VI
Domingo Tiempo ordinario
Eclesiástico 15, 16-21; 1 Corintios 2, 6-10; Mateo
5, 17-37
«No
creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir,
sino a dar plenitud»
12 febrero 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Tengo delante
la vida y la muerte. El agua y el fuego. El suelo y las estrellas. Lo elijo a
Él. Lo escojo de nuevo. Aquí. Ahora. En su roca. En mi roca. Con sus palabras.
Escojo vivir según su vida»
No sé por qué me gustan tanto las piedras sagradas. «Hic» significa aquí.
Aquí nació, murió, vivió, amó Jesús en la tierra. En Tierra Santa los lugares
están llenos de vida. De alma. Son sagrados. Son piedras y grutas sagradas. Son
historia santa. La vida se conjuga en presente. En un momento. En un lugar.
Todo sucede así. Siempre hay un «hic» y
un «nunc». Un aquí y un ahora. Una
palabra. Un abrazo. Una pisada. Una mano que salva. Que toca y cura. Un hoy. Un
presente. Y al volver al lugar de entonces es como si pudiera oír de nuevo las
mismas palabras. Como si percibiera una melodía sostenida en el aire, retenida
en el tiempo. En un presente eterno que nunca muere. Pienso que mis actos
llevan grabados la eternidad en su alma. Los realizó ahora. Los pronunció en
alto ahora. En un lugar. Aquí. Y quedan grabados para siempre en mi alma. En la
tierra. En la roca. No acabo de tomar todo el peso que tienen mis actos, mis
pasos. Como el peso de ese aquí donde María dijo sí. O ese aquí donde murió
Jesús en el Gólgota. O ese aquí donde nació Juan el Bautista. Y yo toco las
piedras santas y las guardo en el alma. Y escucho muy dentro la fe de tantos
que antes que yo repitieron mis gestos. Pronunciaron en un canto las mismas
palabras. Y todo cobra vida de nuevo. Se repite. Se realiza. Me conmueve el
poder de mi voz. De mis manos. Quiero cuidar más mis propios lugares. Tomar más
en cuenta las palabras que pronuncio. Todo forma parte de mi vida sagrada. Sin
mi aquí y sin mi ahora no sería yo quien soy. Repito mis gestos como el primer
día. Pronuncio mis palabras sin olvidar ninguna. No surjo de la nada cada
mañana. Soy historia grabada en roca. «Hic
et nunc». Aquí y ahora. No lo olvido. Es mi historia santa. Me gusta
horadar la roca con mis manos, con mis pisadas. Dejar prendida en la roca mi
voz sagrada. Hago historia cada día. No se olvidan mis pasos. No los olvido.
Por eso quiero
aprender a cuidar mi presente. Mi fidelidad creadora. No repito gestos vacíos.
Están llenos de vida. Tienen una carga valiosa. Quiero vivir más hondo. Más
dentro de mi vida. Desde mis raíces. Tengo la fe de un niño. No desconfío. Me
abrazo a la roca. Allí me hundo. Jesús me recuerda que mi vida es sagrada.
Pronuncio mi sí. Repito el gesto de mi entrega. Y va calando hondo en mi alma
todo el amor de Dios en un instante. Hoy me habla Dios de mi libertad para
elegir: «Si quieres, guardarás los
mandatos del Señor, porque es prudencia cumplir su voluntad; ante ti están
puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están
muerte y vida». Y me invita a optar entre la vida o la muerte. Entre el
fuego y el agua. Elijo. Escojo. La libertad siempre toca cuerdas de mi alma.
Son deseos muy hondos. Creo que está inscrita profundamente en mí. Dios me
regaló esa libertad que me hace feliz. Aunque a veces me juegue malas pasadas.
Me hace tener la vida en mis manos y no dejar que la vida me viva. Yo hago.
Aquí y ahora. Yo escojo una forma de vivir. A veces sólo puedo escoger la forma
de mirar cuando las circunstancias me vienen impuestas. Pero la elección de
cómo lo vivo es mía. Eso no me lo quita nadie. No me lo impone nadie. Mi mundo
interior es mío. En ese mundo Dios deja su huella. En mi roca. Jesús me pide
que escoja la vida. Yo escojo amar, no sólo cumplir. Elijo dejarme el alma en
los caminos, no protegerme y guardarme. Elijo el mar, y dejo la orilla. Escojo
vivir con Jesús, a su lado, ya no estoy solo. Y escojo dejar mis redes y
confiar en Él. Elijo mirar las estrellas y no quedarme triste mirando el suelo.
Quiero vivir, no sobrevivir. Un día leí que para navegar no hace falta hombres
que sepan construir naves, sino hombres que sueñen con el mar. ¿Cuáles son mis
sueños? ¿Cuál es la elección que tengo ante mis ojos? De mí depende dejar
grabada mi vida en la roca. Puedo elegir un camino u otro. Puedo mirar de una
forma o de otra. Escojo llevar la cruz que me
toca con alegría, con
esperanza. Soy libre. ¿Qué escojo hoy? Merece la pena vivir a fondo mi vida.
Amar con todo lo que implica de miedo, de riesgo, de temblor. Con gratuidad,
sin escatimar, sin guardarme. Así también es el amor de Dios. Un amor gratuito
que se me da a cambio de nada. Un amor incondicional. Tengo delante la vida y
la muerte. El agua y el fuego. El suelo y las estrellas. Lo elijo a Él, a
Cristo, libremente. Lo escojo de nuevo. Aquí y ahora. En su roca. En mi roca. Con las mismas palabras. Pase lo que pase.
Escojo vivir según su vida. Escojo la luz y la vida.
Necesito más valor para dejar tantas cosas que me
hacen cobarde. Me gustaría ser más niño. Me
conmueve tocar la piedra en la que nació Jesús niño. Dios hecho carne. En lo
secreto. Oculto a la vista de los sabios. Oculto a mis ojos. Muchas veces no lo
veo y desconfío, no creo en la victoria. Me dan miedo la vida y los problemas.
No veo sus pasos junto a los míos. Su carne sosteniendo la mía.
Escondido yo en su carne. Él
en mi carne. Quisiera ir más allá de mi fragilidad y tocar a Jesús. Romper los
muros que no me dejan crecer. Pienso en Jesús pobre. Me da miedo ser pobre y
endeble. Me asusta la pobreza y la vulnerabilidad. Acaricio su mano débil.
Acaricia Él mis manos débiles. Me sobrepasa su amor que viene sobre mí. Ya no
estoy solo. Tan pequeño cabe entre mis manos. Surge del pan cuando consagro. Y
sostengo su vida que a la vez me sostiene. Me veo tan frágil. Veo la verdad más
honda de Jesús en ese misterio guardado. Pronuncio en silencio mi sí. De nuevo
digo sí. Me duele mi carne enferma. Mi soledad herida. Mi sangre perdida. Tengo
miedo a la vida. Me abruma la incertidumbre del camino. En sus manos de Niño
Dios confío. Puedo sostenerlo callado. Puedo amarlo más, mucho más. Aunque esté
yo roto. Puedo. Puedo darlo todo. Y creer en lo imposible. En la película «The Little boy» un padre la dice a su
hijo desde muy niño: «¿Crees que puedes
hacer eso? ¿Crees que podemos hacer esto?». Y juntos van haciendo grandes
cosas. Así quiero levantarme yo cada mañana. Y oír de Jesús esa pregunta.
Puedo. Sí, contigo puedo. Una persona rezaba: «Quiero volver a ser niña, Jesús. Volver a creer. Ser inocente y pura.
Alegre. Sin cargas de rencores. Sin creer que me lo sé todo o que la vida me
debe algo. Quiero jugar y reírme de las cosas pequeñas. Como cuando era más
niña y me lo creía todo. Me he
acostumbrado a ser adulta. Calculo mis pasos. Exijo lo que no recibo. Pido lo
que no tengo. No me quedo contenta con nada. Siempre espero más. Necesito
agacharme para entrar por esa puerta pequeña de Belén. Más niña. Más pobre. Sin
exigir tanto a la vida. Sorprendiéndome. Asombrándome. Sin tanto miedo a las
consecuencias de todo». Me hago eco de las palabras de esta oración. A mí
también me gustaría ser más pequeño. Para caber mejor en la herida de su
costado abierto. Me sobran tantas cosas. Me quedo callado ante la noche. Es
mejor dar la vida que guardarla. Mejor arriesgar que conformarme. Claro que
puedo hacerlo. Claro que puedo si Jesús va conmigo. Me hago más niño.
Menos prudente. No llevo cuenta
de los riesgos. Me arrodillo ante la carne herida de
Jesús. Me
agacho lo suficiente como para entrar por esa puerta pequeña que me abre a su
corazón de Padre. Adoro el misterio de Dios hecho carne. El mayor misterio que
nunca ha existido. Vengo a adorar. Quiero aprender a ser más niño. Quiero
confiar más. Me duele el alma. Mi alma adulta.
Quiero volver
a nacer. Parece fácil pero no lo es. Hacerme niño de nuevo. Dejar mis ropas
adultas. Dejarlas a la puerta de mi alma. Para dejar de ser rígido. Me pesan mi
coraza y mis seguros. Me duele romper mi armadura. Para abrir más mi alma.
Quiero la inocencia perdida. Esa que antes tuve y ahora me falta. Quiero ser
más ingenuo. Decía el P. Kentenich: «Para
nosotros la mayor alabanza que se nos pueda hacer será decir que en nosotros
hay algo de la ingenuidad de un niño»1. El mundo no valora la ingenuidad ni la inocencia. Creo que sólo si
vivo de esa ingenuidad. Sólo si soy niño ante Dios, podré vivir con paz en
medio de la oscuridad de la vida. Necesito volver a nacer para recuperar la
inocencia que la vida ha herido en lo más hondo. Me duele el alma. Quiero
llegar más alto. Tocar cielos más altos. Quiero creer que puedo, que es
posible. Porque Jesús va conmigo y me sostiene. Su mano levanta mis manos. Y
sus pies dan fuerza a mis pasos. Me sostienen. Me levantan. Hacen que mi vida
merezca siempre la pena. Sueño más
hondo. Sueño con lo más grande.
Me conmueven la paz y el silencio del huerto de los
olivos. Cuando Jesús calla. Arrodillado en el
huerto. Allí donde se sentía en casa. Su lugar de descanso. Mientras reza, sus
apóstoles duermen. Jesús llora y suda gotas de sangre mirando su cruz. El dolor
en el alma. La traición de Judas, su amigo, su hijo. Y el sueño de los
discípulos que han ido al huerto de los olivos a rezar a su lado. Me
1 J.
Kentenich, Niños ante Dios
impresiona su sueño. Me
conmueve la traición. Un solo beso en silencio. Una hora sin lograr velar.
Negar. Dormir. Traicionar. Es fuerte. Me asusta mi fragilidad. Una persona
rezaba: «Te amo, Jesús, aunque no vea,
aunque no sepa, aunque no sea digna. Sólo Tú conoces mi corazón. Hazlo tuyo,
rompe los muros. Te digo que sí en la noche. Con mi renuncia, con mis manos
pobres, con mi historia, mi vocación. Con el miedo de ir al mínimo, a ser
mediocre, a sentirme satisfecha. Ayúdame a saber consolar, a no hacerme dura, a
no analizar el dolor de los otros, sólo abrazar, que nunca me canse. A veces lo
hago. Que no deje nunca de maravillarme de tu amor. Que no deje nunca de
maravillarme de que me quieras como soy. De mi misterio de un camino abierto,
sin hacer, que te pertenece». Me duelen mis negaciones. Mis traiciones
ocultas y silenciosas. Quiero hacerlo todo bien y detesto el fracaso y la
traición. Pero no logro vencer siempre. Fallo y me quedo dormido. Como los
discípulos a una distancia de tiro de piedra. Mientras Jesús lucha entre la
vida y la muerte. Y yo traiciono su confianza. No estoy a la altura y no hago
lo que Él quiere que yo haga. O lo que creo que espera de mí. No logro juzgarme
a mí mismo. No logro ver si está bien o mal mi vida. Si le estoy siguiendo a Él
o sólo busco mi comodidad. Y soy sacerdote. Pero no siempre le busco. Me duermo
sin aguantar a su lado. No es tan sencillo permanecer en vela. Lo sé. El mundo
tienta. Me asustan la cruz y el sufrimiento. Temo el descrédito y el fracaso.
Me duele el olvido. Un solo error que eche por tierra la propia entrega. Como
Jesús esa noche en el huerto. Toda su vida juzgada en un beso. Su paso por la
tierra, su carne sosteniendo la carne débil de tantos. Me da miedo ser mal
entendido. Mal juzgado. Sólo Jesús sabe lo que hay en mi corazón. Ni yo mismo.
A veces me juzgo con dureza. Por no dar la talla. Por no ser fiel y no estar a
la altura. Y veo tan lejos la santidad que anhelo. Miro su rostro. Miro su
vida. Y le pido a Dios la fuerza para luchar. Para no tirar nunca la toalla en
mi vida, pase lo que pase. Le pido paz a Dios en medio de las tormentas del
camino. Es un milagro vivir con paz cuando las circunstancias de la vida me
turban. No me siento tan fuerte. Por eso no quiero juzgar al débil. No quiero
hacerlo. Yo mismo soy débil. Por eso quiero aprender a tomar la cruz, mi cruz,
cada mañana. Sé lo que me cuesta. No me es fácil decir que sí a Dios
simplemente. Sin poner excusas. Sin justificarme. Sólo Dios me juzga. Eso me
tranquiliza. Más allá de la mirada de los hombres donde veo condenas. Más allá
de mis miedos que me paralizan. Me falta fe para creer más allá de mis
flaquezas. Fe en las estrellas que me elevan en lo alto. Me falta creer más en
todo lo que puede hacer Dios conmigo, a mi lado. Como ha hecho con los santos.
Hombres de barro con los que Dios construye. Me impresionan las palabras del P.
Ángel Strada hablando del proceso de beatificación del P. Kentenich: «En la persona de cada ser humano hay
misterios: ¿por qué actuó de esta forma y no de otra? ¿No hubiera sido más
prudente hacer esto o aquello? Y cada vez más me decía: se trata de la santidad
de una persona, no de un ángel. Y ser una persona implica error, problemas,
conflictos, fracaso, derrotas. Todo esto pertenece a la vida humana. No existe
la santidad sin límites. debemos renunciar a una imagen de nuestro fundador
donde todo es perfecto, donde hubo santidad desde un comienzo. Este Kentenich
no existió». No hubo un Padre Kentenich perfecto. No fue un ángel. Fue
hombre con defectos y virtudes. Con logros y fracasos. Con decisiones acertadas
y caminos en los que cometió errores. Y se dejó hacer por María que pulió su
alma. Pienso en mi propia vida. Tampoco soy un ángel. En mi vida hay aciertos y
caídas. Logros y torpezas. Mi debilidad se besa con mi fortaleza. A veces no sé
manejar bien mis errores. No los asumo. No los enfrento. Los oculto. El otro
día leía:
«Culpa
es el resultado de haber cometido un error personal, esa es nuestra
responsabilidad. Cometimos un error y ese error debe reconocerse y con ello
pedir las disculpas o el perdón por el daño ocasionado a otro, pudiendo también
complementarse con una reparación»2. Quiero aprender a mirar a la cara mis errores, mis
traiciones, cuando me quedé dormido en la vida eludiendo mi responsabilidad. Como
esos discípulos la noche de Getsemaní. Dormido ante el dolor de tantos.
Evitando el compromiso. Evitando el sacrificio. Sin aceptar ese error en mis
decisiones cuando pensaba que hacía lo que Dios quería. ¿Qué hago con mi culpa?
¿Qué hago con mis errores? ¿Los oculto incapaz de mirar la cicatriz que me han
dejado? Me gustaría mirar a la cara mis decisiones, aunque no sean correctas.
Aceptarlas, pedir perdón, perdonar, reparar. Es la única forma de crecer y
madurar. Cargar con la cruz, con mi cruz.
Con mi
debilidad. Y seguir a Jesús por los caminos. Con lo que soy. No con lo que me
gustaría ser. Con lo poco que tengo, no con lo que anhelo. Asumiendo que no soy
un ángel. Soy un hombre hecho de barro y luz de Dios. Hecho de debilidades y
grandezas. Eso me alegra. Quiero perdonarme en mis errores. Y aceptar que los
demás me traten de acuerdo a ellos. Decía Tim Guenard: «Yo digo a mis hijos
2 Edgardo
Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y
hacia el corazón
que
cuando hago el bien deben estar agradecidos, pero cuando no hago bien, tienen
autorización para decírmelo, porque yo cometo errores». Quiero reconocer
mi fragilidad ante Dios, ante los hombres. Y estar dispuesto a que los demás
vean mis cicatrices. Mis debilidades. Mis errores, sin esconderlos. Dejarme
ayudar. Que me digan lo que hago mal sin molestarme por ello. Tengo mucho que
aprender. Quiero ver la vida como es. En lo pequeño y en lo grande. Asumir mis
cruces y caídas. Perdonarme por ellas. Dejarme acompañar en mi vulnerabilidad.
Dios construye desde mi beso traidor. Desde mi negación poco antes de que cante
un gallo. Con mi sueño que me hace eludir responsabilidades. No soy un ángel. Soy de barro.
Me gusta más el Jesús del lago que aquel que dice
muchas palabras. Una vida tiene muchos más gestos
que palabras. Y si tengo que elegir, elijo los gestos. Me detengo junto a su
lago. Junto a las aguas que ve Jesús desde la montaña. Esas aguas por las que navegó
tantas veces. Bañan las olas las piedras de la playa. No rompen con violencia.
Sólo acarician sin hacer ruido. Se vuelven lisas las piedras de la orilla. Más
blancas, más puras. Como quiero que se vuelva mi alma al romper las olas contra
ella. Con un ruido suave. Lentamente. Pienso en los pasos tranquilos de Jesús
sobre las aguas. Oigo su voz calmando el mar en la tormenta. En ese mar de
Galilea. Su voz profunda como el sonido de las aguas. Su mano firme sosteniendo
el remo, el timón, la vela. Su mano acariciando el agua al compás de los remos.
Navegando mar adentro. Conteniendo el aliento. Esperando una pesca milagrosa en
medio del silencio de un día que amanece lentamente. Sobre el mar en calma. La
vida se juega en decisiones simples. Posibles. En márgenes cotidianos. Es
extraordinario lo ordinario. Oigo una voz sobre las aguas. Mi vida puede
cambiar al ver un simple gesto. O al escuchar una palabra importante. Jesús no
sabe de pesca. Pero si conoce mi alma. Y mi sed. Y mi llanto. Y me abraza sobre
las aguas sin necesidad de muchas palabras. Como abrazó un día a Juan, a
Andrés, a Pedro. Me abraza a mí mismo esta tarde de invierno. Las olas muertas
a mis pies. No han hecho casi ruido.
Muertas en una
humedad que se me escapa. Un simple gesto del mar. Un simple gesto de Jesús
mirándome con misericordia. Como a esos hombres en la orilla. Yo también como
ellos quiero dejar mis redes viejas en esta orilla tranquila. Me pesan tanto
mis viejas redes. Necesito otras redes más nuevas. Quizás también otra barca. Me
gusta la calma de las olas. Me gusta ver a Jesús navegando hondo y haciéndose
pequeño al remar con fuerzas. Mecido por las aguas. Por mis aguas. En este
mismo mar que me calma por dentro. Quiero dejarlo todo y seguir su voz sobre
las aguas. Su pasión, su fuerza, sus brazos firmes, sus piernas rápidas. Son
gestos. Son palabras. Como la primera vez que vino a mi vida. Como tantas veces
cuando ha vuelto y se ha quedado. Con sus ojos que miraron este mismo mar
tantas veces. El mismo mar de mi alma. Jesús oyó las mismas olas. Pescó los
mismos peces vivos bajo el agua. Me gustan sus gestos tranquilos. Era un hombre
lleno de paz, y de luz, y de misterio. Un hombre apasionado por la vida,
inquieto. Había tanto que hacer en este mundo. Buscaba la paz y el silencio de
este mar tranquilo. Sin voces extrañas. ¡Cuánto silencio! Pero no podía
permanecer escondido. Era tanta el hambre. Yo también lo veo. Y me duele. Como
a Jesús tantas veces. Es necesario salir a predicar. Quiero romper las barreras
y salir a curar enfermos. A expulsar demonios. A abrazar heridos. Hay tanta
muerte. Tanta soledad. Me voy a otra orilla. A su orilla. A descansar con Él en
su playa. En su silencio. Y la gente lo busca. Saben que son sus gestos los que
devuelven la vida. Me conmueve la fuerza de sus manos. Yo soy pobre ante Él. Me
quedo mirando callado su mar con las manos vacías. Su barca tan cerca de mi
orilla. Yo tan lejos en mi propia barca. Tengo tantos miedos cerca de esta
orilla. Escucho su voz y algo se conmueve muy dentro del pozo de mi alma. Mar
adentro. Nítida su voz sobre las aguas. Vence el miedo esa voz llena de verdades.
Quiero ir con
Él hasta donde Él vaya. Sé que hay un hueco en su barca, eso seguro. Navega
hondo. Cojo sus redes con mis torpes manos. Dejé ya mis viejas redes en la
orilla. Jesús permanece callado en mi barca. En mi orilla. Su silencio me da
tanta paz. Me acompaña mientras navego en sus manos. Con el suave balanceo de
las olas. Me calmo por dentro. Y me inquieto. Hay tanto que hacer delante de
mis ojos. Los peces nadan en lo hondo y yo los veo. Escucho en silencio. No
tengo miedo a la vida que florece en mis manos. En su orilla el mar llega
despacio y se retira lentamente. Sin hacer ruido. Se calma todo al llegar. Como
mi vida. Me gustan más los gestos de Jesús que sus palabras, eso lo tengo
claro. La pasión de su mirada. La fuerza de sus manos. La intensidad de sus
pasos. La presión de su abrazo. La paz de su descanso. Cuando reza en silencio
se eleva la sutil presencia de Dios que todo lo transforma. Ojalá pudiera
navegar siempre sin miedo por sus mares, en su barca. Venciendo el miedo
que me impide
dejar tantas cosas. El miedo que no me deja romper todos mis límites. Las olas
suavizan mis torpezas, como las piedras lisas. Me llama Jesús con su voz suave.
Se acerca hasta mi orilla. Pronuncia mi nombre. Y yo lo espero. Este mar se
mete dentro del alma. Muy dentro. Una música que añoro toda mi vida. La voz de
sus silencios. Vuelvo hasta su mar para que me hable en sus olas. Para que me
grite en su viento. Es la certeza que decide mi vida. Él va conmigo. Yo voy con
Él. En su barca. No se apaga el miedo, lo sé, pero se calma. Y sigo sus pasos
sobre las olas. Sus pies en mis pies. Amo sus gestos. Me dejo abrazar por Él. Sostener sobre las aguas. Pierdo el miedo.
Jesús me habla hoy desde la montaña, cerca de
Cafarnaúm. Desde el monte se ve todo mejor. Fluyen
las palabras. Todos escuchan. Tienen sed. Lo siguen, han visto sus obras. Hay
mucha gente y Él sube al monte para poder verlos y hablarles mejor. Querrán
también comida. Querrán ver milagros. Hoy escuchan. Quieren ser felices.
Sufren. Lo miran. Lo buscan. Van por tierra hasta la siguiente orilla. Allí
llega su barca. Brotan con fuerza sus palabras. El eco del monte repite sus
anhelos. Quiero ojos limpios para entender. Para no juzgar. Un alma limpia.
Llena de Dios. Siempre me ha gustado más lo que Jesús hace que sus palabas. La
fuerza de sus gestos, su mirada. Sus pasos. Sé que sus palabras refuerzan lo
que hace. No son palabras huecas. Me gustaría parecerme a Él. Sus palabras
explican su vida y son respuesta a preguntas mudas de tanta gente sentada que
lo escucha en esa montaña.
Responde a esa pregunta que
yo mismo guardo. ¿La ley? ¿Basta con cumplirlo todo? «Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de
cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley». Cumplir o no ser capaz
de cumplir. Exigir a otros que cumplan sin saber lo que viven en su corazón. La
norma. ¿Es siempre la medida de la vida? Hoy Jesús me dice cosas sencillas.
Seré grande si sigo su voz: «Quien los
cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos». Pero a veces lleno
mi vida de mandamientos y exigencias. Cargo pesados fardos sobre mi espalda.
Quiero cumplirlo todo y me frustro al no lograrlo. Hoy escucho a Jesús que me
pide que viva la vida de forma más sencilla: «A vosotros os basta decir ‘sí’ o ‘no’». Pero a veces no entiendo
lo que Jesús me pide. Y no comprendo que quiere que todo llegue a plenitud
cuando dé mi sí: «No creáis que he venido
a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud». No
quiero quedarme con la justicia de fariseos y escribas. Donde la perfección
consiste en cumplirlo todo. No quiero vivir sólo cumpliendo. Esa actitud me
habla de un Dios que sólo está contento conmigo cuando cumplo. Jesús me quiere
cuando no soy perfecto. Cuando no le enseño cada noche mi lista de deberes. No
le importan tanto mis tachones, mis errores, le importa mi amor.
Le basta con
que yo quiera volver a empezar y le dé mi sí. Quiere que pida ayuda. Le basta
con que me sepa pequeño y frágil, consciente de que puedo caer en cualquier
momento. Él es mi roca, no la ley. Él es mi camino, no el cumplir. Jesús me
dice que la medida es el amor y no la norma. Jesús rompe mis esquemas. Él mismo
a veces se salta alguna norma por amor. Hoy Jesús, ante la gente que lo
escucha, no habla de cumplir, sino de ir más allá. La vida es más que el
mínimo. Me invita a ser magnánimo. No quiere que haga sólo lo correcto, lo
adecuado, lo justo. No quiere que simplemente cumpla con mi deber, logrando el
mínimo. Me lo pide todo. El mínimo no llena el corazón. En el mínimo soy un
autómata que repite gestos sin alma. Lo que sucede en el alma sólo lo ve Dios y
allí es donde se juega mi vida. Creo en esa vida en la que la abundancia y la
alegría no pasan nunca.
Aunque haya
dudas. El cumplir y quedarme sólo ahí, me quita creatividad y libertad. Si sólo
busco cumplir, le pongo freno a mi crecimiento interior. Mi inquietud hace que
mi alma no se conforme con hacer sólo lo que me piden. La clave, como siempre,
está en la forma de mirar la vida. La medida es el amor sin medida. Jesús me
dice que tengo que sentir y pensar como lo hace Dios. Que vale de poco cumplir
por fuera la norma y ser correcto ante la ley, si tengo el corazón frío. Quiero
sentir como Él, quiero pensar como Él, quiero caminar como Él. Dejándome el
corazón, sin preocuparme sólo de pecar o no pecar, de respetar los límites, de
proteger mi fama. No quiero guardarme para mí, quiero amar más. Jesús apela a
la generosidad de mi alma. Quiere que profundice en mi mundo interior tan
desconocido. Me pide que me deje modelar por Él para tener su delicadeza de
sentimientos. Que mi vida exterior y mi vida interior sean una. La vida es más
que la orilla del mar, hay un mar adentro. La vida es más que la superficie,
donde camino día a día, hay mucha más hondura. No quiero vivir sólo cumpliendo
sin salirme de la norma. La vida es más de lo que veo delante de mí. Vivir con
un alma generosa es la única manera de vivir de verdad. Es lo único que me hace
libre. Así vivió Jesús.
Jesús
no quiere que me conforme con la ley. Quiere que la cumpla, pero
viviendo desde dentro el grado de amor máximo. Quiere que no cometa adulterio,
pero más allá, que ame en mi corazón con pasión a mi cónyuge. Que le dedique mi
vida. Cuidándolo, protegiéndolo. La promesa el día de la boda no fue: «No cometeré adulterio, no te traicionaré».
Fue en positivo: «Te amaré y te respetaré
todos los días de mi vida». La vida con Jesús no es un conjunto de límites.
Es un mar hondo, sin orillas. Jesús me habla del sí. Del más. De lo más
profundo, de lo más alto. Quiero dejarme tocar por Dios en mi dolor, en mi
miedo, en mi temblor. Él me puede consolar, sostener, enamorar, hacerme feliz
en los umbrales de su casa. No me conformo con vivir de un modo correcto,
cumpliendo normas. En la película «El
silencio» de Martin Scorsese, el personaje que traiciona contantemente su
fe, Kichijiro, vuelve siempre al
sacerdote a pedir misericordia. Salta la norma y busca la misericordia. El
corazón del que lo observa se indigna. Siempre cae. Siempre vuelve. ¿Puedo
perdonar setenta veces siete? El sacerdote caído reacciona ante su última
petición de confesión: «No existen
fuertes y débiles. ¿Quién puede asegurar que los débiles no han sufrido menos
que los fuertes? Si no quedan padres en este país que puedan oír tu confesión,
tendré que hacerlo yo. Vete en paz»3. Han traspasado los dos esa línea. El japonés se
lamenta de que en otra situación más favorable para los cristianos, tal vez él
hubiera sido un buen cristiano cumplidor. Me impresionó su mirada. Dios no es
así, pero nosotros sí. No sabemos si en otra situación, en un momento de dolor,
seremos realmente fieles a todo. No sabemos cuánta es nuestra debilidad. Jesús
sí la conoce y cree en mí. Me dice hoy: «Cava
más hondo, navega más adentro, vuela más alto. Eres libre de desplegar las
velas de tu alma y llegar al horizonte conmigo. Y si te equivocas, te vendré a
buscar». Para Jesús siempre hay una nueva oportunidad. Estoy solo delante
de Él. La vida se juega en lo delicado del corazón, del pensamiento, de la
actitud del alma. Allí en lo más profundo de mi alma es donde soy libre y nadie
más me mira. Solos Dios y yo. Cumplir es importante, necesario. Son pautas que
marca la Iglesia, pero son sólo mínimos. Y la vida se juega en un sí hacia
delante. En un sí más grande. En arriesgar, en dar hasta no poder más. En
máximos. Dice R. Tagore «No puedes
atravesar el mar simplemente mirando el agua». Jesús hoy me habla de
ideales. De mares hondos. Los ideales tiran de mí hacia lo alto. Me dan alas.
Es lo que Dios soñó para mí. Y si caigo vuelvo a empezar. Me fío de Él. ¿Qué es
lo que siento en mi corazón? ¿Pienso como piensa Jesús? Hoy Jesús no deja que
me fije sólo en los grandes pecados. El homicidio. El adulterio. Jesús me pide
una mirada más sutil. Un corazón más grande. No llamar imbécil al hermano, no
guardar rencor. Me emociona la confianza de Jesús en mí. Confía en que soy
capaz de amar desde dentro. Me invita a que mi vida esté más equilibrada. Una
vida en la que mi amor a Dios sea expresión del amor a los hombres. El otro día
leía: «Todo lo que vivenciamos en las
relaciones humanas sucede al mismo tiempo con Dios. Si queremos saber cómo nos
relacionamos con Jesucristo, lo podemos deducir fácilmente a partir de nuestras
relaciones humanas. Cada uno trata a Dios como trata a sus semejantes»4. La forma como me relaciono con Dios, suele coincidir
con la forma como lo hago con los hombres. Miro a Dios igual que miro a los
hombres. Lo tengo claro. Por eso Jesús me anima a dejar la ofrenda en el altar
si tengo algo contra mi hermano.
Primero tengo
que ir hacia él y después volver a entregar mi ofrenda. Jesús quiere que mi
mundo interior y de oración esté en consonancia con mis prácticas religiosas,
con mi vida externa, con mis gestos. No basta con no matar para quedarme
tranquilo y sentirme satisfecho. Mi forma de rezar tiene que estar en
consonancia con mi forma de amar a los demás. Dios está primero en el corazón
del otro, y ahí tengo que hacer mi ofrenda de paz y de amor. ¡Cuántas veces me
quejo de los otros al rezar!
Busco a Dios
porque no sé amar bien a los hombres. Me aíslo. Busco una soledad que es un
refugio, un escape. No quiero creerme mejor por estar dentro de la iglesia,
amparado. Me gusta mirar a Jesús. En Él es todo uno y por eso tiene autoridad
moral ante todos. Ama, reza, camina, cura, vive del mismo modo. Con el corazón,
con compasión, obedeciendo al Padre, con libertad. Ama más allá de lo
esperable, de lo lógico, del mínimo. Quiero caminar así por la vida. Me
gustaría pedirle a Jesús que me ayude a tener sus mismos sentimientos. A sentir
como Él. Toco las piedras que Él pisó. El agua que navegó. Quiero vivir su
compasión y su ternura. Quiero su delicadeza y respeto profundo a la vida del
otro. Quiero vivir mi amor a Dios y a los demás del mismo modo. Es la armonía que sueño, que anhelo. Una
armonía posible en el corazón de Jesús.
3 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José
Fernández, Silencio (Narrativas
Históricas)
4 Franz Jalics, Ejercicios de contemplación
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