Amor y ley:
responsabilidad
para con el
hermano
Padre Nicolás Schwizer
N° 190 - 01 de marzo de
2017
La historia humana es una gran búsqueda de amor, acompañada de maravillosos
éxitos y muchos fracasos. La aspiración más profunda del corazón humano, es el
deseo de amar y ser amado. El hombre ha sido creado por amor y para el amor y
sólo en el amor puede crecer y ser fecundo.
Es seguramente también una experiencia nuestra: El amor es lo esencial de
nuestra vida humana. Y conocemos también la otra cara de la moneda: Sólo es estéril
quien vive sin amor ‑ sólo el egoísta fracasa en su vida.
De esta manera, Cristo ha personalizado al mismo tiempo los mandamientos.
Él ha hecho de ellos una tarea, que tiene siempre por meta otra persona: a Dios
o al hombre. No se trata, pues, de contentarse con el cumplir de las leyes al
pie de la letra, sino hay que buscar la persona del legislador detrás de ellas:
Dios mismo.
Los preceptos, en el fondo, no son más que una invitación para aumentar y
profundizar nuestro amor personal, tanto hacia Dios como hacia los demás. Por
eso, precisamente, la ley del amor no tiene límites. Por eso, también no
acabamos nunca de cumplirlo perfectamente en este mundo.
Así entendemos que el amor es la mayor de todas las virtudes. Está presente
en toda buena acción, en toda virtud. P.ej. la fidelidad, el respeto, la
humildad, la obediencia, sólo valen en la medida en que contienen amor, en
cuanto son formas de amar.
San Agustín lo expresa en
forma concisa: “¡Ama y haz lo que
quieras!” Pues, el que ama, sólo puede querer el bien. El amor le basta. El
amor le es todo.
San Agustín se refiere al verdadero amor, el amor generoso, que sale de sí
mismo y se pone en camino hacia el hermano. Este amor desinteresado se
extiende, incluso, a nuestros enemigos. También a ellos debemos amar, como nos
lo pide el Señor: “Porque si amáis a los
que os aman, ¿qué mérito tendréis? ¿No hacen eso mismo también los publicanos?”
(Mt 5,46)
En este contexto, queremos
reflexionar sobre nuestra responsabilidad para con un hermano que está en
falta: en una falta grave y pública. Entonces Jesús nos invita a todos a
trabajar en la enmienda del culpable. Porque nadie está exento de velar por el
bien de todos. Cada uno es responsable del destino del hermano.
Esta responsabilidad para con el hermano no es fácil de ejercer, porque
exige mucho coraje y lealtad. Y nosotros, en general, somos cobardes,
preferimos no complicarnos la existencia metiéndonos en problemas ajenos. Sin
embargo, la recompensa y el fruto de tal acción es grande: Si te hace caso, has
salvado a tu hermano.
Hay que dar ese paso con discreción, pero también con perseverancia:
primero a solas, luego con otros, después con la comunidad eclesial: Si no hace
caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.
Esto no significa que por ello estamos dispensados de amarlo y convertirlo.
Pero no podemos mantener con él relaciones de confianza y amistad. Para
fraternizar, los dos tienen que estar de acuerdo. No se puede dar a quien
rechaza, ni perdonar al que se cree irreprochable, ni mantener un diálogo con
el que se esfuerza en no escuchar. No podemos forzarlo a cambiar, pero tampoco
ignorar su equivocación y su obstinación.
Más aún, su unión, su entendimiento, su fecundidad harán presente a Cristo
mismo. Ofrecerán a sí mismos y al mundo la revelación de esa presencia que los
ha reunido. Y ese poder de hacer presente a Cristo es el mejor testimonio y el
fruto supremo de una comunidad fraternal, responsable y solidaria, de una
comunidad que sabe amar sin reservas y sin límites.
Queridos hermanos, que nuestra propia comunidad sea, cada día más, una
comunidad que por su gran amor muestre el rostro de Cristo al mundo que nos
rodea.
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