Argentina – 18 de mayo de 2014
Queridos hermanos en la
Alianza:
Meditando este tiempo hermoso de la Pascua, leí una reflexión que
decía que hoy, después de 2000 años, obviamente no hay testigos oculares de la
resurrección de Cristo, pero si hay múltiples testigos de la presencia de Cristo
resucitado en sus vidas.
En cada uno de los encuentros de Jesús con las personas que le
acompañaron en sus tres años de vida pública, y que luego se convirtieron en
testigos, hay toda una catequesis acerca de cómo vivir la resurrección. Había una
tentación en los primeros discípulos de centrar su gozo en el hecho de la tumba
vacía y de entender la resurrección como un triunfo frente a los que mataron a
Jesús. Pero la resurrección va más allá, la alegría se funda en la experiencia
de sentir una fuerza transformadora que
los hace capaces de vivir de acuerdo con los valores del Reino y así ser
testigos ante los hombres de un nuevo modo de vivir según el Señor. La
presencia de Cristo resucitado tiene
efectos en nuestras vidas.
En el tercer domingo de Pascua escuchamos sobre el encuentro de
Jesús con los discípulos de Emaús (Lucas 24, 13-35). Este encuentro con Cristo
me parece muy sugerente para nuestra realidad. Nos muestra tres efectos:
1.
Reavivar
la esperanza.
El fracaso y la decepción ocasionados por el prendimiento y ejecución de Jesús,
su Maestro, habían hundido a los discípulos de Emaús en la desilusión, y la
desesperanza se apoderó de ellos. Huyen de Jerusalén porque sienten que todo se
ha derrumbado. Sin embargo, aquel misterioso compañero que se les une en el
camino a Emaús, con sus palabras y su presencia les devuelve la esperanza cuando les va
comentando que todo lo sucedido no es
casualidad sino que responde al plan de amor de Dios por su pueblo, como lo
atestigua la Escritura.
2.
Reavivar
el fuego.
El segundo efecto del encuentro con Cristo resucitado consiste en el renacer de
la ilusión que hace sentir que la vida
cobra un nuevo sentido y que vale la
pena entregar lo mejor de cada uno para colaborar en la construcción de un mundo
a la manera de Jesús. Los discípulos, que venían con el rostro entristecido
y el corazón huérfano, van sintiendo en cada palabra de Jesús cómo de las
cenizas causadas por el dolor empieza a
nacer un fuego nuevo que llena de ardor sus corazones. Ese ardor se
traduce en una capacidad de
trasmitir el gozo del Evangelio, no a través de la imposición de una doctrina
sino por medio de la atracción que
suscita ver a personas que se han sentido amadas y salvadas por un Dios que es
compasivo y amoroso.
3.
Volver
a la comunidad.
El tercer elemento de este Evangelio nos relata que luego de compartir el Pan de
Vida y descubrir que es Cristo quien va con ellos, los discípulos llenos de
fuerzas renovadas deciden volver a Jerusalén para anunciar esta experiencia,
esta “Buena Noticia” a los hermanos que aún no lo saben y están desanimados. Es
volver a la comunidad, trabajar con los hermanos donde estamos llamados a ser
testigos del acontecer de Dios en nosotros y en la historia.
El 8 de mayo pasado, día de la Virgen
de Luján, nuestros obispos presentaron el documento “Felices los que trabajan
por la Paz”, en el cual hacen un detallado análisis de la situación por la cual
está pasando nuestra sociedad argentina: “Constatamos con dolor y preocupación que la
Argentina está enferma de violencia. Algunos de los síntomas son evidentes,
otros más sutiles, pero de una forma o de otra todos nos sentimos afectados” (nº
1). Esa violencia que tantas veces hemos experimentado se manifiesta de
maneras muy variadas y en amplios sectores de nuestra sociedad: “Son numerosas las formas de violencia que
la sociedad padece a diario. Muchos viven con miedo al entrar o salir de casa, o
temen dejarla sola, o están intranquilos esperando el regreso de los hijos de
estudiar o trabajar. Los hechos delictivos no solamente han aumentado en
cantidad sino también en agresividad. Una violencia cada vez más feroz y
despiadada provoca lesiones graves y llega en muchos casos al homicidio. Es
evidente la incidencia de la droga en algunas conductas violentas y en el
descontrol de los que delinquen, en quienes se percibe escasa y casi nula
valoración de la vida propia y ajena. La reiteración de estas situaciones
alimenta en la población el enojo y la indignación, que de ninguna manera
justifican respuestas de venganza o de la mal llamada “justicia por mano
propia”. (…) Con frecuencia en nuestro país se promueve una dialéctica que
alienta las divisiones y la agresividad” (nº 2).
Pero nuestros obispos hacen
dos aclaraciones importantes: “Conviene
ampliar la mirada y reconocer que también son violencia las situaciones
de exclusión social, de privación de oportunidades, de hambre y de marginación,
de precariedad laboral, de empobrecimiento estructural de muchos, que contrasta
con la insultante ostentación de riqueza de parte de otros” (nº
3). Y la segunda especificación
de otra forma de violencia: “La corrupción, tanto pública como privada, es un
verdadero “cáncer social” (EG
60), causante de injusticia y muerte. (…) Estos delitos habitualmente prescriben
o su persecución penal es abandonada, garantizando y afianzando la impunidad.
Son estafas económicas y morales que corroen la confianza del pueblo en las
instituciones de la República, y sientan las bases de un estilo de vida
caracterizado por la falta de respeto a la ley” (nº 5).
Ante esta desoladora realidad
que no podemos dejar de ver, muchos, como aquellos discípulos de Emaús, se
sienten frustrados y desilusionados. ¿Qué podemos hacer? ¿Poco y nada? Caemos en
la tentación de creer que la fe en Cristo se torna una “devoción particular”,
sin efecto en la realidad, o un “escapismo” hacia un ideal de hombre y sociedad
imposibles.
Es en ese punto que debemos
reflexionar sobre la realidad de Cristo resucitado en mi vida, en nuestras vidas. Es allí donde se da mi Pascua, nuestra Pascua. ¡Dejar que Cristo viva en mí y me “reviva”
en la esperanza!, el fuego nuevo que renace de las cenizas causadas por la
muerte, la desilusión y el desánimo.
No caigamos en la tentación de creer que la resurrección de Cristo es
“magia” que todo lo cambia ya. El cambio
verdadero es un proceso que se da, como en aquellos discípulos de Emaús, si me dejo encontrar en lo profundo de mi
alma por Cristo – Pan de Vida, quien me revive, me revela la verdad, me
anima a retomar su camino y me envía con
su mensaje para mis hermanos.
Miremos al P. Kentenich,
quien en su vida también vivió tiempos de violencia, social y personal. Miremos
cómo él construyó “espacios de encuentro y de renovación” para tanta gente. Su
secreto: el íntimo y profundo encuentro
- vínculo personal con Cristo y María, la Alianza de Amor como camino de vida:
“Un hijo de María nunca
perecerá”. Para estos tiempos difíciles dejemos que su testimonio ilumine
nuestra esperanza y nos anime a seguir su camino de Alianza: “¿Cuál es la gran ley fundamental? Tomar en
serio la Alianza de Amor. Es mi total convicción que sobre la Alianza de Amor se
puede basar toda la vida. Podría comprobarles
esto en todas las situaciones de mi propia vida” (P. Kentenich, 19.
7. 1966).
Queridos hermanos, en este
Año de la Alianza y camino al gran jubileo del 18 de octubre, seamos testigos
vivos de paz y esperanza desde la realidad de la Alianza de Amor. Les deseo un
feliz y bendecido día de Alianza.
P. José Javier
Arteaga
¡TU ALIANZA,
NUESTRA MISIÓN!