Domingo
XII Tiempo Ordinario
Jeremías 20, 10-13; Romanos 5, 12-15; Mateo 10,
26-33
«No
tengáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no llegue a
descubrirse»
25 Junio 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Él va conmigo
y eso me consuela. En mi miedo al dolor y a la muerte. Quiero que me sostenga
en mis miedos infantiles e inseguridades. En ese miedo real a perder porque he
amado»
Me asustan los caminos desconocidos. Los lugares que nunca he pisado. Como si mis pasos sólo pudieran
estar tranquilos en el hogar ya hollado. Allí donde me siento seguro, en casa.
Tal vez es el miedo a recorrer lugares nuevos. Ese miedo inmaduro a la vida, a
los mismos hombres que no conozco aún. A lo desconocido. El miedo a perder la
vida. A salir herido después de la batalla. El miedo a no alcanzar mis sueños.
El miedo a no ser feliz y no tener paz. A lo mejor me da miedo no llegar hasta
donde pensaba ir. O que alguien frustre mis planes soñados. Me da miedo
quedarme solo, rechazado. Me asusta vivir el desprecio. Me impone la misma
verdad a la que me enfrento. La propia, la de otros. Sueño con tener siempre
paz en el alma y no siempre lo consigo. Una paz verdadera que nadie me pueda
quitar. Sueño con alcanzar esas metas nunca antes pensadas. Es posible hacerlo
si confío. Pero camino con miedo en mi alma. Tengo miedo al que tiene poder
sobre mi vida. Al que puede decidir sobre mí. Decía Jean Vanier: «El problema es que hemos recibido una
relación con la autoridad que tenemos miedo de la autoridad y de Dios
todopoderoso. Así que cuando Dios se aproxima a nosotros nos retiramos porque
tenemos miedo». Miedo a ese Dios todopoderoso que controla mi vida. Me
asusta el poder del poderoso. Y me veo vulnerable y débil. Me detengo asustado
ante un Dios que todo lo puede pero no soluciona todos mis problemas. Un Dios
todopoderoso que es impotente ante mi cruz. Me dice que lo está haciendo todo
nuevo en mí cuando yo sólo veo injusticias. Me asusta su forma de hacer las
cosas. La suya. La de los hombres. El Papa Francisco me recuerda que tengo que
confiar más y temer menos. Cuando veo a tantos cristianos perseguidos por su
fe, quiero aprender de ellos. De su fortaleza, de su fidelidad. Cuando no
entiendo el mal del mundo y me rebelo. Quiero volver a escuchar en mi corazón: «No tengáis miedo. ¡Yo he vencido al
mundo!». Él ha vencido en el mundo. Él ha vencido en mi vida herida. En mis
caídas y fracasos. Ha vencido en los hombres divididos y rotos. Ha vencido en
las víctimas inocentes de atentados, de incendios, de accidentes absurdos. No
tengo que tener miedo pero veo que mi corazón sigue asustado. Quiero escuchar
esa voz de Dios en mi corazón. «No temas.
¿Por qué tienes miedo?». Él va conmigo y eso me consuela. En mi miedo al
dolor y a la muerte. Quiero que me sostenga en mis miedos infantiles. En mis
inseguridades propias de mi inmadurez. En ese miedo real a perder porque he
amado. Me he dejado la vida y he echado raíces. A veces no temer a la muerte
puede ser un signo de que no he amado de forma personal. Esa falta de miedo a
desaparecer. El otro día leía:
«A veces la falta de temor no provenía de la vivencia
de la luz, sino del rechazo a la vida. No habían aún empezado a vivir, ni
habían podido establecer una relación positiva con el mundo. Por ello, la
perdida de la vida no constituía un problema para ellos. Cuando empezaron a
reconciliarse con su vida, pude ver cómo de pronto surgía el pánico frente a la
muerte. Aprendieron a temer por su vida. Hay que empezar por vivir en el mundo,
aceptar esta vida, amarla y sacar alegría de ella. Sólo entonces las
experiencias límites de la vida pueden conducir a la trascendencia. Hasta que
ocurre, no es más que una justificación para negar la vida»1. Desde que amo y soy amado temo más la muerte. Temo
los límites. Pero si no amo paso de puntillas por la vida y me importa menos
morir. Una madre siempre tiene miedo a la muerte. Por ese hijo al
1 Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
que ama. El que no se ha
comprometido con la vida, parece no tener miedo. Yo me siento responsable de la
vida que he dado. De las raíces que han crecido. Y me cuesta pensar en
separarme de los que quiero. Y eso es sano. No tener miedo es más una carencia
que una gracia. Una persona le decía a otra: «Tú eres como un roble. Con fuertes raíces. Se hunden hondo en la
tierra. Te cuesta mucho trasplantarte. Te duele el alma. Sufres. Tienes miedo a
perder. Y luego, en otra tierra, haces lo mismo. Echas de nuevo tus raíces.
Crece tu tronco. Temes un nuevo trasplante». Debe ser entonces que cuanto
más amo más me cuesta perder. Cuando más raíces tengo más miedo me da volar. Sé
que Dios me ha hecho así. Con un corazón que ama y se ata. Y por eso no temo
mis propios miedos que son parte de mi alma. Quiero aprender a vivir con ellos
con paz. Son míos. Forman parte de mi vida. No me juego la vida. No la arriesgo
a cualquier precio. Me importa la tierra que piso. Sufro por mi sangre, por mis
raíces. Por el amor que he entregado y el que me han dado. Y la muerte me asusta como ese adiós temporal que se hace eterno de
golpe.
No quiero perder nunca la esperanza. No quiero dejarme tentar ni seducir. Hoy escucho: «A ver si se deja seducir, y lo abatiremos».
Es tentadora la seducción. Los hombres me pueden seducir. La misma vida. Y
hacerme creer que todo está bien. Que tengo lo suficiente. Que no hay que
temer. Me seducen con una vida cómoda y fácil. Una vida de los sentidos, sin
trascendencia ninguna. Es seductora la vida acomodada. S. Francisco de Asís les
decía a sus hermanos en su lecho de muerte:
«Hay
que apurarse en comenzar de nuevo, pues aún no hemos realmente comenzado». Casi como si no
hubiera hecho nada después de haber sido instrumento para una comunidad con
miles de miembros. Y decía el P. Kentenich: «Si
queremos nadar siempre en la corriente de vida, si queremos ser marcadamente
hombres del mundo sobrenatural, si esperamos la irrupción divina en nuestra
vida personal y en nuestra vida de Familia, no estaremos nunca satisfechos,
hasta el fin de nuestra vida. No se trata de un descontento vacilante, que
desanime o paralice, sino que de una disconformidad como fuerza impulsora para
un anhelo que actúa y se renueva siempre de nuevo»2. No quiero perder la confianza. Quiero volver a
comenzar. Siempre de nuevo. Como si no hubiera logrado nada de cuanto he hecho.
No quiero vivir recordando éxitos pasados. Un historial ya caduco. Todavía no
he hecho nada importante. A lo mejor nunca lo haré. Pero siempre lucharé por
dejarme la vida en el intento. Es grande la seducción de creer que ya he
llegado. Como si ya hubiera pasado la línea de meta, jugado el último partido,
realizado la gesta definitiva. Como si ya pudiera descansar para siempre. No me
conformo con los pasos dados. Siempre quiero más. Comienzo de nuevo. Vuelvo a
empezar. Vuelvo a luchar. Un día más. Una carrera más. La vida merece la pena.
Eso lo sé. Y no quiero conformarme y dejar de luchar. La seducción del
conformismo es fuerte. Me hace creer que ya es suficiente. Pero nunca lo es.
Sigo luchando, caminando, avanzando. Siempre puedo dar más. Les decía un
entrenador de fútbol a sus jugadores: «No
tolero el conformismo. La pasividad está alejada de mí». Cada día una nueva
historia. Una nueva lucha. No puedo vivir de éxitos y logros del pasado. En el
presente vuelve a jugarse la vida.
Comentaba el P.
Kentenich: «Debo superarme, hasta que mi
voluntad se conforme con la voluntad de Dios que manda. Esto se da por
supuesto»3. Me
da miedo quedarme contento con lo que he logrado. Me gusta pensar en lo lejos
que estoy del ideal que brilla ante mis ojos. Quiero superarme una vez más.
Brilla ese ideal que ya está ante mí como semilla. Un sueño grabado en mi alma.
Un fuego que incendia mi corazón. Ese deseo de ir más lejos, de avanzar más. De
sacrificarme y renunciar a muchas cosas bonitas por un amor más grande. Siempre
un paso más. Sin darme por vencido. Sin perder la ilusión de vivir. Es fácil
perder esa esperanza cuando van mal las cosas. Y pensar que ya no merece la
pena seguir esforzándome. El peligro del conformismo. La seducción de no hacer
nada más. O pensar que no merece la pena porque es imposible alcanzar las
cumbres. No hay nada imposible para Dios. Él lo puede hacer todo posible en mí
si yo me dejo. Si logro cambiar lo que hay en mi corazón. Si dejo que Dios
cambie por dentro mi corazón herido. Si dejo que lo sane y lo vuelva a hacer.
Sé que Dios «sondea lo íntimo del
corazón». Conoce mi verdad. Lo que llevo dentro. Lo que soy y lo que deseo
ser. Y me vuelve a mirar con misericordia cada día. Para que no dude de mis
fuerzas. Para que no me duerma en mi comodidad. Me gusta mirar con optimismo
los desafíos que me presenta la vida. Un salto de confianza cada mañana. Me
abandono en las manos de Dios y me
2 J. Kentenich, Milwaukee 1963
3 J. Kentenich, Hacia la cima
dejo hacer de
nuevo. Aunque me duela. Me dejo llevar donde no pensaba ir. Aunque me siga
dando miedo. Yo sólo sigo sus pasos sin temer las consecuencias. Un salto más.
Un paso más. Rumbo a ese cielo que dibujo en mis ojos. Soy fiel a lo que Dios
quiere de mí. A la semilla que ha sembrado en mi alma. Me gustan las cosas
bellas. Me alegra ver actos heroicos. Hombres santos que entregan su vida con
generosidad. Me alegran las heroicidades que me cuentan. Me emocionan las vidas
verdaderas, auténticas, llenas de verdad. Me gusta la mirada compasiva y
misericordiosa. La honestidad del que lleva al extremo su entrega. La
responsabilidad del que carga sobre sus hombros las consecuencias de todos sus
actos y las asume. Me gusta pensar que yo también puedo ser heroico en mi vida.
Aunque a veces sienta lo que
describe el P. Kentenich: «Con frecuencia
sucede en nuestras vidas: se tiene la fuerza de realizar un único acto heroico,
también la fuerza de repetirlo, pero cuando ese acto debe extenderse a todas
las cosas de la vida cotidiana, no es raro que se manifieste un gran cansancio»4. No quiero
cansarme de ser heroico. Vuelvo a levantarme en mitad del camino lleno de
confianza. Miro el horizonte ancho y me atrevo a dar el siguiente paso. Uno
más. Y veo la luz del atardecer, del amanecer, desvelando la ruta. No me canso
de dar la vida. Quiero luchar más allá de las pocas fuerzas que me quedan.
Espero que el cansancio no me impida volver a intentarlo. Otro acto heroico
cotidiano. Uno más. Doy el sí a mi vida tal como es. Al paso de cada día. Al
amor que vierto con la sencillez de los niños jugando a sus juegos de siempre.
Me conmueve esa fidelidad oculta en mitad de los silencios. Vertida sobre mi
vida como un bálsamo. No tengo que hacer actos únicos que quizás Dios me pida un
día. Sé que tengo que levantarme hoy para el acto vulgar tantas veces repetido
de amar hasta dar la vida. Lo repito. Un día más. Lo hago. No me canso. Aunque me seduzca cansarme y dejar de hacer
lo que Jesús me pide.
Muchas veces tengo miedo. Hoy
Jesús me dice: «No tengáis miedo a los
hombres». Tengo miedo al daño que pueden hacerme los hombres. Miedo a sus
palabras, a sus mentiras, a sus juicios, a sus medias verdades. Tengo miedo a
lo que dirán sobre mí cuando cuchichean a mis espaldas. Siempre me duelen las
críticas y los juicios. Los comentarios justos y los injustos. Hoy escucho cómo
incluso mis amigos acechan mi traspié: «Delatadlo,
vamos a delatarlo. Lo cogeremos y nos vengaremos de él». No sé si es la
envidia lo que mueve el corazón para desear el mal de los otros. Incluso de
aquellos a los que amo. El corazón es algo confuso. Por eso me da miedo ese
deseo oculto en el corazón de otros. Tal vez desean que me vaya mal. No lo sé.
Que fracase. Que no levante cabeza. No sé lo que los mueve. Pero me da miedo
caer en desgracia. Ser olvidado, ninguneado, despreciado, herido por las burlas
y las críticas. Me da miedo que no me sigan, ni me quieran, ni me respeten. Es
tan fugaz la fama y el éxito de cuanto hago. Muchas veces voy a vivir el
descrédito y el olvido. No me verán.
Pasaré
desapercibido. No seré ensalzado. Más bien denigrado. Hablarán mal de mí. O no
hablarán. Se llenarán la boca de críticas. Juzgarán mis palabras y mis gestos.
Puede que incluso haya mentiras. O interpretaciones falsas de mi verdad. Todo
es posible en nuestra larga vida. ¿Por qué tengo miedo? ¿Por qué me importa
tanto la opinión del mundo? Me asusta lo que puede ocurrir si experimento el
rechazo, el desamor. Tengo muchos sueños, muchos deseos. Me dan miedo las
pérdidas. Me da miedo enfrentarme a la soledad y al olvido. Tengo miedo al
hombre que no siempre actúa con bondad y justicia. Me pide Jesús que no tema,
pero yo temo. Todo en esta vida fluye, cambia, pasa. Hoy puede que sea
reconocido. Mañana puede que sea olvidado. Hoy puedo ser amado. Tal vez mañana
no lo soy. Y a mí me importa. ¿Quién soy yo en lo más profundo de mi alma?
¿Dónde está mi verdad más escondida? A veces pongo mi valor sólo en las cosas
que hago.
Hay personas que
al presentarse les gusta contar sus logros, lo que han hecho, lo que han
alcanzado. Hablan de las batallas ganadas. Y me hacen ver sus títulos. Tal vez
yo lo hago de forma más sutil, no tan clara. Y cuento mis éxitos. Lo que he
logrado. Me gustaría tener una mirada pura para no quedarme en las apariencias
de las conquistas. Esa es la superficie de mi vida. Mis logros no me definen.
No soy sólo lo que he hecho. Soy mucho más. Pero es cierto que mis obras dicen
algo de mí. Yo también soy eso. O al menos soy responsable de esos actos. Mis
talentos se han puesto en juego. Las circunstancias, la vida y su desarrollo,
han permitido obras en mi vida. Todo junto y la mano de Dios conduciendo. Y el
resultado es parte de lo que soy. Con éxitos y fracasos. Hoy me pregunto:
«¿Quién
soy yo? ¿Qué dicen los demás de mí? ¿Qué dicen de mí los que me aman?». Los que me
quieren de
4 J.
Kentenich, Hacia la cima
verdad son
capaces de apartar con la mano las manchas de mis caídas, los laureles de mis
éxitos. Ven más allá. Son capaces de descifrar las luces y sombras de mi
corazón. Miran más allá de mi apariencia. Tengo una belleza oculta, para muchos
desconocida. Tengo una gran pasión por la vida, que algunos no valoran. Tengo
una alegría que permanece siempre, en el éxito y el fracaso. Tengo un corazón
que se emociona con la vida y llora al conmoverse. Soy más de lo que soy ahora.
Porque en mí está el germen de lo que estoy llamado a ser. Tengo mi misión
dibujada en mis ojos y camino lentamente hacia ella. Y mi corazón sueña con lo
que aún no ve. Los que me quieren no se detienen en el barro de mi caída. Ven
más lejos. Ven lo que aún no es. Esa mirada es un milagro que no merezco. Así
me ve Jesús quien conoce mi verdad y me quiere como soy. Sabe de mis logros y
de mis caídas. Pero sabe que soy barro de su barro, carne de su carne. Sabe
quién soy porque ya antes me ha soñado. Y me quiere con todo lo que hay en mí.
No deja nada fuera. No tengo que justificar mis obras y mis sentimientos para
recibir su abrazo. Y no necesito mostrarle títulos para que pueda encasillarme
en un lugar privilegiado. Hoy digo en mi corazón: «El Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y
no podrán conmigo». No podrán conmigo los desprecios de los hombres. Porque
mi vida no se sustenta en el juicio humano. Ese juicio cambiante que tan pronto
levanta la fama a alguien como se la quita. El juicio de los hombres no llena
mi corazón herido. Es demasiado frágil. El cura de Ars decía que ninguna
crítica disminuye mi valor y ningún elogio lo aumenta. ¿Tan inseguro soy que me
siento valioso si los demás lo dicen y poco valioso si dicen lo contrario? A
veces me importa más lo que piensan otros de mí que lo que Dios piensa en su
corazón. Giro más en torno a los hombres buscando su aplauso. Tal vez no me
miro bien. No acepto mis debilidades y las escondo. No me quiero en toda mi
verdad. No me alegro con mi fragilidad. Con lo que hay en mí, en lo más
profundo. Me quejo de lo que no logro hacer. Y vivo esperando que el mundo me
apruebe aunque haya fracasado. Y si no lo hace y guarda silencio ante mis caídas,
me entristezco. Pienso que los demás hablan mal de mí cuando me ausento de su
presencia. Me asustan sus juicios cuando me descalifican. Y creo que nadie me
quiere de verdad como soy. Por eso me enfermo queriendo valer. Busco
enfermizamente que los demás me alaben, me quieran por lo que hago. Reconozcan
mi valía. Es como si mi autoestima, subida en una montaña rusa, bajara y
subiera dependiendo de la pendiente. Ahora estoy en lo alto. Pronto pasará algo
duro que me colocará en lo más bajo. ¿Dónde está la estabilidad que sueño?
Quiero ser esa roca en la que muchos puedan descansar. Que hoy sea el mismo que
ayer. Que no cambie de opinión y de juicio dependiendo de la hora. Que no
cambie mi estado de ánimo dependiendo de lo que vea o escuche, de lo que logre
o pierda. Esa mirada libre sobre la vida es lo que más deseo. Quiero perder el
miedo al qué dirán. Que digan lo que quieran. Que hablen de mí a mis espaldas.
No importa. Si fuera así de libre tendría una paz que ahora sólo añoro. Quiero
buscar mi equilibrio en ese Dios en el que descanso. Jesús me conoce en mi interior y me quiere. Jesús me dice que me
prefiere siempre y me elige.
Hoy
Jesús me dice que no tema porque la luz iluminará todas las oscuridades del
alma, de mi vida: «Nada hay
cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a
saberse». Y me quedo más tranquilo. Jesús sabe mi verdad. No le puedo ocultar
nada a Él. ¿Por qué temer entonces? Nada tengo que temer. Quiero vivir en su
verdad, en su luz. A sus ojos todo es transparente. No temo. Él ilumina la
oscuridad de mi vida. Pretendo a veces ocultar mis sombras, esconder mi pecado.
Pero todo es luz en su presencia. Nada hay oculto para Dios. Podré esconder
cosas a los hombres. Pero no a Él. ¿Por qué temo? En la luz de su mirada no
temo. No me escondo en su presencia. Jesús me sostiene en mi debilidad. En mi
vulnerabilidad manifiesta. No temo la oscuridad. No tengo miedo a los hombres
que sólo pueden matar mi cuerpo: «No
tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No,
temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo». Temo más, es
verdad, a los que pueden quitarme la vida del alma. A los que pueden llenarme
de amargura y desesperanza. A los que pueden endurecer mi corazón. A los que
siembran odio y rencor en mi interior. Temo más a los hombres que me seducen y
yo me dejo corromper.
Temo más a los
que insinúan y actúan de forma sigilosa. Para pervertir mi alma y borrar de mi
corazón la inocencia. Temo a esos hombres que envenenan el corazón. Esta semana
hemos celebrado el sagrado corazón de Jesús y el Inmaculado corazón de María.
Me he detenido a mirar esos dos corazones unidos para siempre. Unidos en su
herida. En su dolor. En su amor hondo y eterno. En su esperanza. Miro mi pobre
corazón. Herido y duro. Necesito volver a renovar mi alianza de amor con
María. En ella
le entrego mi corazón duro y mezquino y recibo a cambio un corazón nuevo. Un
corazón grande y puro. Una frase de la Madre Teresa me dio qué pensar: «Debemos amar la oración. La oración dilata
el corazón hasta el punto de hacerlo capaz de contener el don que Dios nos hace
de sí mismo». Quiero amar más el silencio y la oración. A veces me cuesta
estar solo. Guardar silencio. Vivir hacia dentro. Vivo volcado en el mundo y el
corazón se debilita. Quiero un corazón más grande y para eso tengo que ahondar.
Cavar en lo más profundo de mi tierra. Mirar la herida profunda que llevo
dentro. Quiero orar y amar esa oración que saca lo mejor de mí. ¿Estoy siendo
la mejor versión de mí mismo? Puedo ser mucho mejor. Puedo ser más generoso,
más fiel, más bueno, más alegre.
Puedo ser mucho más. No me basta lo que ahora
vivo. Un corazón más grande que contenga el don de Dios. Su presencia
salvadora. Su amor inmenso. Me dan miedo los hombres que pueden corromper mi
corazón. Que pueden volverme mezquino y egoísta. Me dan miedo aquellos que
influyen tanto sobre mí. Me alegran esas personas que me hacen mejor hombre. Me
miran mejor de lo que yo me veo. Me tratan con más respeto del que yo tengo
hacia mí. Hay pocas personas así que son como ángeles. Yo también estoy llamado
a ser así. Que pueda tocar con la vara mágica de la bondad el corazón de muchas
personas y así los haga mejor. Me gusta la mirada pura que ve siempre lo mejor.
El otro día escuchaba una anécdota que contaba la actriz uruguaya China
Zorrilla poco antes de morir ya anciana: «Una
vez paseando por el bosque nos detuvimos ante un perro en descomposición. Uno
se fijó en que estaba podrido. Otro se quedó con su olor terrible. Pero un
tercero se fijó en los colmillos maravillosos que tenía. Desde entonces me fijo
en los dientes. Me quedo con lo bello en medio de la fealdad de la vida». Una
mirada pura que logra ver lo bello oculto en lo feo. La bondad del corazón en
medio de su pecado. Me quedo con esos ojos que ven la pureza de intenciones. Y
se fijan en los logros, no sólo en los fracasos. Me gusta esa mirada que sabe
enaltecer y no criticar quitando valor a los hombres. Me gusta esa pureza de
corazón que no ve perversas intenciones, no distingue pecados ocultos y no
logra ver debajo del agua. Me parece maravilloso tener un corazón así. Un
corazón grande para acoger a todos. Un corazón que ame más allá de los límites
de la prudencia, de lo razonable. Un corazón grande que esté dispuesto a amar
dando la vida. Dejándose la piel en otros corazones. Me gusta ver el corazón herido
de Jesús y de María. Una lanza atravesó su corazón. El dolor del abandono. La
muerte del hijo amado. El dolor siempre nos deja heridos. No quiero un corazón
perfecto, sin manchas ni pecado. No busco un corazón que nadie haya tocado. El
mío lo han herido. Ha amado y se ha visto defraudado. Pero no vence en mí el
rencor ni el odio. No me amargan los fracasos. No me hunden los desencuentros.
No pierdo la esperanza. Me gusta amar y ser amado. No sólo amar, también ser
amado. Reconozco que un amor que no espera nada no lo conozco. Todo amor espera
amor. Todo abrazo quiere ser abrazado. Y el que mira quiere ser mirado. El que
busca encontrado. Amar desde la cruz de la soledad y el abandono es una gracia
que pido cada día. Amar como Jesús me ama. Miro a Jesús y su amor. Una persona
rezaba: «Quiero clavarme contigo,
acompañándote al calvario. Sufriendo en cada pérdida, en cada desgarro de mi
pobre alma sedienta de tu amor. Mi cuerpo cansado de cargar con tanto dolor, mi
corazón roto y mi alma muda, piden en silencio tu consuelo, tu abrazo eterno y
tu calor de Padre que me devuelva la alegría de creer en la dicha eterna que me
espera a tu lado, Señor. Déjame acompañarte desde mi pequeñez y pobreza, en tu
noche más oscura, en tu muerte para darme vida y ser toda tuya, Señor». Quiero
amar a Jesús que me ama. Que ama mi indigencia y sabe que no sé corresponder a
todo lo que me ha amado. No sé darle tanto amor como recibo. No sé amar sin
condiciones. No sé amar después de haber sufrido. Pero Jesús sí sabe y me ama
crucificado. Me abraza con los brazos clavados. Me habla con los labios
sellados. Me parece tan increíble ese amor humano. Que yo quisiera un día
parecerme un poco. Amarlo a Él en mi debilidad con ese amor suyo tan imposible.
Y amar a los hombres como Él los ama. Estoy tan lejos. Por eso le pido a Jesús
que me enseñe a guardar silencio. Así podrá Él habitar en mi corazón. Hacer su
morada. Leía el otro día: «Si el silencio
no habita en el hombre, si la soledad no es el estado en el que ese silencio se
deja forjar, la creatura se halla privada de Dios. No hay otro lugar en el
mundo donde Él esté más presente que el corazón humano. Ese corazón es la
verdadera morada de Dios, el templo del silencio. El auténtico desierto está en
nuestro interior, en nuestra alma. El silencio que perseguimos confusamente se
halla en nuestro propio corazón y nos revela a Dios»5. En el silencio viene Dios a descansar en mí. Guardo
5 Cardenal
Robert Sarah, La fuerza del silencio,
25
silencio para que su Palabra
se haga carne en mí. Si huyo del silencio huyo de Dios. Su corazón sana mis heridas abiertas. Su amor calma mi sed de infinito.
No quiero temer a
los hombres. Porque no pueden hacer que valga menos. «¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos?
Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre.
Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no
tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones». Porque no pueden
tapar mi verdad. Ni detrás de sus mentiras. Ni detrás de medias verdades. Y yo
a veces vivo tan preocupado. Hoy me dice Jesús que mi vida está segura en sus
manos. Eso me consuela, me da paz. Mi vida vale mucho a sus ojos. Mis cabellos
están contados. Valgo más que los gorriones. Para Dios valgo mucho más. Decía
el P. Kentenich: «¿Qué hay que
despreciar? Lo que el mundo honra, lo que, a los ojos del mundo, constituye un
bien valiosísimo. Esta tarea de descubrir con una nueva luz el valor real de
las cosas es similar a lo que le pasa a un hombre que va por el bosque en una
noche sin luna. De pronto tropieza con una bolsa que, por el ruido que ha
producido, le parece que está llena de piedras preciosas. Pero al encender una
vela, halla que sólo contiene cuentas de cristal. Nuestros afectos se orientan
hacia los verdaderos valores pero, para que se mantengan en su propósito y
alcancen su meta, necesitan del auxilio del Espíritu»6. Necesito el Espíritu Santo que me muestre el
verdadero valor de las cosas en mi vida. A veces me angustio por lo no
importante. Quiero sólo lo que los otros quieren. Deseo lo que muchos desean.
Sueño con ese logro importante. Con esa meta tan atractiva. Me convencen los
otros del valor de lo que persigo. Así seré más feliz, eso me dicen.
Pero luego veo que eso que me quita el sueño al final no es tan
importante. No es eterno, es sólo pasajero. No calma mi hambre de Dios. No
sacia mi sed infinita. Y yo he perdido tantas fuerzas persiguiendo quimeras.
Sueños imposibles. He puesto mi corazón en el lugar equivocado. Mis cabellos
están contados. ¿Por qué vivo tan preocupado entonces? Porque no me fío de
Dios. No confío en sus formas, en sus planes, en sus caminos. Creo sólo en los
míos. Estoy apegado a la tierra y a sus bienes atractivos. Mi corazón desea lo
mismo que los hombres desean. La moda se impone en mi alma. Yo también quiero
lo que otros persiguen. Yo también busco lo que para otros parece importante.
Me dejo llevar. Me masifico. Me influyen mucho los juicios humanos. Me gustaría
tener el don en el alma para darle el valor verdadero a las cosas. El valor que
tienen. No otro valor. Leía el otro día sobre un sacerdote que había estado
encarcelado injustamente mucho tiempo: «El
mundo y la vida humana en la tierra pierden su carácter absoluto. Se vuelven
insignificantes para mí en relación a la presencia de Dios. El mundo pasa a
segundo lugar. A la luz de lo divino el mundo es el ámbito en el que nos
encontramos pasajeramente. Aprendí a conocer el valor de la muerte, la renuncia
y la pérdida material. Pude experimentar que las privaciones y la impotencia no
son las peores cosas que hay en el mundo. Se me hizo presente el significado de
la cruz. Sólo aquellos que están realmente vacíos pueden reconocer la presencia
de Dios»7. Mi caminar por
estar tierra no tiene un valor absoluto. Es relativo. Porque estoy hecho
para la eternidad. Y aquí en mis pasos
humanos las cosas tienen sólo un valor relativo. Son importantes, pero no
definitivas. Puedo tener éxitos y fracasos. Ganancias y pérdidas. No son
absolutos. Lo que me sucede, aunque sea una cruz pesada, no será lo peor que me
pueda ocurrir. Siempre hay un nuevo camino que se me abre cuando uno se cierra.
Siempre puedo encontrar otro oasis cuando parece que no hay agua. No tengo que
conformarme con lo que poseo. Ni tengo que vivir buscando de forma obsesiva lo
que aún no me llega. Quiero caminar más lejos confiando. Cojo los tesoros que
encuentro a mi paso. Los tomo en lo que valen. Los aprecio y sé vivir también
sin ellos. Sin agobios y sin miedos. Porque he aprendido a descansar en el
corazón de Dios. Anclado en su amor infinito.
Seguro en la paz
que recibo cuando aprendo a guardar silencio a su lado. Porque va conmigo. Cada
día. No quiero temer a los que pueden matar sólo mi cuerpo. A los que pueden
juzgarme sólo por fuera. No tengo que temer a los que pueden menospreciar mi
vida. Para Dios tengo un valor inmenso. Para Él siempre cuento, siempre
importo. Eso me da paz. Hoy miro a Jesús que me mira en mi verdad y me abraza.
Hoy coloco en sus manos mis miserias, mis pecados, mis debilidades ocultas.
Nada hay oculto que no llegue a saberse. Nada hay oculto para Dios que me
conoce en mi fragilidad y me abraza en mis heridas abiertas. Él conoce mejor
que yo lo que puedo llegar a ser si confío. Si me abro. Nada temo porque descanso en sus manos. Y mi vida en Él
tiene más luz.
6 J. Kentenich, Envía tu Espíritu
7 Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52