la pena, a tener sentido. Lo tengo claro, soy más infeliz cuando no amo. Cuando
vivo volcado en mis deseos. En mis expectativas. Mirando lo que a mí me
preocupa.
Pasando de largo por la vida de los demás.
Sin amar de forma gratuita. Exigiendo amor. Pero sin dar amor a nadie. El amor
siempre es gratuito. No se puede exigir. Eso me impresiona: «El amor es un don que necesitamos, pero
innecesario para vivir. Porque es innecesario, es más valioso. Lo más valioso
del mundo siempre es innecesario. Sobrevivir es necesario, pero sobrevivir sólo
no da la felicidad. No basta comer, beber, dormir, descansar. La felicidad no
está en nuestras necesidades, estas son solo el inicio para poder ser feliz,
pero no son la felicidad plena. La felicidad, por el contrario, está en esas
experiencias que son propiamente
1 J. Kentenich, Retiro enero 53, Familia sirviendo la vida
2 J. Kentenich, Retiro enero 53, Familia sirviendo la vida
innecesarias,
gratuitas e inmerecidas, grandiosas que nos ensalzan inmerecidamente. Amar y sentirse
amado»4. Tal vez entonces
prefiero vivir y no sobrevivir. Prefiero cuidar lo gratuito, no lo que debo
hacer. El amor siempre es un don. El que doy. El que recibo. Ya entiendo por
qué tantas veces no soy feliz.
Porque vivo
exigiendo y no sé amar de forma gratuita. Porque doy sólo cuando me piden.
Porque exijo a la vida una gratuidad que no es obligatoria. Y si no llega me
frustro. Me gusta pensar que puedo hacer felices a los hombres amándolos cuando
no me lo piden. Dándoles cuando no me lo exigen. Y que es esa gratuidad la que
llena el corazón hasta el borde, lo rebasa. Y me deja con la sensación de que
la vida merece la pena. Y al ver que en la tierra puedo vivir así, no quiero ni
pensar cómo va a ser en el cielo. Si ahora puedo ser tan feliz rodeado de los
que amo y amando a los que me aman. Imagino cómo será entonces cuando la vasija
de mi corazón se rompa en mil pedazos en las manos de Dios que colma todos mis
anhelos. Mi alma llena más allá de sus límites humanos. No sé entonces por qué
sufro tanto a veces. Me amargo esperando de la vida milagros que no llegan. Y
no soy capaz de aceptar mi camino tal y como es. Busco otros destinos mejores.
Otras formas de vivir. Y pretendo otras paradas. Soy feliz cuando acepto,
cuando perdono, cuando tengo paz, cuando no me dejo llevar por la rabia. No
quiero que el odio ciegue nunca mis ojos. No quiero que haya atisbos de furia
en mi alma. Quiero decir que sí a Dios siempre. Cuando Él me muestre claro lo
que quiere de mí. Quiero decirle que sí a mi vida como es hoy. Sin muchos
aspavientos. Sin esperar agradecimientos del mundo al que me entrego. Soy como
soy. Tengo lo que tengo. Y cuando peco siento que me alejo y me turbo. Y se
enreda mi alma en vericuetos oscuros. Y no logro entonces amar con libertad,
liberando. Besando el barro sobre el que construyo. Descifrando con las manos
los nuevos caminos que Dios me pide. Aquí y ahora. En este momento quiero decir
que sí a Dios para besar su voluntad como lo más sagrado. Dios me quiere más de
lo que yo me quiero. Sin esperar nada de mí. Sin exigirme la perfección. Eso me
llena de paz. Me hace feliz. Quiero
aprender a dar gracias a Dios por el camino recorrido. Por el amor que he dado.
Por
el que he recibido.
Hoy Pedro pregunta a Jesús buscando un límite, una
medida: «En
aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: - Señor, si mi hermano me
ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?». Pedro se acerca a Jesús con la confianza de un amigo. Me encanta su
autenticidad. Es muy honesto y verdadero. Dice lo que piensa. Dice lo que casi
todos los apóstoles piensan y no dicen. Siete son muchas veces. Pedro quiere
saber cuándo puede dejar de perdonar al que le ofende. Es lo que yo también
deseo saber a veces. Que me digan el límite impuesto a mi generosidad. Que me
pongan una medida para no pasarme y pecar por exceso. Perdonar es difícil. Por
eso me gusta saber si es necesario perdonar siempre. Si a partir de un momento
ya no es necesario y es entonces posible olvidar al que me ha hecho daño y
alejarme de él. No sé bien en qué está pensando Pedro cuando pregunta. Pero yo
sí lo sé. Pienso en esas relaciones en las que tengo que perdonar más de una
vez. Una, dos, tres, mil veces. Y entonces me canso de ser yo siempre el que
perdona. El que acepta. El que tolera. Y me indigno con el que ofende siempre,
con el que incumple lo prometido, con el que no es honesto después de haber
prometido fidelidad. Cuando me canso de las mentiras o de los abusos. Cuando ya
no estoy dispuesto a seguir siendo yo generoso. Pedro busca, como yo, un límite
a la entrega. Pienso que necesito algo concreto. Que no me hablen del infinito.
Me niego a vivir sin medida. Se me olvida que el amor que Dios me pide es sin
medida. El mío sí tiene medidas. Lleva cuentas. Guarda el mal recibido como una
ofensa que pesa. Y el alma duele entonces. Y quiero poner un límite al perdón.
Hasta siete
veces. Una medida justa, razonable. Estoy dispuesto a perdonar ese número de
veces. Pero más no puedo. Me canso de perdonar. De volver a empezar siempre de
nuevo. Y decido poner un límite a mi amor. Amo, pero no en exceso. No me parece
justo. Creo que yo hago las cosas bien. Y me enervo cuando las hacen mal
conmigo. Tal vez me olvido de mi propio mal. Del que yo causo a otros. De las
ofensas que yo realizo. Tengo mejor memoria para el daño que recibo. Me hieren.
Me atacan. Me ofenden. Y yo me creo el centro del universo. Pienso que soy
importante y que me han ofendido. Hasta siete veces es un buen límite. Una
medida que puedo soportar. ¿Más? Imposible. Tal vez por eso la respuesta de
Jesús hoy me incomoda: «Jesús le
contesta: -No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». Jesús
me pide lo imposible. Un amor imposible. Una mirada imposible. Me cuesta cuando
Jesús no es razonable y va más allá de lo prudente. Yo me sigo preguntando:
¿Cuál es el límite? Un día leí
algo del cardenal
vietnamita Van Thuan que me gustó mucho y me dio luz. Hablaba de los cinco
defectos de Jesús. Uno era que no sabía contar. Tocó mi corazón, porque ese es
un anhelo mío de siempre. El Dios que no mide ni cuenta, ni lleva anotados mis
méritos o caídas para hacer balance al final de mi vida. El Dios que responde
sin medida a mi amor tan escaso. Un Dios sin límites. Sin condiciones. Sin
contrapartida. Me lo da todo a cambio de nada. Ese Dios que se derrama en mi
alma con sobreabundancia. Es este el deseo de mi corazón. Pero luego me veo
queriendo medir mi amor con los hombres y con Dios. Me pregunto cuánto tengo
que dar. Quiero que la Iglesia me responda para poder contar con los dedos el
amor de Dios. La gratuidad es algo que necesito pero me cuesta mucho. Creo que
las personas que viven la gratuidad es porque tienen a Dios en su corazón, sean
creyentes o no. Sin Dios me parece imposible vivir así. La gratuidad es como el
agua para el sediento. La necesito, la busco de aquí para allá. Pero sólo está en Dios. Quiero aprender a
amar así.
No
sé muy bien si en esta vida hay cosas imperdonables. Hay pecados terribles.
¡Cuántos asesinatos!
¡Cuánta
corrupción! A veces pienso que hay cosas que pueden parecerme imperdonables.
¿Cómo se puede llegar a perdonar al asesino de un ser querido? ¿O la
infidelidad de alguien a quien amo? Me parece imposible. Para el hombre es
imposible, es verdad. Pero para Dios no lo es. Soy yo el que cargo a veces con
ofensas que no he podido perdonar. Me parecen imperdonables. En ocasiones creo
que lo son por la magnitud de la ofensa, por el daño realizado. Otras veces por
la actitud del que me ha ofendido una y mil veces y siente que lo ha hecho
bien. Nunca se arrepiente, nunca pide perdón. Es imperdonable esa actitud del
que no se humilla. Pero creo que el problema es mío más que del que me ha ofendido.
Guardo rencores en el alma por ofensas que quizás el que me ofendió ya ha
olvidado. O nunca supo. No es consciente de lo que yo sí recuerdo. Me mantengo
en mi postura. No perdono. No es justo. Cuando recuerdo la ofensa me indigno de
nuevo. Casi como si estuviera sucediendo ahora mismo otra vez. El mismo
sentimiento de rabia, de ira. La cólera me ciega. Pero yo no perdono. Porque no
me parece justo perdonarlo todo. Hay cosas imperdonables, me digo. Hay personas
que no merecen el perdón. Comenta Miriam Subirana: «Si estamos resentidos, la vía de salida pasa por aceptar y perdonar.
Perdonar
muestra que nos hacemos dueños de nuestro bienestar y dejamos de ser víctimas
del otro. Sin ese dominio, nuestra mente irá una y otra vez hacia ese lugar de
sufrimiento, repetirá el ¿por qué a mí? ¿Cómo se atrevió? Los pensamientos
serán como un martilleo constante, y no controlará los sentimientos de rabia,
frustración y tristeza. Como la carcoma, sus propios pensamientos agujerearán
las entrañas de su ser y se quedará agotado, sin energía». No quiero que
esto suceda en mi alma. Pero ocurre cuando no estoy dispuesto a perdonar. No es
que no pueda hacerlo. Es que no quiero. No me parece educativo para el que
ofende. No ha recibido el pago proporcional al mal causado. No ha habido
justicia. No puede ser. Y sigo sufriendo porque el odio y la rabia carcomen mi
alma. Me voy hundiendo en mi propio fango. Me lleno de veneno y de amargura. No
quiero perdonar para salir de esa encrucijada. Me empeño en seguir ofendido.
Que no vaya a pensar que ya lo he olvidado. Sigo siendo esclavo del que me ha
hecho daño. Sigue teniendo dominio sobre mí. Sin él saberlo. Creo que no es el
camino. Muchas personas me dicen que no están dispuestas a perdonar a quien les
ofendió. No quieren hacerlo. Me sorprende. Están llenas de odio. Guardan la
rabia al recordar la ofensa. Se hacen daño. No perdonan. Ojalá hoy el evangelio
me motivara a querer perdonar. Es un primer paso para salir de la prisión de mi
propia rabia. Es sólo el comienzo de un camino difícil pero que siempre
comienza con un deseo, el deseo de perdonar de corazón. Hoy miro las ofensas
que guardo y me pregunto si las he perdonado todas. Tal vez en mi interior
guardo ofensas no olvidadas, no perdonadas. Quiero que Dios me regale el deseo
de perdonar a otros. De perdonar a los
que me han ofendido. Siete veces. Setenta veces siete.
Sé que para
perdonar tengo que haber experimentado antes el perdón. Tal vez me
falta tener una conciencia muy clara del perdón que recibo. Hay pecados que
cometo que me parecen imperdonables. Me parece imposible creer que Dios pueda
perdonarme del todo y olvidar. Creo que de ahí parte mi juicio. Yo mismo no me
creo el perdón de Cristo. No me creo digno. Ojalá pudiera experimentar siempre
en mi vida el perdón de Dios como una gracia inmerecida, como un don infinito e
inabarcable. Decía el P. Kentenich: «Dios
está frente a mí como el océano de la bondad, de la misericordia y el perdón.
¿No es acaso una fuente de alegría cuando el sacerdote pronuncia el ‘yo te
absuelvo’? Dios lo pronuncia. ¿No lo es acaso
si
la bondad de Dios toca tan profundamente mi miseria y la eleva hacia sí?»5. Dios es misericordioso. No lleva cuentas del mal.
Perdona siempre. Olvida siempre. Cuando me perdona mi carga se hace más ligera.
Con lo que me cuesta pedir perdón. Es curioso porque el perdón de Dios es
infinito. No hay tiempo, no hay pecado por grande que sea que Dios no me
perdone y olvide si se lo pido con el corazón quebrantado. No hay nada que haya
podido hacer en mi vida, aunque a mí me parezca horrible, que Dios no lo
perdone con su amor si se lo suplico. Jesús ya murió por eso, ya cargó con eso,
mi pecado ya está clavado en su cruz. Necesito tocar ese perdón como el hombre
de la parábola: «El reino de los cielos
se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar
a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con
qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y
todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies,
le suplicaba diciendo: - Ten paciencia
conmigo, y te lo pagaré todo. El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó
marchar, perdonándole la deuda». Dios perdona así. Tiene lástima y perdona
mis ofensas. Perdona mi mal. Me mira y ve la belleza escondida en mi alma. Y se
alegra al verme arrepentido ante Él. Tal vez me falta a veces arrepentirme de
verdad, de corazón. Mirar mi vida, mi pecado, mi pobreza y entender que Dios me
abraza en mi debilidad. Se conmueve al verme tan herido. Perdona todo lo que
hago mal. También lo que creo imperdonable. Una persona rezaba: «Te pido perdón, Jesús, por todas mis
infidelidades. Tú sabes cuáles son y cuántas. Te pido perdón por dejar de estar
atento al que más sufre. Porque a veces me da pereza cuidar su vida. Dejo de
lado a los que sólo piden. No soy digno de tu perdón». Quiero aprender a
pedir perdón realmente arrepentido. Mirando mi corazón con humildad y
abriéndolo a la misericordia de Dios. Conmovido. Entregado. A veces pienso que
el mayor obstáculo para percibir el amor de Dios es que yo mismo no me perdono.
Creo que he actuado mal y no acepto un perdón sin condiciones. Es el perdón más
difícil. El mío. Tengo que aceptar que soy así. Soy pecador. Me parece imposible que Dios pueda quererme
como soy. Pero es así. Aunque no sea digno.
Aunque quisiera perdonar muchas veces me parece
imposible hacerlo. Soy muy delicado y cuando me han
herido, me protejo para no exponerme a una segunda vez. A veces, el dolor que
he recibido del otro es tan grande, me duele tanto, sufro tanto, que
sencillamente me veo incapaz de perdonar. Y por eso decido lo que es perdonable
y lo que no lo es. Otras veces no soy capaz de perdonar al que me ha
traicionado cuando confié en él. Estoy decepcionado por que debía protegerme y
no lo hizo. Yo esperaba más, y no me lo dio. Es mi dolor el que mide la ofensa.
De las personas que me han herido tiendo a alejarme. No quiero volver a sufrir.
Pero no puedo alejarme de los que viven conmigo, en casa, en el trabajo. Y hay
heridas y ofensas que se repiten una y otra vez. Heridas en el matrimonio, o en
el trabajo, o con un hijo, o con mis padres, que son diarias, continuas. No
puedo escaparme. El único camino es el perdón. Sólo el perdón sana el corazón y
lo ensancha. Creo que el fruto más grande del perdón es la liberación. Cuando
perdono, el corazón se abre y se hace más capaz de amar. Se desbloquea.
¿Cuántas veces tengo que perdonar? Jesús me pide que aprenda su camino del perdón.
Un perdón que se
da siempre, una y mil veces. Un perdón que no va seguido de un «te lo dije», ni de un «no lo vuelvas a hacer más». Un perdón
que quiere ir acompañado de la gracia del olvido. Para poder volver a empezar.
Así perdonó Jesús al pasar entre los hombres. No exigía el cambio para
perdonar:
«Los
perdona sin la seguridad de que responderán cambiando su conducta. Actúa como
profeta de la misericordia de Dios. Es amigo de los pecadores antes de verlos
convertidos. Dios es así. No espera a que sus hijos e hijas cambien. Es Él
quien comienza ofreciendo su perdón. Este perdón que ofrece Jesús no tiene
condiciones. Su actuación terapéutica no sigue los caminos de la ley»6. El padre del hijo pródigo simplemente lo abraza y le
da una fiesta. Me gustaría ser así con el que me ofende. Pero no lo consigo
tantas veces. Sólo sé que en Dios todo es gratuidad. Pero en mí los límites se
me hacen muy evidentes. No quiero perdonar siempre. Porque sé muy bien que
perdonar setenta veces siete significa perdonar al mismo que me ofende y por lo
mismo que ya me hizo antes, un número infinito de veces. Y eso me parece
imposible.
¡Qué ideal más
alto y qué difícil! Perdonar a la misma persona por el mismo dolor que una y
otra vez recibo. ¿Acaso no es así Dios conmigo? Sí, Dios sí lo es. Pero yo no.
Miro mi propia vida y pienso que si perdono siempre así, al final pecaré de
tonto. Me excedo y me acabarán humillando. Se aprovecharán de mí. Si perdono
siempre, ¿no me expondré a que abusen de mí? Si siempre acepto de nuevo las
5 J. Kentenich. Las Fuentes de la Alegría
6 José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
disculpas, ¿no
estaré mostrando mi debilidad? Verán en mí alguien a quien se puede ofender una
y otra vez sin consecuencias negativas. Todo lo acepta. No lo sé. Esa
humillación me cuesta. Mi orgullo me dice que el perdón tiene un límite. Más
allá del mismo corro el riesgo de ser despreciado. El deseo de venganza surge
muy dentro. El orgullo se mantiene firme. El desprecio es mi respuesta a la
ofensa recibida. ¿Cómo puedo estar dispuesto a poner la otra mejilla cuando soy
golpeado? Imposible. Mi corazón se rebela. No quiero perdonar siempre al que me
hace daño. No quiero que piense que su mal va a permanecer impune. No me parece
justo. ¿Dónde queda la justicia de Dios? Pero hoy repito en el salmo: «El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia». Ese es el Dios que me mira. Ese es
Jesús que perdona desde la cruz lo imperdonable. Me parece imposible perdonar
siempre. Comenta el Padre Pío: «Pedir
perdón es de hombres inteligentes, pero perdonar es de almas humildes. Sólo
quien perdona sabe amar». Sólo si perdono sé amar. El perdón es una gracia,
un don que puedo dar, un milagro que pido con humildad una y otra vez. Es algo
que sucede en mi alma y que logra que el rencor desaparezca. No me parece tan
fácil. Cuando vivo el perdón logro no sentir lo mismo al recordar la ofensa. Es como si lentamente la rabia se disipara.
Es un pequeño milagro.
La reconciliación es el fruto del perdón. Se vuelven a unir los lazos que estaban rotos. Esa línea invisible
que une mi corazón con el corazón del otro vuelve a ser fuerte. Me cuesta mucho
perdonar. Me detengo ante Jesús un momento. ¿A quién tengo yo que perdonar
setenta veces siete? ¿Quién tengo al lado que una y otra vez no responde a mis
expectativas? ¿Qué es lo que me duele de forma diaria de mi marido, de mi
mujer, de mis padres, de mis hijos, de mis compañeros de trabajo o de mi
comunidad? Las heridas diarias se van enquistando y acumulando en lo más hondo
de mi ser. Y me duele por dentro el rencor guardado. Quiero ser libre de tanta
oscuridad que llevo dentro. Jesús me pide que perdone como Él me perdona a mí.
Sin pedir un cambio en el otro porque eso no es cosa mía. Creo que sólo Dios
puede hacer eso en mi corazón. Para mí es imposible. Pero cuando toco su perdón
inmerecido en mi carne, yo, que una y otra vez fallo en lo mismo, puedo hacer
entonces ese regalo a otros. Y lo más importante. Ese perdón que doy me libera
a mí. Ese es el mayor milagro. Por eso dice el Dalai Lama: «Si no perdonas por amor, perdona al menos por egoísmo». A quien
más pesa la falta de perdón es a mí. Me ata al que me ha hecho daño. Cuentan
que Bill Clinton telefoneó a Nelson Mandela dos horas después de que saliera de
la prisión. Le preguntó entonces cómo había podido perdonar con esa facilidad.
Mandela respondió: «Si los odiara,
seguirían controlándome». Yo soy el primer beneficiado del perdón que doy.
Porque muchas veces no tengo que decirle al que me ha ofendido que lo perdono.
No es necesario. No quiero humillar al que perdono. A veces ni siquiera sabrá
cuánto me ha ofendido.
Todo sucede en mi
corazón. Ante Dios. Para tener el alma limpia. Para estar libre y volver a
nacer. El perdón limpia, me hace niño de nuevo. Rompe las durezas que me
aíslan. Me ayuda a creer de nuevo. Me hace capaz de amar. Me sana por dentro.
Es el camino para ser feliz. Todavía me tengo que volver a convertir. Dios
tiene que tumbar mi corazón con su misericordia que me desborda. Quiero ser
agradecido. Darle gracias por la forma como ha llegado a mí vida y me ha
salvado. Creo que es la manera de vivir según Cristo. El perdón es un don de
Él, porque no sale de forma natural del alma.
Merece la pena
vivir así. Jesús cuenta una parábola hoy. Habla en ella de mí. Tantas veces le
pido a Dios un perdón de mi deuda enorme. Y al recibirlo mi corazón sigue lleno
de rencor ante la pequeña ofensa del otro: «Pero,
al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien
denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: - Págame lo que me debes». ¿Por
qué me pasa eso a veces? ¿Es porque creo que mi ofensa no es tan grande y la
del otro sí? ¿Es porque no me acabo de creer en realidad el perdón de Dios?
Jesús siempre habla de la coherencia. Para abrir el corazón a Dios, tengo que
abrirlo al hermano. No hay dos corazones. Es imposible rezar si no he mirado a
mi hermano primero con misericordia. O al revés, el perdón que recibo de Dios
me tiene que hacer más capaz de perdonar al otro. Yo no soy mejor que nadie. Yo
no tengo más derecho a ser perdonado. Yo también fallo. No soy perfecto. El
recibir el perdón es el camino para perdonar. Y el perdonar es el camino para
abrir mi corazón al perdón incondicional e infinito de Dios. Dios nunca se
cansa de perdonar. Quiero pensar si alguna vez me he sentido perdonado así por
Dios o por alguna persona. Y qué paso tengo que dar para perdonar al que ahora
más me cuesta. Se lo entrego a Jesús. Porque sé que sólo Él puede sanar,
reparar y liberar mi corazón. En Él descanso. Él no mide, no lleva cuentas. Algo que hago bien vale infinito y algo que
hago mal se olvida cuando pido perdón. Mi corazón se llena de esperanza.