Domingo
Corpus Christi
Deuteronomio 8, 2-3. 14b-16a; 1 Corintios 10, 16-17;
Juan 6, 51-58
«El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el
último día»
18 Junio 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Me gustaría
hoy volver a escuchar en mi corazón a Dios: - Te quiero. Jamás te abandonaré.
Siempre cuidaré de ti. Hoy al recibirlo en la comunión se lo pido. Que siempre
cuide mis pasos»
Creo en el esfuerzo, en la lucha, en la entrega. Las cosas no llegan a mis manos por arte de magia. El que no lucha
no consigue crecer en nada. El esfuerzo nunca puede ser negociable. Decía Toni
Nadal después de la victoria de su sobrino Rafa Nadal: «Rafael se ha vuelto a demostrar a sí mismo que con esfuerzo y
dedicación se pueden conseguir las cosas». Su regreso a la élite después de
mucho tiempo de lesiones y dificultades así lo demuestra. A veces soy yo quien
duda de mí mismo, de mi capacidad, de mis posibilidades. No creo en mí, no me
veo con fuerzas para seguir luchando. Tiro la toalla antes de tiempo. Desconfío
de mis posibilidades. La verdad es que es común en mi alma ese sentimiento de
desconfianza. Me gustaría demostrarme a mí mismo que puedo llegar más lejos.
Que puedo vencer mis miedos. Que lo puedo hacer si lucho, si no doy tregua, si
pongo mi vida en ello. Pero a veces otros me desaniman. Me dicen que no puedo,
que no lo voy a lograr. Me dan por perdido antes de haberlo intentado. Lo que
más me ha hecho crecer en la vida es la fe de otros en mí. La confianza que tenían
en mi vida, en mis talentos, en el camino emprendido. Otras veces me han
desanimado comentarios llenos de dudas y desconfianza. Al final era yo el que
decidía a quién hacer caso. Al que me desaconsejaba seguir luchando. O al que
me animaba a no dejar de darlo todo. Mi fe fue creciendo a medida que escuché
más a los que sí creían. Y creí en ellos. Y creí en mí. Esa fe de ellos aumentó
mi fe. Como la semilla que crece bajo la tierra. Oculto en mi corazón anidó el
deseo de llegar más lejos, de superar muros insalvables, de luchar hasta dar la
vida en el intento. Me gusta esa mirada sobre mi vida. Esa fe inquebrantable en
mí mismo, en lo que Dios puede hacer conmigo. La fe no está reñida con las
dudas. Más bien coexisten en mi alma. Dudo y creo. Tengo dudas y fe al mismo
tiempo. Comenta el tenista Rafael Nadal después de ganar su último torneo: «Tengo dudas todos los días. Y creo que es
bueno, porque las dudas te dan la posibilidad de trabajar con más intensidad,
de ser más humilde y aceptar que necesitas trabajar. Dudo para mejorar. En esos
años las tuve. Ahora las tengo a veces, porque en el tenis cada semana es una
historia. Tengo dudas porque no me considero arrogante». La fe no me exime
nunca de las dudas. Creo en mí y me vuelvo a poner nervioso ante los desafíos
de la vida. Dudo y temo ante lo que no sé hacer, ante los nuevos desafíos. Pero
luego hago lo de siempre y también tengo miedo, como si fuera la primera vez.
Dudo de mí siempre de nuevo. La duda forma parte de mi fe, de mi camino de fe.
Pero no quiero que la duda me estanque y bloquee mis deseos de seguir luchando.
Esa duda sí que es mala.
Esa duda me
aparta del camino trazado. Quiero luchar por erradicar esa duda que me
entristece y hunde. El Papa Francisco les pedía a los cristianos luchar por
erradicar esa duda de muchos corazones:
«Se
nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en
ocasiones es fuente de soledad». Yo quiero acabar con esa duda que me impide
seguir luchando. Quiero devolver a los hombres la fe en ellos mismos. Me gusta
una lectura que leí sobre los milagros de Jesús: «Jesús no cura para despertar la fe, sino que pide fe para que sea
posible la curación»1. Jesús no hace
milagros para que aumente mi fe. Los hace cuando hay algo de fe en mi alma, una
pequeña semilla de esperanza, un brote de vida nueva. Necesita un pequeño
atisbo de luz en mi alma. Un primer sí débil que me habla de querer seguir
luchando. Y entonces crece mi fe. Las dudas serán parte del camino. Pero la fe
es el motor que quiero pedirle a Dios cada mañana. La fe en mí mismo. En el
camino que Dios me ha
regalado. En los
talentos que ha sembrado en mi alma. En la luz que ha puesto en mi corazón. En
mi pasión por la vida. En mis ganas de luchar después de cada caída. Fe en que
después de una derrota puede venir la victoria. Y aunque me vea lejos de lo que
sueño no puedo conformarme con una vida mediocre. Esa fe es un don que le pido
a Dios cada mañana. Que me deje creer de
nuevo en el tesoro que ha sembrado en mí.
Muchas veces pongo en mí toda la confianza. Es como si dudara del poder de Dios en mi vida. Y tal vez por eso,
cuando fracaso y no llego, me siento culpable. Pienso que no estoy a la altura
esperada al no lograr lo que soñaba. El sentimiento de culpa es sano. Hoy
parece que se ha perdido. Nadie se siente responsable de lo que hace. La culpa
siempre es de los otros. El P. Kentenich habla de la importancia de tener un
sano sentimiento de culpa: «Estoy
personalmente convencido de que el mundo de hoy está nervioso, enfermo hasta la
médula. ¿Por qué? Porque carecemos de un sano sentimiento de culpa. La educación
en el sentimiento de culpa es una de las cuestiones esenciales, incluso diría,
casi la única forma actual de sanación»2. La falta del sentimiento de culpa me enferma. Tal vez es uno de esos
golpes de péndulo. Se ha acentuado tanto en otras épocas la culpa, que ahora no
existe, porque creemos que es más sano. Pero no es así. Es verdad que los
escrúpulos enfermizos quiebran el alma. Pero ahora predomina lo contrario.
Cuesta encontrar pecados. Me encuentro con personas que no se sienten
pecadoras. No hacen nada malo. No hieren a nadie. No cometen grandes pecados.
Por eso a veces prefieren entrar en disquisiciones para saber cuándo un pecado
es mortal o venial. Quieren saber si algo es grave o no lo es. Buscan un baremo
objetivo para decidir si pueden o no recibir el Cuerpo de Cristo. Creen que es
mejor así. Algo más claro. Una regla general que me diga si puedo o no puedo
hacerlo. Alguien desde fuera que juzgue mi alma. Tal vez porque he perdido la
sensación de ser realmente culpable de mis actos. Y no logro mirar bien mi
corazón. Tal vez sea verdad que algo en mi alma está enfermo. Y esa herida no
me permite decidirme de forma consciente y libre en mis actos pecaminosos. Son
otros los que me hacen pecar. Son las circunstancias difíciles que me toca vivir.
O es la misma Iglesia que me pide un ideal tan imposible que yo no estoy a la
altura. Entonces mejor no me confieso y sigo comulgando. No tengo culpa. No me
siento culpable. Me parece interesante la reflexión del P. Kentenich. Tengo
claro que los escrúpulos enfermizos acaban enfermando mi corazón. Pero me llama
la atención que el otro extremo también me enferme. Cuando no encuentro culpa
en nada de lo que hago. Cuando no asumo mi responsabilidad. Cuando no tomo en
serio mis actos. Cuando no reparo el daño causado. No tomo las riendas de mi
vida y dejo que mi pecado me esclavice. Lo que hago mal normalmente enturbia mi
alma. Mi ira, mi envidia, mi egoísmo. Hay pecados que me dejan muy herido. Pero
a veces los justifico. El pecado o la situación de pecado en mi vida pueden
llegar a debilitar ese lazo que me ata a Dios. A veces sin darme cuenta me
alejo. Vivo en el barro, apegado tanto a la tierra, que se cortan mis alas.
Dejo de aspirar a lo más alto. Dejo de soñar. E identifico la santidad con una
vida sin pecado. Personas santas y puras demasiado lejanas. Creo que reconocer
mi propia culpa me sana. Mi responsabilidad en mis actos. Normalmente hay
pecados que son manifestaciones externas de una ruptura interior, de una herida
más honda que llevo dentro. A veces busco la confesión para limpiar esa mancha
exterior. Pero no ahondo. No entro dentro de mi alma para ver el origen del
pecado. Que se encuentra en mi herida de amor. En esa ausencia de paz en mi
alma. Y de esa herida brotan mi rabia, o mi egoísmo, o mi lujuria, o mi
envidia, o mis celos. Intentando compensar esa falta de amor, de
reconocimiento. Y no toco esa misericordia de Dios. Porque tapo la culpa. Y no
me dejo perdonar. No me reconozco necesitado del perdón de Dios. Y les echo a
otros la culpa. Estoy así porque otros no me han tratado bien. No me han
querido. No me han respetado. No me han cuidado. Y sangro por mi herida. Y me
siento inocente de lo que hago. Del dolor que nubla mi mirada. Y mis actos no
me parecen graves. Porque también otros los hacen. Veo entonces la Iglesia como
un conjunto de normas que marcan los límites de mi vida. Y yo vivo en medio de
los límites.
Tratando de no
excederme en nada. Pero me cuesta experimentar la culpa como un sentimiento
sanador. Quiero asumir las consecuencias de mis actos. Tomar en serio la fuente
de mi pecado, mi propia herida. Lo que al final me sana es tocar con mis manos
la misericordia de Dios que me absuelve, me levanta. Entonces la comunión deja
de ser un premio por mi buen comportamiento. Es una medicina para mi alma
enferma, que no se sana sólo limpiando un poco la suciedad de algunos
pecados. Es algo más hondo. Ese sentimiento
de fragilidad, de culpabilidad, bien entendido, sana mi corazón enfermo. Ese
abrazo de Dios a mi alma caída. Ese vuelo en el que me sostiene la mano grande
de un Padre. Es entonces una culpabilidad bien entendida. Es el arrepentimiento
el que siembra en el corazón el deseo de crecer: «Es verdad que la culpabilidad en general puede ser curativa en
ocasiones, fructífera y fecunda. Pero entonces se trata de arrepentimiento más
que de culpabilidad. El arrepentimiento es el que hace conocernos mejor,
objetivamente. Porque es la verdad la que nos salva y nos hace progresar. El
arrepentimiento no nos hunde. El arrepentimiento nos hace reconocer que debemos
mucho a los demás, porque nos ayudan a sobreponernos, no dándoles importancia
cuando realmente somos la causa de nuestros errores y sobrellevándolos con
amor»3. Esa experiencia
del que se sabe salvado porque su pecado ha dañado el corazón por dentro y
necesita volver a empezar. Esa gracia de la misericordia me cura por dentro
cuando me dejo. Cuando toco mi fragilidad. No cuando no me siento culpable de
nada. No cuando me siento con derecho a recibir a Jesús. Digno de su amor
infinito. Merecedor de un abrazo por
haber superado tantas tentaciones y haber permanecido incólume en la prueba.
Jesús se parte
por mí en la cruz. Y se parte por amor toda su vida. Se entrega y se queda presente en el pan y el vino
para recordarme que me sigue queriendo. Se
entrega por mí para que yo sea capaz de entregar la vida. Para que yo me haga
parte de Él. Uno con Él. Siempre pienso que comulgar me hace más semejante a
Jesús. Poco a poco me une más a Él. Rompe mis barreras y vence mis miedos que
me impiden darme. Ese pan partido es Jesús en mí. Para que yo me parta como Él
y me entregue por amor. Quiero crecer en esa entrega generosa. Me dan vida las
palabras de S. Ignacio de Antioquia: «Lo
que necesita el cristianismo, cuando es odiado por el mundo, no son palabras
persuasivas, sino grandeza de alma. Soy trigo de Dios y he de ser molido
por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo».
Grandeza de alma
para dejar que mi trigo sea molido. Grandeza de alma para darme sin guardarme,
para amar sin retener, para renunciar sin quejarme, para dar sin amargarme.
Quiero aprender a amar así. Pero sé que me cuesta mucho que me partan. Me
cuesta que me hieran. Me duele que me persigan y calumnien. Esa forma de
romperme en la que soy partido es dolorosa. Yo no lo pretendo y sucede. Jesús
camino al calvario es llevado sin oponer resistencia. No se queja, no se
rebela, no injuria, no grita. Sólo dice que está haciendo todo nuevo en medio
del odio de los hombres. Ese ser partido de Jesús me parece intolerable. El
grito de Judas clama en mi alma. Quiero un Jesús con fuerza, con medios. Un
Jesús que se defienda e impida el abuso de la cruz. Esa pasividad al ser
partido me incomoda. Pienso en mis manos partiendo a Jesús cada eucaristía.
Parto el pan como Él lo hizo en la última cena. Pero ahora soy yo el que parte,
no el que es partido. Rompo yo su pan, su cuerpo. Lo rompo ante su quietud. No
se defiende de mis manos poderosas. Pienso en tantas veces en las que yo hiero,
ofendo, rompo a otros. Lo hago llevado por mi ira, por mi rabia, por mi
envidia, por mi egoísmo, por mi orgullo. Me parezco entonces a los que querían
crucificar a Jesús y pedían la libertad de Barrabás. Me parezco a los que
cargaban sobre sus hombros rotos un pesado madero. Yo soy el que parto la vida
de los otros. Mis palabras. Mis gritos.
Mis gestos. Puedo partir y eso me duele a mí mismo. Mi propio pecado puede
romper la inocencia de los que me quieren. Hoy le pido a Jesús que me enseñe a
no partir a nadie, a no romper, a no herir. Que me haga manso, pacífico,
paciente. No quiero partir a nadie en mis manos. En ese gesto de Jesús roto en
la eucaristía pongo a tantas personas a las que yo hiero.
Pongo a los que
más quiero y están rotos. Pongo a los que tienen el corazón partido en sus
vidas. Porque alguien los ha herido y ha cargado sobre sus hombros un madero
demasiado pesado. Me duele el alma al ver el dolor de muchos. Las vidas rotas.
El sufrimiento injusto. Lloro por el llanto de otros.
Me duele también
mi propio dolor. Mi vida partida que sangra. Duele ser partido como lo fue
Jesús ese viernes santo. Duele ser partido cuando me humillan y me hieren.
Rehúyo que me hieran. Y quiero también evitar yo herir y partir a nadie. Parto
a Jesús en la eucaristía. Lo veo partido en mis manos.
Indefenso. A veces a Jesús lo hiero. Cuando
no lo amo. Cuando lo desprecio. Y pienso en tantos que hieren a Jesús con su
falta de amor. Jesús partido. En Fátima aprendo esa oración que el ángel le
enseñó a los pastorcillos: «Dios mío, yo
creo, te adoro, espero y te amo. Y te pido perdón por los que no creen, no te
adoran, no esperan y no te aman». Me
conmuevo al pensar en tantas vidas partidas por la violencia de otros. Por
aquellos que no aman y no saben amar. Me conmueve esa violencia y ese odio que rompe
el alma inocente por dentro. La quiebra para
siempre. Quiero pedirle a Dios esa paz
que sana el corazón. Quiero poder yo pacificar y curar tantas heridas.
Me cuesta entregar la vida por amor a otros. Partirme de forma voluntaria. Por lo general me busco de forma
egoísta. Es la tentación de mi alma. No quiero que sea triturado mi trigo. No
quiero que sea molido. Pero tal vez es la única forma de que haya pan. El amor
verdadero muere por la persona amada. Entrega todo sin límites, sin egoísmos,
sin barreras. Se parte, se rompe. Ya no es partido de forma pasiva. El acto es
voluntario. Yo me parto, me rompo por otros. No es tan sencillo. Al celebrar
esta fiesta del Corpus ese pan partido es colocado en lo alto para que yo lo
adore. Para que yo lo mire y piense lo lejos que estoy del ideal que busco. El
pan que se parte para alimentar a muchos. Tengo claro que el pan que se guarda
se endurece y no alimenta a nadie. Si no soy capaz de dar la vida, mi pan se pondrá
duro. Me guardaré mi alma sin heridas, porque no habré sido capaz de amar. Me
da miedo perder lo que me hace feliz. Y guardo el pan que recibo de Jesús. Él
se hace carne para que yo tenga vida, para que yo me parta por otros. Se hace
carne para que lo pueda recibir y ser más osado en mi fe. Más valiente, más
decidido, más libre. Quiero que su presencia continúe en mi corazón para
siempre. Me como a Jesús y Él deja huella en mí. Me da la vida. Me enseña cómo
es el verdadero amor. Quiero que cada misa produzca un cambio en mi alma.
Partirme tiene que ver con poner a Jesús en el centro. Lo adoro a Él, lo recibo
a Él. Está presente en mí. Mi tendencia es girar en torno a mis deseos y
gustos. Ponerlo a Él en el centro me exige cambiar la mirada. Dejo de darme
tanta importancia. Quiero dejar que Cristo surja en mí y vaya cambiando mi
corazón. Quiero partirme por otros. Estoy convencido, cada vez que comulgo me
asemejo algo más a Jesús. Lo tengo claro. Cada comunión coloca a Jesús más en
el centro. Comenta el P. Kentenich: «Miren,
el hombre de hoy no puede soportar, no puede sobrellevar ser simplemente una
criatura, no ser Dios. El hombre no puede soportar ser un ser sexuado que
necesita del otro sexo para ser complementado. No puede reconocer sus propias
fronteras y limitaciones. El hombre no puede soportar el no valerse por sí
mismo, el tener que depender de otros»4. Soy frágil. Me cuesta no ser Dios. Experimento cada día la
fragilidad. Me cuesta tanto tocar mis límites. Levantarme y volverme a caer.
Quisiera ser Dios para no tener que ser partido nunca. Deseo estar en todas
partes para llegar a todos. Ser todopoderoso para solucionarlo todo. Vencer
siempre en lo que me propongo. Por eso me rebelo contra esa fragilidad que
acaricio desde el nacimiento. Quiero ser Dios. Al comulgar no me hago Dios. Me
hago más hijo, más frágil, más dócil. Y entonces mi debilidad no se convierte
en una barrera sino en un trampolín hacia Dios. Mi debilidad me sana, no me
condena. Mi fragilidad me eleva hasta Dios, no me hunde. ¡Qué paradoja! Aprendo
a sentirme necesitado de su poder y de su amor. Comulgo para recibir su abrazo
de nuevo y poder seguir caminando. Experimento su amor y me vuelvo a levantar.
Me da fuerzas para hacer realidad lo que
comenta Winston Churchill: «El éxito es
la habilidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo». Mi
vida, de fracaso en fracaso, pero sin perder nunca la pasión por vivir. Sin
dejar de luchar. Decía Samuel Beckett: «Siempre
intentaste. Siempre fallaste. No importa. Intenta de nuevo. Falla de nuevo.
Falla mejor». No importa fallar. No importa romperme. Lo que vale es
volverme a levantar. Partirme de nuevo. Volverme a partir. A menudo me creo que
el éxito en la vida consiste en no sufrir. No tener heridas. No padecer crisis.
Como si vivir así me hiciera más feliz. Como si esa fuera la meta de mi camino.
Y me turba el sufrimiento, el fracaso y la pérdida. No me rindo. No quiero
dejar de luchar, de partirme. Vuelvo a intentarlo. Vuelvo a fallar. Fallo
mejor. Pero no dejo de caminar por la vida con la mirada alta. Sin desfallecer.
No me quiero olvidar del amor de Dios en mi vida. Hoy me habla Moisés de esa
fidelidad de Dios: «No te olvides del
Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer
aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin
una gota de agua, que sacó agua para ti de una roca de pedernal; que te
alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres». No me
olvido del amor de Dios en mi vida partida. No me olvido del dolor y el
sufrimiento pasados. Son también parte de mi camino. En ellos está Dios que me
alimenta a diario, me sostiene, le da paz a mi alma. Dios sana mis heridas, mi
alma partida. Me da fuerzas para volver a empezar, para partirme de nuevo. No pierdo
la esperanza. Lucho. Lo intento.
Tenga éxito o fracase. No importa. La confianza no la pierdo nunca.
4 J.
Kentenich, Retiro enero 53, Familia
sirviendo la vida
Hoy
celebro el domingo del amor de Dios que se hace carne y se entrega por mí. Se dona para
estar conmigo. Hoy Jesús me dice: «Yo soy
el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para
siempre. Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo». Y veo
cómo el asombro surge en el corazón de los que escuchan: « ¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Parece una locura.
Dar a comer su cuerpo humano. Se escandalizan los judíos. No lo entienden.
Comer su carne. Ni sus discípulos entenderían estas palabras. Jesús tiene que
morir y resucitar para que puedan comprender el significado. No me sorprenden
las dudas de los judíos. ¿Cómo se puede comer su carne y su sangre? El corazón
se rebela ante lo imposible. Hoy me sigue pareciendo imposible. Que pueda
comerlo a Él en ese trozo de pan, en ese poco de vino. Y que su presencia en mí
me cambie por dentro. Todavía dudo.
¡Cuánta gente hoy
no cree de verdad en la presencia sanadora de Jesús en la eucaristía! Por eso
tiene tanto sentido la fiesta de hoy. Pongo a Jesús en el centro. Como su
carne. Bebo su sangre. Lo hago en cada eucaristía. Pero hoy lo hago con más
conciencia. Creo en su presencia viva entre mis manos. Ese pan que se parte por
mí. Ese pan que me alimenta por dentro y cambia mi corazón. Sin que yo apenas
me dé cuenta. Actúa en mí. Por eso vuelvo a comulgar. Una y otra vez. Quiero
que su carne sea más mi carne. Su sangre mi misma sangre. Su pasión por la
vida. Su amor por los necesitados. Su libertad interior ante la presión del mundo.
Quiero que mis sentimientos sean sus mismos sentimientos. Es lo que más me
cuesta. Pienso como hombre. Siento como hombre. Peco como hombre. Y quisiera
sentir como Jesús en lo más profundo de mi ser. ¿Ha cambiado mi vida? Siempre
se lo digo a los niños cuando van a recibir la primera comunión. Si frecuentan
a Jesús se van a parecer cada vez más a Él. Lo hace Jesús lentamente en su
alma. Se asemejarán al que les da la vida. Miro mi vida y pienso que estoy tan
lejos de ser Jesús. Tan lejos de sentir lo que Él siente. Quiero inscribirme de
nuevo en su corazón herido. En la comunión se me abre una puerta y entro.
Quiero estar con Él para siempre. Vivir en Él.
Descansar en sus brazos. Yo me hago custodia
de Jesús cuando como su cuerpo. Me hago sagrario que lleva su presencia viva.
El otro día me decía una persona: «Cuando
era más joven descubría con facilidad a Dios en los demás. Ahora eso ha pasado.
No logro verlo. Y no es porque ya no esté en ellos. Seguro que está, pero yo no
lo veo». Quiero un corazón limpio para ver a Dios. Los que tienen un
corazón así logran verlo en los demás. Decía San Agustín: «Es procurar ver a Dios con los ojos de nuestro corazón». A Dios lo
puedo ver en este pan partido. Lo puedo ver en la adoración cuando me adentro
en el corazón de Jesús. Y lo tengo que ver siempre en las personas que Dios
pone en mi camino. Hace poco leía: «La
única forma de reconocer con seguridad nuestra relación con Dios es reunir y
revisar nuestras relaciones humanas. Lo que existe en estas relaciones, también
existe en nuestra relación con Dios»5. Jesús en la eucaristía viene a mi corazón para que
aprenda a mirar como mira Él. Y aprenda a descubrirlo en los que me rodean. Lo
que hay en ese amor humano a los hombres es lo que se da en mi amor a Dios.
Jesús vino a quedarse conmigo.
Vino a quedarse
en el pan partido. Pero vino a quedarse a todas horas en aquellos que me regala
para que yo me arraigue cada vez más en su corazón. En los más heridos. En los
que han sido partidos. En los que necesitan mi mirada llena de misericordia. Es
el único camino. Comulgo. Como su carne y bebo su sangre para amar como Él ama.
Eso me conmueve siempre. Ojalá pudiera mirar así la vida. Ver a Dios en todo lo
que me sucede. En todas las personas con
las que comparto el camino.
Hoy
Jesús se parte para unir. «El cáliz de la
bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que
partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así
nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos
del mismo pan». Se entrega para que todos seamos uno en el amor. Uno en Él. Somos un
solo cuerpo en el Cuerpo de Jesús. Una sola alma en su misma Sangre. Formamos
parte de su pan. Al beber del mismo vino nos hacemos uno en Dios. La misma
carne, la misma sangre. Jn 17, 21: «Para
que todos sean uno. Como Tú, oh Padre, estás en mí y Yo en ti, que también
ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste». Sólo
haciéndolo así puede crecer en mi corazón el deseo de romperme por otros.
Cuando me siento uno en Cristo. Cuando empiezo a sentir con otros como siente
Jesús. Esa comunión es la que deseo. Para que otros tengan vida. Para que otros
vean cómo nos amamos. Mientras tanto no me canso de comulgar. Quiero formar
parte de un solo cuerpo. Esa es la comunión que desea el corazón. Vivir unido a
muchos. Estar en comunión con todos. Unidos en un mismo Cristo. Es Él el que me
une a todos y le da un mismo sentido a todo lo que hago. Unido en la
diversidad. ¡Cuánto valor tiene la comunión! Una fe viva que
5 Franz
Jalics, Ejercicios de contemplación
se hace carne. Un
amor que me lleva a vivir en comunión con todos. No se trata de imponer un
pensamiento único. A veces se confunde unidad con uniformidad. Y más bien lo
que Jesús logra es la unidad en la diversidad. Eso lo hace posible el amor
verdadero de Dios en mí. Él me abre a mis hermanos que no piensan como yo. En
ocasiones las ideas me separan de las personas. Me aíslo, me protejo de los que
no piensan como yo. Creo entonces que sólo con los que piensan como yo es
posible la comunión. Pero no es así. Jesús hace posible lo imposible. De Babel,
donde el pecado confundió las lenguas y nadie se entendía. Hemos pasado en
Pentecostés a una unidad obra del Espíritu Santo. Es la comunión un milagro de
unidad. La comunión sucede al comulgar del mismo Jesús partido. Comulgar me une
con toda la Iglesia que necesita la comunión como viático para el camino. Es
alimento para el débil. Es medicina para el enfermo. La comunión me une a mis
hermanos. Más allá de pensar de forma diferente estamos unidos en lo central, en
Jesús. Él mantiene una unidad que parece imposible. La comunión hace posible la
plenitud de la alianza sellada con Dios. En el santuario sello con María la
alianza para estar en comunión con Jesús. María me abre el corazón de Jesús. Al
comulgar lo hago unido a María. Ella abre la puerta para que Jesús entre.
Quisiera construir la unidad con mis manos, con mi vida, con mi corazón. Me
cuesta tanto unir. Es muy fácil separar, dividir, poner distancia entre unos y
otros. Me alejo de los que no son como yo. ¡Cuánto me cuesta creer en esa
unidad en la diversidad! Me resulta difícil mirar con amor a aquel con el que
no coincido. En la misma Iglesia.
Habiendo comido
el mismo pan. Es un milagro que no siempre sucede. Tengo que pedirlo. Mirarán
cómo nos amamos. Si no ven ese amor no querrán estar cerca de Jesús. Hoy muchos
cristianos no reflejan el amor de Jesús. Yo tampoco lo muestro cuando caigo en
la crítica, en el desprecio, en el juicio. Cuando mis obras no son las de
Jesús. Ni mis sentimientos. Cuando en lugar de unir separo, divido, creo
distancias. Quiero construir puentes en lugar de muros. Es la única forma de
unir en la diversidad. Un milagro de Pentecostés. Un milagro del pan único y partido en cada eucaristía.
Tendré
vida eterna y verdadera si como la carne de Jesús y bebo su sangre: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del
hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne
y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día. El que
come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y Yo en él. Éste es el pan que ha
bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el
que come este pan vivirá para siempre». El maná de nuestros padres
saciaba el hambre por el día. Hoy hay mucho maná en el mundo en el que vivo. Me
prometen una vida verdadera, plena, feliz. Pero luego ese maná pasa. Me sacia
sólo por un día. Me gustaría que el Cuerpo de Cristo me saciara para siempre.
Yo sueño la plenitud y la vida eterna. La sueño en el presente de mi vida.
Quiero una vida eterna que colme todos los anhelos de mi alma. Si como su
Cuerpo viviré para siempre. El camino es hacia el cielo. Eso no lo dudo. Como
ese pan que me sostiene hasta la vida verdadera. Pero quiero vivir en plenitud
ya aquí y ahora. Lo que voy a vivir en el cielo tiene que ver seguro con lo que
vivo ahora.
Llevo en mi corazón grabado los amores que
tengo. Los nombres de aquellos a los que amo. Los tengo muy dentro y con ellos
voy al cielo. Los amaré para siempre. Es verdad que en el camino me da miedo no
ser fiel a lo que amo. Cambiar de amores. Cambiar de gustos. No ser capaz de
dar la vida siempre. Me da miedo mi infidelidad, porque me siento frágil. La
palabra eternidad me da mucho
respeto. Soy tan finito que pensar que mi corazón pueda amar para siempre me
parece casi imposible. Pero no es así. Jesús me ama para siempre y hará posible
que yo también ame así. Aquí y ahora. Este es el milagro de la santidad. Amar
con el amor de Jesús. Amar a los que pone en mi camino. La eucaristía no me
centra en mí mismo. Me saca de mi comodidad. Me lleva a amar a otros. Comenta
el Papa Francisco en Amoris Laetitia:
«Cuando quienes comulgan se resisten a
dejarse impulsar en un compromiso con los pobres y sufrientes, o consienten
distintas formas de división, de desprecio y de inequidad, la Eucaristía es
recibida indignamente. En cambio, las familias que se alimentan de la
Eucaristía con adecuada disposición refuerzan su deseo de fraternidad, su
sentido social y su compromiso con los necesitados». Recibo a Jesús para
llevar esa semilla de eternidad a muchos corazones. Quiero estar con Jesús para
tener su vida eterna en mi alma. Para guardar en mi corazón limitado su amor
infinito. Para amar como Dios me ama. Quiero amar para siempre. Quiero ser fiel
a su amor. Quiero caminar a su lado. Jesús me da alas y esperanza para amar
más. Me gustaría hoy volver a escuchar en mi corazón: «Te quiero. Jamás te abandonaré. Siempre cuidaré de ti». Hoy al
recibirlo en la comunión se lo pido. Que
siempre cuide mis pasos. Que me enseñe a amar más.