Isaías
50, 4-7; Filipenses 2, 6-11; Mateo 21, 1-11
«Mira
a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de
acémila»
9 abril 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Jesús quiere
sólo mostrarme el camino. Me anima a hacer lo mismo. Dejo de lado mis
pretensiones tan humanas. Dejo de lado mi búsqueda de poder. Me subo a su
pollino indefenso»
Con
frecuencia me pregunto por el verdadero sentido de la vida. Tantas personas
llegan a mí llenas de dudas. Se preguntan conmovidas: «¿Voy por el buen camino?». Como si dudaran del sentido de su
entrega, de sus sacrificios pequeños y grandes, de sus renuncias y esperanzas
guardadas en el alma. Dudan y tienen certezas. Es propio del alma que sueña con
lo eterno. Es la vida una sinfonía en la que yo sólo toco mi propia parte
musical. Con mi instrumento. Con mi fragilidad. Tal vez de forma desentonada.
Pero seguro que al escuchar el todo cada pieza encaja. En Dios, claro, no en mi
alma tan pequeña. Yo sólo sueño un día con escuchar completa esa melodía
lograda que no acabo de comprender cuando contemplo el mundo tan herido y roto.
Sin armonía. Quisiera poder ver su mano barajando el amor entre hombres rotos,
sanados, sostenidos. Jugando con mis manos. Desplegando en mis palabras su
fuerza sanadora. Deseo que la paz reine un día en el corazón confuso del
hombre. Y su reino se vea más de lo que ahora soy capaz de percibir en medio de
tanta guerra. Y quiero rebelarme. Y gritar que deseo que mi Dios haga algo. Que
se vea su poder. Mi grito suena como esa voz apenas audible en los labios de
Judas cerca ya del Calvario. O como ese gesto esquivo de Pedro que no quería
ser lavado por Jesús en su última cena. Decía Jean Vanier: «A Pedro le cuesta comprender a Jesús. No soporta el sufrimiento y la
debilidad. Quiere un Jesús fuerte que va a realizar su misión con éxito. El
sufrimiento es lo que no queremos. Tenemos miedo del sufrimiento. Ser
vulnerable significa tener miedo de ser abandonado. No queremos el sufrimiento.
Jesús vino a traernos algo nuevo en relación al sufrimiento. No lo elimina.
Aunque hizo todo por sostener a los apóstoles para que ayudaran a la gente en
su sufrimiento. Lo que prometió no fue suprimir el sufrimiento sino dar una
fuerza nueva para soportarlo y descubrir un sentido nuevo al sufrimiento. Puede
ser fuente de vida». Sueño con esa sinfonía en la que las notas no son
cruces y los acordes llenos de armonía son belleza sin sangre. Y yo veo la
fealdad y me aturde el dolor. Me confunden el pecado y la muerte. Y mi propio
dolor turba mi ánimo. ¡Cómo seguir caminando en medio de tantas cruces! ¿Por
qué no puedo evitar el fracaso y la muerte? Es como si quisiera jugar a ser
Dios en medio de mi vida. El poder de cambiar la realidad que me rodea. He
escrito muchas palabras con mis dedos. Algunas las he repetido ya muchas veces.
Pero no creo que mi palabra pueda crear la vida. Sólo las palabras de Jesús
guardan en su interior la semilla de lo eterno. Mi palabra es frágil. Se eleva
en un vuelo apenas perceptible. Vuela unos segundos en los que yo la veo. Y luego cae abatida por el
paso del tiempo. Me cuesta pensar que mi vida sea como esa palabra que se eleva
altiva para caer sin aliento. O tal vez sí mi vida es un acto valiente de
entregarlo todo por un sueño eterno. Me uno a las palabras de una persona que
rezaba: «Querido Jesús. En tu roca herida
inscribo mi vida herida. Me conoces. Sabes que soy frágil. Que no soy capaz de
besar mi cruz. Me da miedo. Tengo tantos
miedos. A perder lo que tengo. A perder la fama. A no tener éxito. A
perder la salud. Todo me da miedo. A veces hasta Tú me das miedo. Lo sabes.
Perdóname. Te pido que me sostengas. Te necesito. Porque no es fácil el camino.
Me da miedo. Yo soy débil. Me escogiste débil. Eso es un regalo. Conmigo puedes
hacer algo. Eso espero. Con mi vida pobre. Tú escrutas mi corazón. Lo llevas en
el tuyo. En tu corazón herido mi vida se llena
de paz». Mi miedo al fracaso. Al olvido. Al sufrimiento que tantas
veces rehúyo. Me asusta entregarle la vida a Dios en un acto de renuncia. La
sujeto con manos firmes, para que no se escape. La ato al presente para que no
se hunda. No quiero quedarme solo. No quiero perder la esperanza. En medio de
tanta muerte cuesta ver la luz de una vida que no tiene fin. De un amor más
fuerte que el odio.
Camino firme, seguro. No me
convence mi razón al marcarme un camino seguro. No lo pretendo. Mi corazón
tiene tanta fuerza. Necesito que Jesús se abra paso en lo más hondo de mi alma
para guiar lo que vive en mi subconsciente. El P. Kentenich decía: «En nuestros días se observa, en la
naturaleza humana, un fuerte afloramiento de lo irracional, de lo
subconsciente. Hacemos, en primer lugar y con mayor intensidad, lo que deseamos
a nivel subconsciente que lo que queremos a nivel consciente. Así ocurre hoy sin
duda y así nos sucede también a todos nosotros. En relación con nuestra
educación y la educación de los valores trascendentes, es muy importante
purificar, transfigurar y embeber en Dios el subconsciente del hombre, nuestra
propia psiquis»1. Quiero que su luz
penetre hasta los pliegues más ocultos. Hasta las aguas más hondas en cuyo
interior apenas me reflejo. Quiero dejarle entrar a Él para que logre en mí ese
orden que yo no consigo. Ese orden armónico que tal vez sólo en el cielo veré
posible. Aquí sigo tocando con pasión la
parte que me toca en esa sinfonía. Me gusta mi parte tosca. Lo hago desde mi
torpeza. Apenas empiezo con ritmo. No sé si lograré acabarlo todo. Me pongo en
camino. No le tengo miedo a la vida. Me
apasiona vivir.
Tal vez la fama y
el poder, el éxito y el reconocimiento, mueven con demasiada fuerza el corazón
del hombre. No quiero que la fama y el poder sean el objeto de mis sueños. El
otro día leía una reflexión interesante de Pedro Luis Uriarte: «Dejé el banco porque de tanto respirar
incienso, la persona se estaba muriendo aplastada por el personaje. El poder es
la droga por excelencia, te cristaliza el corazón, te cambia como persona.
Después de años de éxitos tenía que parar. Cuando estás a máxima presión tienes
poder, todo te ha salido bien, tienes tal seguridad en ti mismo que te
conviertes en una máquina que va anulando a la persona». No quiero que el
personaje consuma a la persona. Ni que el poder sea la obsesión de mis pasos.
No quiero que la fama y el reconocimiento sean ese poder que sostenga mi vida.
Tengo claro que el poder permite cambiar el mundo. ¡Qué sutil su atracción!
¡Cuánta fuerza tiene! Tira con pasión de las fibras de mi alma. El poder parece
hacer posible el cambio. El poder me lo dan el conocimiento, el reconocimiento,
el éxito, los logros. Siempre quiero hacerlo todo bien, tener éxito. Lo tengo claro.
Tal vez es la
semilla de perfeccionismo que hay en el alma humana. El deseo de triunfar en
todo. Ser el primero. Vencer todos los obstáculos. Ganar siempre. Travis Bradberry
habla de una actitud tóxica:
«La perfección
equivale a éxito. Los seres humanos, por naturaleza, son falibles. Si tu
objetivo es la perfección, siempre te quedará sensación de fracaso y acabarás
perdiendo el tiempo en lamentarte por no haber logrado lo que te proponías, en
vez de disfrutar de lo que sí has podido conseguir». ¡Qué importante
es educarme y educar a otros en la tolerancia frente a los fracasos! Todos
vamos a fracasar tarde o temprano. Decía un entrenador de fútbol: «Sólo en el diccionario éxito está antes que
trabajo». El verdadero éxito en la vida es trabajar sin descanso pensando
en la meta. Caerme y volverme a levantar sin demora. Tropezar una y otra vez
sin dejar de soñar. Alzar la mirada a lo alto cuando la tentación es permanecer
estancado en mi tristeza. ¡Cuánto bien me hace la humildad de las caídas!
Porque corro el riesgo de caer en la vanidad cuando me creo capaz de todo. El
otro día leía: «Cuanto más nos revestimos
de gloria y honores, cuanto mayor en nuestra dignidad, cuanto más revestidos
estamos de responsabilidades públicas, de prestigio y de cargas temporales como
laicos, sacerdotes u obispos, más necesidad tenemos de avanzar en la humildad y
de cultivar cuidadosamente la dimensión sagrada de nuestra vida interior, procurando
constantemente ver el rostro de Dios en la oración»2. Mirar hacia dentro. No buscar continuamente la
aprobación del mundo. El eco de mis palabras, de mis gestos. Quiero vivir
dándolo todo, porque el trabajo es la clave de una vida lograda, plena y feliz.
No el éxito. Sí el trabajo y la entrega. No el hacerlo todo bien. Sí el
intentarlo siempre luchando hasta el final. Sin pensar que no es posible. No
deseo la fama como meta de mi felicidad. No deseo el reconocimiento de todos en
todo lo que hago. Esa tentación tan subconsciente me acaba pasando factura. No
quiero dejarme llevar por ese sabor agridulce que dejan las victorias. Siempre,
detrás de una victoria, está el deseo de volver a triunfar. Es una cadena que
nunca se termina. Siempre puedo lograr más, alcanzar más metas, realizar más
gestas. Puede ser que el personaje que quiero representar me coma por dentro.
Pierdo la sensibilidad. Dejo de mirar a Dios porque me creo capaz de todo. Y
eso no es posible. No puedo yo solo cargar con el peso del mundo. Necesito
volverme hacia mi interior. Descansar. Necesito ahondar en lo más profundo de
mi alma. Necesito ver el rostro de Jesús y descubrir en él mi verdad. Soy
necesitado. Soy
1 J. Kentenich, Envía tu Espíritu
2 Cardenal
Robert Sarah, La fuerza del silencio, 33
vulnerable. No lo puedo todo. Quiero descansar en la barca de Jesús.
Y aprender a vivir el fracaso con paz. ¿Dónde está el umbral de mi tolerancia
ante los fracasos? Hay personas aparentemente maduras que no saben reaccionar
ante la más mínima contrariedad que encuentran en el camino. Se frustran.
Se enfadan. Se alejan de los
hombres. El umbral de tolerancia es muy bajo. Ante la más mínima frustración
reaccionan de forma inmadura. No quiero ser así. Quiero tener una gran
tolerancia ante el fracaso. Para poder tratar al éxito y al fracaso como lo que
son, dos impostores. Como decía Rudyard Kipling: «Al éxito y al fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre con la
misma indiferencia». No es fácil tolerar bien la fama sin caer en la
vanidad. Resistir bien los éxitos sin dejarme llevar por la prepotencia. Y no
es fácil resistir las derrotas sin hundirme. Sin desfallecer en la lucha. Sin
desesperar. Tiene mérito ser capaz de
levantarme después de una caída. Y luchar siempre. Hasta el final de la vida.
Este domingo
preparamos el corazón para entrar en la Semana Santa. Nuestra semana
sagrada. Esa semana en la que acompañamos a Jesús en su pasión, en su
resurrección. Comienza todo con la entrada en Jerusalén: «Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte
de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles: - Id a la aldea de
enfrente, encontraréis en seguida una borrica atada con su pollino, desatadlos
y traédmelos. Si alguien os dice algo, contestadle que el Señor los necesita y
los devolverá pronto». Una borrica y un pollino. Así comienza el camino.
Llega a su ciudad, donde iba de niño con María y José. Ha llorado al verla de
lejos. ¡Cuántos recuerdos en el templo! Llega a sus muros. Es valiente. Intuye
lo que va a suceder. Sabe de la rabia de algunos hombres. Han decidido matarlo
después de la resurrección de Lázaro. A Él y a Lázaro. Tal vez ya no querían
más cambios en sus vidas cómodas. ¡Cuántas veces me pasa a mí! Me instalo en mi
forma de mirar a Dios, de mirar la vida y no puedo abrirme a otra distinta.
Aunque sea verdadera. Me siento inseguro, pierdo parte de mi poder, de la
parcela que yo controlo. Prefiero mantenerme lejos. Eso hicieron algunos
fariseos.
Porque de cerca Jesús les hubiera mirado al
corazón. Quizás no se hubieran podido resistir a su amor personal. De lejos, en
cambio, es fácil juzgar y encasillar. Hoy Jesús entra en su ciudad atravesando
la puerta santa revestido de pobreza. Entra en la humildad de una borrica, de
un pollino. No se puede entrar de otra manera al comenzar el camino hacia la
muerte. Jesús ha vivido ya la gloria de la fama. Ha experimentado cómo tantos
seguían sus pasos y escuchaban sus palabras. Pero ahora sabe que es una semana
sagrada, dolorosa, llena de esperanza. Va a necesitar ir muchos días a Betania
para cargar el corazón. Tal vez por eso necesitó Jesús resucitar a Lázaro, para
descansar también en él en medio de su dolor. Hoy Jesús entra aclamado por el
pueblo. Lo hace en la humildad de un pollino. Y hace realidad las palabras del
profeta: «Esto ocurrió para que se
cumpliese lo que dijo el profeta: - Decid a la hija de Sión: - Mira a tu rey,
que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila». La
pobreza del rey de reyes. Un anuncio mesiánico. Un mesías humilde. Es la
pobreza del abajamiento que tanto nos desconcierta. No en un caballo altivo. No
es un rey poderoso. Jesús no tiene poder. No lleva un ejército. No le siguen
hombres armados. Sólo un puñado de hombres pobres y fieles. Y Él montado en un
pollino, en una borrica. Es la pobreza que siempre me desconcierta. La
humanidad de Dios que tal vez yo no espero. Es todo tan diferente a lo que el
corazón sueña. Deseo las cosas bellas. Anhelo los paisajes preciosos. Me gustan
los honores y el reconocimiento. Quiero tener poder e influencia. Busco que me
sigan y aplaudan. La humildad del pollino me resulta demasiado violenta o tal
vez demasiado pacífica. No impone, no despierta el miedo. Me parece demasiado
chocante para un día de fiesta. ¿No es acaso Jesús el rey de los judíos? ¿No es
Él el hijo de Dios al que todos siguen? Sus caminos no son nuestros caminos. El
camino de Jesús es el de la humildad, el de la pobreza y creo que no siempre es
el mío. Porque el mío a veces es el del orgullo, el de la vanidad. Leía el otro
día sobre S. Ignacio: «Ahí se estrella su
ideal de perfección. Ahí va de cabeza su orgullo. Hasta este momento todavía
Íñigo no ha caído en la cuenta de que lo que Dios le pide no es que sea un
Íñigo irreal, puro y magnífico; lo único que Dios quiere es que Íñigo, con sus
fuerzas y flaquezas, se deje enamorar, seducir por el Cristo pobre y humilde
que le está esperando, y que se convierta en testigo y transmisor de ese amor»3. A veces pretendo caminar altivo el camino de la
cruz. Me creo capaz de vivir una santidad heroica digna de elogio.
Quiero
recorrer mi propia vida sin errores ni defectos. Como esa persona que me
confesaba hace poco que tardó muchos años en darse cuenta de que ella tenía
defectos y debilidades. Siendo niña había
3 José
María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, Nunca solo
aprendido a
esconder sus flaquezas. No podía permitirse la duda, las lágrimas, la pena, el
error, la debilidad o el fracaso. Y así sólo era capaz de ver los defectos y
pobrezas del prójimo, de su esposo, de su familia, pero no los propios. Hasta
tal punto que dudaba si realmente en ella había algún defecto escondido. Y si
lo había, todo era posible, seguro que no era importante, tal vez nimio. No
tendría relevancia en comparación con los defectos que ella toleraba en el
prójimo. Cuesta mucho aceptar que tengo debilidades. Revestirme de pobreza.
Entrar montado en un pollino. Son gestos desprovistos de grandeza. El que se
muestra débil ante los demás es porque es débil. No es una pose. Y yo no quiero
ser débil. No me gusta la dependencia. Busco la autonomía. Ser libre, ser yo el
que hago y deshago. Y por eso me cuesta esa imagen débil de Jesús. Subido a un
pollino, aclamado por los que lo ven entrar. Pero no tiene poder. ¿Cómo va a
vencer con su fuerza? ¡Cuántas dudas albergaría ya el corazón de Judas! ¡Cuántas
dudas alberga ya mi corazón! Una persona me pregunta: «No entiendo muy bien de qué me sirve rezar. Al final siempre sucede lo
que Dios quiere». Quise explicarle que la oración cambia mi corazón. Me
transformo en el poder de la oración. Pido, doy gracias, alabo. Y Jesús viene a
caminar conmigo. No elimina el sufrimiento que no deseo. Me sostiene con su
amor infinito, tan humano, tan divino. Se abaja a mi cruz para ayudarme a
llevar el peso de mi madero. Es verdad que a veces me gustaría ver más su
poder. Como a Judas. Como a esa persona llena de dudas. Puede ser que su
impotencia me haga más frágil. Su indefensión aumente mi debilidad. Puede ser
que en su humildad no me sienta protegido. Pero Jesús quiere sólo mostrarme el
camino. Me anima a hacer lo mismo. Dejo de lado mis pretensiones humanas. Dejo
de lado mi búsqueda de poder. Me subo a
su pollino indefenso.
Quiero unirme a todos los que lo alaban hoy. Ese domingo habría muchos hombres aclamando a Jesús por las obras
que había realizado en sus vidas. Tendrían algo particular por lo que darle las
gracias. Una curación, un milagro, una palabra, un momento en que Jesús se
acercó y se detuvo delante de ellos, una mirada. Cada uno recordaría un lugar,
unas manos que lo sanaron, levantaron, consolaron. Un abrazo. ¿Qué le agradezco
hoy a Jesús? Este domingo es el día para darle gracias a Jesús en mi vida. Algo
concreto. Jesús apareció un día en mi camino. Lo alabo porque quizás me ayudó a
caminar. Porque me sostuvo cuando yo ya me caía. Porque fue a buscarme cuando
me alejaba de Él. Porque me esperó en mis ausencias. Porque sanó mi corazón
herido de soledad y de miedo. Porque calmó las tormentas de mi mar interior,
lleno de ira, de desánimo, de desilusión.
Porque me
miró hasta el fondo de mi corazón con ternura cuando yo no podía ni mirarme.
Porque comió en mi mesa, sentado junto a mí. Lo alabo porque creyó en mí y me
llamó por mi nombre.
Porque me amó
sin condiciones y sin medida. Lo alabo porque cuando estaba todo oscuro y yo no
veía nada, ni sabía hacia dónde ir, me dijo al corazón: «No temas, estoy contigo». Lo alabo por mis momentos de cruz en los
que sentí sus brazos. Por mis momentos de miedo en los que me animó a saltar en
la fe. Lo alabo porque me llamó en el lago a vivir con Él. Lo alabo porque puso
en mi corazón una sed que no me deja quieto. Le doy gracias. Coloco mi vida a
sus pies, mi manto, mis ramos de olivo. Jesús, que sabe que mi corazón es
frágil, me acoge y recibe mi alabanza. Hoy es un día para dar las gracias.
¡Cuántas veces mi oración es sólo petición! Hoy miro a Jesús. Sin ejército. Sin
escudos. Sin protección. A pleno día. Impotente. Montado en un pollino manso y
vulnerable. Llega a mí, que estoy tantas veces amurallado. Que me defiendo
tanto para que no me hagan daño. Llega con sus amigos que tendrían miedo, pero
que no lo dejan en esta entrada. Van con Él.
Sabe que esos hombres lo necesitan. Lo miro y lo aclamo con sus mismas
palabras: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!». ¡Qué poco bendigo a
Dios por las obras que hace en mi vida! ¡Qué poco bendigo a los hombres por su
amor y entrega! ¡Qué poco agradezco y alabo! ¡Cuánto me quejo, exijo y mido!
Hoy es un día para agradecer y bendecir. Para alabar a Cristo. Que va a
comenzar su semana de pasión por amor. Por un amor más grande. Por el amor por
el que yo fui creado. A veces las cosas no son sólo blancas o negras. Hoy hay
luz y miedo a la vez. Alegría e inquietud. Vida y muerte. Pienso en María, ese
día de ramos junto a su Hijo, en silencio. Callada. Vive en el corazón lo que
vive Jesús.
Alegría por
poder ver cuánto bien ha hecho su Hijo. Miedo por el odio y la rabia de quienes
lo buscan creyéndose en posesión de la verdad. María está junto a Jesús,
recibiendo con paz y con alegría el agradecimiento de tantos hombres. Quiero
alegrarme con la alegría de este día de ramos. Veo a lo lejos la luz de la
Pascua y eso me alegra el alma. Tengo tantas cosas que agradecer, tantos milagros que he visto. Por todo ello
me arrodillo ante Jesús para alabarlo.
Muchas veces la verdad queda oculta bajo la
apariencia. Así suele ser en la vida. Así fue ese
día en Jerusalén. Un rey entra en Jerusalén montado en un pollino. Un hombre
aclamado por otros hombres. Oculto y desvelado a un mismo tiempo. ¿En qué se
parece ese hombre aclamado por las multitudes al entrar en Jerusalén, a ese
otro hombre al que todos quieren matar el viernes santo? ¿No hay un punto
intermedio entre la gloria y la muerte? ¿Cómo escribir la verdad de esa misma
carne que un día despierta el seguimiento y poco después provoca la huida? Tal
vez sea así de voluble mi corazón, mi amor que se tambalea y cae. ¿Dónde está
la verdad de las cosas? Jesús es el mismo en el domingo de ramos que en el
viernes santo. El mismo hombre muerto en la cruz y el mismo hombre resucitado.
¿Dónde está su
verdad? Es la misma verdad. La de hombre, la de Dios. A veces me cuesta
distinguir bien la verdad de las personas bajo el caparazón de la apariencia.
Bajo esa imagen que yo mismo me he formado de la realidad. A veces mis propios
prejuicios no me dejan hacerme un juicio verdadero. Condeno el pecado de aquel
que está ante mí. Veo con facilidad su impureza, su falta de valor. Pero no veo
su verdad. Creo que influye mucho el ruido en mi corazón. Me aturden las
opiniones de los hombres. Tengo otros juicios aprendidos. «¿Qué es la verdad?». Esa pregunta de Pilato permanece suspendida
en el aire sin una respuesta. Sostenida por la fuerza de un amor imposible.
Jesús es la verdad, el camino, la vida. Jesús quiere que yo viva en la verdad,
pero eso a veces no es tan fácil. La obra de teatro «El Pato salvaje» de H. Ibsen se centra en la verdad y en la
mentira. Parte del símil de lo que es la caza del pato salvaje. Si el pato
recibe un disparo y no muere, queda herido. Entonces, para salvar su vida, se
sumerge en el agua agarrándose con el pico a las algas evitando así emerger. El
perro se lanza al agua y lo saca a la superficie. Hubiera muerto igualmente
ahogado bajo el agua.
Ahora morirá
en manos del cazador. Una pregunta se nos plantea. ¿Es mejor vivir agarrado a
las algas huyendo del perro y al final morir en la oscuridad? ¿O es mejor que
te salve el perro de morir ahogado para luego dejarte a los pies del cazador?
¿Es mejor vivir, sobrevivir hasta la muerte con la luz de una mentira que llena
de color la vida? ¿O enfrentarme a la verdad de mi alma y morir así? Es el
dilema. ¿Es necesario enfrentarme siempre con mi verdad? ¿Tengo capacidad para
besar mi propia verdad y aceptarla? ¿Cómo hago para ayudar a otros a llevar su
verdad? A veces quiero saber toda la verdad de las personas. O me empeño en que
ellos enfrenten su verdad. Olvido que todos tienen derecho a guardar la
intimidad de su vida sagrada. Y yo no tengo derecho a saber todo lo que otros
hacen. Además no todos están preparados para vivir su propia verdad. No sé cómo
mostrarle a alguien la mentira en la que vive. Tal vez no sea capaz de vivir en
la verdad. Y yo no lo sé. Sólo sé que yo sí quiero vivir en la verdad. Quiero
aprender a ver mi verdad y besarla. Aunque me duela y pese. Aunque no tenga tanto
brillo. Aunque sea montado en un pollino. Aunque me toque cargar con una cruz
anodina. No me importa. Prefiero la verdad fuera del lago a la mentira bajo el
agua. Pero no sé si siempre es posible dar ese paso. Creo en el poder de Dios
que tiene la sutileza para sacarme de mis
mentiras. Su delicadeza es fruto de su amor. Esa forma suya de tratarme es la
que me hace más capaz para besar mi verdad. Hoy pocos ven la verdad de Jesús.
Pocos la conocen. También pocos son los que al pie de la cruz podrán decir como
el centurión que Jesús era verdaderamente el hijo de Dios. No es fácil ver la
propia verdad. Y no es fácil ver la verdad de los hombres. Necesito un corazón más puro, más inocente, más de Dios.
La Semana santa
es una semana de silencio, no de ruidos. Pero sé que a veces me dejo
llevar por el ruido de los hombres que gritan. Hay demasiado ruido. El otro día
leía algo que me pareció muy verdadero: «El
ruido ha adquirido la nobleza que antes poseía el silencio. Al hombre que habla
se le aplaude. El silencioso es un pobre mendigo hacia el que ni siquiera
merece la pena alzar la mirada. El hombre silencioso ya no es signo de
contradicción, es sólo un hombre que sobra. El que habla posee importancia y
valor mientras que el que calla sólo recibe poca consideración. El hombre
silencioso queda reducido a la nada. El simple hecho de hablar aporta valor.
¿Que las palabras no tienen sentido? No importa»4. El camino hacia la Pascua es una lucha ciega entre
el ruido y el silencio. Hombres que gritan. Hombres que callan. Los gritos que
aclaman y dan gloria. Los gritos que condenan y piden la muerte. Los silencios
de los que huyen por miedo a la muerte. El silencio de Jesús llevado al
Gólgota, indefenso. Y luego su muerte silenciosa.
Me
impresiona esa lucha extraña en mi propia alma entre el ruido y el silencio. En
la vida parece que el que grita logra imponer su criterio y su opinión mejor
que el que calla. Y el que guarda silencio
4 Cardenal
Robert Sarah, La fuerza del silencio,
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pierde todo
crédito y admiración. El que calla cede, falla, es olvidado, ignorado, se
vuelve invisible. Tal vez por eso gritan tanto hoy los hombres para hacerse
oír. Su grito vale más que su palabra, más que su silencio. Yo mismo grito
muchas veces y se turba mi juicio. Pero no por gritar poseo la verdad. Aunque
la fuerza de mis gritos parezca imponerla. Pero no es verdad. Hoy aclaman a
Jesús el entrar en Jerusalén. Y no por eso la ciudad se rinde a los pies del
nuevo rey. Los gritos se ahogan. Los mantos quedan tirados en el camino junto a
los ramos de olivo. A los gritos y a los cantos sucede un hondo silencio. Y en
ese silencio trascurren los días de Pascua. Gritos de los hombres en el templo
convertido en mercado. Gritos de los hombres que luego pedirán la muerte de
Jesús. El silencio sin defensa de Jesús ante Pilato. No hay gritos. Sólo un
llanto silencioso de los que aman, de los que esperan, de los que aguardan.
Pero los gritos del odio tienen más fuerza. Imponen la cruz. Todos los oyen.
Hoy parece que si no grito no me oyen. Si no alzo la voz no existo. Pero sigo
creyendo yo en el poder silencioso del silencio. Una poesía habla de ese
silencio verdadero que está en mí. Dios habla:
«Me
pides más silencio y el silencio está en ti. Confía a mí tus voces y estas
acallarán. Quiero ser el Dios que escucha tu voz, El que te descubre los
pensamientos que te entristecen y no te dejan vivir. Quiero ser el Dios que
dulcifica tus penas. Que agranda las puertas de entrada y de salida. Que te
acompaña en tu responsabilidad y te libera cuando te esclaviza. Que te libera
de los agobios y asume tus cargas. Me pides silencio para que pueda hablarte.
Búscalo pero no dejes entrar la culpa ni la tristeza si no das con él. Y nunca
creas que te quiero más cuando más en silencio estás. Pero si me pides
Silencio, ¿Cómo no te lo voy a dar? Y cuando lo tengas, trátalo como tratas el
aire, que existe y que no procuras atrapar. Y cuando lo tengas, sólo lo tienes
que gozar. Yo soy el silencio y en ti quiero descansar». Me falta silencio.
Menos palabras. Más presencia de Dios en el alma.
El silencio no
se impone por su fuerza. El silencio de Jesús camino al Calvario me sobrecoge.
Se dejará torturar y matar sin decir nada. Igual que hoy se deja alabar y
bendecir guardando silencio. Quiero vivir así las injusticias. Aceptar muchas
cosas en silencio, sin gritar, sin clamar a Dios, sin escandalizarme. Ese silencio santo es el que anhelo.
Me gustaría comenzar con Él su camino hasta la cruz. Siempre le pido que me acompañe Él a mí. Me gustaría, por una vez,
salir de mí y estar a su lado. Y al lado de sus rostros en el mundo, los que
más sufren. Le pido a María, que está callada en este día, que me ayude a ir a
su lado. Y a vivir con Él estos días de incertidumbre y caos en Jerusalén. Esos
días antes de la pascua en que Jesús durante el día va al templo y se expone
con sus palabras y sus hechos. Ora en el huerto de los Olivos con su Padre. Y
luego en la noche coge fuerzas de amor en Betania, con sus amigos. Quiero
acompañarlo en la cena del jueves. Sentarme a su lado, dejarme lavar por Él.
Quiero reposar mi corazón cansado en el suyo. Recostarme en su pecho como Juan.
Prometerle como Pedro amor eterno. Recibir ese pan partido que no comprendo.
Quiero orar con Él en Getsemaní y entregarme con mi dolor como Él lo hizo.
Quiero velar dormido, o sin dormirme, con mucho miedo a sufrir. Quiero seguirlo
de lejos cuando lo prendan. No sé qué hacer sin Él. Me preguntan y lo niego.
Tengo miedo. Digo que no lo conozco, que no soy de los suyos, que no hablo como
Él. Digo que sí, que un día lo conocí, pero que ahora ya no le pertenezco. Él
me mirará con amor infinito. Esa mirada de amor tan profunda. Nunca me han
mirado así. Lloro. Yo no conocía ese amor. Lloro porque soy frágil. Me duele.
Pero creo en que su perdón es posible. Le acompaño esas horas de oscuridad
junto a la cisterna en la que Jesús pasa su última noche. Lo condenan. Yo no lo
entiendo. Mienten. Es injusto. Lo hacen de noche. Jesús entró de día pero ellos
lo condenan de noche. Es la hora de la tiniebla. Dios calla. Dios está atado
ante la libertad del hombre. Dios vive el pozo de soledad que vivimos los
hombres. Las horas pasan lentamente. Jesús ama más que nunca. Quiero estar con
Él cuando caiga bajo la cruz que carga.
Cuando caiga
por mi peso, por mi pecado, por mi dureza. Cuando se levante ante mí y me mire
desde la cruz perdonándome, amándome, abrazándome, olvidándose de sí mismo por
amor a mí. Quiero tocar su herida, palpar su amor hecho consuelo y compasión.
El amor de Dios que se metió en la carne y se clavó en la cruz, y en mi
corazón. Quiero vivir a su lado cuando descorran la losa del sepulcro y se
llenen de luz sus heridas, su lanzada en el pecho. Quiero estar cuando me
pregunte si lo amo. Y yo no se lo pregunto a Él porque me lo ha demostrado con
hechos. Yo creo. Y mi vida comienza de nuevo desde ese lugar. Hoy comienzo un
camino. Jesús me mira. Yo lo recibo llegando hasta mí. Lo alabo. Le doy
gracias. Pongo mi vida a sus pies para que la pise con sus pies sagrados. Y le
pregunto si puedo estar con Él. Me necesita. Me parece imposible. Quiero estar con Él.
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