Génesis
12, 1-4a; 3, 1-7; 2 Timoteo 1, 8b-10; Mateo 17, 1-9
«Se
transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus
vestidos se volvieron blancos como la luz»
12 marzo 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Jesús necesita
mis manos y mi voz para hacerse presente. Mi vida herida. Ama mi alma en la que
me dice que no puede haber murallas. Necesita que deje abierta mi herida. Entra
por ella cada día»
El otro día escuché que lo opuesto al aburrimiento es
la pasión. Pero un niño, al escuchar esa misma
afirmación, se quedó desconcertado. Tal vez pensaba en su alma de niño que lo
contrario al aburrimiento siempre es la diversión. Pero no. El tedio, el
aburrimiento, la acedia, la desidia, son opuestos a la pasión por la vida.
Vivir vegetando es lo contrario a vivir dando la vida en cada momento. Vivir
con toda el alma, con el todo el cuerpo. Dejándome la vida en cada esfuerzo.
Reconozco que no
me suelo aburrir. No sé si de pequeño me pasaba. No lo creo. Dios puso en mi
alma una capacidad muy grande de vivir despierto cada momento. De disfrutar la
noche y el día. De jugar en medio de la vida. Una mirada de niño para apreciar
tanto el sol como la lluvia. Una capacidad innata de entretenerme con cosas muy
sencillas. Y concentrarme en la vida que Dios me pone delante. No me da miedo
aburrirme. Más bien me preocupa que las horas se me escapen entre los dedos. El
tiempo se desliza sin darme cuenta. Y siempre quiero más horas en mis días
porque me falta tiempo para hacer todo lo que sueño. Tengo muchos sueños,
siempre los tuve. Tal vez por eso no me da tiempo a aburrirme. Pienso que el
que se aburre ha perdido la ilusión por la vida. O ha dejado de soñar con las
montañas más altas. O se ha cansado de sus sueños y los ha cambiado por un
realismo aburrido. Decía la protagonista de la película La la Land: «Tú me dijiste que tenía que cambiar los
sueños para madurar». Pero luego descubre que tiene que ser fiel a sus
sueños aunque eso sea una locura.
Entiende que ser
fiel hasta el final puede exigir renuncias: «Brindo
por los que sueñan; por más tontos que parezcan; brindo por los corazones que
ansían. Brindo por los corazones que se aventuran. La clave es una pizca de
locura que nos da nuevos colores para ver; ¿Quién sabe adónde nos llevará?». Un
corazón que sueña es lo que deseo. Un corazón apasionado. El que se aburre ha
puesto tal vez su corazón en pasiones fútiles, en el lugar equivocado. Y ha
dejado escaparse de su alma la pasión del amor. Definitivamente, lo contrario
del aburrimiento es la pasión. Lo contrario de una vida llena de tedio es una
vida apasionante, apasionada. ¿De qué depende? De mi mirada. De mi actitud. No
depende tanto del lugar en el que me encuentro. Tampoco de las personas que me
rodean. Depende sólo de mí. Puedo mirar de forma diferente mi vida. Puedo
cambiar mi forma de ver las cosas. Si me falta pasión por la vida, por el
hombre, por el amor. Si pierdo mi capacidad de disfrutar al máximo el presente
fugaz que Dios me regala. Si no me apasiono y me aburro. Entonces no estoy
viviendo la vida como Dios quiere que la viva. Por eso no quiero aburrirme.
¡Qué pena conocer personas que se aburren, jóvenes sin pasión ni fuerza que
parecen jubilados, almas grises que recorren una vida llena de tedio y desidia!
Conozco algunas personas así que han dejado de soñar y no creen en las locuras.
Ni en las altas montañas. Ni en los sueños imposibles. Tal vez les falta esa fe
que permite creer en lo que parece inalcanzable. Y soñar con las cumbres más
altas y lejanas a las cuales parece imposible que uno pueda llegar caminando.
Quiero tener un alma joven y enamorada de la
vida. Apasionada de mis sueños. Recuerdo que el Papa Francisco les decía a los
jóvenes en Cracovia: «Una fe auténtica
implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. Aquí está la pregunta
que tenemos que hacernos: ¿Tenemos también nosotros grandes visiones e
impulsos? ¿Somos también nosotros audaces? ¿Nuestro sueño vuela alto? ¿El celo
nos devora? ¿O bien somos mediocres y nos conformamos con nuestras
programaciones apostólicas de laboratorio?». No quiero llevar una vida
mediocre, aburrida, sin pasión. María, en la alianza de amor que he sellado con
Ella, me invita a cambiar el mundo. Y yo a veces miro mis días que pasan y no
cambio nada. Observo el
estado de mi alma. ¿Me aburro? Quiero
levantar las manos a Dios para alabarlo por mis días. Por los momentos de
alegría y los de cruz. De Tabor y de Gólgota. No dejo de soñar en los fracasos
y no me conformo con una vida cómoda sin entusiasmo. Quiero perder el miedo a
dar la vida. Quiero apasionarme por lo que Dios me regala. Él pone ante mis
ojos el desafío de vivir amando. Jesús mismo fue un amante de la vida, de los
hombres, del mundo fugaz. Porque tenía una capacidad infinita de amar el mundo
finito. Pasó por la vida dejando una huella de entrega. Ese don es el que le
pido hoy al Señor. No quiero tener miedo de saltar y confiar en sus brazos que
me esperan cuando caiga. Comenta Pablo D´Ors: «Conozco bien, de primera mano, el miedo que da saltar. Pero la vida es
la experiencia de ese salto. Siempre estamos – al menos yo – entre el abismo y
el cielo, entre el vuelo y la caída. Estar permanentemente entre esas dos
posibilidades: esa es la aventura del ser humano, y a eso, estoy seguro, es a
lo que nos llama la cuaresma. Salta si quieres vivir». Quiero vivir la vida
como una aventura. Quiero saltar y no conformarme con una vida aburrida. Quiero
saltar por encima de mis miedos y alcanzar esas cimas que nunca pensé posibles.
Saltar más allá de mis barreras.
He decidido
decirle que sí a Dios en los desafíos que se me presentan. No quiero ser
conservador en mis actitudes. Quiero mirar hacia delante lleno de confianza. Si
no miro a Dios no puedo saltar. Me faltan las fuerzas. Dudo y tiemblo. Pero si
tengo fe en Él y en su poder entonces todo es posible. Hay una bienaventuranza
que me gusta al pensar en la mirada que deseo: «Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios». El
P. Kentenich hace una reflexión sobre la misma que me dio qué pensar: «Tenemos razones para reinterpretar esta
bienaventuranza de la siguiente manera: felices los que ven a Dios porque ellos
tendrán un corazón puro. En la medida en que cultive el trato amoroso y vea en
todas partes la acción de Dios. En la medida en que me acostumbre a ver en la
fe a Dios en todas partes, a hablar con Él con fe y amor. En esa misma medida
aumentará no sólo el anhelo, sino la posesión de la pureza de corazón»1. Veo a Dios y mi corazón se vuelve más puro. Me hago
amigo de Dios y tengo una mirada más como la suya. Es lo que anhelo. Verle y
cambiar la mirada. Todo a la vez. El sueño y la realidad. El anhelo y la
plenitud.
Quiero seguir
soñando con que Dios cambie mi mirada, mi corazón duro como una piedra, mi
ceguera que no me deja ver más allá de la superficie. Por eso sé que la
cuaresma es una oportunidad que se me concede para aprender a soñar en grande.
No quiero vivir sólo evitando el pecado, intentando no caer en la tentación. No
me gusta esa mirada tan limitante. Quiero algo más. Menos aburrido. Más
apasionante. Quiero saltar y creer que Dios sostiene mis pasos cuando me
encuentre en medio del abismo, de la tormenta en el lago. Cuando dude y
tiemble. Allí Jesús verá mis pasos y me dará confianza. Me cambiará la mirada.
Sólo entonces será posible soñar con cambiar el mundo que me rodea. A veces
creo que no sueño con cosas tan grandes. ¿Acaso he perdido la ilusión, la
confianza y la pasión? ¿Quiero de verdad cambiar la realidad que a veces me
oprime? Sí. Se lo digo a Jesús. Sigo soñando alto. Sigo creyendo. Sueño con
saltar aunque me asuste el riesgo. Dejo de lado los miedos, al borde del
acantilado. Dejo tantos seguros que protegen mi vida. Quiero despojarme de esas
ataduras que yo mismo he buscado. Confío en la mano de Dios guiando mis pasos
en medio de las aguas.
Quiero que mi alma se abra a Dios. Quiero que
Él me toque. Quiero vivir enamorado de Él, de la vida, de los hombres. A veces
pienso en Dios como alguien exigente y lejano. No es así. Él está conmigo
siempre y enciende mi amor cada día de nuevo. Leía el otro día a Pedro Salinas:
«El alma tenías tan clara y abierta, que
yo nunca pude entrarme en tu alma. Busqué los atajos angostos, los pasos altos
y difíciles. A tu alma se iba por caminos anchos. Preparé alta escala -soñaba
altos muros guardándote el alma-, pero el alma tuya estaba sin guarda de tapial
ni cerca. Te busqué la puerta estrecha del alma, pero no tenía, de franca que
era, entrada tu alma. ¿En dónde empezaba? ¿acababa, en dónde? Me quedé por
siempre sentado en las vagas lindes de tu alma». Veo así a veces el alma de
Dios. Yo quiero entrar en su alma y no quedarme en los lindes.
Quiero llegar lo
más hondo que pueda. Me niego a pensar en los caminos angostos. A Dios se
accede por anchos caminos. Caminos de luz y de vida en medio de los campos.
Quiero volver a enamorarme de ese corazón de Jesús para el que no necesito
escalas. Quiero verlo. Él me devuelve la pureza perdida, la inocencia olvidada.
Él viene a mí cuando pretendo alcanzarlo. Él está enamorado de mi alma franca.
Yo sí construyo murallas. Dibujo almenas para proteger mi mundo interior. Para
que no me hieran ni me hagan daño. Jesús me mira como yo no me miro. Y quiere
que viva mi vida con pasión. Me sonríe desde la cumbre cuando recorro el camino
que me lleva hasta su lado. Cree en mí, confía en mí y espera que llegue. Es
paciente cuando tropiezo y me enredo en sueños absurdos. No
1 J.
Kentenich, La mirada misericordiosa del
Padre, Mons. Peter Wolf
quiere que yo
viva aburrido. Ama mi pasión por la vida. Sé que necesita mis manos y mi voz
para hacerse presente. Necesita mi vida herida, tan pobre, tan vacía. Ama mi
ancha alma en la que me dice que no puede haber murallas. Porque no hay
riesgos. Sólo necesita que le deje abierta la grieta de mi herida. Entra por
ella cada día. Y dentro espera que yo lo reciba a Él con el corazón lleno de
anhelo y esperanza. Una mirada pura. Quiero tener un alma como la que describe
Salinas. Sin murallas que la defiendan. Sin caminos angostos y escarpados para
acceder a su centro. Quiero estar abierto y no cerrado. Vulnerable y no a la
defensiva. Quiero entregar mi alma para que otros entren en mí, sin miedo, sin
sentirse incómodos o juzgados. Quiero que puedan entrar con paso rápido. Y
dejar así su vida en mí. Como yo la mía en Jesús. Que entren por la puerta
ancha que conduce a la vida. La que dejo abierta siempre. Porque no tengo miedo. Ni a Dios cuando me habita. Ni a los hombres
cuando entran. Confío en su poder.
Hoy
siento que Jesús me pide que deje mi tierra, mi comodidad y mis ataduras. Me promete ir
conmigo y caminar a mi lado en mi éxodo. Me dice que no tenga miedo. Sólo me
pide que antes abandone todas las seguridades para estar sólo con Él. Así le
dijo Dios a Abraham un día: «En aquellos
días, el Señor dijo a Abraham: - Sal de tu tierra y de la casa de tu padre,
hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré
famoso tu nombre, y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré
a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del
mundo. Abraham marchó, como le había dicho el Señor». Y él, que amaba otros
dioses, dejó de amarlos para amar sólo a Dios. Él, que ya habitaba en su
tierra, lo dejó todo para llegar a la tierra desconocida de Dios. Él, que tenía
una familia, la dejó para estar a solas con Dios. Obedeció con docilidad a ese
Dios que lo amaba. Dejó seguridades y todo lo que le permitía confiar. No dudó.
Dejó de lado sus miedos y se puso en camino. Me gusta esta imagen del éxodo
para comenzar la cuaresma. Tiene este tiempo de preparación, de camino, mucho
de salida. Mucho de comienzo. Una persona rezaba: «Te entrego hoy mis debilidades. Soy un hombre pobre. No puedo andar
solo. Te necesito. Eres mi roca sobre las aguas. Estoy herido junto a ti. Dudo.
Quiero quedarme en tu roca. Allí estoy más seguro. Temo la cuerda floja sobre
la que van mis pasos. Me asustan las aguas endebles y bravas sobre las que
camino. Dudo en medio del lago. Me falta fe. Te quiero más que a mi vida. Pero
me protejo tanto. Busco seguros. Te amo. Te grito. Quiero dar más. Tengo sed en
el alma. Soy pobre de espíritu. Es lo que soy. No tengo nada más que mi alma
herida. Anhelo el cielo y sus estrellas. Quiero ser feliz. El corazón se
calma». Me gustaría dejar lo que me ata y ver a Dios como mi seguro en esta
vida. Como la roca en la tormenta. Como esa voz que calma las olas. Tantas
veces no lo logro. Vivo confuso sin encontrar caminos. Busco seguros caducos
que me ofrece el mundo. Y me aferro como un náufrago a la tabla que me lanza la
vida. Por miedo a hundirme entre las aguas. Quiero pensar hoy en mi tierra, en
mis dioses, en mis cadenas. Quiero pensar en mis raíces. Y ver si están en buen
terreno. Me asusta la vida. Pero quiero escuchar esa promesa de Dios en mi
alma. Me asegura una descendencia. Me asegura una tierra rica. Me asegura una
intimidad con Él cada día. Esa promesa llena hoy mi alma. Es lo que deseo en
medio de la cuaresma. Dejar lo que me quita el aire para abrir de par en par
las puertas de mi alma. Comienzo el éxodo en el que salgo de mis comodidades. Y
me pongo en camino. Dejo de lado mis miedos y mis egoísmos. ¿Cuáles son mis
ataduras? ¿Qué me pesa en el corazón al iniciar el camino? Muchas cosas buenas
son parte de mí, de mis raíces. Pero a veces me he llenado de seguros.
Tengo los
armarios llenos. En sentido literal. En sentido figurado. Quiero poner orden en
el cuarto de mi vida. Allí donde todo yace en un desorden meditado. Trato de
responder a las súplicas que me hace el mundo en mi huida. Pero no logro la paz
que anhelo. Necesito ser más libre para seguir ágil los pasos de Jesús por los
caminos ocultos del desierto. Escuchar con más fuerza su voz callada. Sentir
que su mano sostiene la mía para que no me pierda. Me gusta esa imagen de salir
de mí. Salir de mis barreras, de mis puertas cerradas. Como ese hombre rico que
no miraba al pobre Lázaro en la parábola que Jesús contaba. Él banqueteaba
mientras Lázaro pasaba hambre. Quiero salir de mis juicios y prejuicios. A
veces creo que yo mismo me posiciono. Tengo mis posturas claras y no entro en
diálogo. No me dejo interpelar por el mundo. Por las opiniones que no son como
las mías. No quiero aprender cosas nuevas. Es como si la opinión de los otros
no encontrara eco alguno en mi alma. Estoy cerrado.
He construido un
muro defensivo. Me he levantado una muralla infranqueable. Es parte de mi
inseguridad. Es más seguro el que se arriesga que el que permanece encerrado.
Pierde más el que no sale, ni se expone. Tal vez se accidente y caiga si sale.
Tal vez fracase en su salida. Pero nunca se arrepentirá de haberse jugado la
vida. Me gusta el éxodo. ¿Hacia dónde tengo que salir? Fuera de mí hacia ese
hombre que suplica misericordia. Hacia aquel que busca luz y esperanza. No vivo
solo. Vivir
en el mundo es
vivir expuesto. Puedo perder la vida si la entrego. Puedo quedarme herido si
amo. Más herido aún. Pero Jesús me pide que no me acomode. Que deje las
seguridades que me hacen infeliz poseyéndolo todo. No quiero vivir en una jaula
dorada. Sin libertad. Sin perspectiva. Sin
una mirada ancha llena de estrellas.
Jesús
llama hoy a tres de los discípulos para subir con Él a una montaña. Seguramente eran
los más cercanos. Con ellos tiene una intimidad especial. En ellos descansa: «En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a
Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña
alta». A veces sufro cuando no soy elegido. Cuando no tengo la preferencia
de aquel que me importa. Cuando me siento ignorado.
Otros son más tomados en cuenta que yo. Merry
del Val tiene unas letanías de la humildad que siempre me han conmovido: «Del deseo de ser alabado líbrame Jesús, del
deseo de ser honrado, del deseo de ser aplaudido, del deseo de ser preferido a
otros, del deseo de ser consultado, del deseo de ser aceptado, del temor de ser
humillado, del temor de ser despreciado, del temor de ser reprendido, del temor
de ser calumniado, del temor de ser olvidado, del temor de ser puesto en
ridículo, del temor de ser injuriado, del temor de ser juzgado con malicia. Que
otros sean más amados que yo. Que otros sean más estimados que yo. Que otros
crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse. Que otros sean alabados y de
mí no se haga caso. Que otros sean empleados en cargos y a mí se me juzgue
inútil. Que otros sean preferidos a mí en todo. Que los demás sean más santos
que yo con tal que yo sea todo lo santo que pueda». Jesús llama a los que
quiere y puede que no me sienta entre los elegidos. Esas letanías me recuerdan
mi vocación de servir, de estar en segundo plano, de desaparecer para que Él
crezca. Dios llama siempre a los que quiere. Pero no por eso deja de amar a
todos. Los criterios humanos me hacen tanto daño. Me comparo. Veo unas vidas
más bendecidas. Veo unas misiones más especiales que la mía. Y me siento pobre
y frágil. ¿Pienso que Jesús me llamaría a ir con Él al Tabor? ¿O sería yo uno
de los que se queda en el valle? No lo sé. En todo caso me gustaría estar feliz
en ambos supuestos. Tanto si me llama al Tabor como si me dice que lo espere en
el valle. El problema de mi felicidad muchas veces viene por la envidia. Deseo
lo que otros tienen. Busco la intimidad con Dios que otros tienen. Su suerte,
su gloria. Quiero grabarme con fuego las letanías de la humildad en mi alma. No
quiero tener pretensiones que no se cumplen. Me basta con saber que Dios me
quiere, me llama, me busca. En el valle y en el monte. Entre los tres elegidos.
Entre los nueve restantes. Siempre me llama a mí de forma original. Única. A
mí. Sin compararme con nadie. Sin comparar llamadas y misiones. Eso me da tanta
paz. Me llama a mi monte Tabor particular. Y sé que me llama porque quiere.
Como un día llamó a Abraham. Porque así lo desea. Me lo recuerda S. Pablo: «Él nos salvó y nos llamó a una vida santa,
no por nuestros méritos, sino porque, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso
darnos su gracia, por medio de Jesucristo». Jesús me ama primero. Me busca
y sale a mi encuentro. Se pone en camino hacia mí por amor. Toma la iniciativa
para amarme a mí mucho antes de que yo lo ame. Me elige a mí para dejar mi
tierra y mi comodidad. Porque Él lo quiere me elige. Me llama a ser su amigo en
la intimidad. Es un misterio que no acabo de agradecer del todo y siempre. A
veces me quejo de no ser más elegido que otros. Jesús me llama porque quiere,
no porque yo sea especial. No porque sea mejor que otros. No quiero pecar de
orgullo, ni sentirme especial. En su elección prima su libertad. No me llama
por ser capaz. Sé que detrás de su
llamada hay un amor que elige a los que quiere, cuando Él quiere, como Él quiere.
El camino va desde el desierto a la montaña. El Tabor es un monte alto en Galilea. El resto de montañas son más
suaves. Jesús deja el valle, el desierto, el mar y se lleva a los que Él quiso
a una montaña alta. El domingo pasado Jesús fue al desierto. Hoy a la montaña.
Tras el Tabor Jesús se pondrá en camino a Jerusalén donde va a morir y
resucitar. Tras el Tabor comienza en camino, dejando la paz del monte. En el
Tabor Jesús coge fuerzas, descansa y se encuentra con el amor de su Padre. Y
comparte ese momento con sus amigos: «Se
transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus
vestidos se volvieron blancos como la luz». Quiere estar con ellos y
regalarles también ese momento de luz para que lo guarden dentro. Para que lo
atesoren. Para que les dé fuerzas en el camino, en la cruz. En el huerto, en la
duda. Para que no duden en la noche lo que vieron claro durante el día. Poco
antes han escuchado que la muerte de Jesús está ya próxima. Tienen miedo de la
muerte. En el Tabor, lugar de luz en medio de la vida, encuentran la paz. Hacen
silencio. Creo que en la vida tengo momentos de luz que son faros que me
sostienen en etapas más oscuras del camino. Momentos de montaña que guardo muy
dentro para sacar de ellos agua cuando estoy perdido. En el Tabor me siento
pleno, feliz, amado. Delante de Dios comprendo un poco más mi vida. Creo que en
la vida tengo que
aprovechar estos
momentos de cielo para que me den fuerzas en los momentos de barro. De cruz. De
Gólgota. ¡Cuánto quería Jesús a sus amigos! ¡Cuánto los necesitaba! Me gusta
ver así a Jesús, tan humano. Quiere estar con su Padre. Quiere estar con Pedro,
Juan y Santiago. Quiere estar conmigo. El Tabor tiene algo de pausa en medio de
la vida cotidiana, de reposo, de coger fuerzas para el camino. Y tiene algo de
previvir lo que serán la resurrección y el cielo. Es bonito pensar que los
momentos de Dios más intensos de mi vida serán así. Reposar en medio de mi vida
y previvir lo que será mi vida en plenitud. Coger fuerzas para el día a día.
Encontrarme con Él, estar a solas con Él. Reposar en su regazo mis inquietudes
y mi vida diaria. Es el lugar donde yo soy más yo. Jesús se muestra tal como es
en el Tabor. En medio de la luz. Los momentos de luz de mi vida me muestran en
pequeño lo que será, lo que vendrá, y me llenan de esperanza. Estoy hecho para
la luz, para la vida, para la plenitud y esto es lo que intuyo en el Tabor en
medio del camino. Veo con más limpieza mi vida, más nítida. Veo a Dios cara a
cara. Veo quién soy y quién es Dios para mí. El monte me da un tiempo para
mirar con perspectiva mi vida. Allí los problemas son más pequeños. Miro lejos.
Miro hondo. Miro desde Dios. Jesús vivía en medio de los hombres. Pero buscaba
momentos y lugares donde vivir en intimidad con su Padre. Allí reposa en sus
manos. Habla y está con Él. ¿Cuál es mi lugar de reposo? ¿El lugar del mundo
donde me encuentro con el Dios de mi vida? La montaña, el monte Tabor, irrumpe
en medio de la vida diaria. Se quiebran el paisaje y el ritmo. Desde la montaña
el cielo está más cerca. Desde la montaña, lo he vivido, el paisaje se hace más
pequeño y puedo mirar lejos. Pienso que el cielo tiene que ver con llegar al
monte y descansar, después de subir la montaña, ya cansado. Tiene que ver con
llegar y tumbarme. Con mirar el paisaje con más profundidad y con más altura. Y
la oración es subir al monte por un momento. Subir al cielo. Por eso comprendo
tan bien a Jesús. Decía el P. Kentenich: «Por
el camino de las virtudes sólo alcanzamos ciertos niveles medios en la vida
espiritual. Para subir más alto es necesario
recibir los dones del Espíritu. Es necesario que operen en nosotros los dones del Espíritu Santo»2.
Necesito la
fuerza de Dios en mi alma para soñar con las cumbres, para vivir en las
cumbres. La conversión sólo sucede en mí si Dios obra el milagro. La fuerza de
su Espíritu que me cambia por dentro. Y me hace más capaz de amar, de perdonar,
de mirar. Subir al Tabor significa dejar que Dios con su fuego cambie mi
corazón para siempre. Me regale una mirada pura sobre mi vida, sobre las
personas. Llene mi corazón de esperanza y me haga capaz de lo que ahora me
parece imposible. Jesús me lleva al Tabor para poder vivir luego con pasión mi
vida. Me da esperanza. Jesús no se queda arriba. Yo tampoco. Bajo con Él y eso
me da paz. Baja conmigo, hasta mi día a día, para seguir caminando a mi lado. Para recordarme el tiempo de Tabor.
Necesito
la luz en mi vida, en medio de la rutina. Es verdad que hay personas
que me dan luz. Iluminan el día con su presencia. Quiero darle gracias a Dios
por ellas. De alguna forma transfiguran en ellas el rostro de Dios. ¿Quiénes
son? En sus ojos está la ternura de Dios, su misericordia, su consuelo. A su
lado me gustaría quedarme siempre, porque tienen algo de hogar. Esas personas
son montaña. Allí hay luz. Desde ellas mi vida es más bonita. Me aman como soy.
No me piden lo que no sé dar. Sólo quieren estar conmigo. Ese es el misterio
del Tabor. Dan ganas de hacer tres tiendas: «Pedro
tomó la palabra y dijo: -Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres
tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Quiero hacer
tres tiendas en aquellas personas que tienen tanta luz. Para cargar el alma. Yo
también quiero ser una de esas personas con luz para otros. Quiero pensar en la
luz que hay en mí. Doy gracias a Dios también por los momentos Tabor de mi
vida. Miro hacia atrás, y hacia mi día a día, y me resulta fácil reconocerlos.
Son momentos en los que no quería estar en otro lado. Tienen que ver con las personas con las que estaba.
Con la paz de un lugar que recuerdo. No había nada mejor fuera de ese momento.
Allí podía anclarme y echar raíces. Ojalá pueda ser yo para otros ese monte de
luz y de paz. A veces siento que hay poca luz en mí. Por eso busco esa luz en
Jesús. En el monte. Me retiro a solas para estar con Él. Busco momentos de
intimidad profunda con Dios, momentos de Tabor. Él me regala poder palpar su
presencia, respirar su amor. Son momentos sagrados que guardo en mi alma y me
gustaría que sucedieran todos los días. De ellos bebo. De esa agua pura.
Comentaba Santa Teresa sus experiencias de Tabor en la oración: «Estando una vez con esta presencia de las
tres personas que traigo en el alma, era con tanta luz que no se puede dudar el
estar allí Dios vivo y verdadero, y allí se me daban a entender cosas que yo no
las sabré decir después». Ojalá cada día, hubiera un momento de luz y de paz con
2 J.
Kentenich, Envía tu Espíritu
Jesús. Un momento
para subir al monte con Jesús y tocar su luz. Y dejar de luchar. Anhelo el
Tabor, el descanso en Dios. Un momento para estar a solas con Él. Quiero volver
cada día al Tabor. Aunque no entienda del todo el camino de mi vida. Hay
momentos de luz grabados muy hondo. Momentos que me recuerdan vagamente lo que
es el cielo, lo que será para mí. Mi vida es para el cielo. Sé que a veces la
luz en medio del camino puede ser pequeña. Y la oscuridad es muy grande. Es
verdad que deseo siempre más luz. No quiero que se apague. Pienso hoy en el
Tabor, ese monte en el que Jesús se prepara para su muerte. Les muestra a sus
tres amigos que va a resucitar. Después de la muerte, del dolor, de la cruz,
viene la luz. Después del Vía crucis, el Vía lucis. Es la otra cara. Allí está
la luz y el amor a raudales. En mi propia alma hay luz y oscuridad. Sombras y
sol. Tabor y Getsemaní. Camino y montaña. Dios me ama del todo, completo. Él
viene a mi montaña. A mi oscuridad. Él me ayuda a subir desde el valle. Lo hace
cada vez que me escoge, me llama, me perdona, me abraza, me consuela. Él camina
a mi lado. Pienso que ese es el misterio del Tabor de hoy. Jesús ama tanto a
los suyos que quiere estar con ellos siempre. Los ama tanto que les quiere
mostrar quién es Él, en ese momento en el que están turbados. Los ama tanto que
los lleva a su montaña y desde allí les muestra el cielo. Allí descansa con
ellos y baja de nuevo con ellos para ponerse en camino. Jesús no se queda
arriba. Yo tampoco. Bajo con Él y eso me da paz. Baja conmigo, hasta mi día a
día, para seguir caminando a mi lado. Para recordarme el tiempo de Tabor. Jesús
no está solamente en la montaña, en los momentos de paz y de oración. Jesús va
a mi lado en el valle. Me elige cada día, en cada paso. Me pide que suba con Él
al monte y después baja conmigo al valle. Se queda conmigo siempre. En
realidad, la petición de Pedro, tan humana, en parte se cumplió. Hagamos tres
tiendas. Le quiso pedir que se quedara para siempre. Que no se fuera nunca: «Quédate conmigo y yo contigo». Y Jesús
ha puesto su tienda en medio nuestro. Ha acampado en mí. Camina a mi lado. No
se queda en el monte esperando. Él va siempre conmigo. Y comparte conmigo la
paz y el miedo, la quietud y el trabajo. Le doy gracias por los momentos de mi
vida en los que me sentí pleno. Dios me
ama siempre, soy su predilecto. Esa certeza me da paz. Me da luz.
Jesús me pide bajar del monte después de haber visto
la luz de Dios y haber tocado el cielo. Me pide que
baje con el corazón lleno. Me cuesta. Me gusta ese lugar de paz. Me asusta el
valle. Quiero bajar con el rostro lleno de luz. Quiero que mi vida sea un Tabor
en el que se manifieste su gloria a los hombres: «Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: - Levantaos, no temáis». Jesús
sube con ellos, se queda con ellos y ahora baja con ellos. No quiere que
permanezcan en tres tiendas en el monte, ocultos y seguros, guardados de los
hombres. Después de la paz del Tabor viene la lucha del valle. Después del
descanso y el agua del pozo, viene la entrega, la cruz y la pasión por la vida.
El camino va del Tabor al Gólgota. Y del Gólgota a la vida eterna. El camino de
la cuaresma pasa por el Tabor y me conduce al Gólgota.
Salgo de mi tierra en el valle para subir la
montaña. Y luego bajo del Tabor a la vida. Es el camino que haré en mi vida
muchas veces. Subir para luego bajar. Retirarme para encontrarme. ¡Cuántos
tabores me toca ascender en el camino! ¡Cuántas veces tengo que bajar del Tabor
para estar con aquellos a los que amo en medio de la vida! Bajo con el corazón
lleno del amor de Dios: «Y se les
aparecieron Moisés y Elías conversando con Él. Todavía estaba hablando cuando
una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: -
Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo. Al oírlo, los discípulos
cayeron de bruces, llenos de espanto». Esa experiencia honda de Dios me
permite mirar la vida con esperanza. Los problemas son menos pesados. Dios me
ama. La vida es más sencilla. Hay más luz. Porque en la luz del Tabor todo
parece más claro. Allí distingo mejor mis problemas, mis fragilidades. Y
escucho que Dios me quiere como soy, tal como me encuentro. Decía Michel
Quoist: «Sé tú mismo. Los otros te
necesitan tal cual el Señor ha querido que fueses. No tienes derecho a
disfrazarte, a representar una comedia, puesto que sería un robo a los otros.
Dite a ti mismo: voy a llevarle algo, puesto que jamás se encontró con alguien
como yo, y jamás lo encontrará, puesto que soy un ejemplar único salido de las
manos de Dios». Jesús quiere que haga presente su rostro entre los hombres.
Que lo haga con mi forma de amar. Con mi mirada. Con mis palabras. Quiere que
sea fiel a mi verdad. Tal como soy. Soy único. Quiere que no me esconda, que no
me disfrace, que no tenga miedo. Me levanta de mis temores e inseguridades. Me
eleva por encima de mis reparos. Me da fuerza para creer en la luz que llevo
escondida. Un fuego. Un pozo lleno de agua. Por mis obras lo verán a Él. Por
mis palabras. Soy ya imagen de Jesús. Su rostro vivo resplandece en mí. Tengo
la misión de llevar la esperanza en medio de los dolores y tristezas de la
vida. Estoy llamado a ser luz en medio
de la oscuridad del mundo.
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