III Domingo Adviento, domingo de
la Alegría
Isaías 35, 1-6a. 10; Santiago 5, 7-10; Mateo 11,
2-11
«¿Eres
Tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»
11 Diciembre 2016 P. Carlos Padilla Esteban
«Vivo ahora en
Adviento la posesión de ese niño alegre entre mis brazos. No aguardo el día
feliz que puede que no venga. Vivo ya la Navidad en ese camino de María y José
sobre su burro»
Me
gusta pensar en el Adviento como un tiempo de alegría. Una oportunidad
más para cuidar las fuentes de mi alegría interior. Lo que me da paz. Lo que de
verdad me alegra el corazón. Me gustaría reír más, sonreír más, hacer reír. Y
no ponerme serio en seguida ante los problemas y las tensiones. Me gustaría ser
capaz de alegrarme sin temer mi futuro. Estar alegre y con paz cuando las cosas
no salen como yo había pensado. En medio de las dificultades del camino. Cuando
la cruz besa mi herida. No sé bien cómo se hace para dejar que Dios lo cambie
todo. El llanto en risa de esperanza. No sé bien cómo lograr calmar la pena y
llenarla de alegría. Me fío de la oración de una persona que mira a Dios, mira
a María, mira su estrella en su vida: «Quiero
mirar tu estrella en mi camino. Mirar tu estrella en el alma de tantas
personas. Mirar tu estrella en su mirada. Mirar tu estrella cuando esté triste.
Mirar tu estrella para saber dónde ir. Quiero mirar y confiar. Sobre todo
cuando tema perder lo que tengo. Quiero mirar tu estrella y coger fuerzas para
darlo todo. Quiero mirar tu estrella y creer en las personas que tengo cerca.
Quiero mirar tu estrella y alegrarme por las cosas que Tú me regalas. Quiero
mirar tu estrella y no tener miedo de que cambien las cosas. Quiero mirar tu
estrella y sonreír. Y agradecer por tantos regalos que me haces. Quiero mirar
tu estrella y pensar que mi vida está hecha para la eternidad. Quiero mirar tu
estrella y creer que construyes con mi barro una obra de arte. Y creer que
puedes cambiarme por dentro». Mi Adviento es mirar la estrella de María en
mi vida. Esa estrella que llena mi horizonte de esperanza. Es verdad que a
veces me empeño en ser feliz sin mirar a lo alto. Pero sé que pierdo la alegría
por pequeñeces y no por cosas importantes. Tal vez me falta una mirada más
profunda, me falta mirar la estrella y tener el corazón más anclado en Dios.
Para no temer. Para no dudar. Para confiar siempre y vivir atado a Dios. Sé que
en ocasiones vivo la vida esperando el después. Pienso que seré feliz cuando logre
lo que ahora me falta, ese deseo, ese proyecto, ese camino. Cuando acabe lo que
ahora me agobia. Cuando finalice la carrera, encuentre un trabajo mejor, me
case, tenga un hijo, mi hijo crezca, sane la enfermedad. Me da miedo no ser
feliz en el presente, aquí y ahora. Vivo esperando ese único anhelo que me
falta para ser feliz. He aprendido que la felicidad se vive en presente, no en
futuribles que no controlo. Por eso he decidido que no quiero arrepentirme de
no haber vivido intensamente cada momento de mi vida. No pretendo vivir
esperando la verdadera felicidad que quizás nunca me llegue. Sé que la
felicidad no llega cuando consigo lo que deseo. Cuando eso suceda surgirá otro
deseo en mi alma, y luego otro. La lograré sólo cuando aprenda a disfrutar de lo
que tengo, sin quejas ni protestas. El otro día escuchaba:
«Atesora
cada momento de tu vida. El tiempo no espera por nadie. Trabaja como si no
necesitaras dinero. Ama como si nunca te hubieran herido. Baila como si nadie
te estuviese viendo. No hay mejor momento para la felicidad que este. Si no es
ahora, ¿cuándo?». Seré feliz hoy, no mañana. Adviento es presente y
futuro. Espera y encuentro. Es hoy y es mañana. Pero ya el hoy de mi camino en
Adviento es posesión de lo que anhelo. Mi Adviento es Navidad incipiente. María
que camina llena de Jesús es presencia de un niño ya en el camino. Quiero vivir
la espera en presente. No postergo mi deseo de ser feliz. No aguardo la
situación ideal que no poseo. Vivo ahora en Adviento la posesión de ese niño
alegre entre mis brazos. No aguardo el día feliz que puede que no venga. Vivo
ya la Navidad en ese camino de María y José sobre su burro. En ellos previvo lo
que sueño. Espero y poseo. Guardo y sueño. Quiero vivir siempre así. Cuidando
la alegría de mis pasos. Miro la estrella de María sobre mi vida. Me anima a no
quedarme mirando mis problemas, mis preocupaciones. Me despierta para que no me
agobie en lo que hoy detiene mis pasos. Levanto la mirada. Amplío el horizonte.
Sueño en grande, miro lejos.
Poseo ya en parte
lo que sueño. Estoy hecho para la eternidad y ya aquí la acaricio entre mis
manos.
Sé que soy de barro y suspiro por el cielo. Me apego a la carne
finita anhelando la plenitud que apenas veo. Me gusta este Adviento presente,
esta Navidad que sucede cada día. Esta felicidad en presente no sujeta a tantos
imprevistos. Quiero vivir con la sencillez de los niños que se aferran al
presente con sus pequeñas manos. Y retienen la risa que se dibuja en sus
labios. Quiero mirar a Dios como un
niño.
Sonriendo ahora.
En medio del camino.
Me gusta el
domingo de la alegría en el que la Iglesia me pide que me alegre. Le dice el Ángel
a María: «Alégrate, el Señor está
contigo». Pero muchas veces yo no sé estar alegre. María escucha al ángel y
se llena de gozo. Yo mismo muchas veces no tengo esa felicidad que sueño. No me
lleno de gozo.
Me gustaría estar siempre alegre. Guardar en
mi corazón un pozo de felicidad inagotable. Mantener la calma en momentos
adversos. Sonreír en medio de las dificultades. Conservar la mirada clara. Ser
fiel con paz aun cuando caiga y tropiece. No siempre lo logro. ¡Cuánto cuesta
ser feliz! En una entrevista en la televisión una persona le preguntaba a Jorge
Bucay: «¿Por qué nos cuesta tanto ser
felices? Todos vamos buscando y creemos que las metas que alcanzamos nos van
llenando más. Creo que ser feliz es un estado de plenitud absoluta, es sentirte
pleno contigo». Él le respondió: «Quizás
a la gente le cuesta ser feliz porque cree que la felicidad es estar de acuerdo
con todo, pasarlo bien, estar alegre y contento. La felicidad tiene que ver con
la plenitud. Pero yo lo cambio por algo más sencillo porque plenitud es
demasiado grande. Lo voy a llamar serenidad. Ser feliz es estar sereno. Y se
obtiene cuando uno está en el camino que uno eligió, no cuando le va bien en
él. Esperamos tanto de la felicidad que la hemos vuelto imposible. Lo definimos
en un lugar imposible.
Ser feliz por estar sereno. Es algo que ocurre de la
piel para dentro. Debería prescindir de lo que pasa de la piel para fuera. La
felicidad no es un derecho, es una obligación. Lo que tiene que ver es cómo veo
yo lo que pasa fuera». Me gustaría aprender a ser
feliz con lo que tengo. A vivir con serenidad el presente de mi camino. Quiero
ser un hombre sereno. Tranquilo con mi vida. Con esa paz que me da saber dónde
estoy ahora. No sueño con ese momento en el que cambie de sitio, cuando vaya a
otra parte, cuando todo sea mejor. Mi felicidad tiene que ver con mi edad de
hoy. Con mis relaciones hoy. Con mi familia hoy como es, no cuando los niños se
vayan, o cuando todo mejore en mi trabajo. Es la serenidad de saber que estoy
en el camino que Dios ha soñado para mí. Aunque no sepa muy bien cómo se va a
desarrollar mi vida. Aunque no todo funcione. No quiero controlarlo todo. No
quiero saber exactamente cómo van a seguir las cosas. Creo que lo que más me
quita la felicidad es ese vano empeño mío por querer tenerlo todo controlado.
Lo que deseo, lo que programo. Los imponderables de la vida me turban, no los
abarco. Y me pierdo en medio de luces y sombras. Sin tenerlo todo claro. A
veces pretendo que todo me encaje. Como si de una obra de ingeniería perfecta
se tratara. No quiero errores y busco minimizarlos en un empeño inútil por ser
yo el artífice de mi vida. Creo que así lograré ser feliz. Cuando todo esté
bajo control y nada se me escape. En mi orden aparente busco ser feliz. Allí
donde no hay caos. Ni ruidos. Ni distorsiones. Y alejo de mí lo que llamo
relaciones tóxicas. Busco cuidar mi felicidad fugaz a base de desvelos y
preocupaciones. Me preocupo antes de ocuparme. Me angustio antes de lamentar lo
ocurrido. Vivo con anticipación la infelicidad del futuro. Y cuando sucede, si
sucede, vuelvo a ser igual de infeliz. Soy infeliz por partida doble. Tal vez
me falta el don de esa varita mágica que cambia lo oscuro en luz. La tristeza
en esperanza. Dios lo puede hacer posible si me hago con ese poder de su
Espíritu. Sé, porque lo he comprobado, que yo solo no lo logro nunca. Es
inútil. Quiero hacer lo que me dice el Papa Francisco: «Las alegrías más intensas de la vida brotan cuando se puede provocar
la felicidad de los demás, en un anticipo del cielo». Quiero que mi alegría
crezca cada vez que logro hacer felices a otros. Es el camino para ser feliz.
Pensar más en la felicidad de los demás que
en la mía propia. Vivir abierto al otro. Buscar lo que desea. Adaptarme a sus planes. Ceder a
sus consejos. Renunciar a mis proyectos. Ponerme en un segundo plano sin
pretender ser yo el primero. Aceptar ser ignorado aun cuando me crea con
derecho a ser tomado en cuenta. Aceptar que no me consulten. Entender que lo
importante es que los otros estén bien. No pretender influir en todo con mi
opinión. Ser uno más entre muchos. No querer ser especial. Vivir preguntándome
qué anhelan los que más amo. Hacer posibles los sueños de los otros. Dejar de
obsesionarme con cuidar mi espacio. Respetar al máximo el camino de los que
amo. Alabar sus éxitos y alegrarme con ellos. Disfrutar de los planes que otros
me proponen sin echar de menos lo que yo hubiera elegido. Estar orgulloso de la
vida de los otros. Hablar bien de los que me rodean. Sentir que los demás hacen
mejor las cosas que yo. No compararme sintiendo que no me valoran. Son ayudas que me hacen más feliz.
Sé
que un camino para vivir una vida plena y feliz se logra cuando Dios me da el
don de la santa indiferencia. Me parece algo lejano y hasta inalcanzable.
Esa confianza plena en los planes de Dios. Tan plena que logra que me olvide de
mis propios planes. Y mirar ese camino que no me gusta como el camino de mi
felicidad. Aunque vaya en contra de lo que tenía pensado. Me gusta esa actitud
del que descansa en Dios y nada teme. El otro día leía que «la religión no consiste en pedir sus dones, sino poner a Dios en el
centro de toda búsqueda. Mientras buscamos los dones de Dios estamos referidos
a nosotros mismos»1. Buscar a Dios y
ponerlo en el centro me da paz. Ya no son mis proyectos, mis deseos, mis
caprichos. Ya no es lo yo quiero sino lo que Dios quiere. Consiste entonces en
cambiar la mirada.
Muchas veces mi
tristeza se acentúa al recordar lo que pudo ser y no fue, al pensar en el
momento de la pérdida, al revivir la angustia de ese pequeño o gran fracaso. Me
recreo en ese dolor de entonces y lo vivo casi como si volviera a ocurrir. Pero
incluso con más intensidad. Vivo antes de que ocurra el drama que temo. Me anticipo
al futuro para sufrir en presente lo que temo que ocurra. Y a veces con mi
actitud negativa y desconfiada, acabo logrando que suceda precisamente lo que
temo. Porque la actitud juega un papel tan importante en todo lo que hago.
Vivir con santa indiferencia significa poner todo mi empeño y ganas en lo que
hago. Soñar con el éxito de mis empresas. Y confiar en que sea cual sea el
resultado es un bien para mi vida aunque me cueste entenderlo. Pedirle a Dios
cada día el don de confiar, de abandonarme, de saber que el timón lo lleva Él.
Y estar seguro de que siempre, pase lo que
pase, Él no se baja de mi barca. Pero yo a veces desconfío de Dios y de los que
conducen mi vida. Y me cuesta ver a Dios en ellos. En sus opiniones y
decisiones. Decía el P. Kentenich: «Él
permite que ese timón sea guiado por hombres mortales, pecadores y falibles; pero precisamente en esto radica el heroísmo.
Creo
que habría que poner el acento en este tipo de heroísmo y no tanto en sabe Dios
qué clase de mortificaciones corporales. Estoy convencido de que es más fácil
triturar el cuerpo que asumir el heroísmo espiritual. Las otras cosas quizás
contribuyan moderadamente a alcanzar la meta, pero lo fundamental es el amor y,
con él, la confianza filial»2. Quiero ser un
héroe en la confianza filial. Eso vale mucho más que mil esfuerzos ascéticos.
Es la mayor renuncia que puedo hacer. Renuncio a sujetar el timón de mi barca.
Eso exige de mí aprender a confiar y dejarme hacer: «La espiritualidad basada en la confianza plena en Dios es la garantía
más segura de la paz del alma y de la libertad de espíritu. El alma debe
aprender a obrar no por propia iniciativa, sino en respuesta a cualquier
demanda de Dios en las ocasiones de cada día. Su actuación debe estar siempre
centrada en la voluntad de Dios revelada y manifestada en las personas, en los
lugares y en las cosas que Él nos pone delante»3. Hacer su voluntad. Besar sus deseos. Abrazar su
cruz. Es un verdadero salto de fe. Ese salto audaz que pido cada mañana para
ser feliz. Para no vivir angustiado con la vida que me toca. Es la actitud del
que ya se ha desprendido de sus deseos propios para abrazar como propios los
deseos de Dios. Es un misterio y a veces me parece algo inalcanzable. Yo solo
no puedo. Miro a Jesús y confío.
Este tercer domingo de Adviento está marcado por la
esperanza. Quiero esperarlo todo de Dios. Las
expectativas me producen una honda insatisfacción cuando no se realizan. La
esperanza por su parte me hace mirar siempre más allá de lo que me quita la paz
en el presente. Hoy Juan pregunta desde la cárcel: «¿Eres Tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Su
esperanza es la esperanza del pueblo de Israel. El sueño de plenitud de todo
judío. ¡Cuánto buscó Juan al Mesías! ¡Cuánto lo esperó! Pienso que él y María
fueron los hombres que estuvieron en vela toda su vida. Su vida fue siempre
Adviento. Una espera continua. Juan es el antes de Jesús. Es el Antiguo
Testamento que culmina en el nuevo.
Juan hubiera deseado pasar el resto de su
vida con Jesús. Un discípulo más. En esta pregunta se esconde la pregunta que
todos alguna vez nos hemos hecho: «¿Eres
Tú, Señor, o tengo que seguir esperando? Prefiero que me lo digas ahora para no
ilusionarme contigo, seguirte y después quedarme vacío. Prefiero que me lo digas
ahora para no decepcionarme más después. ¿Eres Tú? Hay algo que me dice que sí
eres». La pregunta ante el abismo de la duda. Juan lo había perdido todo.
Había sido fiel a sí mismo. Había sido fiel a Dios, a su vocación de allanar
caminos. Y se encontraba ahora solo en la cárcel. ¡Cuánto había deseado la
llegada de Jesús! ¡Cuánto había anhelado que los hombres encontraran la paz
siguiendo sus pasos! Pero él no pudo seguirlo. Desde la cárcel lanza su
pregunta como un grito en el desierto. Como una pregunta existencial. ¿Cuántas
veces en la vida he sentido esto? Pienso mucho en
1 Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
2 J. Kentenich, Niños ante Dios
3 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
esta pregunta. Es
profunda. Habla del anhelo de toda una vida. De la ilusión de que por fin tanta
espera haya merecido la pena. Esa pregunta encierra un temblor. Es una duda muy
humana y pienso que muy bonita. Porque es cara a cara con Jesús. Esa pregunta es
la de Juan. Y es la nuestra en muchos momentos de nuestra vida. ¿Cuál es la
señal que me dice que Dios está junto a mí todos los días?
Necesito tocarlo.
Esa promesa a veces no me basta. No veo a Jesús, no toco sus manos. Dios se
manifiesta para mí de una forma que encaja con mi corazón, es verdad. Pero no
siempre sucede y surge la duda. Me paro a pensar. ¿En qué cosas reconozco yo a
Jesús en mi vida? Él se inclina ante mi pequeñez y me habla al oído con un
lenguaje que comprendo sólo yo. Y yo le pregunto: «¿Eres Tú, Señor, o tengo que seguir esperando?». Es la pregunta
del Adviento. De la llegada de Dios a mi alma, a mi vida, a mi tierra. Me gusta
pensar en mi señal. Su estilo conmigo que me habla de un Dios que no me deja
nunca. Él toca siempre algunas teclas de mi alma para que sepa que está a mi
lado. ¿En qué reconozco yo la presencia
de Dios?
Hoy Juan no puede preguntarle a Jesús personalmente.
Está en la cárcel. Toda su vida esperando. Toda su
vida hecha de espera. El sentido de su vida fue preparar el camino. Su vocación
sólo tiene sentido si de verdad llega Jesús después. Y su importancia como
profeta, paradójicamente, desparece en ese mismo momento. Toda su vida es para
Jesús. Toda su vida es para señalarlo. Para él tenía una importancia especial que
Jesús fuera el esperado. Para desaparecer después. Para señalarlo e irse.
Como una invitación a sus propios discípulos
para seguir a Jesús. Porque Jesús no gritaba, no llamaba la atención. En eso no
era como Juan. Juan estaba lleno de seguidores que iban a buscarlo. Jesús
apareció de forma sencilla. Entre los hombres. Oculto. Vestido como uno más.
Sin hacer grandes discursos. Por eso Juan tan grande. Porque escuchó un día en
su corazón la llamada de Dios a anunciar. Se convirtió en ángel. Y dedicó su vida
a hablar al corazón de otros. Muchos lo buscaron en el desierto. Él no sabía
cómo iba a venir Jesús. Su palabra fue necesaria para preparar el camino. Una
voz en el desierto. Hoy Jesús me interpela: «¿Qué
salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué
fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver
a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: - Yo
envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti. Os
aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan». A veces busco
en Dios lo que me conviene. Soy un buscador, es verdad. Pero a veces me basta
con el lujo y el bienestar. Me conformo con la seguridad y la complacencia.
Busco tantas veces los dones de Dios, pero no a Dios mismo. Quiero su
consolación. Quiero su paz y su libertad. Quiero estar feliz y contento con mi
vida. Quiero que mis obras me abran las puertas del cielo. Quiero lograr yo lo
imposible, ser Dios. «El cristiano devoto
y ávido de honores es diligente y virtuoso. Desea cosechar reconocimiento de
parte de Dios y ser reconocido por Él. Continuamente debe justificarse ante
Dios y demostrar que ha hecho todo bien, pues quiere conquistar el reino de los
cielos con sus méritos, salvarse a través de sus buenas acciones. En el fondo
no busca a Dios, sino los dones de Dios»4. Busco en el desierto a un Dios que confirme mis
decisiones. A un profeta que esté de acuerdo con los derroteros de mi vida. Que
me confirme en mis posturas y creencias. Que aplauda mis actitudes de vida. A
veces es así. Digo que sigo a Jesús. Mientras busco profetas en el desierto que
me confirmen en el camino que sigo. Un sacerdote que me diga con palabras
bonitas lo que quiero oír. Está claro que quiero conquistar su reino con mis
propios méritos. Y me empeño en sacar yo solo mi vida adelante. ¿Qué busco en
el desierto? Alguien que me diga que estoy bien. Que tengo que luchar más pero
que progreso adecuadamente. Tomo decisiones y huyo de los que no comparten mis
posturas. Me enervo cuando alguien me dice algo que me incomoda. Dice el Papa
Francisco: «Cuando optamos por la
comodidad, por confundir felicidad con consumir, entonces el precio que pagamos
es muy caro: perdemos la libertad. Jesús es el Señor del riesgo, del siempre
‘más allá’». Un Dios no acomodado. Un Dios que nace niño en un pesebre.
Desinstalado. Lejos del hogar de sus abuelos. En tierra extraña. Despreciado.
Ignorado. Y yo busco la seguridad y el confort. La comodidad y la aprobación de
todos. Hago las cosas como yo quiero y
no quiero que me digan que lo hago mal.
Juan habla hoy desde la cárcel. Ya se ha encontrado con Jesús. Sus ojos se encontraron. Se
reconocieron. Ahora oye hablar de Jesús y quiere saber algo más. Escucha lo que
hace. Y manda un mensajero. Él no puede ir. Pero quizás prefiere permanecer en
un segundo plano. Para que los suyos
4 Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
le oigan a Él.
Para que la pregunta la hagan sus discípulos a Jesús y se queden con Él. Hay
algo de misterio en esta pregunta. ¿Duda Juan? ¿Lo hace porque dudan los suyos?
¿Lo hace para que Jesús diga en alto que es Él? No lo sé. Pero aunque dudase,
es muy humano. A veces hoy creo y mañana necesito de nuevo una prueba más para
dar la vida. Es tan frágil mi fe. Juan quiere oírlo de sus labios. O quiere que
los suyos lo oigan. Decirlo en alto. Jesús responde. Sabe lo que significa para
Juan.
Contesta de frente. Sin evitar la pregunta. Y
les dice sencillamente: «Id a anunciar a
Juan lo que estáis viendo y oyendo: - Los ciegos ven, y los inválidos andan;
los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los
pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de
mí!». Les pide que cuenten todo lo que sucede con su presencia. Jesús sana,
sin pedir conversión primero. Sólo por amor. Cura a cualquiera. Toca el corazón
de cualquier hombre en el camino. Sana cegueras y cojeras del cuerpo y del
alma. Abre oídos de personas que no saben escuchar que Dios los ama.
Resucita hombres
muertos en su alma y en su cuerpo. Esos son sus hechos. Jesús llegó y tocó con
sus manos, acarició, abrazó, tocó heridas que sanaron, consoló. Esa es la
señal. Esa es la respuesta que Juan necesitaba. Pienso que le sorprendió su
amor infinito, incondicional, tierno, inamovible. Para él debió ser también una
revolución en el corazón. Jesús no fue simplemente el hombre que vino a cumplir
lo que Juan profetizó. Sino que Dios, al tocar la tierra con sus pies humanos,
cambió para siempre los esquemas de los hombres. Entró la gratuidad. El sanar a
los pecadores también, no sólo a los puros. El convivir y dejarse invitar y
tocar por todos. ¡Qué alegría para Juan saber esto! La señal de Dios es el amor
sin medida. A los más necesitados. Juan saltaría de alegría en su celda al
escuchar esta respuesta. Todavía con más alegría que cuando saltó en el seno de
su madre ese día en que María llegó a visitarlos. Se ha cumplido la promesa. La
espera sin encuentro no tiene sentido. Llega Dios en persona. Esta es la
alegría de la Navidad. Viene Dios en persona a encontrarse conmigo. No manda a
nadie en su lugar. Viene Él. Ya llega. Y con su llegada el desierto florece: «El desierto y el yermo se regocijarán,
florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría». Justo el
desierto que es donde Juan ha vivido y predicado la espera y la conversión. El
desierto para Juan fue ese replegarse hacia dentro, tocar lo más propio,
desnudarse, cambiar el corazón y vaciarlo para Dios. Ahora llega por fin Jesús
y todo cobra vida. Florecerá el desierto y comienza el tiempo de la alegría.
Ese tiempo de estar con Dios, sólo estar con Él. Él sanará mi corazón. Tocará
mi herida de amor y pronunciará mi nombre. Ya quiero que llegue. Y cuando
llegue le preguntaré una y mil veces en medio de la rutina de mi vida:
«¿Eres Tú, Señor, o tengo que seguir esperando?». Y de nuevo me quedo con esa pregunta. ¿Qué me contestará a mí Jesús
para decirme que sí? Las señales de Dios en mi camino tienen que ver con lo más
humano que hay en mí. Es su consuelo el que me abraza. Es su amor personal que
me susurra en el alma. Es mi nombre pronunciado por Él. Jesús viene en obras de
amor. En signos de misericordia. Yo mismo lo hago presente cuando amo, cuando
me entrego, cuando rompo con mi amor los esquemas de los hombres. Sólo así, en
mis obras, y no en mis palabras. En mis
gestos, y no en mis declaraciones de buenas intenciones.
Me
gustaría cuidar en el Adviento la virtud de la paciencia: «Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del
Señor. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del
Señor está cerca». Es esa virtud que tanto escasea. Lo quiero todo ya,
ahora mismo. No me gusta esperar. Voy con prisas. No quiero perder mi tiempo. Y
el Adviento me invita a vivir esperando, a invertir el tiempo en la
espera, a cultivar el anhelo. Decía el
P. Kentenich: «La medida del anhelo es la
medida de la gracia». Si anhelo poco, si espero poco de la vida, si sueño
poco, obtendré poco. El que apunta alto consigue más. Eso lo sé. Si me duermo y
no espero nada de la vida, no recibiré nada. La medida del anhelo está en
proporción a la medida de la gracia que se me regala. Quiero apuntar alto.
Quiero vivir inquieto, en búsqueda. No me gusta la paz del que lo tiene todo y
no necesita nada más para vivir. Me da miedo pensar que no me hace falta nada
en esta vida. No estoy completo. Me faltan muchas cosas. No lo tengo todo claro.
Estoy muy lejos del ideal. Me da miedo pensar
que viviendo instalado voy a ser más feliz. Me gusta la oración de una persona:
«Quiero que Tú seas el centro. Me cuesta
tanto. Me turbo cuando las cosas no son como yo quiero. Pierdo la paz. Me pongo
triste. Con la cabeza quiero hacer lo que Tú quieres. Pero luego me da miedo
perder lo que tengo. Como un niño aferrado a su pelota. Me gusta la vida que
tengo. Me he acomodado.
Basta
con seguir la rutina cada día. Sin hacer cambios. Sin esperarlos. Quiero ser
más tuyo cada día en este Adviento. Ser más carne de tu carne. Espíritu de tu
espíritu. Quiero amar más sin pensar en mí. Que no quiera el reconocimiento y
el aplauso. Me siento débil. Me da miedo caer en ese orgullo y pensar que me
necesitas para
cambiar
el mundo. Cuando soy yo el que te necesito». Me gusta esa actitud
paciente en la espera. Quiero ser más de Jesús. Quiero ese fuego inquieto en el
alma. Soy impaciente. Pero también sé que Dios construye a partir de lo que
soy, a partir de mi impaciencia. Sabe que lo quiero todo ya, ahora mismo. Y por
eso le gusta cuidar mi corazón para que aprenda a esperar. A perder el tiempo.
A aguardar. La oración tiene mucho de espera. Me detengo ante Dios y le digo: «Este tiempo perdido es para ti, te lo
entrego. No busco frutos en esta oración. Sólo quiero perder el tiempo contigo,
esperarte con paciencia. Sin hacer otras cosas al mismo tiempo como hago a
veces. Todo yo a solas contigo sin interferencias». La oración es una
escuela para aprender a vivir con paciencia. Sin buscar satisfacer mis deseos,
mis anhelos y mis planes de forma inmediata. No soy paciente con Dios. No soy
paciente con las personas. Me impacientan las personas lentas. Me cuesta
esperar a que hagan lo que tienen que hacer. ¡Cuánto me educa convivir con
personas lentas! No buscan el resultado inmediato. ¡Qué bien me viene para aprender a ser paciente!
María creyó que era Dios en su vida sin necesidad de
una señal especial. Le bastó la pregunta del ángel.
Dios pregunta y María cree. Dios suplica y María da su sí. Me conmueve el sí de
María. Ese sí sin ver, sin saber, ese sí en la noche. Ese sí la puso en camino.
Por ese sí Dios tocó la tierra para siempre. ¿Cuál es mí sí en este Adviento?
Un sí a tientas, pero que me saca de mí, y me pone en camino hacia Belén.
Quiero abrir mi corazón y decir sí. A lo que me cuesta, a lo que me turba. Doy gracias por esa iniciativa de Dios de
llegar, de venir, de quedarse, de acercarse a mi vida. Doy gracias por ese sí
de María temblando ante el ángel. María de rodillas pronunció su sí. Ese sí
virginal, inmaculado. Miro a María de rodillas. Su sí abre el corazón de Dios.
Me conmueve. Mi sí cambia la historia como el de María. Pero muchas veces compruebo
lo lejos que estoy de María. Mi pecado, mi herida, el estar tan roto por
dentro. Decía el P. Kentenich: «El anhelo
más profundo de nuestro corazón es el de vivir sin pecados. Observamos además
que, en el paraíso, el don de la gracia estaba unido al don de la integridad»5. Quisiera vivir sin pecados. Quisiera ser íntegro y no lo soy. Lo
anhelo. Hoy miro a María porque quiero que eduque mi corazón. Es la petición de
todos los días de mi vida. Quiero educar mis sentimientos más hondos. Mis
afectos, para no vivir desordenado. Hoy se habla mucho de la educación afectivo
sexual. Hoy hay tantas personas rotas, desintegradas, sin orden en su interior,
sin libertad, inmaduras. ¡Cuánto cuesta amar bien, de verdad, de forma íntegra
y madura! Llamamos amor a cualquier cosa. Lo teñimos de una tonalidad romántica
e ideal. Exigimos un amor con la pretensión de que nos colme por entero, pero
luego no nos llena. El corazón está hecho para un amor infinito y no se
conforma con amores finitos. Aunque ese amor finito me lleva al amor infinito
de Dios. Por la cuerda humana llego a Él. No puedo vivir sin amar y ser amado.
Es parte de mi vocación de hombre. Es la realidad. Un amor humano que me lleve
a Dios. Pero es verdad que a veces exijo un amor exclusivo que no sucede. Vivo
perdido y sin encontrar un sentido a mi vida por haber fracasado. Espero ser
colmado en mis afectos por personas que no me llenan. El corazón desea siempre
más de lo que recibe. Siempre hay un espacio para más amor. Por eso me alío con
María en el Santuario, para poner en su corazón mi herida de amor. Quiero que
Ella me eduque en mis afectos, en mis sentimientos, me ordene y me integre. De
forma imperfecta, porque soy imperfecto. Pero sé que si Ella no lo hace yo solo
no soy capaz. Decía el P. Kentenich: «¡Madre,
si yo fuera tú! Al contemplar la imagen de María Inmaculada, ¿acaso no sentimos
un anhelo de paraíso, de pureza interior, de libertad frente al poder de la
sexualidad? Dios es admirable en su proceder. No dio al mundo solo ideas
abstractas; Dios conoce la naturaleza humana y por eso con la imagen de la
Inmaculada nos ofrece una maravillosa ilustración de valores»6. María se me presenta entonces como la mujer íntegra que no tiene
pecado ni desorden. Quiero ser como Ella.
Su amor me ama
hasta el extremo. En su corazón todos cabemos. Es un corazón sin límites. Donde
no hay barreras. Quiero ser como Ella. Quiero aprender a amar así,
entregándome, no guardando mi corazón para que no sufra ni se manche. Quiero
que mi corazón no tenga límites. Que se ensanche cada día más. Que no conozca
las barreras ni los miedos. Que no se guarde egoístamente. Que no se ate desordenadamente a la vida.
5 J. Kentenich, Envía tu Espíritu
6 José Kentenich, Kentenich Reader III,
seguir al profeta
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