VII
Domingo Tiempo ordinario
Levítico 19, 1-2.17-18; 1 Corintios 3, 16-23; Mateo
5, 38-48
«Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os
persiguen.
No
hagáis frente al que os agravia»
19 febrero 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Necesito
saberme amado por Dios en lo más hondo. Me quiere como soy. Con mis
debilidades, en mi pequeñez. Eso me sostiene. Hace más fuerte mi alma herida.
Puedo detener esa cadena del odio»
A veces me encuentro con
vidas muy ocultas. Escondidas en lo profundo de la
roca. Que discurren con un paso tranquilo, sin llamar la atención en ningún
momento. Pienso en las vidas de tantos que sembraron amor y esperanza. Pienso
en tantas vidas anónimas que sembraron vida con su amor.
Santos anónimos.
Tal vez no hacen cosas dignas de ser contadas. No sé por qué el corazón desea
escuchar otras historias meritorias. Llenas de logros. Dignas de alabanzas. Yo
mismo caigo en esa tentación de hombre. Ese mismo deseo de no ser anónimo. Y
busco que mi nombre aparezca escrito. Las grandes catedrales de Europa fueron
construidas durante siglos. Muchos hombres se dejaron la vida en esa empresa.
Muchos de esos nombres nunca fueron conocidos. Son anónimos. Cuentan de un
hombre que con mucho empeño esculpía un ave sobre una viga que luego sería
cubierta por un tejado. Una persona se le acercó y le preguntó: «¿Por qué inviertes tanto tiempo en algo que
nadie verá?». Él respondió: «Porque
Dios sí lo ve». Muchos de ellos entregaron su vida en un trabajo que ni
siquiera verían finalizado. Pero no importaba. Tenía sentido. ¿Merece la pena
invertir mi tiempo, mi energía, mi amor en una empresa que nunca veré
finalizada? ¿Vale la pena gastar mis días sin que nadie vea un día mi nombre
como autor de una gran obra? Es ese miedo al anonimato. Miedo a quedar oculto
con el paso del tiempo. Ese miedo irracional al olvido. Veo las rocas pisadas
por tantos peregrinos a lo largo de los siglos en tierra santa. Toco la vida
escondida en esa misma tierra, en esa agua que acarició Jesús. El otro día vi
una propaganda que me llamó la atención. Aparecía un anciano jugando con un
bebé y debajo decía una leyenda: «El
verdadero sentido de la vida». Me quedé pensando en el verdadero sentido de
mi vida. En las vidas que tienen sentido. Y en esas otras vidas que
aparentemente no lo tienen. ¿Tienen sentido todas las vidas? Sí, yo creo en el
sentido de todas las vidas, de la sangre derramada por amor. Creo en las vidas
de aquellos que parecen aportar tan poco. O yo o el mundo lo juzgamos así. Vidas
que merecen la pena ser vividas. Vidas que no merecen la pena. Y me pregunto
por el verdadero sentido oculto de mi propia vida. Vale la pena lo que
construyo. Aunque sea un ave oculta sobre una viga debajo de un techo. No
importa. Dios lo ve. Y por eso merece la pena ser invisible. No me importa ser
invisible a los ojos de los hombres. Mi vida merece la pena. Entonces me
detengo a preguntarme por el sentido verdadero de todo lo que hago. Hay cosas
que tienen un profundo sentido. Otras no lo tienen. Miro esa imagen de un
anciano acariciando la mano de un niño.
¿Cuáles son las
cosas que tienen un sentido más verdadero en mi vida? Son muchas. Lo reconozco.
Pero curiosamente las que más valen. Las que tienen más sentido. Son ocultas.
Transcurren en lo profundo de una vida entregada. En un amor sencillo y
cotidiano. En el trabajo bien hecho que nadie valora. En las horas perdidas
sirviendo la vida, aunque nadie lleve las cuentas. En el cuidado servicial al
que más lo necesita, aunque no sea tan reconocido. En la generosidad que no se
ve. En la alegría oculta que nadie nota. El verdadero sentido de mi vida tal
vez no sucede en aquello que otros valoran. Ni siquiera me felicitarán por
ello. Porque será como esa ave oculta debajo de un tejado. Mi vida tiene
sentido no tanto por lo que se ve, sino por lo que permanece oculto. Y tengo
que aprender a valorar yo mismo mi entrega anónima que no espera
reconocimiento. Mi sí silencioso que nadie escucha. Mi alegría sonora que nadie
oye. Quiero aprender a cuidar el verdadero sentido de mi vida. Las cosas que de
verdad valen la pena. Esas locuras que hago por amor. Aunque sean locuras.
Aunque no sean consideradas dignas de alabanza por los hombres. ¡Qué poco
importa ese reconocimiento humano!
Dios lo ve todo.
Ve mis renuncias ocultas. Ve mi entrega callada. Ve mis obras que no son
publicadas. Valgo más por lo oculto que por lo visible. Eso me alegra. Para
tantos soy invisible. Pero no importa. Para Dios soy visible. Soy tan visible
como esa ave sobre la viga. Dios se alegra con mi vida porque tiene sentido.
Porque vale tanto la pena. Se conmueve con mis lágrimas. Y sufre con mis
luchas. Y camina sosteniendo mi cruz velada. Y se alegra al ver mi vida brillar
oculta en medio de la noche.
Para Dios nunca soy
invisible. Eso me alegra. En las manos
de Dios estoy construyendo una gran catedral tallando piedras.
A
veces me cuesta entender que lo pequeño pueda ser el origen de algo muy grande.
Decía
el P. Kentenich: «¡Cuántas veces en la
historia de la salvación lo pequeño, lo mínimo, ha sido el origen de lo más
grande! Lo que motivó a María a sellar una alianza de amor con nosotros y hacer
de esta una alianza de amor con el Padre, no fueron nuestras virtudes, sino
precisamente nuestra pequeñez»1. Mi pequeñez causa
de algo grande. Origen de una gran misión. En ocasiones miro mi vida en menos.
Dejo de valorar mi misión concreta. Veo que los demás tienen más talentos y
virtudes. Misiones más valiosas. Veo que a otros Dios se lo ha puesto más
fácil. Me cuesta aceptarlo. Veo la fecundidad de muchas vidas y brota en el
corazón la envidia. ¿Por qué mi vida no es grande? Me siento pequeño y pobre.
Con la misma pobreza que se respira en Tierra Santa. Lugares santos con tan
pocos cristianos allí presentes. Lo pequeño a los ojos de los hombres. Un lugar
pequeño en medio de guerras y discordias. Así surgió la vida en la Iglesia. De
la insignificancia de un pueblo de Nazaret. De un hombre como otros hombres.
Pero era Dios. La belleza de Dios oculta en el hombre. En la película «The Little boy» el protagonista, un
niño de poca estatura, abrumado por su tamaño, escucha: «No te midas de aquí al suelo. Sino de aquí al cielo». Me mido
tantas veces de mi cabeza al suelo y me siento pequeño. Si cambio la mirada
todo cambia. Pero no es tan sencillo. Suelo mirarme en comparación. Una persona
decía: «Tengo sentimientos de envidia que
no me gustan. A veces me gustaría que él no creciera tanto. Y creo que yo me
sentiría mejor. Es un sentimiento ruin pero lo tengo a veces». A veces me
identifico con esas palabras. Me cuesta la pequeñez. Me comparo en los números,
en los logros. Y le pido a Dios que me ayude a entregarle mis sentimientos
pequeños y mezquinos. No quiero ocultarlos, taparlos como si no existieran. Los
reconozco. Los tomo en mis manos. Los entrego. Y digo con fuerza, en voz alta,
dentro de mi alma: «Soy pequeño, Jesús,
gracias por hacerme pequeño, para necesitar cada día tu misericordia, tu
fuerza, tu altura». Reconozco esos sentimientos tan humanos que me hacen
todavía más pequeño. Y me alegro de poder mirarlos a la cara sin rubor. Le doy
gracias a Dios porque en mi propia herida me hace más sensible y más
misericordioso con los demás. Desde mi altura no temo. Desde mi pequeñez me
siento poderoso. Dios lo ha hecho siempre así en la historia de la Iglesia. No
los grandes números. No los grandes edificios y construcciones. No los grandes
méritos acumulados por el hombre. Lo pequeño tantas veces es causa de lo
grande. Se alegra el corazón. Quiero rezar como hacía una persona: «Así quiero amarte, Señor, desde lo pequeño
de mí. Te pido humildad para seguir educando mi corazón y siendo dócil niña
bajo tu mirada». Un corazón humilde, no altanero. Un corazón que no busque
los primeros puestos ni el reconocimiento. Un corazón que se sienta frágil en
las manos de Dios.
Confiado. Lleno de
esperanza. Quiero aprender a sentirme pequeño porque eso me hace más fácil para otros. Abre la puerta de mi alma. Me
decía una persona: «Cuando de alguna
forma descubres cómo eres, te ves realmente cómo eres, te sientes tan pequeña y
vulnerable que dejas entonces espacio para que otros entren en tu corazón». Desde
mi altura pequeña todo es más senillo para los que se acercan. No tengo que demostrar nada. No tengo que
defenderme de nadie. No tengo que guardarme. ¡Cuánto bien me hace reírme de mis
torpezas y caídas! Reconocer que mi vida es pequeña. Sé que para Dios soy
valioso. Es lo más importante. Mi altura del suelo al cielo. Es la que cuenta.
A los ojos de Dios soy inmenso. Y le conmueve mi dolor. Sufre con mis
sufrimientos. Más aún cuando yo sufro sin razón al compararme con otros. Al
querer ser más que otros. Más alto. Tratando de demostrarle al mundo entero
cuánto sentido tiene mi vida. Qué importante es la misión que me han confiado.
Cuánto logro hacer con mis propias manos y talentos. Me confundo al pensar así.
Es mi pequeñez la semilla de todo crecimiento. Mi sí pequeño y frágil. Mi vida
herida, caída. Desde ahí Dios construye una gran catedral. Desde la piedra
pequeña y llena de defectos. El otro día leía: «Sufrimos cuando nos consideramos un simple
individuo que se enfrenta en solitario a sus miedos,
defectos y resentimientos y, ante
1 J.
Kentenich, La mirada misericordiosa del
Padre
todo,
a su mortalidad. Creemos, equivocadamente, que nuestro pequeño y limitado ego
constituye toda nuestra naturaleza. No nos damos cuenta de que, en alguna parte
de nuestro interior, existe un Ser Supremo que disfruta de una paz eterna»2. No estoy solo. En mi interior habita Dios. En lo más
pequeño de mi alma. Charles de Foucauld me recuerda quién soy: «Recuerda que eres pequeño». Me sé
pequeño. Me da paz saberlo. Pero sé que no estoy solo. Allí donde yo me siento
pobre e insignificante está Dios oculto en mí. Él echa raíces en mi alma. Viene
a morar conmigo para que no tema nunca por mi poca altura.
Viene a darme fuerzas para
que no me frustre, para que no me asuste. Para
que no pierda nunca la paz en medio de las luchas.
Hoy me alegra pensar que soy templo de Dios: «¿No sabéis que sois templo
de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?». Jesús fue al templo
en Jerusalén tantas veces en su vida. Allí tocó las piedras santas. Rezó. Se
sintió hijo de un Padre que lo amaba. Se indignó cuando vio la casa de su Padre
convertida en cueva de ladrones. Sintió que su propio cuerpo era templo de
Dios. Ese templo que fue destruido y reconstruido en tres días. Ese templo
descuidado por los hombres. Rechazado, herido. Él fue templo de Dios pero los
hombres no vinieron a adorarlo. Fue perseguido e insultado. El propio templo de
Dios hecho carne. Los hombres no lo reconocieron. Lo destruyeron. Yo tampoco sé
ver a Dios en la apariencia de la carne. No lo veo en mí mismo. Y yo soy templo
suyo. Cada vez que lo recibo me lleno de su presencia. Cada vez que me detengo
a hacer oración en silencio. Pero luego tantas veces me olvido. Olvido que Dios
vive en mi alma. Me hace bien pensar en las palabras de Santa Teresa en las
Moradas: «El verdadero amante en toda
parte ama y siempre se acuerda del amado».
Descuido el
templo de mi corazón. Descuido su amor. Olvido mi mar hondo por el que Él
navega. Olvido que el Espíritu Santo habita en mí. Soy templo de Dios pero no
amo. No le amo en todas partes. Amar al amado. Digo que lo amo pero no percibo
su amor por mí. Y quiero tocarlo pero no lo toco. Quiero cuidar el templo que
Dios me confía. No quiero destruirlo con mi negligencia. No quiero dejar que se
ensucie y estropee con mis olvidos y traiciones. Quiero ser fiel a esa
presencia invisible de Dios en mí. Quiero cuidar el cuerpo, cuidar el alma.
Cuidar mi vida. No para protegerme del mundo como decía Kempis: «Más vale salvarse uno solo viviendo
inocente en soledad que aventurarse en el trato con lobos y dragones». Esa
es la tentación del hombre que por cuidar tanto su templo deja de ser enviado,
deja de ser misionero. No quiero cuidar tanto mi vida que no me arriesgue a
darla con generosidad.
No quiero ser
tan cuidadoso con mis tiempos, que no corra el peligro de accidentarme saliendo
de mi comodidad. Quiero cuidar el templo que Dios me ha confiado pero sin
esconderme. Amando siempre. Dando la vida. Quiero hacer de mi templo, de mi
cuerpo y de mi alma, un lugar sagrado.
Para ello necesito más
silencio. Para escuchar a Dios. Quiero su sabiduría que me enseña el camino de
la vida. No me siento sabio en este mundo: «Que
nadie se engañe. Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que se haga
necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad
ante Dios». No soy sabio. Más bien me siento ignorante. Pero me gustaría
tener la sabiduría de Dios. Aprender de Él. Necesito una mirada pura e inocente
sobre la vida. Mirar la vida como la mira Dios. Estoy lleno de prejuicios. Y
pretendo encontrar siempre la respuesta correcta. Me hace falta una actitud de
respeto y admiración ante el templo de Dios de los demás. En el otro está Jesús
vivo y presente y a mí se me olvida. En su templo está Dios. Ese templo que
tantas veces destruyo con mis juicios, con mis críticas, con mis condenas. Se
envenena el alma. Descuido mi mirada. Templo de Dios. Que haga presente el amor
de Dios. Que lleve a todos la mirada de Dios. ¡Qué fácil descuidarme! Me hago
del mundo. Me olvido. Me cierro en mi carne y no me abro al amor de Dios.
Aunque a veces me cueste notar su presencia quiero buscarlo cada día. En todo
momento. Moisés escuchó a Dios en su corazón: «Seréis santos, porque Yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo. Amarás a
tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor».
Esas palabras
quedaron guardadas para siempre en su alma. Seré santo porque mi Dios es santo.
Eso me alivia. Seré santo y guardaré su templo porque Jesús es santo y puro. La
pureza de mi alma. Esa impureza que me aleja de Él tantas veces. Un corazón
limpio y puro como el suyo. En la alianza de amor con María repetimos: «Nada sin ti, nada sin nosotros». Me
parece imposible estar a la altura, ser fiel siempre. No caer nunca. Me
parecería absurdo poner mi felicidad en ser fiel siempre. María lo sabe y por
eso la condición no está puesta en mis capacidades. No se centra en mis
talentos, en mi fortaleza. Nada sin mí. Es cierto. Mi templo abierto. Nada sin
mi sí primero que posibilita la actuación
2 Elizabeth
Gilbert, Come, reza y ama
de Dios en mí.
El sí de esa niña María en la gruta de Nazaret. Allí donde escuchó la voz del
ángel y pronunció su sí. Fiat. Hágase. Y se hizo todo nuevo en Ella. Porque
Ella dio su sí sencillo y pobre. Sin grandes pretensiones. Yo doy también mi
sí. No sé cómo será. Se abre mi templo herido. Mi roca hendida. Mi tierra
hollada. María pronuncia su sí sobre mi vida. No soy santo por mis méritos.
Sino porque Dios es santo. Porque María es santa. Mi corazón se calma. Mi
templo no va a ser destruido porque es el templo de Dios. Viviré para siempre. Esa esperanza sostiene mi vida.
La venganza es una actitud muy propia del hombre: «Habéis oído que se dijo: -
Ojo por ojo, diente por diente». Evoca la ley de talión. Una ley moral que
trata de establecer la proporcionalidad en la reacción. No devolver más daño
que el recibido. Esa ley la llevo grabada en el alma. Muchas veces he sentido
la necesidad de vengarme ante el mal recibido. He buscado servir mi venganza en
plato frío. No inmediatamente, sino algo más tarde. Si me hacen daño no lo
olvido. Guardo la ofensa. Y yo entonces también lo hago. Si me gritan yo grito.
No más fuerte, lo mismo. Si me hieren yo hiero. No con más dureza, con la misma.
Si me insultan yo insulto. Pero a veces actúo de forma desproporcionada al mal
recibido. Hago más. Grito más. Me sorprendo a mí mismo ideando venganzas más
crueles. Mi corazón me sorprende. No tolero la injusticia. No aguanto la
mentira. Me lleno de rencor. En la película «The
Little boy» el sacerdote le decía al niño: «La fe no funciona si hay algo de rencor en tu corazón». Si tengo
rencor en el corazón me vuelvo vengativo. Dejo de mirar a Dios.
Brotan el odio y el desprecio. «Tan malo como el tabaco para los pulmones
es el rencor para el alma; una sola bocanada ya es nociva»3. Me vuelvo mezquino. Me pongo a la defensiva. Ataco
antes de que me ataquen. Siento que la vida es injusta y yo deseo una vida más
justa. Siento que no me toman en cuenta después de todos mis méritos. Se
despierta la envidia al comparar mi vida con otras. Me comparo con los que más
tienen, con los que más pueden, con los que valen más que yo. Envidio otros
templos, al comparar mi templo con otros. Deseo otras vidas. Y la envidia me
lleva a guardar rencor en el alma. Me siento poco valorado por los míos. Poco
respetado por los que dicen amarme. Poco amado por Dios y por los hombres.
Guardo rencores no olvidados. No perdono y quiero la venganza. Ese ojo por ojo
que tanto daño me hace. La medida que han usado conmigo quiero yo usarla con
otros. El otro día leí algo muy cierto: «Es
más fácil criar niños fuertes que reparar adultos rotos». Un vaso roto. Una
vida rota. Es más difícil reparar que fortalecer. Hacer que el corazón sea más
fuerte desde niño es el camino ideal. Para que los rencores no acaben pesando
demasiado en el alma. Decía el Papa Francisco: «Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo
devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito.
Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de
sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede
romper la cadena del odio, la cadena del mal». Quiero formar personalidades
fuertes. Quiero ser yo más fuerte en las manos de Dios. Ese templo en el que
Dios se hace fuerte. Herido y fuerte al mismo tiempo. Quiero ser fuerte desde
mi herida. Que mi pequeñez no sea una barrera en mí sino un puente. Que no por
ser débil me cierre al amor a los hombres. El odio engendra más odio. La
venganza más venganza en un círculo vicioso que nunca termina. Más odio, más
rencor, más violencia, más venganza. No hay punto final. ¿Quién puede poner un
punto final a esa espiral de venganzas? Sólo el hombre libre. Aquel que no teme
por su vida. Ese hombre arraigado en Dios que le ha entregado todo. Decía el P. Kentenich:
«También
nosotros anhelamos una nueva conversión. Es cierto que ya nos convertimos una
vez y que pertenecemos al mundo donde reinan los valores sobrenaturales. Pero
aún no nos hemos arraigado suficientemente en Él. El puerto hacia el cual nos
dirigimos está siempre delante de nosotros: echar raíces en la eternidad. La
senda a recorrer ahora es la de abandonarse al Espíritu Santo»4. Una roca asentada en el corazón de Dios. Sólo
entonces es posible detener ese deseo de venganza. Ese ojo por ojo. No me
importa más que el amor sea asimétrico. Yo no reacciono al odio con odio. No
quiero ser reactivo.
Quiero actuar con misericordia. Me gustó esta
descripción de los discípulos de Jesús: «Su
conducta ha de estar marcada por una dedicación misericordiosa a las personas.
Si son misericordiosos, también ellos experimentarán a su vez misericordia»5. Necesito saberme amado por Dios en lo más hondo de
mi ser. Me quiere como soy. Con mis debilidades, en mi pequeñez. Eso me
sostiene. Hace más fuerte mi alma
3 Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
4 J. Kentenich, Envía tu Espíritu
5 Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 90
herida. Puedo
detener esa cadena del odio. Puedo evitar devolver mal por mal. El amor es
asimétrico. Puedo responder con amor cuando recibo odio. Puedo responder con
una sonrisa cuando me gritan. Me parece tan difícil. Pero es posible si me
dejo. Si me arraigo en Dios. Si no vivo a la defensiva cuidando mi parcela. Mi
mundo. Mis tierras. Mis derechos. Mi justicia. Mi verdad. No quiero vivir así.
Esperando que los demás actúen correctamente. Muchas veces no lo van a hacer.
Pero yo no quiero caer en lo mismo. No quiero reaccionar. Quiero aprender a
actuar con sabiduría. Que mi amor sea asimétrico. Eso me da alegría. Amo sin que me amen. Trato con delicadeza aun cuando
no lo hagan conmigo.
Jesús conoce mi corazón.
Está cerca de los hombres, come, camina, navega y vive entre ellos. Conoce mi
miedo y mi dolor humano, mi limitación y mi grandeza, mis sueños y mi pecado.
Conoce mis entrañas. Toca lo más profundo. Hoy Jesús, desde la montaña, me
habla de un ideal que me parece imposible. Amar como Dios ama: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial
es perfecto». Me invita a tener su manera de mirar y su manera de sentir.
Desde lo que soy camino hacia lo que estoy llamado a ser. Jesús confía en mí,
quizás más que yo mismo. Me conoce, sabe lo que me cuesta salir de mí, de mis
muros en el amor. Y aun así, pone el corazón de Dios como medida del mío. Es
verdad que es imposible ese ideal. Es imposible si estoy yo solo, pero con
Jesús sí es posible. Él toma lo que hay en lo más profundo de mí. No tengo que
esconderme, porque Él sabe quién soy, y me ama. Me toma como soy, se conmueve
ante mi limitación. Quiere hacer mi corazón en el molde del suyo. Sólo en Él es
posible romper ese muro del corazón que pone coto y medida a mi amor. Sólo si
me aman, yo amo.
Sólo si no me hacen daño.
Sólo en la medida en que me amen. Sólo si me dan. Sólo hasta donde me pidan. Y
Jesús, hoy, quiere romper esos límites que me pongo. Lo hace con sus palabras.
Lo hará con sus gestos. En su vida y en su muerte. En su forma de vivir, en su
forma de morir. Jesús me habla con su vida de un amor imposible: «Dios no es violento, sino compasivo; ama
incluso a sus enemigos; no busca la destrucción de nadie. Su grandeza no
consiste en vengarse, castigar y controlar la historia por medio de
intervenciones destructoras. Dios es grande no porque tenga más poder que nadie
para destruir a sus enemigos, sino porque su compasión es incondicional hacia
todos»6. Dios es
compasivo. Nos dice Jesús: «Si uno te
abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra». Pero, ¿qué hago yo
cuando me hacen daño, cuando me abofetean en la mejilla? A menudo me cierro a
esa persona. La evito. Y lo peor es que a veces puedo cerrarme a todos. Por una
persona que me ha hecho daño, que ha herido mi inocencia, dejo de confiar en
que es posible el amor. Y me cierro. Me protejo. No quiero que me hagan más
daño. Somos muy delicados. Jesús lo sabe. Él también sufrió con el fracaso, con
la traición, con el desamor. ¡Qué difícil resulta cuando abro ese lugar
vulnerable del corazón y no soy acogido! Es un dolor muy grande. Y quizás, sin
querer, también yo he hecho daño. Se cierra la muralla. Me guardo y endurezco.
Temo que me vuelvan a dañar. Me vuelvo rígido y cínico. Ya no confío. Dejo de
mostrar lo más íntimo. Jesús me muestra hoy un camino más feliz. ¿Qué hago si
me han herido? Pongo la otra mejilla. No significa ser masoquista. Jesús mismo,
cuando le pegaron, serenamente preguntó por qué, cuando Él no había hecho nada
malo. Jesús me dice que no esconda la otra mejilla en la vida. Que no me
cierre. Que no deje de exponerme y darme como soy. Jesús me pide que no me
quede en el rencor, en el resentimiento. No quiere que viva atado, esclavo.
Quiere que viva con alegría, con el alma abierta.
Merece la pena
dar lo que soy, merece la pena confiar de nuevo, perdonar de nuevo, creer de
nuevo, ser niño de nuevo. Y mostrar el corazón de nuevo. Es la única manera de
vivir, lo único que me ensancha el alma. Jesús me conoce y me acoge tal como
soy. Sabe de mis golpes, de mis bloqueos.
Sabe
que yo también he dañado. Él ha venido a tocar esa herida de amor, a sanar esa
dureza, a hacerme niño de nuevo. A su lado es posible. Sin Él no puedo abrirme.
¿Ante quién me muestro del todo, como
soy, con mis dos mejillas, con mi corazón abierto?
¿Qué
hago con el que me pide algo? «Al que quiera
ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te
requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al
que te pide prestado, no lo rehúyas». Yo a veces digo que no
puedo. Otras veces respondo que sí. Pero la verdad es que respondo dando lo
justo. Lo que me piden y nada más. Jesús me dice que merece la pena vivir con
el alma grande. Ser magnánimo. Sin pesar, sin medir. Me emociona. Me gustaría
tener ese estilo de vida.
6 José
Antonio Pagola, Jesús, aproximación
histórica
Jesús piensa que
yo puedo. Eso me sorprende. Amar más de lo justo, de lo necesario, de lo
obligatorio. No es una carga, es el camino para ser plenamente humano. Dar
siempre cuando me piden. Dar más de lo que me piden. Dar sin que me pidan. No
estoy acostumbrado a no medir. Eso lo hace Dios conmigo. Sana así mi corazón.
Estoy hecho para ese amor, no para el amor contado y medido. Alguna vez he recibido
más de lo que pedí. Alguna vez, alguien me dio gratis sin pedir nada. Y yo
nunca lo devolví. Esa gratuidad me asusta. Esa gratuidad es la de Dios. La
gratuidad de Jesús. Él me ama a cambio de nada. Me da siempre más de lo que le
pido. Me da hasta el extremo. ¿Me dejo amar así por Dios? Me cuesta creer en
ese amor porque pienso que Dios es como yo. Pienso que me amará sólo si me
porto bien, si cumplo. Y que si no lo hago se alejará de mí. Dios me da cada
día y me vuelve a dar. Me abraza cuando vuelvo derrotado a casa. Me perdona mil
veces. Muere por mí.
Derrocha su amor
en mi pequeño corazón. Quiero vivir así, con un corazón generoso. El amor es
asimétrico. No quiero dar sólo si me dan, sólo en la medida que me den, sólo
después de que me hayan dado. Jesús sabe lo que me hace feliz. Él es hombre, y
es profundamente feliz al amar más allá de los muros del mínimo. No quiero
conformarme con el mínimo. Dios me invita a la plenitud. Algo extraordinario
que me supera. No quiere que me conforme con lo sensato. Quiero saber agradecer
por su gratuidad en mi vida. Por la gratuidad de esas personas que me dieron
sin dar yo. Me han mostrado el camino de la vida verdadera. El amor sin
condiciones es lo único que me hace feliz de verdad. Jesús hoy me pide que ame
así, como Dios me ama, sin condiciones. Es una clave de vida, el camino de la
alegría más profunda. ¿Qué hago para hacer felices a los que viven conmigo, más
allá del mínimo necesario? ¿Qué detalle
de amor puedo tener con los que amo?
El amor a los
enemigos me parece excesivo. «Habéis oído
que se dijo: - Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio,
os digo: - Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así
seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo. Porque, si amáis a los que
os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si
saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo
mismo también los gentiles?». ¿A quién amo yo? Amo a los que lo merecen. A
mis amigos. A los que me aman. Lo otro, me parece imposible. Estoy tan lejos.
¿Jesús cree que soy capaz de eso? Él me conoce mejor que yo mismo. Sabe que
puedo ser capaz si me dejo tocar por Él. Esto ya me descoloca. Ya no me llama
sólo a dar más, a dar sin que me pidan, a darlo todo. Me invita a mirar a quien
me ha hecho daño sin rencor. Pero yo no puedo. Tengo que dejarme hacer por
Dios, ponerme en sus manos y contarle que tengo rabia, rencor, odio. Decirle
que estoy atado a heridas antiguas grabadas en mi alma. ¡Qué difícil olvidar!
Me doy cuenta de que estoy atado por dentro. Sé que no soy libre frente a
algunas personas. Miro a Jesús en la cruz. Él perdonó a todos. Amó a quien lo
clavaba, a quien se burlaba de Él. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo puede pedirme que
yo lo haga? ¿Cómo puedo hacerlo yo? Es un camino largo. Sólo de la mano de Dios
es posible. Perdonar, liberarme de todo lo que siento frente a quien me hace
daño y no me quiere. El resentimiento me ata a esa persona, me quita libertad,
no me deja mirarla a los ojos con paz. Comprendo al que quiere vengarse y
guarda odio. Comprendo menos a Jesús. Pero es verdad que el perdón dado y
recibido libera profundamente. Ese perdón desata nudos que tengo dentro. Cuando
he perdonado he sentido a Dios muy hondo. Como un soplo de vida muy dentro. Es
una gracia que yo solo no puedo vivir porque va contra mi naturaleza. Me gusta
que Dios me perdone siempre, que me ame con esa locura de su amor. Cuando caigo
me levanta. Pero me cuesta creer en la gratuidad. Y me cuesta hacer yo lo mismo.
Es un ideal muy alto.
Los que lo
consiguen me parecen santos, especiales, únicos. Llevan a Dios dentro de una
forma muy honda. Le pido a Jesús que me ayude a volver a mirar a los ojos del
que me hizo daño. Que me ayude a volver a confiar. No quiero dar un perdón con
los dientes apretados, sino con el corazón. ¿A quién tengo hoy que perdonar?
Dios me conoce, sabe que soy pequeño, pero sabe que con Él soy grande. Mi
altura va del suelo al cielo. Me pongo en sus manos. Le pido que me ayude y
sane mi corazón herido. Que me muestre su manera de amar a todos, sin medida,
sin condiciones, si excepciones. Es el verdadero sentido de mi vida. Sé que eso
es vivir el cielo en la tierra. Jesús me lo mostró en su vida.
Quiero seguirlo,
quiero vivir con Él y como Él. Aunque me deje el corazón en ello. No voy solo,
Él va conmigo. Él me conoce y cree en mí. Le pido ser capaz de querer el bien
del que me odia y persigue. Rezar por el que me ha hecho daño. Perdonar esas
ofensas imperdonables. Acoger esas injusticias lacerantes. Quiero un amor de Dios
en mí que me haga capaz de lo imposible. Un
amor como el suyo en mi carne débil.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario